MANBIKI KAZOKU

© 2018 Hirokazu Kore-eda

Los derechos de la traducción al español se han gestionado con Takarajimasha, Inc. a través de Japan UNI Agency, Inc., Tokyo y Julio F. Yáñez Agencia Literaria S.L.

© de la traducción: Rumi Sato, 2019

© de las guardas: my may day, Peratek/Shutterstock

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

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Primera edición en Nocturna: junio de 2019

Edición digital: Elena Sanz Matilla

ISBN: 978-84-17834-24-1

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Capítulo 1

Croquetas

Fue el verano del año anterior cuando Shota vio por primera vez a una niña en la entrada de un viejo barrio de bloques de cinco pisos. Los buzones de correos plateados formaban una fila, y debajo de ellos se encontraban estacionadas unas bicicletas infantiles e incluso había unas cajas de cartón que nadie se había molestado en llevar al cuarto de la basura. Allí estaba la niña, sentada en el suelo como si la hubieran castigado mientras observaba distraída a los transeúntes.

Ese barrio de apartamentos se ubicaba justo a mitad de camino entre la casa de Shota y el supermercado Shinsengumi que él y su padre frecuentaban una vez a la semana. La fachada de los edificios, que debió de ser blanca en el pasado, ahora se veía agrietada. Y los parches de pintura blanca recién aplicados para ocultar esas grietas hacían destacar aún más el estado actual de la pared, de un color gris sucio por el paso de tiempo.

«Qué trabajo más chapucero. Parece el de un aficionado», comentaba asombrado Osamu a su hijo Shota dándole un codazo. Se lo decía cada vez que pasaba por delante de esos bloques.

Osamu había sido pintor de brocha gorda en otra época. Cada vez que Shota le preguntaba a su padre: «¿Por qué lo dejaste?», Osamu respondía entre risas: «Ya sabes que tengo miedo a las alturas».

Su padre llamaba a ese barrio de apartamentos viviendas públicas y su madre Nobuyo lo llamaba viviendas municipales. Shota no sabía cuál de los dos términos era más correcto ni cuáles eran las diferencias entre ambos. Sin embargo, captaba que cuando Nobuyo decía: «El alquiler está tiraaado de precio», solía contener un tonillo de burla que podría interpretarse como envidia o desprecio.

Shota y su padre iban al supermercado todos los miércoles, aunque no para hacer la compra, sino con el objetivo de cumplir una misión importante para sostener la economía familiar de los Shibata. Los miércoles eran los días de venta especial del supermercado, por lo que acudían muchos compradores. «¡CADA PUNTO VALE POR 3! ¡APROVECHEN HOYy!», anunciaban los tentadores carteles fijados por todas partes dentro del establecimiento, pero Shota tampoco entendía bien qué tenía de especial esa oferta. Todos los miércoles padre e hijo entraban en el supermercado a las cinco, la hora punta en que estaba atestado de clientes que iban a abastecerse para la cena.

Ese día, el pronóstico del tiempo había estado alertando a la población desde por la mañana, anunciando que se había batido el récord de temperaturas más bajas en febrero y que al atardecer comenzaría a nevar.

En los quince minutos a pie que había desde la casa hasta el supermercado, a Shota se le habían quedado ateridas las yemas de los dedos y había perdido la sensibilidad, por lo que se arrepentía de no haberse puesto los guantes. Imposible trabajar en esas condiciones.

Shota se detuvo nada más entrar en el supermercado y movió deprisa los cinco dedos dentro del bolsillo para recuperar el tacto mientras recorría con la mirada el interior del local.

Unos pasos más atrás, Osamu también se internó en el supermercado y se puso en silencio al lado de Shota. No cruzaron las miradas, porque esa era una regla tácita entre ellos desde que habían comenzado con este trabajo.

Osamu cogió una de las mandarinas de degustación colocadas junto a la entrada y musitó: «Toma», y le dio la mitad a Shota sin mirarlo a la cara.

Notaba la mandarina fría en su palma. Para no perder el poco calor que había empezado a sentir en las manos, Shota engulló la mandarina de un bocado. La acidez se le extendió por la boca. Como era de esperar tratándose de una fruta gratis, no estaba muy dulce.

Tras mirarse el uno al otro espontáneamente, se pusieron a caminar juntos hacia el fondo del comercio. Osamu metió sin dudarlo en la cesta azul que colgaba de su mano un paquete de uvas, de las amarillentas que parecían caras. Por lo general, Osamu sólo tomaba uvas de granos pequeños de color púrpura rojizo porque le resultaba incómodo comer las que tenían pepitas. Shota sabía que en realidad lo hacía porque eran las más baratas, pero no se lo decía.

Sin embargo, ese día no tenían que preocuparse por el precio. Osamu añadió con indiferencia otro paquete de uvas caras en la cesta. Si avanzaban directamente hacia el fondo, llegarían a la sección de alimentos frescos. Si giraban a la izquierda, estarían en el departamento de los fideos instantáneos y los snacks. En ese punto, ambos chocaron sus puños ligeramente, como de costumbre, y se fueron cada uno por su lado. Shota giró despacio hacia la izquierda, luego se detuvo frente a uno de los expositores de golosinas que tenía marcado como objetivo y depositó la mochila a sus pies. El llavero de un avión que colgaba de la mochila osciló.

Shota vio en el espejo que tenía ante sí la imagen de un dependiente. Era un joven empleado a tiempo parcial que se había incorporado el mes anterior. Ese chico no era preocupante. Cuando comprobó su posición y miró a su izquierda, Osamu regresó con su hijo justo después de haber dado una vuelta por la tienda. Los dos utilizaban un sistema de señales manuales para comunicarse. Osamu levantó tres dedos e indicó a Shota dónde se encontraba cada uno de los dependientes en ese preciso momento. Shota asintió levemente, puso las manos una encima de otra a la altura del pecho, giró unas cuantas veces los índices y se besó el puño izquierdo.

Shota era zurdo. Invariablemente hacía ese gesto ritual que había aprendido de Osamu antes de empezar su trabajo. Sin apartar la vista del dependiente reflejado en el espejo, Shota extendió con prudencia la mano izquierda, que acababa de bendecirse con su gesto ritual, hacia un paquete de chocolatinas.

Recogió las chocolatinas sin hacer ruido ni bajar la mirada y las dejó caer dentro de la mochila, a la que previamente había abierto la cremallera. Ese sutil crujido quedó ahogado por la música de fondo y el bullicio del supermercado, por lo que ni los dependientes ni ninguno de los numerosos compradores se percató de la sospechosa maniobra.

Shota había podido iniciar la operación con buen pie. Se cargó la mochila de nuevo a la espalda y cambió de sitio. Los principales objetivos de ese día eran los vasos de fideos instantáneos. Se detuvo delante de un expositor en el que estaban expuestos en fila sus favoritos: fideos con cerdo y kimchi1 extrapicante, y volvió a dejar la mochila en el suelo. Sin embargo, un dependiente no se movía de delante de un expositor al otro lado del estrecho pasillo perpendicular. Se trataba de un veterano de mediana edad, que para Shota era un hueso duro de roer.

Osamu solía decirle: «Cuando tú solo puedas vencer a aquel tipo, te habrás convertido en todo un profesional», y el muchacho aceptó el desafío que suponía ese veterano como el punto culminante del trabajo del día.

Sin embargo, el hombre no se descuidaba ni un momento. Shota quería evitar permanecer más tiempo allí sin llevar una cesta de la compra. Llamaba demasiado la atención. Cuando empezó a plantearse renunciar a ese reto e ir a la otra sección, Osamu apareció con la cesta llena de artículos y se situó entre el empleado veterano y él, bloqueando así la visibilidad del cancerbero. Osamu se puso a buscar una botellita de tabasco.

Para Shota resultaba humillante que aún necesitara ayuda, pero eso le permitía trabajar con tranquilidad. Deslizó rápidamente en su mochila los vasos de gruesos fideos udon con curry, y los de fideos con cerdo y kimchi, los favoritos de Osamu y de él, respectivamente, y se dirigió a la salida. Cuando Osamu se hubo asegurado de que Shota había quedado a salvo fuera de la tienda, dejó la cesta de la compra allí mismo, junto a las estanterías de fideos, y tras coger otras mandarinas de cortesía con ambas manos, igual que cuando había entrado, abandonó el supermercado.

En el pasillo donde habían estado sólo quedó una cesta de la compra llena de ingredientes gourmet, como la ternera de Matsuzaka para sukiyaki2 y un envase de sashimi de ventresca de atún, alimentos que estaban ausentes en la dieta diaria de padre e hijo.

En ese delito tipificado como hurto consistía el trabajo de estos dos hombres.

Cada vez que su trabajo terminaba con éxito, regresaban a casa atravesando una vieja zona comercial que se extendía frente a la estación del tranvía. Y aprovechaban para comprar unas croquetas en una carnicería llamada Fujiya.

—Por favor, póngame cinco croquetas3. —Shota, que había llegado poco antes que Osamu, le pidió a una dependienta de mediana edad el número exacto para que a la familia le tocara una por cabeza.

—Son cuatrocientos cincuenta yenes —respondió ella con su habitual sonrisa, y extendió las pinzas hacia las croquetas que Shota entreveía tras el cristal del mostrador empañado de vaho.

Shota acercó el rostro al cristal para comprobar qué croquetas escogía la dependienta. Aunque él llevara una prenda de segunda mano y el pantalón le quedara demasiado holgado porque no era de su talla, parecía un muchacho muy inteligente a simple vista, y sus ojos de grandes pupilas brillaban expectantes ante las croquetas. Nadie se habría imaginado que este chico hubiera estado haciendo aquel trabajo un rato antes.

Osamu, que estaba de buen humor por haber terminado la tarea del día, posó sobre la vitrina un sake caliente envasado en un frasco de vidrio, que acababa de comprar en una máquina expendedora, y sacó el monedero del bolsillo. Entre la cazadora roja desgastada, el pantalón de trabajo gris que llevaba y su pelo algo ralo, aparentaba más años de los cuarenta y pico que tenía.

—¿Cuánto es? —preguntó Osamu.

—Son cuatrocientos cincuenta yenes —repitió la dependienta.

Osamu fue colocando sobre la vitrina las monedas hasta reunir los cuatrocientos cincuenta yenes y, mientras tanto, hablaba con Shota:

—Rompevidrios…, que tiene una forma así. —Hizo un gesto representando la forma de un mazo—. Con eso un cristal se hace añicos de un solo golpe, ¿sabes?

Parecía haberle llamado la atención esa herramienta que había visto en una tienda por la que había pasado durante la hora de descanso del verdadero trabajo.

—¿Y cuánto cuesta? —preguntó Shota con interés.

—Unos dos mil yenes, me imagino.

—Qué caro, ¿no? —Shota se mostró disgustado al enterarse del precio.

Osamu lo miró y dijo, riéndose:

—Si lo compras, claro.

Por lo visto, en ningún momento había tenido intención de comprarlo.

—Aquí las tienes. —La dependienta, entrecerrando aún más sus pequeños ojos, depositó la bolsa de croquetas sobre el mostrador.

Shota la recogió y reanudó el camino junto a su padre. La mochila llena con el botín le pesaba en la espalda, aunque sus pasos eran ligeros.

—Lo vi en la tienda de bricolaje de Mikawajima… Pero la vigilancia allí es muy estrecha. —Osamu parecía estar elaborando planes.

—Podemos hacerlo entre los dos —le aseguró Shota, y sonrió.

Osamu se giró hacia Shota y ambos volvieron a chocar los puños.

Al atravesar la zona comercial, el tráfico disminuyó de forma abrupta. A pesar de que aún no eran las seis de la tarde, las calles con pocas farolas se sumían en un silencio similar al de medianoche. La gente se habría tomado en serio el pronóstico del tiempo de esa mañana y habría regresado a casa temprano, pensó Shota. De hecho, después de anochecer, el frío ya era glacial. Ellos iban echando vaho al respirar.

El aceite de las croquetas comenzó a calar la bolsa de papel marrón. Con cuidado de no tocar esa parte, Shota sostenía la bolsa como un tesoro. Cuando llegara a casa, herviría agua, la vertería en el vaso de fideos, colocaría una croqueta sobre la tapa para recalentarla y luego se la comería mojándola en la sopa. Así lo había aprendido de Osamu.

Pero últimamente Osamu no podía esperar los diez minutos que faltaban para llegar a casa, por lo que también ese día empezó a comerse su croqueta antes de llegar al barrio de apartamentos.

—Está claro…, las croquetas tienen que ser de Fujiya —observó satisfecho.

—¿Verdad que sí? —A Shota también le apetecía comerse su croqueta cuanto antes y tragó saliva.

—¿Por qué no te la comes ya? —propuso Osamu, y señaló la bolsa de papel.

—Paciencia, paciencia… —Shota abrazó la bolsa.

—¿Qué es eso? Jo, no es más que una simple croqueta, ahora sí que pareces reeealmente un pobretón —le reprochó Osamu como si justificara su propia impaciencia.

—¡Ah…! —Shota se detuvo de golpe.

—¿Qué te pasa? —Osamu, que iba unos pasos por delante del muchacho, retrocedió.

—Se me ha olvidado coger un champú… —murmuró Shota al recordar que la hermana pequeña de Nobuyo, Aki, se lo había pedido antes de salir de casa.

—Lo dejaremos para la próxima vez.

No tenían ganas de volver a por el champú con ese tiempo tan gélido. Reanudaron el camino apresuradamente, con los pasos repiqueteando bajo el cielo nocturno de invierno.

En ese instante se produjo un chasquido, como si una botella de vidrio se hubiera caído al suelo de hormigón y rodara. Procedía de la galería exterior de la planta baja de uno de los edificios del barrio de apartamentos. Osamu se detuvo y miró en esa dirección.

A través de las vallas metálicas, vio a una niña pequeña sentada en el suelo. Iba vestida con un sucio chándal rojo. Calzaba unas sandalias de adulta sin calcetines. Al verla se preguntó cuántas veces se había topado ya con la cría. Siempre que se la encontraba, ella permanecía con la mirada ausente clavada en la puerta.

Osamu se giró y le dijo a Shota, receloso:

—Allí está otra vez. —Se acercó a la valla, se asomó entre los barrotes y le preguntó a la niña—: ¿Qué te pasa?

Ella se dio cuenta de la presencia de Osamu y lo miró, pero no respondió.

—¿Y tu mamá?

Ella negó con la cabeza.

—¿No puedes entrar?

Al parecer, la habían echado de casa por algún motivo.

Shota tiró de la manga a Osamu y lo apremió:

—Venga… Vámonos ya. Las croquetas se van a enfriar.

—Pero… —Osamu retuvo a Shota de mala gana, volvió a mirar a la niña y extendió la mano en la que tenía la croqueta a medio comer—. ¿Quieres una?

La casa de Shota era una construcción de una sola planta rodeada por tres flancos de altos bloques de apartamentos. Al lado de un pequeño bar de copas llamado Hobby, situado en la callejuela trasera, había un viejo edificio de dos pisos. Entre las dos viviendas de una planta que en origen ocupaban la finca, el propietario de entonces había demolido una que daba a la callejuela trasera y había construido un centro de estudios. La otra casa que se mantenía tal cual, como si se escondiera entre los mazacotes de apartamentos, era donde residía la familia de Shota. Tiempo atrás, varios agentes inmobiliarios habían acudido ahí con la intención de convertirla en un edificio alto; no obstante, la dueña, Hatsue, que llevaba cincuenta años viviendo allí, jamás había aceptado el trato. Incluso después de que todas las viviendas circundantes se hubieran transformado en altos bloques de apartamentos durante la burbuja financiera e inmobiliaria4, sólo quedaba en pie esa casa, como un ombligo entre los bloques, la única que no había sido desalojada ni reconstruida, hasta que al final cayó en el olvido de los especuladores.

Cada vez que se refería a ese tema, Osamu bromeaba: «Será porque se enterarían de que ella había matado al viejo y lo enterró debajo de la casa, digo yo».

Cuando Shota y Osamu regresaron a casa con la niña, la familia estaba preparando la cena. La esposa de Osamu, Nobuyo, se encontraba en la cocina hirviendo los fideos udon. La abuela Hatsue estaba en el cuarto de estar, recogiendo las cosas dispersas sobre el kotatsu, la mesa camilla baja con una estufa eléctrica incorporada. A pesar de que se había propuesto despejar la mesa, no hacía más que cambiar las cosas de encima del kotatsu a unos futones arrinconados en la sala. La hermana pequeña de Nobuyo, Aki, nacida de diferente madre, no estaba ayudando en nada. Después de haberse dado un baño, se quedó ante la mesa kotatsu, toqueteándose el flequillo que se había cortado demasiado. Sin que ella moviera un dedo, le sirvieron los udon en la olla.

Toda la familia cenó esos simples fideos gruesos, sin aderezarlos ni siquiera con puerro picado ni huevo cocido ni tofu frito. Para ellos, no era una comida hecha para disfrutar, sino que podían darse por satisfechos si con ella llenaban el estómago y aguantaban el frío. El ruido que producían todos al sorber los udon hacía eco en la sala. La niña desconocida estaba sentada en un rincón frente al televisor y comía en silencio la croqueta que Osamu le había dado.

Nobuyo, tal vez por pereza de fregar los platos, comía con palillos directamente de otra olla en la mesa de la cocina. Fue ella quien rompió el silencio mientras miraba la espalda de la niña:

—En cualquier caso, si recoges algo, ¿por qué no traes algo que huela a dinero?

—No tengo buen olfato, ya lo sabes —respondió Osamu a modo de disculpa, y miró a Shota para que lo apoyara.

El chico estaba sacando de la mochila el botín de ese día y lo iba colocando en orden en la cesta donde almacenaban los objetos robados. Esa cesta también era la que se habían agenciado en el supermercado Shinsengumi.

—Shota, ¿y mi champú? —preguntó Aki, echando un vistazo en su interior.

—Se me ha olvidado —respondió él con franqueza.

Aki no hizo más que fruncir el ceño y de inmediato siguió comiéndose sus udon. Parecía estar más disgustada por el flequillo que por no tener champú, por suerte para Shota.

Nobuyo preguntó a la niña:

—¿Cómo te llamas?

La niña musitó algo, pero su voz fue ahogada por el ruido de un tren que pasaba fuera en ese instante y nadie la entendió. Todos adelantaron medio cuerpo para escuchar su voz.

—Ha dicho Yuri. —Shota, que se encontraba más cerca de ella, transmitió el nombre de la pequeña a todos.

Él era quien tenía mejor oído de la familia. Volvió con la mochila vacía al cuarto de estar, la metió en el armario empotrado y consultó la hora en el despertador. Faltaban treinta segundos para que los fideos estuvieran listos.

—Yuri… —repitió Nobuyo.

Hatsue había extendido un periódico a sus pies y se estaba cortando las uñas.

—¿Cuántos años tienes? —Nobuyo hizo otra pregunta.

Yuri le enseñó cinco dedos.

—Así que vas a la guardería —murmuró Nobuyo como para sí misma.

—Pues está muy flaca para tener cinco años, ¿verdad? —dijo Hatsue a nadie en particular tras terminar de cortarse las uñas.

Hatsue mantenía largo su cabello, que se había vuelto casi gris, y lo llevaba atado en una coleta por debajo de la nuca. Para tratarse de una anciana que rondaba los ochenta años, se conservaba muy activa mental y físicamente. Aun así, solía ir sin la dentadura puesta, por lo que al reírse dejaba ver unas encías oscuras y se parecía a una bruja.

Ella no tenía ninguna necesidad de cortarse las uñas justo al lado de la familia cuando estaban cenando, pero se comportaba de manera impertinente por costumbre. O tal vez sería más correcto decir que era perversa y siempre hacía algo desagradable a propósito delante de los demás para regodearse con su reacción.

—Llévala a su casa cuando haya cenado, ¿de acuerdo? —advirtió Nobuyo a Osamu, y comenzó a comer de nuevo hundiendo casi la cara en la olla.

—Hoy hace mucho frío… ¿Mañana…?

—Que te digo que no. Esta casa no es un centro de acogida, ¿te enteras? —le interrumpió rápidamente Nobuyo, deduciendo lo que él iba a proponer: «¿Mañana mejor?».

Osamu esbozó una sonrisa divertida; señaló con los palillos a Hatsue, que estaba delante de él, y bromeó:

—Es que aquí tienes al héroe Tiger Mask. —Se refería al protagonista de manga y anime, profesional de la lucha libre al que le caracterizaba una cabeza de tigre.

—No me apuntes con los palillos. —A lo mejor Hatsue se había enfadado, porque miró a Osamu directamente a los ojos.

Acto seguido, recogió con ambas manos el periódico donde llevaba las uñas cortadas, se puso en pie y se tambaleó deliberadamente hacia Osamu.

—¡Qué asco! —gritó él mientras la evitaba exageradamente hacia el lado opuesto.

Hatsue, con el periódico abierto, se dirigió a la entrada. Tiró las uñas con brusquedad al suelo de hormigón, en el que varios pares de zapatos se alineaban en desorden, y sacudió el periódico ruidosamente.

—¡Abuela, te tengo dicho que no las tires ahí! —chilló Nobuyo, pero ya era tarde.

—¡Aúpa! —exclamó Hatsue por el esfuerzo que le supuso darse la vuelta.

Cuando regresó al cuarto de estar, arrojó el periódico en un rincón y se sentó junto a Yuri.

—Un hombre hecho y derecho que vive de la pensión de una anciana vale bien poco.

Osamu, objeto de críticas de la anciana como si se tratara de su suegra a causa de lo poquísimo que ganaba, tenía que aguantarse maldiciéndola en voz inaudible: «Siempre con la misma cantinela, maldita vieja».

Hatsue llamaba mozo a Osamu y moza a Nobuyo. A Shota a veces lo llamaba muchacho, otras chaval o incluso enano. Sólo cuando la abuela lo llamaba enano él replicaba: «Que no soy un enano».

En estos momentos, Shota estaba escuchando tales intercambios de palabras entre los adultos desde dentro del armario empotrado del cuarto de estar, que usaba como habitación5. Al principio era donde guardaban los futones, pero, como sobre todo en invierno no los recogían y los dejaban fuera extendidos alrededor de la mesa baja kotatsu, él se acabó instalando ahí.

La casa de madera donde vivían se había construido poco después de la Segunda Guerra Mundial, hacía más de setenta años, de modo que tenía averías y desperfectos por todas partes. Y para empeorar las cosas, como acabó rodeada de edificios altos, el sol apenas entraba durante el día y tampoco tenía ventilación, así que hacía un calor sofocante en verano y en invierno un terrible frío calaba los huesos por la noche. Cuando andaban descalzos sobre el suelo de tatami, sentían más frío que si caminaran por la calle. Aki, que era friolera, se ponía dos pares de calcetines incluso para dormir.

En el único estante del armario empotrado estaba expuesto cuidadosamente el tesoro de Shota: unas canicas de Ramune6, un alambre de hierro que había recogido en la calle y un trozo de madera; aunque todo eso tenía poco de tesoro y no eran más que porquerías a ojos de cualquier adulto. Asimismo, de la pared del armario colgaba un casco con un foco frontal incorporado que Osamu había usado hacía tiempo cuando era pintor. Ahora Shota lo utilizaba cuando leía por la noche. Incluso cuando toda la familia se sentaba alrededor de la mesa para comer, era habitual que Shota se llevara el plato al interior del armario y comiera allí.

La croqueta ya se había enfriado del todo por haberse entretenido con el asunto de la niña en el camino de regreso. Shota vertió agua caliente en el vaso de fideos que había robado y colocó la croqueta sobre la tapa para recalentarla en lugar de usar el microondas. Con un «¡ping!» que imitaba el pitido del microondas al terminar de calentar, Shota retiró la tapa vigorosamente y sumergió la croqueta en la sopa. El aceite de la croqueta se extendió por la superficie del caldo. La partió en dos con las puntas de los palillos desechables, apartó un bocado del puré de patatas que asomaba por el empanado y lo mezcló con los fideos para comérselos juntos tan a gusto. Ese era el premio que se daba a sí mismo por haber concluido su trabajo con éxito.

—Con la carita tan mona que tienes… —Hatsue escrutó a Yuri y le retiró el flequillo que le caía por la frente.

El pelo de Yuri era castaño como si se lo hubiera teñido. Ese color claro en una niña japonesa le daba un aire inexpresivo.

—¿Qué te ha pasado aquí? —preguntó Hatsue al ver una marca como de quemadura en el brazo de la niña. Parecía reciente.

—Me caí —respondió Yuri con más firmeza que cuando había dicho su nombre.

Quizás hubiera adquirido la costumbre de responder así cada vez que se lo preguntaban.

Hatsue le levantó a Yuri la camiseta. Tenía muchos hematomas rojos y azules en el abdomen. Aki frunció el ceño. Shota, mientras tragaba un trozo de croqueta, se fijó en la niña. Hatsue palpó esos hematomas. Yuri se apartó.

—¿Te duelen?

Yuri negó con la cabeza. Todos los presentes entendieron de golpe la situación de la chiquilla.

—Está llena de moratones —murmuró Hatsue.

Al oír esas palabras, Osamu se volvió hacia Nobuyo urgiéndola con la mirada: «¿Qué hacemos?».

La niña estaba pálida o, más bien, ausente. Aquello era una manifestación del instinto de defensa con que apagar el interruptor emocional, para que no la hirieran más de lo necesario en las situaciones que vivía y por los castigos que recibía. Nobuyo lo supo todo con sólo observarla un momento.

Nobuyo se hallaba sentada a la mesa de la cocina, que se había convertido en un punto de almacenamiento de objetos, y desde esa posición más elevada contemplaba al resto de la familia comiendo udon en el cuarto de estar. Ella siempre comía sola ahí, de modo que ese día era como cualquier otro. Con todo, mientras miraba la pequeña espalda de la niña —o, mejor dicho, mientras evitaba mirarla—, se percató de que estaba tratando de ignorar la vieja herida que aún le escocía en el fondo de su propio corazón. Desvió la vista de Osamu, recogió la olla y se puso a fregar.

—Antes de que llamen a la policía, devuélvela a su casa, ¿vale? —presionó a Osamu, y arrojó una lata vacía de cerveza al cubo de basura.

Al final, se decidió que Nobuyo y Osamu llevarían a Yuri a su casa. Si Nobuyo no lo hubiera propuesto, Osamu habría dejado que la niña pasara la noche en casa pretextando cualquier excusa. Eso era arriesgado para la familia, juzgó Nobuyo con calma.

«¿Qué más da si la dejamos pasar una sola noche aquí? Ni siquiera estamos seguros de que pueda entrar en su casa, aunque la llevemos a estas horas», había objetado Osamu. Nobuyo sabía que él no solía ser particularmente amable. Pero aunque ella, siendo muy generosa, admitiera que en este caso lo estaba siendo, seguiría tratándose de una amabilidad irresponsable.