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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Andrea Laurence

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Exigencias de pasión, n.º 4 - octubre 2019

Título original: Undeniable Demands

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Este título fue publicado originalmente en español en 2013

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-753-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Wade odiaba la nieve. Siempre la había odiado. Un hombre nacido y criado en Nueva Inglaterra solo tenía dos opciones: o acostumbrarse o marcharse. Pero él no había hecho ninguna de las dos cosas. En noviembre, cuando empezaban a caer los primeros copos, una parte de él se marchitaba hasta la llegada de la primavera. Por eso había planeado unas vacaciones en Jamaica una semana antes de Navidad, como siempre. Pero la repentina llamada de su hermana adoptiva, Julianne, lo había cambiado todo.

No había tenido más remedio que decirle a su secretaria que cancelara el viaje. No obstante, a lo mejor podía aprovechar la reserva después de Navidad. Podía pasar el día de Año Nuevo en la playa, bebiendo algo espumoso, lejos de los problemas.

El todoterreno avanzaba por la carretera que llevaba a la granja de árboles de Navidad Garden of Eden. Wade prefería conducir su deportivo, pero la Connecticut rural no era el lugar más adecuado para un vehículo de ese tipo, así que lo había dejado en Manhattan.

Al ver el enorme cartel con forma de manzana roja que señalaba la entrada a la granja de sus padres adoptivos, Wade respiró, aliviado. Hasta ese momento no se había dado cuenta de que estaba conteniendo el aliento. Incluso en esas circunstancias tan poco halagüeñas, volver a casa siempre le hacía sentir mejor.

La granja era el único hogar que había tenido. Ninguna de las otras casas de acogida en las que había estado podía llamarse «hogar». No tenía ningún recuerdo de haber vivido con su tía abuela, y tampoco recordaba a su madre, con la que había pasado muy poco tiempo. Pero Garden of Eden era justamente eso: el paraíso; sobre todo para un chico huérfano, abandonado, que podría haberse convertido fácilmente en un criminal en vez de llegar a ser un empresario de éxito, dueño de una próspera inmobiliaria.

Los Eden lo habían cambiado todo, no solo para él, sino también para el resto de chicos que habían vivido allí. Le debía la vida a la pareja. Eran sus padres, sin duda alguna. No sabía quién era su padre y su madre lo había dejado en la puerta de su tía cuando no era más que un recién nacido. Cuando pensaba en un hogar, y en la familia, pensaba en la granja y en la familia que los Eden habían creado.

Solo habían podido tener un hijo propio, Julianne. En otra época soñaron con tener una casa llena de niños que algún día llegaran a dirigir el negocio familiar, pero al ver que los niños no llegaban, reformaron un viejo granero, perfecto para chicos traviesos, y empezaron a acoger a niños huérfanos.

Wade había sido el primero. Julianne todavía llevaba coletas cuando había llegado a la casa. Iba con su muñeca favorita a todas partes.

Hubiera deseado tener que visitarlos por otro motivo. Defraudar a sus padres era el peor error que podía cometer, incluso peor que el que había cometido quince años antes, el que le había metido en ese lío.

Wade entró en el camino principal que llevaba a la casa, atravesó el aparcamiento y tomó el sendero estrecho que rodeaba la casa por detrás. Era viernes a media tarde, pero por lo menos había diez coches de clientes. Era el veintiuno de diciembre. Solo faltaban unos días para Navidad. Su madre, Molly, estaría en la tienda de regalos, ofreciendo galletas, dulces, sidra y chocolate caliente a la gente mientras esperaban a que Ken o algún otro empleado les empaquetara el árbol.

Wade sintió un deseo repentino de talar árboles para después meterlos en los coches. Lo había hecho durante toda la adolescencia y mientras estudiaba en Yale, todas las Navidades. Pero lo primero era lo primero. Tenía que ocuparse del asunto que le había llevado allí.

La llamada de Julianne había sido totalmente inesperada. Ninguno de los chicos visitaba la granja con frecuencia, y tampoco se veían mucho entre ellos. Estaban todos muy ocupados con sus prósperas vidas. Los Eden les habían ayudado a triunfar, pero el éxito hacía que fuera fácil olvidar lo importante que era sacar tiempo para la familia.

Cuando Julianne se presentó en la granja para Acción de Gracias, sin previo aviso, se llevó una buena sorpresa. Su padre, Ken, se estaba recuperando de un ataque al corazón. No habían llamado a ninguno de los chicos porque no querían preocuparles, ni tampoco querían que alguno de ellos fuera a pagar las costas de la hospitalización.

Wade, Heath, Xander, Brody… Cualquiera de ellos podría haber pagado las facturas, pero Ken y Molly insistían en que lo tenían todo bajo control. Desafortunadamente, la solución que habían encontrado había sido vender unas cuantas parcelas de tierra que no podían usar para plantar árboles. Los Eden no entendían por qué los chicos estaban tan molestos, y estos no podían decirles la verdad a sus padres. El secreto debía permanecer enterrado en el pasado. Y Wade estaba allí para asegurarse de ello.

Con un poco de suerte, podría llevarse uno de los cuatro por cuatro. Iría al lugar y recuperaría la tierra antes de que Molly llegara a averiguar qué se traía entre manos. No mantendría en secreto la compra, pero era mejor no preocuparse mucho por el tema hasta que estuviera todo hecho.

Wade encontró la casa vacía, tal y como era de esperar. Dejó una nota en la mesa de la cocina, se puso el abrigo, unas botas, y salió a buscar uno de los cuatro por cuatro. Podría haber ido en el todoterreno, pero no quería aparecer en el lugar con un coche caro.

Heath y Brody habían estado en la granja después de que Julianne les diera la noticia. Habían recopilado toda la información que habían podido y así habían averiguado que la persona que había comprado la parcela más pequeña ya estaba viviendo en el lugar, en una especie de tienda de campaña. Eso no sonaba del todo mal. A lo mejor necesitaban el dinero más que la tierra, pero si llegaban a pensar que un tipo rico intentaba echarles, entonces se negarían en rotundo, o subirían el precio.

Wade condujo el cuatro por cuatro por el viejo camino que atravesaba la granja. Después de haber vendido treinta y cuatro hectáreas, a los Eden todavía les quedaban ochenta. Casi toda la propiedad estaba llena de árboles de bálsamo y abetos de Fraser. La zona del noreste era escarpada y rocosa. Nunca habían podido plantar árboles en esa zona, así que no era de extrañar que Ken hubiera optado por venderla.

Cuando dobló la esquina del sendero y se acercó al borde de la finca, ya eran casi las dos y media de la tarde. El cielo estaba despejado y los rayos del sol se reflejaban en la nieve, produciendo un resplandor cegador. Aminoró un poco la velocidad y sacó el mapa que Brody había descargado de Internet. Las treinta y cuatro hectáreas que sus padres habían vendido estaban divididas en dos partes enormes y una más pequeña. Mirando el mapa y comparándolo con la localización del GPS de su teléfono, veía que justo encima de la elevación estaba la propiedad más pequeña, de cuatro hectáreas solamente. Estaba casi seguro de que era esa la que buscaba.

Dobló el mapa y miró a su alrededor, buscando alguna señal. Había escogido a propósito un lugar que pudiera recordar más tarde. Recordaba un arce torcido y una roca que parecía una tortuga gigante. Escudriñó el paisaje. De repente parecía que todos los árboles estaban torcidos, y todas las rocas estaban enterradas bajo metro y medio de nieve. Era imposible saber con certeza si esa parte de la propiedad era la que buscaba.

Pensaba que iba a reconocer el lugar en cuanto lo viera. Aquella noche, acontecida quince años atrás, estaba grabada con fuego en su memoria, por mucho que se esforzara en olvidarlo todo. Era uno de esos momentos que cambiaba la vida. Había tomado una decisión sin saber si era buena o mala, y luego había tenido que vivir con ella.

No obstante, Wade estaba seguro de que esa era la zona que buscaba. No recordaba haberse alejado tanto hasta llegar a las otras parcelas. Tenía demasiada prisa como para extraviarse por la finca durante la noche, intentando buscar el sitio perfecto. Vio otro arce. Estaba más torcido que los demás. Tenía que ser ese. Tendría que recuperar la tierra y esperar a que llegara la primavera. Solo entonces podría ver la roca con forma de tortuga y saber que había comprado la finca correcta.

Abriéndose camino entre la nieve, siguió subiendo por la pendiente y entonces empezó a descender hacia un claro. No muy lejos se divisaba una especie de reflejo plateado.

Se acercó más y se dio cuenta de que era el sol, que se reflejaba en las placas de aluminio de un viejo tráiler Airstream. Seguramente era posible broncearse aprovechando los rayos que se reflejaban en las paredes del destartalado vehículo. A su lado había una vieja camioneta, para remolcar ese monstruo.

Wade se detuvo y apagó el motor. No había indicios de vida dentro del vehículo. Brody había buscado en Internet y había averiguado que el nuevo dueño era un tal V. A. Sullivan. Cornwall era una ciudad pequeña, y Wade no recordaba haber conocido a ningún Sullivan en el colegio, así que debían de ser nuevos en la zona.

Era mejor así, de hecho. No tenía por qué vérselas con nadie que le recordara su época más gamberra, antes de llegar a la casa de los Eden.

Sus botas aplastaban la nieve, se hundían en ella… Llegó hasta la puerta redondeada. Tenía una pequeña ventana.

No se oía ni se veía nada al otro lado. Había ido hasta allí para nada. Estaba a punto de dar media vuelta cuando oyó el clic del seguro de una escopeta. Giró la cabeza, siguió la dirección del sonido y de repente se encontró en la mirilla del arma. La mujer estaba a seis metros de distancia, escondida bajo un grueso abrigo y un gorro de punto. Las gafas de sol le ocultaban la mayor parte del rostro. Algunos mechones pelirrojos le asomaban por debajo del gorro. El viento los agitaba. El color le llamó la atención de inmediato. Mucho tiempo atrás, había conocido a una mujer que tenía el pelo de ese color.

Levantó las manos. Fue un acto reflejo. Recibir un tiro de una especie de guerrillera no entraba en sus planes para ese día.

–Hola –exclamó, intentando sonar lo más amigable posible.

La mujer vaciló. Bajó el rifle ligeramente.

–¿Puedo ayudarle?

–¿Es usted la señora Sullivan?

–Señorita Sullivan. ¿Y a usted qué le importa?

–Me llamo Wade Mitchell. Quería hablarle de la posibilidad…

–¿Ese constructor cabeza hueca y arrogante que se llama Wade Mitchell?

La mujer dio unos pasos adelante. Wade frunció el ceño.

–Sí, señora, aunque yo no usaría esos adjetivos. Quería ver si estaría interesada en…

El rifle volvió a apuntarle de nuevo.

–Ah, maldita sea. Te parecías mucho, pero pensé… ¿Por qué iba a estar Wade Mitchell en Cornwall tratando de arruinarme la vida después de tanto tiempo?

–No tengo intención de arruinarle la vida, señorita Sullivan.

–Fuera de mis tierras.

–Lo siento. ¿Le he hecho algo?

Wade se esforzó por recordar. ¿Había salido con alguna chica que se apellidara Sullivan? ¿Le había dado una paliza a su hermano?

La mujer echó a andar hacia él, sin dejar de apuntarle en todo momento. Se quitó las gafas para verle mejor. Debajo de toda aquella ropa se escondía un precioso rostro con forma de corazón y unos ojos muy claros. Le atravesó con la mirada, como si le retara a recordarla.

Afortunadamente, Wade tenía una memoria excelente, lo bastante buena como para saber que estaba en un buen lío. La pelirroja que tenía delante era una mujer difícil de olvidar. A lo largo de los años lo había intentado mucho, pero de vez en cuando ella se colaba en sus recuerdos y le atormentaba durante el sueño con esos ojos azules penetrantes, unos ojos que reflejaban el dolor de una traición que no podía entender.

La dueña de la finca era Victoria Sullivan, arquitecta, ecologista, activista, la mujer a la que había echado de su empresa siete años antes.

Wade sintió que el estómago le daba un vuelco. De entre todas las personas que podían haber comprado la finca, tenía que ser ella… Era la primera persona a la que había echado de la empresa. En aquel momento no quería hacerlo, pero realmente no había tenido elección.

La política de su empresa y el código ético que aplicaban eran muy estrictos… Ella no se había tomado muy bien la noticia y era evidente que aún estaba furiosa por ello. Ese rifle no dejaba lugar a dudas.

–¡Victoria! –exclamó Wade con una sonrisa, tratando de sonar sorprendido después de tanto tiempo–. No tenía ni idea de que estabas viviendo aquí ahora.

–Señorita Sullivan.

Wade asintió.

–Claro. ¿Podría dejar la escopeta, por favor? No estoy armado.

–No lo estará cuando venga la policía.

Su voz sonaba tan fría y cortante como el hielo, pero finalmente bajó el arma.

Pasó por delante de él y se dirigió hacia la puerta de la caravana, la abrió y subió las escaleras.

–¿Qué quiere, señor Mitchell? –le preguntó, deteniéndose en el último escalón y dándose la vuelta hacia él.

Wade se dio cuenta enseguida de que tenía que cambiar de táctica. El plan original era decirle que quería la propiedad para uno de sus proyectos de desarrollo. Pero si le decía eso a Victoria, ella se negaría a vender para arruinarle el plan. Tendría que recurrir a otra estrategia.

–Señorita Sullivan, me gustaría comprarle esta finca.

 

 

Tori estaba sobre los escalones. La furia se desataba lentamente. Ese hombre estaba decidido a arruinar todo lo que era importante para ella. Le había arrebatado su reputación, y casi había acabado con su carrera. La había acusado de cosas horribles y la había echado a la calle. Gracias a él había perdido su primer apartamento.

–No está a la venta –entró y cerró dando un portazo.

Se estaba quitando el abrigo cuando oyó cómo se abría la puerta a sus espaldas. Dio media vuelta y se lo encontró en la cocina. Se había quitado el abrigo y el gorro. Estaba allí parado, con una camisa verde que hacía juego con los ojos intrigantes y oscuros. Como acababa de quitarse el gorro, tenía el pelo, corto y moreno, alborotado.

Sin vacilar, agarró el rifle de nuevo. En realidad estaba cargado con casquillos llenos de perdigones reciclados. Siempre lo llevaba consigo por si tenía que asustar a algún animalito extraviado. La semana anterior había visto un oso negro. Esos balines de caucho asustaban a los animales sin llegar a hacerles daño. Con un poco de suerte, cumplirían la misma función con Wade Mitchell.

–¿Le importaría salir fuera un momento? He gastado mucho dinero reformando esta caravana y no voy a ensuciarla pegándole un tiro aquí dentro.

Wade esbozó una sonrisa que la hizo sonrojarse. Solía ocurrirle lo mismo cada vez que él pasaba por delante de su cubículo y le daba los buenos días. Acababa de salir de la universidad por aquel entonces y se había dejado impresionar mucho por aquellos dos jóvenes rebeldes con su inmobiliaria de éxito: Alex Stanton y Wade Mitchell.

–Señorita Sullivan, ¿podemos hablar del tema sin que me amenace con pegarme un tiro constantemente?

–No hay nada de qué hablar.

Tori mantuvo el rifle en una mano y se quitó el gorro y la bufanda con la otra. Se estaba asando por dentro, y no era por culpa de la nueva calefacción de propano.