© Autor: Francisco Alonso-Fernández

© Título original: Genios y creativos

 

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ÍNDICE

 

Carta al lector

Introducción

 

Capítulo 1. La identidad del genio y sus modalidades

1.1. El emblema del genio

1.2. El perfil del superdotado

1.3. El raro caso del genio subnormal

1.4. La galería de genios: en las artes, las ciencias,
la literatura, la filosofía y la política

1.5. El novelista y sus personajes

 

Capítulo 2. La inteligencia instrumental del genio

2.1. La base creativa individual

2.2. El perfil del sabio

2.3. Factores condicionantes del desarrollo intelectual

2.4. El rostro enciclopédico de la inteligencia

 

Capítulo 3. Los ingredientes específicos del genio

3.1. El aprendizaje conceptual

3.2. El pensamiento creativo

3.3. La personalidad creadora

3.4. El proceso creador

3.5. El espíritu creador frente a la sabiduría

3.6. El ritmo creador y Goethe

 

Capítulo 4. El genio y su circunstancia      

4.1. La sociedad entre la miseria y la opulencia

4.2. Desde los pintores renacentistas hasta los modernos

4.3. El genio de la música marcado por la historia

4.4. La epidemia de alcoholismo en los modernos escritores estadounidenses

 

Capítulo 5. El genio y su familia

5.1. El árbol genealógico del genio

5.2. El padre imperceptible y la madre amantísima

5.3. La vivencia de orfandad

5.4. La semilla familiar trágica de Hemingway

5.5. Las carencias familiares de Kafka

 

Capítulo 6. El genio como un titán del trabajo

6.1. El morbo de Beethoven

6.2. El morbo de Dostoievski

 

 

Capítulo 7. El genio en relación con el trastorno mental, la homosexualidad o el suicidio

7.1 El genio y la psicopatología

7.2. El trastorno mental activador de la creatividad

7.3. El genio roto por el trastorno mental

7.4. La creatividad del paciente depresivo

7.5. La pintura depresiva

7.6. El genio homosexual

7.7. El genio suicida

7.8. Diálogo con Ciorán

7.9. El trágico final de Larra, Kleist, Koestler y Nerval

 

Carta al lector

 

En el seno de la población general sobresalen tres figuras de personas eminentes: los genios, los superdotados y los sabios. Su respectivo perfil es notoriamente diverso, si bien con un denominador común: la elevación de su pensamiento por encima del nivel del de los demás seres humanos. Al tiempo se diferencian entre sí por su carta de navegación por la vida, tomando una orientación notoriamente distinta, como a continuación podrás ver, amigo lector.

El genio navega a contracorriente por la vida en común, para enriquecerla con sus remolinos y burbujas, elaborados en forma de productos originales científicos, artísticos o literarios. Su chispa de novedades no se deja arredrar por el pulso de la circulación vital imperante. A la vez, su presencia resulta sorprendente y hasta perturbadora para la tranquilidad de los demás, a causa de sus innovaciones y la apertura de nuevas vías cognitivas.

El genio, para consagrarse como tal, precisa acompañar la chispa de su creatividad con una energía personal suficiente para mantener sus valores sobreponiéndose a la incomprensión o el menosprecio de las personas con las que convive. Gracias al influjo de los talentos creativos la Humanidad no se deja estancar en los posos de la vulgaridad.

El superdotado navega por la vida a favor de la corriente, por lo general más bien en provecho propio. Las pruebas académicas parecen haber sido confeccionadas para facilitar el triunfo juvenil de los superdotados y el hundimiento de los talentos creativos. El precoz triunfo social y académico alimenta las energías del ego propio. En torno a la dialéctica establecida entre la excelencia intelectual y el egotismo se abren varias vías divergentes o contradictorias, marcadas por la impronta de aceptar o no la integración de las normas de la sociedad. El extravío normativo posible conduce a una minoría de superdotados a terminar cayendo en las redes de la justicia. Al final, la vida de no pocos superdotados se diluye en el entorno psicosocial, al modo del río que entrega sus aguas al océano.

El sabio se encuentra a su gusto navegando por las corrientes profundas de la vida, entregado a la búsqueda de conocimientos y vivencias. Instala su atalaya en la profundidad de la existencia y asume la actitud del observador, al tiempo que se esfuerza en transmitir sus experiencias a los demás. La figura del sabio se va perfilando con el progreso de la edad. Por ello, se enmarca con preferencia en las culturas respetuosas con las personas mayores, culturas más bien poco evolucionadas.

Así tenemos que en tanto el sabio se estructura a partir de la edad madura y el superdotado ya se revela en la edad juvenil, el genio puede brotar de la lámpara de Aladino en cualquier momento, haciendo así gala de que él no respeta los reglamentos.

Tres modos de pensar: uno, con marcha a contracorriente, otro en el sentido de la marcha y el último instalado en las profundidades. Por tanto, tres modos de cultivar la facultad de pensar.

Se dispone de un instrumento formativo común válido para las tres estirpes de personas eminentes, convergentes en cuanto a la encarnación del pensador. Este instrumento es el libro. Esta fuente del pensamiento se complementa o asocia con el espíritu de observación. La observación de los demás es el libro de la vida. Hay por lo tanto un libro impreso y un libro vivido. Si pretendemos estimular la proliferación de la estirpe triangular de los sujetos eminentes tenemos que potenciar dos hábitos humanos, que son la facultad de la lectura y la facultad de escuchar al prójimo.

 

 

Introducción

 

Encierra esta monografía un doble sentido: de un lado, tributar un homenaje a la memoria de cuantos genios ha habido en la historia de la Humanidad, muchos de ellos mártires de su talento o titanes del esfuerzo o la resiliencia; de otro, abrir un cauce para seleccionarlos en vida y hacer lo posible para que no nos salgan ranas los candidatos que hemos elegido.

La deuda contraída por la Humanidad con la estirpe de los genios jamás podrá ser liquidada. Todos los progresos capitales habidos en las sociedades humanas, desde el Homo habilis hasta nuestros días, se deben al trabajo y al esfuerzo salpicado con inspiraciones de alguna mentalidad genial.

No hay genio sin aplicarse en el esfuerzo requerido por el trabajo. Una mentalidad alentada por la chispa del genio se detiene en el diletantismo, si no se compromete en el empeño con «sangre, sudor y lágrimas». Si poseer los elementos mentales propios del genio es más difícil que alcanzar el «premio gordo» de la lotería, y su naturaleza está velada por el misterio, la autorrealización del genio exige no solo el esfuerzo laboral consignado, sino una energía de espíritu excepcional para no dejarse desviar de su camino por los pinchazos, las lanzadas y la incomprensión hostil de la gente de su tiempo.

En los propósitos de este libro figura ayudar a comprender al genio desde la reflexión intelectual y la afectividad, con objeto de que algún día se tribute a su surgimiento la justa calificación social con la máxima precocidad posible. La mayoría de los genios ha pasado por la vida en un clima de incomprensión y hostilidad. Seguramente, sus creaciones hubieran tomado aún una expansión más dilatada de haber contado con las debidas muestras de solidaridad.

El diseño de este libro se inicia con la especificación de la identidad del genio y sus diferencias con el superdotado. Los ingredientes constituyentes del genio son abordados en los capítulos 2 y 3, en forma del rostro de su inteligencia y los elementos específicos dispersos en su personalidad y su pensamiento.

Los capítulos 4 y 5 se centran en el condicionamiento ambiental del genio, repartido en factores sociales y familiares. Llegamos al capítulo 6, en el que se perfila el genio como un trabajador aplicado a la elaboración creativa del material aportado por su rica vena de inspiración. Finalmente, en el capítulo 7 se estudia al genio en relación con el trastorno mental, la homosexualidad o el suicidio, cuya determinación más frecuente, como en el caso de Larra, se debe a un estado depresivo.

Este ensayo científico-humanista, especie de pequeño tratado del genio y su circunstancia, puede contribuir a aproximar al lector medio a familiarizarse con la estirpe de los genios y a los escasos miembros de esta estirpe a conocerse mejor a sí mismos.

Hemos identificado ya los ingredientes que componen la mentalidad de un genio. Pero falta la chispa que brota de su unión, sin la cual el genio no es genio. Esta tendría que aportarla el mago o el alquimista que se encargara de su fabricación, contando, naturalmente, con su circunstancia.

Porque sin circunstancia no solo favorable para la eclosión del genio, sino con capacidad para su reconocimiento, no existe tal. El genio no es un ente abstracto o absoluto, sino el producto de una estimación social o un reconocimiento histórico. Últimamente se recurre más al criterio histórico póstumo, lo que denota la crisis de sensibilidad social valorativa en la que estamos sumidos.

Lo que hace de la persona un genio es la agregación de los ingredientes individuales estudiados en estas páginas, más una circunstancia histórico-social armónica con sus claves, todo ello acrisolado por una llama mágica que se adscribe más a los dominios del taumaturgo que a los del investigador científico.

El reconocimiento lo más precoz posible del talento creativo se sustenta en el registro de la alianza formada por el espíritu de trabajo con la originalidad del pensamiento, sin soslayar el apoyo de las claves de la personalidad (independencia, firmeza o resiliencia e ironía) y en el nivel de inteligencia por lo general de categoría superior.

Te deseo, amigo lector, mucho éxito en las reflexiones sobre la creatividad, puesto que tal meditación puede constituir un refuerzo poderoso para el desarrollo del talento creativo de uno mismo.

 

 

Capítulo 1

La identidad del genio y sus modalidades

 

1.1. El emblema del genio

El genio es un individuo que se alza sobre los demás mortales como un creador de ideas u objetos, un inventor de cosas o un descubridor de claves inéditas de la realidad. La invención, el descubrimiento y la creación tienen el elemento unificador de referirse, aunque con matices diferentes, a la aportación original de novedades. La diferencia estriba en que la invención se ajusta más a actividades prácticas o cotidianas con un carácter utilitario o técnico y la creación se vincula a la esfera de las artes y las ciencias como un enriquecimiento de los valores del espíritu. Finalmente, el descubrimiento tiene un significado más puntual, referido a la vez a la invención —por ejemplo, el descubrimiento de una nueva herramienta—, y a la creación —por ejemplo, el descubrimiento de una relación entre fenómenos, que se plasma en una perspectiva inédita o un método nuevo.

Todo proceso creador positivo culmina con el descubrimiento de algo. La creación nueva pura e independiente no es posible. De todos modos, conviene llamar la atención sobre un dato diferencial: antes de Cervantes no existía El Quijote y sí, en cambio, antes de Koch, gran científico alemán, el bacilo de la tuberculosis que llevaría su mismo apellido a partir de 1882. Por ello, los artistas son más creadores y los científicos más descubridores.

En sentido estricto conviene realzar la contraposición entre las creaciones artísticas y los descubrimientos científicos como las dos alas del talento genial.

El talento creativo demostrado mediante su plasmación en aportaciones originales verificables es el emblema de la identidad del genio. La presentación del genio como un sujeto creador es una fórmula atinada, si bien algunos la rechazan como si fuera una metáfora teológica, ya que «todo está previamente en la vida» y por ello optan por hablar de inventores y descubridores.

El desvelamiento de la persona creativa como genio se produce mediante el reconocimiento de la aportación de novedades que permiten a los demás ver cuestiones o aspectos no percibidos hasta entonces.

La verificación de valores originales que conduce al reconocimiento explícito del genio exige un proceso ligado al aquí y ahora, inmerso en la historia y la cultura y protagonizado por la sociedad. Un proceso semejante que entraña un reconocimiento social, de condicionamiento histórico-cultural, es terreno abonado para el engaño, la ilusión o el fraude. De aquí que haya una viva dinámica de desplazamientos y permutas entre algunos personajes aclamados como genios por sus contemporáneos y después olvidados o subestimados, y otros incorporados a la galería de los genios a título póstumo, mantenidos muchas veces a perpetuidad como tales.

Realmente, es cuando se ha acabado la obra y la vida el momento más propicio y fiable para emitir la calificación de genio, la cual se convierte así en una especie de diagnóstico retrospectivo póstumo. Ocurre, además, que el creador muchas veces se supera a sí mismo y realiza sus mejores obras en los últimos años de su vida, en la línea, por ejemplo, de El Greco, Goya, Tiziano y tantos más.

En todas las actividades profesionales hay que contar con la aparición de abultados picos creativos en la edad involutiva, incluso no raramente en plena senectud. Tal es el caso de Thomas Mann, quien, cumplidos los setenta años, escribió dos de sus mejores libros: El doctor Fausto y Confesiones de Félix Krull.

El famoso psiquiatra alemán Kretschmer1 se muestra exigente y receloso:

«Así pues, denominaremos genios a aquellas personalidades que han sido capaces de despertar en gran número de hombres, de modo duradero y en grado excepcionalmente elevado, estos sentimientos positivos de valor fundados en leyes; pero los llamaremos genios solo en el caso particular en que dichos valores hayan surgido de la estructura anímica de su poseedor especialmente combinada al impulso de un imperativo psicológico, no cuando hayan sido fruto, principalmente, de la suerte y la coyuntura momentánea.»

Queda así muy bien precisado que el título de genio corresponde a un atributo personal excepcional y no a una aportación aislada. Se supone, por ejemplo, que el genio será capaz de crear un lote de excelentes libros y que el haber escrito uno solo de excepcional calidad puede ser un hecho coyuntural más que un dato expresivo de un talante especial. Hay hombres que pasan por genios y su obra es tan fragmentaria, ocasional o de sentido destructor, que son en realidad efímeros genialoides.

La estimación valorativa del genio encierra tantas dificultades, que justifica el pesimismo de Herman Hesse, cuando escribe en El lobo estepario que los hombres en verdad grandes son a menudo desconocidos. Una amplia proporción de genios no llega nunca a disfrutar del triunfo social.

El cambio de criterios sobre los distintos sectores de la obra del personaje reconocido como genio está asimismo sujeto a unas oscilaciones extremas, incluso cuando se trata del juicio emitido por expertos tasadores, lo que denota la escasa solidez de la objetividad a la hora de calibrar el valor creativo. El genio, se mire por donde se mire, no es un ente absoluto, ni su creatividad original una constante histórica.

La mitificación del genio como un arquetipo sobrenatural específico corresponde a siglos anteriores, en los que se imponía el deslumbramiento producido por la aparición de un supuesto genio a todo tipo de análisis y consideración científica. Contribuye a poner las cosas en su lugar Albert2, cuando afirma que el genio no es un enviado de Dios, sino simplemente el protagonista de un comportamiento creativo. Hoy, cualquier aproximación conceptual al genio no puede prescindir del carácter relativo de su fuste, ni de su permanencia encerrada en una valoración social acosada por la sombra de los funestos errores encarnados en las figuras del genio aparente y del genio escondido. El análisis de la formación del genio incide en el mismo sentido relativista y desmitificador, ya que está sujeto a un proceso de aprendizaje. «La creación artística es una pericia que tiene que ser aprendida»3.

Se calcula un tiempo mínimo de diez años de formación, estudio y prácticas para alcanzar un nivel creativo en las ciencias o las artes. La peculiaridad del genio comprende una amplia gama de rasgos distribuidos entre la motivación, el esfuerzo de entrega, el tesón, el suficiente nivel intelectual, el pensamiento profundo y mixto y una organización o desorganización de la personalidad adecuada para la fermentación de la creatividad genial.

Las condiciones y la duración del proceso formativo experimentan amplias variaciones según se trate de ciencias, artes o filosofía. Las ciencias exigen un proceso formativo más prolongado que las artes. El contraste registrado en España entre la exuberancia de genios de arte y la penuria de genios de ciencia lo atribuye Beinhauer4 al individualismo rebelde del español, que no le permite someterse a un proceso formativo de una duración suficiente bajo la tutela de un maestro, lo que le conduce a lanzarse prematuramente a una carrera autodidacta. Y esta precipitación, que le impide aprender los fundamentos y los métodos del arte o la ciencia, resulta más letal para la creatividad científica que para la artística.

Ya desde aquí hemos de dejar precisado que si bien una formación básica facilita el despliegue posterior de la genialidad, la clave específica del genio no reside en ella. Como decía el padre Feijoo5, a los que estudian en una dosis superior a su capacidad les puede ocurrir lo que a un profesor de Teología Escolástica y Moral suyo, muy aplicado al estudio, «pero con tan mínima utilidad, que aún le dañaba su mucha aplicación, porque cuanto más estudiaba, menos sabía». De antiguo se sabe que los conocimientos, como los alimentos, pueden indigestarse.

Una característica de la potencia del genio, muchas veces soslayada, consiste en su sometimiento a oscilaciones periódicas. La genialidad no sigue un exponente constante más o menos uniforme a lo largo del tiempo. Ello se explica en función del concepto de vitalidad, en cuanto plano del ser intermedio entre la vida corporal y la vida mental, infiltrándose por ambas.

La periodicidad es un rasgo inherente al plano de la vitalidad humana. Entre el cuerpo y el alma, a modo de encrucijada, se encuentra la vitalidad. Sus cuatro vectores funcionales básicos —el estado de ánimo, el impulso a la acción, la sintonización con el exterior y la regulación de los ritmos— asumen precisamente las funciones que se abaten o hunden en el estado depresivo integrando las cuatro dimensiones del cuadro clínico de esta enfermedad, según el modelo expuesto en varios libros míos6.

Pues bien, la vitalidad está sujeta a oscilaciones más o menos caprichosas, que con frecuencia se vinculan a cierto momento del día o del año, según tomemos como referente la ritmicidad circadiana o la circanual, respectivamente. Estas oscilaciones pueden tomar en los genios una forma más acentuada que en los demás sujetos, manifestándose por un penduleo entre la inacción y la exuberancia creativa. La preferencia creativa por las mañanas o por las noches y la mayor productividad en las primaveras constituyen unas características frecuentes en los genios.

Tienen, pues, los genios de por sí una naturaleza vital más inestable de lo común, que aún se acentúa más cuando aparecen episodios depresivos estacionales u oscilaciones entre la depresión y la hipertimia. Si Goethe decía que «todos los años solía pasar las semanas que preceden al día más corto en un estado de depresión y continuo suspirar», era porque dentro de su inestabilidad ciclotímica general sufría una depresión estacional, que es una modalidad de depresión provocada por la debilidad luminosa natural propia de la primera parte del invierno, y un ciclo bipolar cada siete años.

1.2. El perfil del superdotado

La política académica de la inteligencia no muestra un gran afán por reconocer al genio, ya que toda su preocupación se dirige al descubrimiento precoz del superdotado. Entre ambos existen grandes diferencias.

La tarjeta de identidad del genio, como hemos señalado, consiste en un exuberante talento creativo. En la escala de la inteligencia no ofrece ningún rasgo peculiar. La mayor parte de las veces su inteligencia es del rango medio superior, reflejado en un cociente intelectual entre 110 y 130. Pero como en la dotación de inteligencia no reside ningún condicionamiento imprescindible para el genio, y mucho menos un rasgo definidor suyo, la serie de los genios alcanza una dispersión intelectual extrema, tanto por abajo, donde existe la extraña figura del genio-idiota que luego revisaremos, con un cociente intelectual entre 50 y 75 o algo menos, como por arriba, cuando invade el campo propio del superdotado.

Contrariamente, el superdotado es un individuo talentoso que se distingue por su alto nivel intelectual. Su rasgo definidor es un rendimiento de inteligencia en extremo elevado. En las pruebas psicométricas se admite la presencia del superdotado a partir de un cociente intelectual de 130 o 135.

Pero que nadie vea en estos resultados psicométricos una medición absoluta. Se trata de determinaciones comparativas estandarizadas mediante el registro de los resultados alcanzados por amplias muestras de población. Solo un 2 por ciento de la población general alcanza un cociente intelectual superior a 130 o 135, que es el nivel convencional adoptado para la admisión de una inteligencia superdotada.

La validez de las pruebas de medición empleadas para evaluar el desarrollo de la inteligencia, conocidas por lo general como escalas psicométricas, están sujetas a estas tres grandes limitaciones: primera, esta evaluación se refiere centralmente a los conocimientos adquiridos mediante el aprendizaje cognitivo, cuyo caudal es tomado como el testimonio de la capacidad intelectual, cuando el aprendizaje está sometido también al influjo de otras variables, desde la motivación personal hasta las circunstancias ambientales, pasando por el procesamiento de los datos; segunda, el resultado de estas pruebas no ha podido liberarse del todo del influjo de los factores culturales, por lo que los mejores resultados en ellas son logrados por aquellos individuos que pertenecen al mismo país o lengua que el autor de la prueba; tercera, siempre existe la posibilidad de elevar artificialmente el resultado obtenido en estas pruebas mediante una preparación específica.

Hay algunos superdotados que se distinguen muy pronto por un desarrollo adelantado de la psicomotilidad, sobre todo en la edad del desarrollo de la marcha y el lenguaje, referido en particular a los momentos de comenzar a hablar y leer, y que, además, pueden destacar por encima de los demás al menos en una asignatura académica.

La alta política internacional y la regulación universitaria parecen haberse puesto de acuerdo para favorecer a los superdotados e ignorar a los creativos. Tal vez se deba esta inclinación a la mayor incidencia de superdotados, cuya presencia en España sobrepasa el nivel de 300.000 individuos.

Las pruebas escolares tipo test facilitan, sin duda, la objetividad en la calificación comparativa, pero como método global para evaluar el verdadero saber y como actividad de estimulación y orientación para el aprendizaje comprensivo y no memorístico, representan una tarea contraproducente para los estudiantes.

Hasta aquí la evaluación del talento creativo ha constituido un proceso natural a cargo de la sensibilidad social. El genio ha sido muchas veces una víctima del juicio académico, admitido como si fuera una sentencia social avalada por el criterio popular. Es difícil arrancar de la voz del pueblo una actividad evaluadora que al final siempre ha sido suya.

Muchos talentos creadores han sido malos escolares y tratados hasta como torpes e insuficientes como consecuencia de aplicarles un sistema evaluador poco apto para captar sus excepcionales capacidades de originalidad. El caso de Einstein (1879-1955), el mayor talento genial del siglo xx en el campo de las ciencias, es uno de los ejemplos más relevantes de estos errores. Este excepcional físico tardó más de lo corriente en romper a hablar, lo que movió a sus padres a llevarlo a consultas médicas para descartar la posible existencia de una deficiencia mental. Su memoria era muy deficiente. En el primer examen de ingreso en el Politécnico de Zurich fue suspendido. No llegó a ser profesor universitario hasta la edad de treinta años, después de haber pasado ocho como oficinista. Uno de sus hijos era deficiente.

Algunos genios creativos fueron tildados en vida de locos, extravagantes o anarquistas. Los últimos genios literarios, casos Kafka y Pessoa, no fueron reconocidos en su justa proporción hasta veinte o treinta años después de su muerte.

La sentencia transmitida por Pessoa a través del Señor Verde, ayudante de contabilidad y poeta, sirve de compendio existencial a muchos genios: «El poeta nació después de su muerte, porque fue después de su muerte cuando nació la estimación por el poeta.»

Recapitulemos brevemente sobre Kafka. Un sufrido burócrata que consume sus horas en una silla de oficina sin alcanzar siquiera la categoría de funcionario se metamorfosea cuando yace cadáver en uno de los más espléndidos genios del arte narrativo de todos los tiempos. Es la gran metamorfosis, la amada protagonista de Kafka. La que trasciende todos los estudios dedicados a la persona y a sus criaturas y tal vez se mofa de nosotros. La póstuma metamorfosis que él no tuvo ocasión de describir ni de prever. La metamorfosis que le dio paso a la inmortalidad con un retraso que a todos nos sonroja y avergüenza (Kafka utilizó como título de su famosa novela breve el vocablo alemán Umwandlung, cuya traducción literal no es «metamorfosis» sino «transformación»).

Una vez más las sociedades occidentales han dejado acreditada su falta de sensibilidad para reconocer a tiempo los destellos del genio.

La muerte le llega a Kafka cuando se encuentra a punto de cumplir los cuarenta y un años, en un hospital próximo a Viena, en un estado de tremenda miseria que venía arrastrando a lo largo del último año de su vida, pasado en Berlín en compañía de Dora Diamant. Su obra fue vista como una crítica al sistema burocrático-político propio, por los nazis primero y después por los comunistas sovietizados, por cuyo motivo su fama internacional, que comenzó a germinar de forma gradual a partir de los años cuarenta y con ritmo muy acelerado en los cincuenta, no pudo penetrar en su país hasta iniciarse la última década del siglo xx.

El caso de Bach demuestra que no solo los genios de hoy viven y mueren sin ser reconocidos, ya que su obra no fue demasiado estimada por sus contemporáneos. Fueron Mozart, primero, y Mendelssohn, después, quienes extrajeron del ostracismo la música de Bach. La espléndida fama de Bach en su tiempo se debía a su virtuosismo como director y ejecutante y a su habilidad como maestro, independientemente de su valía como compositor genial.

La asociación de una inteligencia superdotada y un talento creativo se produce en algunas ocasiones, pero no es lo habitual. Los genios y los superdotados suelen transitar por vías distintas. Y así como en las aulas académicas el creador pasa a veces por ser un estudiante de baja calidad, y hasta un insuficiente, el superdotado no encierra ninguna atracción especial para la sociedad ni para la historia.

El divorcio habitual existente entre el genio y el superdotado parte de sus diversas condiciones mentales que alcanzan casi un grado contrapuesto en los planos de la inteligencia, la personalidad y la interacción social.

La distinción intelectual entre ambos no solo se refiere al distinto grado de rendimiento registrado en las escalas psicométricas, como ya hemos visto, sino al distinto género de su inteligencia operativa predominante. La inteligencia fluida y la cristalizada son los dos polos funcionales u operativos en las actividades de la inteligencia.

En el pertrecho intelectual propio del superdotado prevalece la inteligencia fluida, especializada en los procesos de aprendizaje, registro de información y aporte de soluciones rápidas a los problemas, lo que le permite brillar como el candidato idóneo ante las escalas psicométricas y los exámenes escolares tipo test. Por el contrario, el talento creador precisa el auxilio de la inteligencia cristalizada como una de sus herramientas básicas para el logro de la «cristalización» de las nuevas asociaciones conceptuales vividas o inventadas. Una de las claves constitutivas del genio es la asociación de una excepcional dotación de inteligencia cristalizada con un vigoroso pensamiento mixto, en el que la ligazón de ideas lógico-racional se anima con intuiciones, fantasías y elaboraciones inconscientes. La inteligencia cristalizada es el cauce preferente de la inteligencia por el que se mueven los creadores y los sabios, ya que, a la vez, está particularmente abierta a la innovación de la creatividad y sujeta a la captación de la experiencia vivida esencial, que es el sendero de la sabiduría.

En la interacción social el superdotado y el genio se encuentran en las antípodas: de un lado, el superdotado, encorsetado en la sociedad como un triunfador nato en las pruebas académicas y en la gestión empresarial; de otro, la persona creativa, objeto de incomprensión y recibido por doquier con recelo y desconfianza.

A través de la contraposición maniquea entre la inteligencia fluida y la cristalizada podemos inferir alguna nota acerca de las causas determinantes de la mente superdotada y la genial. En efecto, la inteligencia fluida, la que más se evalúa en las pruebas psicométricas, tiene un condicionamiento estrictamente genético, mientras que la inteligencia cristalizada se va fraguando en el curso de la vida con el concurso de la experiencia y el pensamiento, mediante una ampliación incesante de las relaciones de significado entre unos datos y otros. El aprendizaje informativo está en la base de la inteligencia fluida y el aprendizaje conceptual es la principal fuente de la inteligencia cristalizada.

Entre los simios antropoides se ha detectado algún superdotado pero ningún genio. El chimpancé conocido por Sultán demostró su superioridad sobre sus congéneres, manejados como él por Kohler, cuando fue capaz de empalmar una caña con otra para apresar un plátano alejado de los barrotes de la jaula que le albergaba.

«El talento sin genio es poca cosa; el genio sin talento no es nada», suspiraba el gran poeta francés contemporáneo Paul Valéry, sin advertir que la primera indicación es común y la segunda —como a continuación veremos— excepcional. Con una intención paradójica, nuestro filósofo Ortega y Gasset da carta de existencia al sabio-ignorante; y desde la razón práctica podríamos dársela al genio-ignorante.

 

1.3. El raro caso del genio subnormal

De un modo excepcional se conjuga un gran desarrollo de la capacidad creativa aplicada en una orientación determinada con un nivel de inteligencia propio de la deficiencia mental ligera, jalonada mediante un coeficiente intelectual entre 50 y 70 —cuando el límite normal se halla entre 70 y 75—, causada por un factor hereditario o adquirido en los dos primeros años de la vida, en este último sentido, por ejemplo, una secuela de una meningitis o una encefalitis. En la bibliografía científica se conoce este ser contradictorio como el idiota sabio, término acuñado por el científico británico Langdon Down en 1897. Esta denominación resulta inadecuada en sus dos partes: de un lado, no se trata de un idiota, término que, por cierto, es hoy un improperio, mientras que antaño era una designación científica, ya que por idiocia se nombraba una deficiencia mental profunda con un cociente intelectual inferior a 25 o 30; y de otro, tampoco es un sabio, sino más bien el poseedor de un gran talento creativo, por lo general dedicado a la matemática, las artes plásticas o la música, que no alcanza el límite intelectual normal. Por todo ello, sería conveniente denominarlo genio subnormal.

El idiota sabio, más propiamente identificado como genio subnormal, suele poseer una portentosa memoria, acompañada de unas aportaciones creativas que parecen un logro imposible para un sujeto de una inteligencia tan limitada. La mayor parte de las valiosas creaciones de estos retrasados intelectuales se produce en los campos de la escultura, la música o el cálculo matemático o del calendario. También se han destacado algunos de ellos por su producción pictórica.

En los años ochenta del siglo xx sembró en Japón el estupor un pintor genial llamado Kiyoshi Yamashita, quien tenía un cociente intelectual de 68. Se hizo famoso como el «Van Gogh japonés». Incluso ha habido algunos magníficos escultores con un cociente intelectual de 40, nivel de deficiencia media, antiguamente apodado imbecilidad.

La especial propensión de estos deficientes a lucir su creatividad en obras de escultura y música parece guardar relación con la índole particularmente expresiva de ambas artes. En el caso de la música es tal su vinculación con la expresividad, que podríamos considerarla como una especie de segundo lenguaje. La existencia de grandes familias integradas por numerosos músicos excelentes, guarda una íntima relación con el aprendizaje del lenguaje musical durante la infancia. Durante los primeros años de la vida se disfruta de una especial facilidad para aprender a comunicarse con los demás mediante un idioma hablado o un ritmo musical. En el propio origen de la música figuraba una intención lingüística: se recurrió entonces a elementos mecánicos rudimentarios con objeto de producir un impacto acústico imitativo de la palabra en nombre de imaginarios espíritus superiores. El perfeccionamiento musical que llegó después fue recibido, según Platón, como un regalo de los dioses.

No debe confundirse al genio subnormal con el archipopular imbécil de salón, caracterizado por el alto lucimiento que alcanza en las reuniones sociales al disponer de una gran facilidad de expresión y una fenomenal memoria, así como un delicado tacto social, facultades que coexisten en ellos de un modo extraño con un desarrollo mental insuficiente.

Aunque cada individuo genial afectado de retraso mental ha sido estudiado con minuciosidad, no se ha podido desvelar hasta el presente la fuente de su creatividad, siempre circunscrita, por cierto, a un campo muy definido. Se ha atribuido su originalidad creativa a mecanismos diversos: la perseverancia de la imagen eidética7; el aislamiento social o sensorial, en cuanto bloqueo parcial que fuerza a la mente a habilitar vías especiales; algún dispositivo específico de la memoria; el estilo creativo propio de los ordenadores; el monopolio del pensamiento concreto; el predominio del hemisferio cerebral derecho sobre un hemisferio izquierdo deteriorado, ya que se tiende a vincular la capacidad creativa de estos sujetos a las funciones del cerebro derecho.

Lo cierto es, como señala Treffert8, que ninguno de estos mecanismos se encuentra presente en la mayor parte de los retrasados geniales y que en realidad su condición creativa permanece como un enigma para la ciencia.

En la casuística de los creadores subnormales la proporción entre hombres y mujeres es de 6 a 1, mucho más reducida que la existente en la colección global de genios, en cuyas filas se encuentra un genio femenino por varios centenares de genios masculinos. Existe una prolongada discusión acerca de si la gran penuria de personas creativas femeninas registrada a lo largo de la historia se ha debido a la falta de oportunidades o a su escasa capacidad innovadora. La opinión más recalcitrante y cruel, naturalmente misógina, mantiene que nadie apartó a la mujer de producir obras de canto, danza y música y, sin embargo, apenas se conocen otras mujeres creadoras en estas áreas que la hermana de Mendelssohn y la esposa de Schumann.

Lo que nadie puede poner en duda hoy, cuando estamos viviendo los albores de la liberación de la mujer (emancipación externa y desinhibición interna), es la intervención bloqueante sobre la creatividad de ellas ejercida por el sometimiento psicosocial de la mujer a lo largo de los tiempos, o sea, desde siempre.

1.4. La galería de genios: en las artes, las ciencias, la literatura, la filosofía y la política

Dentro de la variopinta galería de genios e individuos ilustres o eminentes solo hay tres perfiles o tipos de creación con entidad propia: el genio literario, el artístico y el científico. La tensión polar se produce entre el genio artístico y el científico.

El genio científico brilla por su creación de métodos, de paradigmas, de datos nuevos. En cambio, en el arte el creador nos abre las puertas de un nuevo mundo, una nueva perspectiva. Se trata incluso de dos actos de creación distintos. Es lo que algunos autores han distinguido como creatividad secundaria y creatividad primaria.

La creatividad secundaria es la que responde sobre todo al esfuerzo, el trabajo y la tenacidad, la creatividad propiamente científica. Por el contrario, la creatividad primaria surge más de la inspiración y el salto. Estas diferencias se han atenuado mucho, una vez que se ha comprobado que también la creatividad primaria está respaldada en todas sus secuencias por la entrega al trabajo.

De cualquier modo, el pasotismo anula la creatividad. Hay sujetos en principio muy creativos y a la vez muy hostiles a toda clase de trabajos, que pasan por la vida como seres divertidos, ingeniosos en el contacto personal y nulidades en todo lo demás.

De todos modos, subsisten otras diferencias importantes: el papel primordial monovalente de la razón y la lógica en la creatividad científica es compartido por la fantasía en la creatividad artística.

La personalidad del creativo científico suele ser algo distinta a la del creativo artístico. Mientras que la primera, por lo general, se muestra más equilibrada y mejor organizada en torno a un proyecto, la de su oponente está afectada con mayor frecuencia por el desequilibrio o embargada por problemas de salud mental.

El contraste entre la creación científica, siempre efímera, y la artística, duradera o inmortal, revierte sobre los respectivos sujetos, llevando al científico a una actitud de modestia y al artista a una postura de inflación narcisista a poco que tenga cierta propensión para ello.

A grandes rasgos, el genio científico se distingue por los siguientes elementos:

El genio artístico suele ser un compendio de los rasgos citados a continuación:

Los casos de niños artistas prodigio, por ejemplo Mozart y Verdi, se producen casi siempre dentro de la música. En los demás géneros artísticos, la figura más precoz —por otra parte sumamente rara— es la del adolescente prodigio.

El despertar precoz del talento que surge a menudo en la música no es un fenómeno propio de la pintura ni mucho menos de la literatura. Se entiende esta peculiaridad del genio musical por constituir la música una especie de lenguaje. Precisamente, esta característica de la precocidad unida a la prolificidad creadora del músico, que le permite hacer múltiples adaptaciones o variaciones de una misma composición, sin tachaduras ni enmiendas, tarea en la que Mozart era un consumado maestro, son algunos de los más conocidos argumentos para presentar la música como un proceso de comunicación. Equiparación corroborada por el doble paralelismo existente: de un lado, entre la escritura y la composición de notas representadas por letras del alfabeto, y, de otro, entre el lenguaje hablado y la expresión sonora.

De todos modos, el genio precoz de la música no suele alcanzar su cumbre creadora hasta algunos años después. Mozart no consiguió con sus primeras creaciones, tan admiradas ya en su tiempo, un nivel tan espléndido como con las más tardías.

En la tipología de los artistas se ha considerado a los escultores como «hombres respetuosos, constantes en sus costumbres, más serios, más puntuales, menos expansivos, más reservados y nada visionarios», incluso más laborantes y menos ingeniosos, frente a los pintores «nada puntuales, descontentos de su entorno social, obsesionados por la idea de la libertad, descuidados, veleidosos, inestables», características fundadas en parte en la observación de casos individuales y en parte en el registro estadístico9. Si bien la lista de los rasgos mencionados se desvía de la ortodoxia científica, la hemos consignado literalmente, porque apunta hacia una diferenciación corroborada por diversos estudios particulares.

Algunas veces la alteración psíquica se ceba en los pintores. Tal ocurrió en un grupo de quince pintores expresionistas abstractos de la Escuela de Nueva York a mediados del siglo xx. Más del 50 por ciento estaba alterado por alguna forma de psicopatología, distribuida entre estados depresivos, personalidad ciclotímica y abusos de alcohol. Al menos seis de ellos (40 por ciento) había recibido tratamiento psiquiátrico. El suicidio fue el modo de terminar de dos de los afectados por enfermedad depresiva10.

Por su parte, el ilustre escritor puede participar de algunos rasgos del genio científico y del artístico. El abanico de las actividades de los cultivadores de los diversos géneros literarios se dispersa entre ambos polos. El poeta muestra más amplias coincidencias con el artista, y el escritor narrativo con el científico. Es previsible que el uso de procesadores de palabras y ordenadores, cada vez más extendido entre los escritores, modifique progresivamente las características de la creación literaria.

La creatividad secundaria labrada con esfuerzo y perseverancia por los narrativos tecnificados, casi como si fueran talentos científicos, se contrapone a la creatividad primaria, impulsada por la inspiración de los poetas de modo análogo a como ocurre entre los artistas. La creatividad narrativa suele fructificar en la edad adulta y, en cambio, la poesía ofrece no raramente valiosos destellos ya en la infancia.

A la cumbre de la creatividad suelen acceder el novelista y el biógrafo entre los cuarenta y los cuarenta y cinco años, y el poeta entre los veinticinco y los treinta, mientras que en la mayor parte de las profesiones la productividad máxima se da entre los treinta y cinco y los cuarenta y cinco años11.

El pensamiento literario general se muestra como una actividad mixta equilibrada, en la que se combina la vía lógico-racional y realista con las aportaciones de la fantasía, cuya presencia alcanza en la poesía una proporción mucho más elevada que en los demás géneros literarios.

El término medio de los poetas acumula un desequilibrio constitucional superior al registrado en los demás estilos creativos. La productividad poética es, además, la que mejor suele conservarse ante la irrupción de un trastorno mental desorganizador progresivo, tipo psicosis grave o demencia orgánica.

El poeta Robert Graves (1925-1985), afecto de una demencia senil tipo Alzheimer, quedó anulado para escribir poemas en 1975, varios años después de que se hubiera producido su incapacidad para escribir en prosa. El caso de Hölderlin es también ejemplificador a este respecto: su afectación por un cuadro esquizofrénico muy intenso, desde los treinta a los setenta años, no fue una causa suficiente para impedirle continuar siendo un poeta genial. En cambio, la creatividad musical de Schumann quedó interrumpida tan pronto su personalidad fue dominada por un proceso mental destructor; primero, identificado como una esquizofrenia alucinatoria y después como una demencia orgánica.

La mayor compatibilidad de la poesía con la desorganización mental puede atribuirse tal vez a su carácter de creatividad radical, perfectamente recogido en esta sentencia del poeta Shelley: «En el proceso de crear se engendra un ser dentro de nuestro ser.» En esta misma línea, el admirado poeta francés Paul Valéry tuvo el acierto de proponer la sustitución del término poética (recopilación de normas y reglas para la composición de poemas o la construcción de versos) por poiética, porque señala mejor la noción de hacer una obra, y con este motivo insiste en el parecido entre la poesía y el ensueño. Hoy circula la opinión de equiparar la poesía a una actividad de la imaginación pura, que hace a algunos poetas sentirse transportados en brazos de la locura.

El novelista se vale en sus narraciones de combinar elementos suyos propios con datos de la realidad exterior. Cuando prevalecen estos últimos en un contexto erudito y documentado, surge la novela instruida o ilustrada. Los narradores polarizados en el mundo interior pueden categorizarse como autobiógrafos o como fantásticos, según respeten o no la referencia a la realidad. Pero de un modo u otro lo que nutre sustancialmente al narrador es su experiencia de la vida, que alguna vez, como en Kafka, le llega con una envoltura onírico-poética.

En un estado sonambúlico resulta imposible construir una novela y, sin embargo, sí se puede pensar un poema. En cualquier caso, tenía mucha razón el padre de la poesía moderna, Charles Baudelaire, para calificar la novela como un género bastardo. Hasta la llamada novela filosófica no deja de ser un híbrido, integrado en este caso por la confesión biográfica y la ideología abstracta.

Para un gran novelista de alcurnia como Thomas Mann, la creación literaria es vivida como un acto de simulación y fingimiento, dedicado a la gente necesitada de evasión y compensaciones, con cuya opinión él mismo caía en el profundo contrasentido de desvirtuar la sustancia por la que la novela trasciende la pura narración para ser una creación.

Los escritores suelen ofrecer la particularidad de estar más movidos por el ansia de popularidad y la búsqueda del éxito que los demás profesionales creativos. Algunos de ellos niegan la presencia de este ansia en su motivación. Priestley12 lo racionalizaba así: «El escritor puede imaginarse que triunfa o que fracasa con un determinado libro o drama, pero, si no es un iluso, jamás se le ocurrirá concebir su vida y obra en función del éxito.»