1

Roldán y su hermana Mercedes examinaban atentamente el mapa extendido sobre la alfombra del living. Buscaban un pueblo que parecía extraviado entre símbolos que indicaban la existencia de cerros, caminos, ríos y amplias extensiones de mar.

Las clases habían terminado y los dos hermanos se preparaban para vivir sus primeras vacaciones lejos de su madre.

Mercedes se rascaba el mentón con insistencia. Roldán ajustaba las gafas sobre su nariz, una y otra vez, como si con ello pudiera leer mejor los nombres escritos en el mapa que habían encontrado la tarde anterior en la biblioteca de su vecino detective.

–Seguro que es un pueblo fantasma, de esos donde penan las ánimas –dijo Mercedes, al tiempo que despejaba los cabellos que caían sobre su frente–. Un sitio con casas antiguas, llenas de murciélagos y esqueletos en los roperos.

–¡Ves muchas tonterías en la tele, hermanita! Vamos a volar en avión hasta Punta Arenas y luego tomaremos un bus hasta Puerto Natales. Mi profesor de Historia estuvo el año pasado en ese pueblo y me explicó las características del viaje que, en una buena parte, se hace cruzando la pampa. Veremos ovejas, ñandúes y caranchos.

–No necesito lecciones. Con las clases del colegio tuve suficiente por este año –protestó Mercedes, sacando una galleta del paquete que tenía a su alcance, a un costado del mapa.

–Deja en paz esas galletas –le dijo Roldán–. Cuando mi mamá se entere que has saqueado la alacena, pondrá el grito en el cielo.

–Ver mapas me abre el apetito.

–También estudiar matemáticas. Sólo quieres leer libros de elfos y magos.

–Y tú eres más gruñón que mi profesor de Artes Plásticas –reclamó Mercedes–. Preferiría cambiar el destino de nuestras vacaciones.

–Imposible. Ya le dijimos al tío Beto que iríamos a verlo.

–Yo no dije ni pío. Tú fuiste el que aceptó la invitación sin medir las consecuencias.

–Lo pasaremos muy bien en Puerto Natales.

–Si es que llegamos algún día a ese lugar.

–¡Aquí está! –exclamó Roldán indicando un pequeño punto rojo en el mapa.

–¿Estás seguro? –preguntó Mercedes, dando un mordisco a la galleta.

–Queda cerca de las Torres del Paine y de la Cueva del Milodón. Lo leí en una revista de viajes que venía junto al diario del domingo.

–Tenemos tiempo para simular un resfrío fulminante.

–Mamá ya compró los pasajes. ¿Qué pasa? ¿Tienes miedo de volar?

–Tengo diez años y no quiero morir tan joven.

–Sólo soy dos años mayor que tú y no le temo a nada.

–Temes ir al dentista y quedarte dormido con la luz apagada.

–Va a ser entretenido. Ninguno de los dos ha subido nunca a un avión.

–Vamos a estar solos sobre las nubes y lejos de casa.

–¡Comienza a preparar tu mochila! Mañana debemos estar temprano en el aeropuerto. Y recuerda que iremos a despedirnos de nuestro vecino.

–Órdenes, órdenes. Desde que mi mamá dijo que debías cuidarme, sólo sabes mandar.

–Soy tu hermano mayor, no lo olvides.

–¿Cómo podría olvidarlo?

2

Entre los buenos recuerdos que atesoraban Roldán y Mercedes estaba la aventura vivida con Heredia, el detective privado que tenía su oficina en el mismo piso del edificio donde vivían con su mamá.

Tiempo atrás, los tres habían rescatado a un perro secuestrado, y desde entonces solían visitar al vecino una o dos veces por semana. En tales ocasiones, Roldán leía alguno de los numerosos libros que tenía el sabueso en su oficina, y Mercedes jugaba con el gato blanco que parecía al cuidado de la desordenada biblioteca.

Encontraron a Heredia sentado junto a su escritorio. Parecía agobiado por el calor de la habitación o tal vez por alguna pesquisa en desarrollo.

–Tengo unos regalos para sus vacaciones –dijo el detective sacando del escritorio dos grandes sobres amarillos.

Los niños abrieron los sobres con entusiasmo. Roldán encontró una pequeña cortaplumas y Mercedes una libreta de hojas azules.

–Para que se defiendan de los pumas y anoten las experiencias del viaje –agregó el detective.

–¿Pumas? –preguntó Roldán, temeroso.

–En los alrededores de Puerto Natales abundan los pumas y los guanacos. Sobre todo en invierno, cuando en el monte escasea el alimento y los pumas se aproximan al pueblo.

–Trata de asustarnos –dijo Mercedes a su hermano–. He leído que por esos lados sólo hay corderos y turistas gringos.

–¿Has subido a un avión? –preguntó Roldán al detective.

–Diez o doce veces. No es mucho.

–¿Te dio miedo la primera vez? –preguntó Mercedes.

–No más que subir a un bus de esos que corren como locos por las carreteras.

–Yo preferiría quedarme en casa –agregó la niña.

–Una vez en el aire olvidarás tus temores –aseguró el detective–. Conocerás uno de los lugares más hermosos del mundo y tendrás mucho que escribir en la libreta.

–¿Has estado en ese lugar tan lejano?

–Una vez, pero no me pidan que les cuente nada de ese viaje. Debo atender una pesquisa que me tiene ocupado desde hace varias semanas.

–¿Por qué no lo dijiste antes? Podríamos haber ayudado –intervino Mercedes.

–Gracias, pero es una de esas cosas que debo investigar por mi cuenta.

–Después del secuestro del perro Bonifacio no hemos tenido nuevas pesquisas –añadió Mercedes–. La agencia R y M Investigadores no pasa por un buen momento.

–Ya les caerá un buen caso. Y por ahora, sólo deben preocuparse de pasarlo bien en sus vacaciones –concluyó el vecino.

3

El avión dejó la pista y comenzó a ganar altura. Mercedes se aferró al brazo de su asiento y durante un buen rato no hizo otra cosa que mirar los árboles y las casas que se empequeñecían a medida que el avión dejaba atrás la ciudad de Santiago.

–Los dados están echados –dijo recordando la frase que había escuchado en una película de policías y bandidos.

–Hablas como si fuéramos a cumplir un castigo

–respondió Roldán–. Tendremos unas bonitas vacaciones, ya lo verás.

–Bonitas, pero cortas –señaló Mercedes al sentir que el avión se elevaba entre crujidos lastimeros.

–Tío Beto prometió llevarnos al Parque Nacional Torres del Paine, una de las diez maravillas naturales del planeta –dijo Roldán intentando distraer a su hermana.