De esta edición:

© Círculo de Tiza (Derecho y Revés, S.L.), 2015, Madrid

www.circulodetiza.es

C) del texto: Carlos Mayoral

C) de la fotografía Paola Donaire

Primera edición: octubre 2017-09-08

Diseño Gráfico: Miguel Sánchez Lindo

ISBN: 978-84-120391-6-0

Depósito Legal: M-26096-2017

 

Reservados todos los derechos. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra, ni su almacenamiento, tratamiento o transmisión de ninguna manera y por ningún medio, ya sea electrónico, físico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia sin autorización previa por escrito de la editorial.

 

¿LES HA PASADO ALGUNA VEZ?

 

María Jesús Espinosa de los Monteros García

 

¿Les ha pasado alguna vez? ¿Cuando acaban un libro y tienen la cabeza tan repleta y el pecho tan denso y los ojos tan brillantes? ¿Les ha sucedido? Me refiero, naturalmente, a la sensación que uno experimenta tras pasar la última página de un único libro y sentir que ha leído trescientos más. Como uno de esos batidos vitamínicos que en tan pocos mililitros contienen tanto vigor, tanto entusiasmo. A mí me ha ocurrido en contadas ocasiones: con Entre paréntesis, de Roberto Bolaño; con Vidas escritas, de Javier Marías; con El viento ligero en Parma, de Enrique Vila-Matas; con La sinagoga de los iconoclastas, de Juan Rodolfo Wilcock; con Vidas imaginarias, de Marcel Schwob. Y, por supuesto, con Empiezo a creer que es mentira, el nuevo libro de Carlos Mayoral que ahora tienen ustedes entre las manos.

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Empiezo a creer que es mentira se inserta en esta tradición que es, en verdad, una peligrosa adicción. Aquella que te lleva a estar encadenado eternamente a todos los buenos libros del mundo. La nueva obra de Carlos Mayoral entra con derecho propio en la exclusiva nómina de libros que tienen la mágica facultad de fagocitar a otros sin dañarlos, de expandir su universo, de convertirse en una suerte de juego de muñecas rusas en el que cada episodio te lleva a un libro que, a su vez, conecta con otro que no tendría sentido sin aquél diálogo que, claramente, se inspiró en los versos de una obra maldita que ahora están leyendo.

No basta con leer mucho, se ha de leer bien. Quizás sea esa la principal diferencia entre los eruditos y los cultos. Entre los que acumulan datos sin temblor y aquellos otros que los esparcen como si fueran polvo sagrado. Mayoral es uno de los últimos. Uno muy joven, por cierto. En este libro ha sabido conectar desde su privilegiado telescopio a todas las estrellas de su particular e íntima constelación literaria. Por ahí deambula la poeta Alfonsina Storni -roja y de hierro como un planeta Marte- a la que el autor descubre leyendo con fruición a la griega Safo. También reconocerán a Ana Karenina como la Osa Mayor de esta constelación fulgurante y divisarán a una serie de autores marginales -Leopoldo María Panero o Gertrudis Gómez de Avellaneda- que orbitan por este universo como planetas remotos.

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Hay en este libro una preocupación manifiesta por la muerte. Y más concretamente, por la reconstrucción de muertes ilustres. En su faceta de forense literario, el lector apasionado que va narrando cada uno de los episodios se atreve a suicidar a don Miguel de Unamuno:

 

Así que un día, gastando lecturas para escribir este párrafo, decidí «suicidar» al hombre que con más ahínco se enfrentó a la muerte: don Miguel de Unamuno. Sé que esto puede sonar demasiado pretenciosa, pero todos tenemos derechos a decidir de qué forma acabamos con nuestros personajes.

 

A anhelar una muerte como la de Valle-Inclán:

Pues bien, mi fantasía no es de las menos locas: a mí me gustaría morir como murió Valle-Inclán. En una solitaria habitación, observando con mimo el techo de la estancia. Padeciendo dolores, aunque esto me haga entir la necesidad de abrazarme la barriga con ambos brazos (a pesar de que no tengo dos brazos, habría perdido uno en plena riña).

 

A revivir el suicidio de Stefan Zweig:

Cada día lo tengo más claro: el pasado asesina tanto como el presente.

 

A describir la agonía de James Joyce en una cama suiza aquejado de una feroz peritonitis:

Aquel enero de 1941, la mente de Joyce dejó de imaginar nuevas formas literarias con las que torturarnos. Pero lo que el viejo tuerto no sabía es que, alentada por la tortuosa travesía del Ulises, la novela ya nunca volvería a ser la que fue. El que alcanza la orilla del Ulises se siente reconfortado. Podrá, a partir de ahora, criticar con la misma ambigüedad con la que todos lo hacemos la obra más compleja y controvertida jamás escrita. Por eso, setenta y cinco años después de la muerte de Joyce, hay que seguir leyendo (o intentando leer) su gran obra. Aunque sea, simplemente, para poder decir con orgullo: yo sobreviví al Ulises.

 

A querer ser la bala que mató a Mariano José de Larra:

Me hubiera gustado ver la sonrisa de Larra cuando este comprobó que la bala se alojaba en la sien con la dignidad de un poeta desesperado.

 

Hasta tal punto llega la obsesión necrófila del narrador que hay un capítulo titulado ‘Tanatofobia entre Faulkner y Delibes’ que no es sino una auténtica oda a los tíos que regalan libros y al misterioso espacio que existe entre el miedo y la solución.

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Empiezo a creer que es mentira no es ningún canon literario pero si lo fuera, Carlos Mayoral lo hubiera ensanchado hasta alcanzar a un buen puñado de escritoras que él visibiliza sin pensar en cuotas o equilibrios forzados. Ahí están -acreditadas y talentosas- Gloria Fuertes, Emilia Pardo Bazán, Ana María Matute, Carmen Laforet o todas las escritoras desdeñadas por la historia que el autor rescata en el capítulo ‘Mujeres olvidadas por la literatura’: Leonor López de Córdoba, Isabel de Vega, Luisa Sigea de Velasco, Cristobalina Fernández de Alarcón, Josefa Amar y Borbón, Antonia Araujo y Cid, Josefa Massanés Dalmau y Carolina Coronado.

Y sí, se habrán dado cuenta, Empiezo a creer que es mentira es un libro en el que los autores clásicos campan a sus anchas. Mayoral ha conseguido ponerlos en el mismo plano que a su tío Gabriel, su novia de la adolescencia o sus profesores; los ha convertido en seres de carne y hueso, en esos colegas con los que se mete en un bar, en los compañeros de universidad letraheridos o en amigas a las que aconseja con sus mejores deseos («Alguien te dijo, Maga, que andaba sin buscarte sabiendo que andaba para encontrarte. Cabrones, te engañaron»). Ahí radica una de las grandezas de este libro y de toda la trayectoria -literaria y periodística- de Carlos Mayoral: quitarles el polvo a los clásicos, desvestirlos de ropajes mohosos y ponerles unos pantalones vaqueros, unas deportivas y un teléfono móvil en la mano. Así ha conseguido que algunos jóvenes lectores devotos de sagas protagonizadas por niños magos o vampiros enamorados vibren también con los recuerdos de Machado o las contradicciones de Alberti.

Entre todos esos clásicos, Carlos Mayoral ha sabido tocar el punto de la angustia de los miembros de la Generación del 98 con especial acierto. Son aquellos que combatieron la crisis moral, social y política de España a golpe de papel y tinta. Baroja, Azorín, Valle-Inclán y Machado están presentes en este libro. No podía ser de otro modo, ¡no saben ustedes lo noventayochista que nos salió este chico! Sin embargo, a mí siempre me recordó más a un miembro de la Generación del 27. Le pienso a menudo como un Pepín Bello del siglo XXI, encarnando al último testigo de una generación que no quiere olvidar, pues si es cierto que somos lo que hemos leído y que la escritura es la memoria disfrazada... ¿cómo no honrar a aquellos que nos precedieron?

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Hay en el libro un constante aroma a despedida, una melancolía que parece afligir a un anciano que todo lo ha leído pero que sigue sorprendiéndose con el genio de los otros. El que escribe, sin embargo, es un joven que hace muy poco militaba en el club de los «no publicados» y que soñaba con escribir un libro que comenzara así: «Hemos destruido a los clásicos». Yo no estoy muy segura de si los hemos destruido nosotros o nos los han matado a fuerza de lecturas imposibles en edades inadecuadas. Lo que sí sostengo sin ambages es que Carlos Mayoral ha dedicado su corta pero fructífera trayectoria a reconstituir a esos clásicos, a auparlos. Tampoco sé muy bien qué es un clásico, la verdad; soy una mujer repleta de dudas. Si hago caso a Italo Calvino, «toda lectura de un clásico es en realidad una relectura» pero si atiendo a Jorge Luis Borges, «un clásico es aquel libro que una nación o un grupo de naciones o el largo tiempo han decidido leer como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de interpretaciones sin término». Créanme, no lo tengo claro. Lo que sí sé es que no temo a los clásicos y Carlos Mayoral tiene la culpa de ello. No sería disparatado, en este sentido, proponer a los colegios e institutos que incluyan Empiezo a creer que es mentira entre sus obras recomendadas. Conozco pocas incitaciones a la lectura más bellas y seductoras.

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Tengo para mí que ciertas frases justifican la existencia de libros completos. «Caddy olía como los árboles y como cuando dice que estamos dormidos» es una de ellas. La escribe William Faulkner en El ruido y la furia. Si leen con la cabeza repleta, el pecho denso y los ojos brillantes, podrán encontrar muchas de esas sentencias inolvidables en el libro que ahora sostienen. Siempre he creído que es un recurso amar los libros, que se queden dormidos en la piel de tu vientre como si fueran un amante. Este que están leyendo, no lo duden, merece ese lecho suave. La mejor estantería para sujetar un buen libro.

 

 

 

 

 

A Mateo y a Lara, que unieron «ser» y «estar»

 

 

 

 

 

Empiezo a dudar que sea cierta
la inmensa tragedia
de la literatura.

Leopoldo María Panero, El que no ve

 

 

El hombre sólo es rico en hipocresía,
en sus diez mil disfraces para engañar confía.

Antonio Machado, Proverbios y cantares

 

 

 

Como se percibe en uno de los epígrafes anteriores, Leopoldo María Panero ya sospechaba entonces que la tragedia de la literatura no era más que una simple mentira. La ficción te engatusa, te hace creer. Y a ese engaño uno le puede colocar muchos nombres: deseo, lascivia, desvergüenza, cinismo, imperfección, ternura, melancolía, cariño, odio, pasión... Nótese cómo los diez sustantivos que elijo para introducir al lector en el desenlace son abstractos. No es casualidad. La concreción se define fácilmente; la abstracción, no. Es en la línea que separa lo concreto de lo abstracto, irreconocible, donde se establecen la mentira y la literatura. Se abrazan, se necesitan, se retroalimentan. Es decir, la mentira y la literatura son caras de una misma moneda. Como aquí hemos venido precisamente a esto, a hablar de literatura, permitan que avise al lector por penúltima vez: he venido a esta página a introducirle en el engaño. Porque yo, como Leopoldo María, también empiezo a creer que todo es mentira.