Muerte

Al Rey

 

Serie Diamante Rojo Vol.3

 

 

~Angy Skay~

 

 

Forma

Descripción generada automáticamente con confianza baja


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Los personajes, eventos y sucesos que aparecen en esta obra son ficticios, cualquier semejanza con personas vivas o desaparecidas es pura coincidencia.

 

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación, u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art.270 y siguientes del código penal).

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© de la fotografía de la autora: Archivo de la autora

 

© Angy Skay 2019

© Editorial LxL 2019

www.editoriallxl.com

04240, Almería (España)

 

Primera edición: diciembre 2019

Composición: Editorial LxL

 

ISBN: 978-84-17516-91-8

 

 

 

 

 

 

 

Bryan,

Eidan,

Freya,

William.

Sois mi vida.

 

 

 

 

 

 

 

Un tiempo después se encontraron.

Ella le dijo a él: «Todavía te brillan los ojos».

Y él le contestó: «Todavía te siguen temblando las piernas».

 

Índice

 

 

1

Dolor

Jack Williams

2

Un trato

3

Siete meses

Micaela Bravo

4

5

Mi infierno

Jack Williams

6

Descubierta

Micaela Bravo

7

Perdiendo los papeles

8

Malas decisiones

Jack Williams

9

No te necesito para respirar

Micaela Bravo

10

Te odio

11

Títeres

12

Duele

Jack Williams

13

Peligro

Micaela Bravo

14

La trampa

15

Una nueva vida

16

Dame una oportunidad

Jack Williams

17

No lo soporto más

Micaela Bravo

18

Peones

19

¿Un cambio de bando?

20

Un juramento

21

Navidad

Jack Williams

22

Una extraña llamada

Micaela Bravo

23

Una posibilidad entre un millón

24

Una fabulosa cuenta atrás

Jack Williams

25

Un adiós muy doloroso

Micaela Bravo

26

Mi adorada Rusia

27

El juego del despiste

28

El plan

29

Verdades sobre la mesa

30

Huida

Adara Megalos

31

Te he encontrado

Micaela Bravo

32

La montaña

Tiziano Sabello

33

El gran dolor de la mentira

Micaela Bravo

34

Un salto mortal

Adara Megalos

35

Forjando un equipo

Micaela Bravo

36

En mi postura

37

Un favor por otro

Jack Williams

38

Mi pequeña

Micaela Bravo

39

En familia

Jack Williams

40

El bufón de la corte

Tiziano Sabello

41

¡Fuera!

Adara Megalos

42

El fin

Micaela Bravo

43

El futuro

Continuará…

Agradecimientos

Información

@angyskay

Tu opinión me importa


1

Dolor

 

 

 

 

 

 

Jack Williams

 

Roma, Italia

 

—¡¡Tiziano!!

—¡Me cago en la puta! —escuché a lo lejos.

—¡¡Tiziano, venga!! —grité, apremiándolo.

Miré hacia la derecha, intentando encontrarlo en algún punto de la cafetería, pero me fue imposible cuando las botellas que tenía delante estallaron por los aires gracias a la ráfaga de balas que empezó de punta a punta de la gran barra del bar. Me encogí y me cubrí el rostro con las manos en cuanto los cristales comenzaron a esparcirse por todo mi cuerpo. A lo lejos, escuché un gruñido enfadado procedente del italiano, que trataba de llegar hasta mí arrastrándose por el interior de la barra.

Observé cómo apretaba sus fuertes brazos contra el mármol del suelo en un obstinado intento por acercarse, pero se detenía cuando las botellas caían sobre él. Soltó un grito de frustración que retumbó en todo el local. Elevó sus ojos en mi dirección, los cuales echaban chispas debido al cabreo que llevaba a cuestas.

—No puedes llamarme para emborracharnos, por ejemplo —puso los ojos en blanco—, ¡nooo! —exageró, tratando de hacer un gesto con la mano—. Tienes que hacerlo para meterme en más problemas de los que ya tengo. ¡Cómo te odio! —dramatizó.

—¡Oh, cállate y pásame la puta bolsa! —le espeté con urgencia.

Dio un breve tirón del asa y la lanzó con toda la fuerza que pudo hasta que cayó a mis pies. Segundos después, llegó a mi lado y se sentó como yo, pegando su espalda a la zona baja de la barra. Las balas comenzaron a traspasar parte de la madera desde la otra esquina y abrí la cremallera con rapidez.

—¡Vamos, vamos, vamos! —me urgió.

—¡Si no hubieras tardado tanto en llegar! —Lo miré con mala cara.

—¿Y yo qué merda1 hago? ¡No haberme llamado a última hora!

—Lo sabías desde hacía dos horas —le recriminé.

—¡¿Dos horas son mucho para ti, don Urgencias de última hora?! —me discutió, acentuando su tono y su gesto de enfado.

Tras elevar mis ojos al cielo mientras escuchaba sin cesar los reproches de Tiziano, saqué dos explosivos y los tiré por encima de la barra hacia el lugar desde el que nos disparaban, donde había tres hombres a punta de rifle acribillándonos sin piedad. El artefacto tardó nanosegundos en explotar, y ambos nos agachamos como pudimos para que no reventáramos de la misma manera. Pegué mi espalda a la madera cuando no escuché nada más al otro lado. Tiziano me imitó y soltó un gran suspiro de alivio.

—Me alegro de verte. —Reí.

Asintió con lentitud y sus labios comenzaron a curvarse.

—Y yo. —Me acompañó en la risa.

Estreché mi mano con la suya y me pasé la otra por el rostro antes de levantarnos. Inspeccioné la zona, dando por concluida la fiesta y siendo consciente del gran desastre que habíamos montado en unos minutos en el local más famoso de toda Roma.

—¿Por qué aceptas estos trabajos? —renegó, dando un salto sobre la barra para llegar al otro lado.

—Porque me pagan.

Hice lo mismo que él y dirigí mis pasos hacia una de las vitrinas que se encontraban al final del local, a oscuras, porque a simple vista parecía parte de la decoración. Le propiné un golpe con mi codo y el cristal se hizo añicos. Extraje la diminuta caja de cristal que había en su interior y la cogí entre mis manos, llenas de heridas y sangre.

—¿Qué coño es eso?

La miré con detenimiento.

—No lo sé. Y tampoco me importa.

Un silencio se creó entre nosotros. Llevaba sin verlo un par de meses, ya que había tenido algunos trabajos en los que no había requerido su ayuda. Habían pasado ya siete meses, durante los cuales mi vida había sido un infierno. Y seguiría siéndolo hasta que no diese con el paradero de Micaela, quien había desaparecido de la faz de la Tierra.

Poco tiempo después de marcharme de Nueva York, acabé con la persona que se había dedicado hasta el momento a darme caza, la misma que había reventado su propio club por los aires y a la que solo tardé un mes en capturar. Durante las semanas siguientes, no hubo ningún altercado más por parte de quienes, de una manera u otra, habían asesinado bajo mis órdenes, y me di cuenta de que sin Micaela no podía seguir respirando. Así que, sin peligro, volví como un puto loco a por ella, dándome de bruces con la realidad cuando llegué al piso que teníamos en Nueva York.

Ya no estaba.

Ni ella ni sus cosas ni su simple perfume.

Nada.

Imaginaba a cada segundo el ansiado momento en el que me encontraría con ella de nuevo tras la puerta de nuestra casa, y sentía los nervios en estado puro al pensar en su reacción y en la mía. Pero el gran dolor que experimenté al ver que había desaparecido no tenía nada que ver con lo que apuñalaba mi pecho cada segundo del día.

—¿Sabes algo de ella? —le pregunté sin más.

Tiziano me miró con recelo y negó con la cabeza. Sabía que estaba mintiéndome. Micaela y él se llevaban muy bien como para no saber dónde se encontraba. Y lo que más me cabreaba era pensar en los contactos que habría podido usar para que ni Riley fuera capaz de localizarla. La primera vez que vi a Tiziano, poco después de irme, le pregunté por ella, sin embargo, se negó en rotundo a soltar una simple palabra acerca de su paradero. Pensé en torturarlo hasta que hablase, pero Riley aplacó mis instintos más feroces cuando entendí que, aunque lo fustigase durante toda una vida, su lealtad era tan acérrima a Micaela que ni muerto hablaría.

—Y si lo supiera, ten por seguro que no te lo diría.

«Las mismas palabras de siempre», pensé. Era lo único que me decía cada vez que intentaba de una forma u otra que me diese una mínima pista.

—Tiziano... —Mi tono salió desesperado, pero no me importó.

Juro que estaba en un punto en el que si tenía que ponerme de rodillas, lo haría ante cualquiera con tal de volver a verla.

—Tú decidiste dejarla, Jack. Ahora no vuelvas a joderle la vida.

—Solo quiero que me escuche.

—Y si después de eso no quiere volver a saber nada de ti, ¿te irás?, ¿la dejarás en paz? —ironizó—. Si ella ha rehecho su vida, si tiene otra vida, otra en la que tú no estás —me señaló con el dedo—, ¿te irás, Jack?

—No —sentencié.

Rio al escuchar mi tono firme, y supe que estaba perdiendo el tiempo, pues no me diría ni una palabra. Lo llamé, a sabiendas de que dispondría de todo el material que necesitaba para este trabajo en Roma, y también supe que vendría al momento, al igual que, por muy mal que me sentara, tenía claro que no le diría nada a Micaela sobre mi visita ni sobre las veces que nos habíamos visto.

Dolor.

Eso era lo único que sentía a todas horas. Sí, es penoso alejarte de la persona que más amas, aun sabiendo que lo hiciste por su propio bien, por proteger su vida. Pero eso no quita que te sientas el hombre más miserable del planeta, teniendo en cuenta que, seguramente, la persona por la que respiras día tras día quizá haya sufrido igual o más que tú. Y esa era la gran losa que llevaba a cuestas todos los días, ese era mi infierno particular, del que no podía escapar y del que no conseguía salir por más que lo intentase.

—Venga, te invito a una buena copa. Eso sí —me apuntó con el dedo de nuevo—, no quiero hablar de mujeres.

Asentí con una sonrisa en los labios. Había echado de menos su humor. Se dirigió hacia la barra, donde se sirvió como si estuviese en su casa, mirando con el entrecejo fruncido las botellas que seguían vivas. Paseó su mano en el aire de una punta a otra hasta que dio con una, y entonces sonrió como un jodido demente. Así era Tiziano, y eso no lo cambiaría nadie.

—¿Te da igual que sea ron? —me preguntó sin apartar la vista de las demás.

»Ron…»».

Todo, todo, absolutamente todo, me recordaba a ella: el ron, que era su bebida favorita; los putos cuadros pintados a mano, que parecía que me perseguían allá donde iba; las mujeres que se cruzaban en mi camino, que me hacían acordarme sin poder evitarlo, hasta que descubría al girarlas en mitad de la calle que no eran ella. Ninguna era ella. Por las noches, me colocaba en el lado en el que acostumbraba a dormir e imaginaba que estaba junto a mí como cada mañana, pero el frío invadía cada uno de mis sentidos y me veía de madrugada palpando una cama vacía, desértica y sin un halo de calor que me indicara que estaba allí. A veces deseaba dejar de respirar, no volver a levantarme ni una mañana más, para que, de esa manera, los sueños que tenía cuando conseguía dormir algunas horas seguidas se hicieran realidad.

—Sí —le respondí escueto.

Pasé mi mano por el taburete, quitando los pequeños cristales que había, y Tiziano hizo lo mismo en la barra antes de servir las copas. Le dio un sorbo a la suya y me observó desde su posición. El tiempo, aunque corto, no lo había cambiado en nada. Seguía con su habitual gesto de chulería, con su camisa bien puesta, remangada ahora hasta los codos, y varios botones abiertos en la parte superior, dejando lucir parte de las horas invertidas en el gimnasio.

—¿Sabes algo de tu hermana?

Lo miré a través de mis pestañas cuando me preguntó por Adara. Todavía no estaba acostumbrado a llamarla «hermana», y me reprendí a mí mismo cuando me di cuenta de que llevaba el mismo tiempo sin saber nada de ellas. Ni siquiera había sido capaz de llamarlas, y eso que en algunas ocasiones lo pensé. Había encontrado a mi familia, a la de sangre, pero en mi interior tenía claro que el dolor de Micaela habría sido más grande si lo hubiese hecho. Mientras buscaba como un loco a la mujer de mi vida, Riley se presentó por su cuenta en la casa de Agneta, mi madre, y verificó que Micaela no se encontraba con ellas y que tampoco sabían nada sobre su paradero; algo sumamente extraño que nos encargamos de confirmar. Y, en efecto, no nos mentían. Pero eso no quitaba que siguiese sin tener sentido.

—No la he visto desde que vine de Atenas. ¿No habíamos dicho que no hablaríamos de mujeres? —Arrugué el entrecejo.

Tiziano sonrió y alzó su vaso al techo, para después juntarlo con el mío en un brindis, ignorando así mi pregunta. No tenía ni idea de qué habría podido pasar entre Tiziano y Adara, pero estaba claro que algo se le escapaba de las manos al italiano. Y era un sentimiento muy parecido al que yo tuve cuando conocí a Micaela, aunque él nunca lo reconocería.

—Bueno, y, cuéntame, ¿qué ha sido de tu vida en este tiempo que no nos hemos visto?

—Trabajos y casa —le respondí, contemplándolo.

—Un resumen muy breve. —Asintió.

—¿Y tú?

Agarré mi vaso con ambas manos y le di otro sorbo al ron. Ese detalle lo pasé por alto, el de beber, beber hasta que caía casi en coma. Y no podía echarle la culpa a nada ni a nadie, puesto que si lo hacía era porque quería, a sabiendas de que la bebida no me traería nada bueno. Era la única manera de sentirla un poco más cerca y quizá de mitigar el punzante dolor que no cesaba.

—He tenido unos cuantos problemas con otros narcos, pero, a fin de cuentas, los he solucionado, ya me conoces. —Rio—. He pensado en dejar el negocio y dedicarme a otra cosa.

Su último comentario me paralizó. Lo contemplé fijamente mientras movía su vaso entre las manos y hacía una mueca con los labios.

—¿Tú a otra cosa? —ironicé.

—Sí, no me mires así. No sé, tomarme un tiempo sabático. Estoy cansado de los niñatos que se piensan que pueden controlar el mundo, y a mí ya me coge mayor.

Reí por su comentario sin poder evitarlo.

—Tiziano, tienes poder para aplastarlos como a hormigas. No me vengas con cuentos.

—¿A ti no te aburre matar? —Me observó extrañado.

—No —le contesté con sinceridad.

—Eres un puto loco.

—Es mi trabajo, y me gusta. ¿Sería mejor persona si fuese un policía corrupto?

Hizo una mueca de asco.

—No me nombres a la poli... Y no, no te haría mejor persona, aunque también dependería de si quisieras serlo.

—No me interesa, gracias —añadí con sarcasmo.

Apoyó sus brazos en la barra y sacó su habitual navaja de uno de los bolsillos de su pantalón. La movió con agilidad sobre sus dedos y lo contemplé durante un rato. Realmente, era un caso perdido, y él sí que estaba loco.

—¿Sabes? Creo que si te permites un tiempo sabático, podrías venir conmigo.

—Quieres utilizarme como baza —murmuró, alzando la vista. Negué con la cabeza, indicándole que ese no era mi pensamiento principal—. ¿A quién quieres engañar, Jack? —volvió al ataque con su pregunta.

—Esta vez te equivocas. Pero debo decirte que, de momento, el suicidio no entra dentro de mis planes, así que, a no ser que me maten antes, pienso recuperar lo que es mío.

Me observó con fijación mientras asentía con lentitud. Selló sus labios en una fina línea y movió su rostro, hasta que suspiró y levantó su copa.

—En ese caso, espero que tengas suerte, amigo. Vas a necesitarla.

Durante un rato, estuvimos hablando de temas banales sin que ciertas «mujeres» intervinieran en ellos, y tampoco hizo amago de volver a preguntarme acerca de Adara. Sabía que sospechaba algo, pero no tenía claro el qué.

Antes de subir a mi coche, me detuvo sosteniéndome del codo.

—No tardes demasiado en dejarte ver.

Asentí sin quitarle los ojos de encima.

—Espero que la próxima vez me digas algo más que esto —añadí.

—Y yo espero que hayas conseguido valerte por ti mismo. Sabes que no puedo ayudarte. —Le fastidió decir esto último—. Por mucho que quiera hacerlo.

Le di un golpe en la espalda en señal de agradecimiento. La lealtad era una de las cosas más difíciles de tener en esta vida, y él estaba demostrándomela con creces, aunque eso conllevara el sufrimiento de dos personas. Y sabía que en el fondo solo estaba protegiéndola, por lo que no podía echarle nada en cara.

—Nos vemos, Tiziano.

Abrí la puerta del coche. Antes de entrar, lo escuché decir:

—Cuídate, Jack.

Lo observé durante unos minutos, parado en mitad de la carretera y sin quitarme los ojos de encima, y supe que estaba barajando la posibilidad de hablar o no conmigo, pero su gesto se torció en una mueca de disgusto y se giró para encaminarse hacia su vehículo. Sabía que estaba pasándolo mal por mi culpa, y me arrepentía por ello, pero era la única persona que tenía al alcance que no quería matarme, y la única también que entendió mis motivos sin recriminarme nada; aunque bien era cierto que esa oportunidad no se la había dado a Arcadiy. Y era consciente de que los puñetazos volarían por doquier el día que nos cruzásemos.

Un rato después llegué al hotel, en pleno corazón de Roma. Al entrar, la recepcionista me observó lasciva, igual que lo había hecho el día anterior. Bien era cierto que no había buscado la manera de olvidarme de Micaela, de la forma que fuese, porque sabía que, por mucho que me esforzase, no tendría el éxito deseado. Estaba claro que mi corazón solo pensaba en una persona, y mi cuerpo también la reclamaba.

Cuando entré en el pasillo de la segunda planta, vi que había algo extraño en la puerta. Se encontraba entornada y no cerrada, como la había dejado; de eso estaba más que seguro. Sujeté mi pistola en la mano derecha. Al abrir con cautela, tal y como había supuesto, alguien había estado dentro. Avancé con cuidado, cerciorándome de que no había nadie en el interior, y atisbé un papel sobre la cama que llamó mi atención. Lo cogí después de cerrar la puerta y leí:

 

A las doce de la mañana te espero en el 68 de la Vía Nicola Salvi, frente al Coliseo.

Te reconoceré. Y tú a mí.

 

Deposité la nota sobre la cama y contemplé la blanquecina pared que tenía delante. Estaba escrita a mano, pero no conocía la letra. ¿Quién quería verme? Y, sobre todo, ¿quién cojones sabía que me encontraba en Roma? Me giré como un vendaval, encendí mi portátil tan rápido como me daban los dedos para pulsar la contraseña e inicié una videollamada. Pocos segundos después, un Riley medio dormido apareció tras la pantalla.

—¿El mundo está acabándose? —renegó.

—Alguien ha estado en mi habitación.

—¿Ya estás buscándote diversión para la noche? —Sonrió con chulería.

—¡¡Riley!! —lo amonesté enfadado al mismo tiempo que levantaba la nota para enseñársela por la cámara.

—¿Eso es una amenaza? —Alzó una ceja.

—No tiene pinta. —Puse los ojos en blanco—. Está citándome para mañana. ¡Por Dios, lee!

Se restregó los ojos durante lo que me pareció una eternidad, y solo ese gesto me desesperó. Últimamente, todo lo hacía.

—¿Tienes idea de quién puede ser? —Negué con la cabeza, confuso—. ¿Vas a ir? —volvió a preguntar.

—Sí.

—¿Y si es una encerrona?

No podía ser nadie del círculo en el que me movía. Mi paradero seguía siendo la cárcel de Brasil ante los ojos de todos mis antiguos enemigos. Pero alguien sabía que no era así, y estaba dispuesto a averiguarlo.

—Te mantendré informado. Si en una hora después de la cita no he dado señales de vida, recoge tus cosas y cambia de destino.

—Jack...

Lo corté con un gesto de mi mano. No iba a dejar que me convenciera de no hacerlo. Mi cabezonería ya no me lo permitiría.

—¿Has averiguado algo?

Negó con la cabeza al saber que me refería a Micaela.

—Eiren ha estado investigando por sus propios medios y con sus contactos. Ya sabes que conoce a mucha gente que podría encontrarla, pero no ha habido suerte.

—¿Le has comentado algo? —le pregunté tras soltar un suspiro.

—No. Como siempre, no sabe para qué es.

—Bien. Hablamos mañana.

Corté la conexión sin darle tiempo a continuar cuando iba a pronunciar algo. Cerré la pantalla, coloqué ambos codos en la madera del escritorio y sujeté mi cabeza entre mis manos. Me froté las sienes repetidas veces y volví a exhalar un fuerte suspiro que me desesperó.

—¿Dónde estás, Micaela?... —murmuré.

Mis ojos se desviaron hacia la esquina de la mesa y agarré la botella de whisky sin pensármelo dos veces.

Esa noche caería entera.

 

2

Un trato

 

 

 

 

 

 

 

A la hora indicada, llegué al Coliseo de Roma, no sin haber vigilado mi espalda examinando a cada persona que pasaba por mi lado. Me aproximaba al número señalado en la nota, la cual guardaba en el bolsillo de mi pantalón, y pensé en quién demonios sería la persona en cuestión. Una punzada de esperanza pasó por mi pecho al creer que quizá podría ser ella o Ryan, o incluso Arcadiy. Pero todo eso se esfumó como el aire cuando supe que si en siete meses no había dado señales de vida ni me había buscado, no iba a hacerlo ahora.

Sumido en mis pensamientos, tropecé con alguien, lo que provocó que dicha persona —en este caso, una despampanante mujer— cayera al suelo de rodillas, ocasionando que el contenido de su bolso se desparramara en mitad de la carretera. Me agaché con rapidez para ayudarla, momento en el que clavó sus ojos en mí de manera intensa y lujuriosa.

—No te había visto. —Me disculpé escueto.

—No pasa nada.

Alargó su mano para recoger los objetos que habían quedado esparcidos y me permití observarla durante un momento mientras la ayudaba. Larga melena rubia, peinada de tal forma que ni un cabello se extraviaba de aquel montón de pelo lacio, ojos azules y, sin duda, un cuerpo de infarto. Comprobé sus pertenencias, pocas a mi parecer, ya que el bolso estaba vacío y todo se encontraba en la carretera. Me sorprendí al darme cuenta de la lentitud con la que introducía las cosas en él. Cuando terminó, se levantó y se quedó frente a mí.

—Gracias por la ayuda.

Me miró sin titubear, gesto que no me pasó desapercibido. Desvié mi vista lo suficiente como para observar otro punto de la carretera, y cerca de una cafetería con los toldos blancos, algo —o, mejor dicho, alguien— llamó mi atención. Volví a contemplar a la chica, que permanecía con los labios sellados mientras me repasaba un par de veces sin dejarse ni un centímetro. Mudo, asentí, y pasé por su lado para marcharme, aunque detuve mi paso cuando la escuché decir:

—Te invito a tomar algo. —Se mantuvo callada un segundo, durante el cual no la miré—. Por las molestias —continuó como si nada.

Me volví con lentitud y clavé mi mirada en ella de manera intensa. Era atractiva. Demasiado.

—Para ser una mujer tan... —hice una mueca con mis labios— perfecta, llevas muy pocas cosas en ese trasto, ¿no? —Arqueé una ceja con ironía.

Sonrió de medio lado, haciéndose la remolona, y dio un paso hacia mí.

—Tengo muchas más cosas en mi casa. Si quieres, te las enseño —murmuró sensual.

Cazada.

Eran muchos años ya a mis espaldas en los que había aprendido a identificar los gestos. Una mujer tan sumamente cuidada era imposible que no llevase un simple pintalabios en el bolso. Y si me apuraba, a las doce de la mañana, en pleno Coliseo, la gente que pasaba por allí eran más turistas que residentes, por lo tanto, no iban tan arreglados, sino que sus ropas eran mucho más cómodas que el vestido ajustado que llevaba aquella mujer. Pero no conforme con esos pequeños detalles, lo que más confirmó mis sospechas fue su gesto al acercarse a mí de manera insinuante y peligrosa, retorciendo aquel mechón de pelo entre sus dedos mientras sus ojos se desviaban hacia abajo para evitar el contacto con los míos, que la observaban desafiantes.

Di un paso más, pegando mi cuerpo al suyo, notando su pecho junto a mi estómago, y agaché la mirada un poco. Tenía una buena estatura para contemplarla.

—¿Y qué tal si me dices quién está esperándome? —murmuré en el mismo tono, cerca de su oído.

Pude notar cómo se estremecía ante el contacto de mi aliento en su oreja, y escuché su saliva bajar por su garganta cuando, de nuevo, una sonrisa comenzó a asomar en sus labios. Volví mi vista a la reja de hierro que había al lado de la cafetería y, en cuanto las personas que pasaban como caballos desbocados por la acera se apartaron, lo vi.

—Pero, si lo hago, ¿después vendrás? —susurró provocativa.

Me despegué lo justo para observarla con fijeza. No tenía tiempo para tonterías, así que acentué un gesto temerario que poco le importó, y fui consciente de que me apuntaba con una pequeña pistola en el vientre.

—Si no lo hago, ¿me dispararás? —le vacilé.

—Mmm... Sería un desperdicio, nos lo pasaríamos bien. ¿Tienes miedo? —Sonrió ampliamente.

—Baja la pistola, rubia, o quizá la que deba tener miedo seas tú —la amenacé.

Se aproximó a mi cuello y, rozando con la punta de su nariz la línea de mi mandíbula, fue subiendo hasta que llegó a mi oído, donde musitó:

—Camina.

Agarró mi brazo como si fuésemos una pareja más entre la multitud y me obligó a cruzar la calle en dirección al hombre que se encontraba aún en el mismo lugar, quien abrió la reja para introducirse en el interior. Pasamos por un callejón antiguo y mis ojos siguieron la silueta que se perdía dentro de una vivienda casi abandonada, donde dejó la entrada principal abierta.

—¿También te lo follas a él? —le espeté con sarcasmo.

—Mmm..., puede. ¿Celoso? —ronroneó.

—No puedo estar celoso de alguien a quien no conozco —le contesté con desdén.

Apretó su brazo junto al mío. Noté que la mano que tenía en mi espalda subía y bajaba con peligrosidad hacia la cinturilla de mi pantalón. La miré, y ella sonrió lasciva.

—Si quieres, también puedo follarte a ti. Estoy segura de que no lo olvidarás en tu vida.

—Lo dudo —me jacté, seguro de mí mismo.

Nadie —y cuando digo nadie, es nadie— podría reemplazar a la salvaje de Micaela. Ese pensamiento me hizo sonreír, gesto del que ella no perdió detalle.

—Por lo que veo, otra ocupa tu mente.

—Chica lista.

—Yo puedo hacer que la olvides —volvió a la carga.

La miré con la seguridad que siempre me definía y pronuncié:

—Antes de eso, acabarías con un tiro entre ceja y ceja.

Una carcajada salió de su garganta justo cuando cruzábamos la desgastada puerta, y un interior desastroso y viejo me recibió. Pude ver una silla en mitad de lo que parecía un salón, y al instante supe que era para mí.

No me equivoqué.

Deja la pistola en el suelo —me ordenó, esa vez con voz firme.

Metí mis manos por detrás de mi chaqueta, la saqué y la tiré. Seguidamente, ató mis manos a mi espalda con unas esposas para que no pudiera moverme. Alcé una ceja, y ella me contempló con la misma picardía que antes.

—No creas que vas a tenerlo tan fácil por ponerme unas esposas.

Se acercó a mi oído de nuevo y murmuró:

—Ya lo veremos...

La sala estaba a oscuras. Avancé debido a los empujones que la rubia me propinaba, consiguiendo a duras penas mover mi cuerpo, hasta que cedí en mis propios pasos y llegué al centro, sentándome a continuación en la silla. La observé desde mi posición, no sin buscar a la persona que había visto entrar segundos antes, pero no la encontré. Se sentó sobre mis piernas, entrelazando sus manos alrededor de mi cuello. Sin embargo, mis sentidos no estaban puestos en aquella despampanante rubia que deseaba que me la follara contra la primera pared de la casa, sino en la sombra que se acercaba por mi derecha de forma intimidante.

—Tú —bufé con ironía, aunque continué mirándola a ella.

—El mismo. —Extendió sus brazos en cruz—. Anda, siéntate —ironizó—. Ah, no, que ya estás sentado.

Palmeó sus manos en el aire, momento en el que mis ojos se desviaron hacia él mientras la rubia sonreía.

—Veo que ya conoces a Noa.

—No. No la conozco.

Mis ojos siguieron clavados en él. Entretanto, la tal Noa no paraba de sobarme, algo que estaba empezando a desquiciarme. Volví mis ojos hacia ella, advirtiéndola claramente en cuanto posó sus manos sobre mi entrepierna.

—Yo de ti quitaría las manos de ahí si no quieres arrepentirte cuando me levante —la amenacé con tono duro.

Soltó una fuerte carcajada.

—Quizá el que acabe arrepintiéndose seas tú, quién sabe... Y no me subestimes.

—¿Por qué no te dejas de tonterías y me sueltas las muñecas? —le sugerí con sarcasmo al hombre, quien se colocó a mi lado.

—¿Es que no eres capaz de quitártelas tú solo? —me retó.

Reí ante su comentario. Estaba claro que no sabía con quién cojones estaba tratando.

—¿Qué coño quieres? —le espeté de malas formas.

—Hacer negocios contigo. Ya sé que se te dan bastante bien. Como la bebida. —Señaló varias botellas que había rotas en el suelo—. Veo que las cosas no te han ido como esperabas.

—No creo que te importe una mierda si me han ido bien o no. ¿Qué quieres, Aarón?

Noa se levantó con parsimonia y se alejó unos pocos pasos, momento que Aarón aprovechó para situarse delante de mí y ponerse en cuclillas. Le hizo un gesto a ella para que se marchase, quien obedeció a regañadientes al segundo. Cuando la puerta se cerró, lo miré con mala cara, a la espera. Podría haberlo tumbado si me lo hubiese propuesto con un simple cruce de mis piernas, pero esperé paciente a saber qué tipo de negocio podría requerir un poli de mierda como él.

—Necesito a alguien como tú. Y he pensado que la mejor opción que tenía era un asesino a sueldo con peso.

—No pienso hacer nada que te beneficie —le aseguré tajante.

Rio con amargura, negando con la cabeza varias veces, gesto que me desesperó a partes iguales, pues no entendía cómo había dado conmigo ni la necesidad que tenía de que fuera yo quien ocupara el puesto que tanto buscaba, según había mencionado.

—¿Alguna vez te han dicho que nunca digas de esta agua no beberé? —citó con chulería.

—Muchas. Sin embargo, en este caso, lo digo. ¿Ahora eres un espía?, ¿y encima corrupto? Veo que vas mejorando —ironicé.

—No te equivoques. Todavía no has escuchado parte de mi trato.

—Ni me interesa —escupí.

Negó con la cabeza al mismo tiempo que una sonrisa se instalaba en sus labios de manera permanente; una sonrisa que ansiaba borrar de un solo puñetazo. En ese instante, me arrepentí de no haberlo matado hacía tiempo.

—Tengo entendido que andas buscando algo... —me miró a través de sus pestañas—, o a alguien.

Presté atención a cada gesto sin poder evitarlo. Sus ojos se agrandaron al ver mi interés, pues sabía que si ese «alguien» tenía nombre de mujer, me pondría del bando necesario, aunque eso significase ir contra mis normas o mi moral.

—Y, según tú, ¿a quién?

Hastiado, soltó un suspiro, acompañado de un ademán altanero. La balanza estaba más que posicionada a su favor, y lo sabía.

—¿Dónde está Micaela, Jack? No la veo contigo.

Apreté mi mandíbula con fuerza, tratando de evitar que mi gesto me delatase, y aunque sabía que no tenía nada que hacer, me jugué la última carta:

—A buen recaudo, como siempre. ¿Para qué necesitas saber dónde está? —le pregunté como si nada.

Rio.

—Pensaba que se te daría mejor mentir, pero ya veo que no.

—Entonces, si tú eres tan listo, ¿a qué estás esperando?

Antes de contestarme, esa persistente sonrisa volvió a su boca, marcando todas y cada una de sus facciones:

—Yo tengo toda la información que necesitas, y también es una parte fundamental en mi proposición, puesto que la necesito a ella. ¿Qué me dices, Jack? ¿Hay trato o no? —Sonrió con saña.

Maldito hijo de puta...

 

3

Siete meses

 

 

 

 

 

 

Micaela Bravo

 

»Siete meses... Siete meses de mierda».

Eso era exactamente lo que llevaba pensando todo ese tiempo, todos los putos días. Caminé por las calles de Londres tratando de no golpearme cada dos por tres con las personas que caminaban aceleradas hacia sus trabajos o a saber dónde, aunque tampoco me importaba. Las prisas en esa ciudad eran horribles, y cada día me arrepentía más de haberme ido de Barcelona sin mirar atrás.

Moví mis pies con rapidez hasta que llegué a la cafetería en la que había quedado con Vanessa, mi antigua psicóloga de Barcelona, que venía a quedarse unos días de vacaciones, y miré a ambos lados en busca de la cabellera morena que no conseguía localizar.

—¡Ey!

Escuché su voz cuando tocó mi espalda, y me giré con tal brusquedad y mala cara que casi me di de bruces con ella. Últimamente estaba al asalto, y era algo que no podía remediar.

—Vaya, perdona —se disculpó—. Eh, eh, tranquila, soy yo.

Suspiré, asintiendo, mientras movía mis hombros con delicadeza, hasta que la enfoqué, dándome cuenta de que de verdad era Vanessa. Llevaba hablando con ella por teléfono más o menos el tiempo que hacía que Jack había desaparecido de la noche a la mañana. Y me sorprendió la alegría por su parte al llevar casi un año sin saber nada de mí cuando recibió aquella primera llamada. Hacíamos las consultas por Skype, o simplemente por teléfono; según Ryan, para que me desahogara con alguien que no fuese solo con él. Al pobre lo llevaba por el camino de la amargura y lo arrastraba al pozo negro del que no pretendía salir, y también tenía que incluir en esa lista a mi hermano, a Tiziano y Adara, quienes, aunque no hablase lo mismo con ellos que con Ryan, se preocupaban de manera constante por mí.

—No te esperaba —justifiqué mi reacción.

Me estrechó entre sus brazos y la imité con desgana, como habitualmente hacía todo. Al separarse, colocó un mechón de mi pelo detrás de mi oreja y sonrió con alegría. Sin embargo, ese gesto no llegó a iluminar mis ojos.

Como cuando él estaba a mi lado.

—¿Pasamos? —me preguntó con una sonrisa a la que no correspondí. Extendió la mano hacia la cafetería para invitarme a entrar.

Recordaba aquel día como si hubiese sido ayer, tanto la desesperación que sentí al despertar de golpe en mitad de la madrugada como el frío que invadió mi cuerpo. Busqué por todo el piso, lo llamé hasta que mi tono fue apagándose al sentir aquella punzada de dolor que me indicaba que nada bueno estaba sucediendo, y no lo encontré. Sus pertenencias seguían en el mismo sitio, todo estaba tal y como lo habíamos dejado la noche anterior, a excepción de él, que parecía habérselo tragado la tierra.

Corrí desesperada por las calles de Nueva York, en medio de una lluvia que parecía enfadada conmigo, buscando una aguja en un pajar. Y, al final, regresé sobre mis pasos, sin encontrar ni rastro de Jack, calada hasta los huesos y arrastrando mis pies hacia el interior de la casa. Llamé a todas las personas que, probablemente, pudieran saber de su paradero, pero no tuve la suerte que esperaba. Intenté hablar con Riley, sin embargo, su teléfono estaba apagado, igual que el de Jack. Y, por último, para mi sorpresa, mi hermano llegó ese mismo día. «Se ha ido». Esas fueron las únicas palabras que salieron de su boca, bajo el marco de la puerta, paralizado. Me quedé petrificada, sin entender a qué se refería, hasta que un papel cayó al suelo de sus manos. Con lentitud, me agaché para recogerlo con nerviosismo, sintiendo cómo el pulso se me aceleraba. En él, la única frase escrita del puño y letra de Jack me heló la sangre, matando mis sentimientos y mi corazón.

 

Cuida de ella.

 

Por el contrario, en mi caso, no tuve ni una mísera despedida, un motivo, algo a lo que poder aferrarme desde que se marchó. El dolor que sentí pasó poco después a la rabia. Pero eso solo era por momentos. A fin de cuentas, la pena era la que se apoderaba de mi alma cada vez que su recuerdo acudía a mi mente. «¿Por qué, Jack?». Esa era la única pregunta que arrancaba los sollozos de mi garganta y conseguía asfixiarme por las noches; esas noches a las que sobreviví gracias a ellos. Con Arcadiy había conseguido crear un vínculo como el que nos merecíamos después de tanto tiempo.

Agneta, Adara y mi abuela tampoco tuvieron noticias de él, y por más que intentamos localizarlo bajo mis ataques desquiciados por encontrar una explicación, no lo conseguimos. Era inútil intentar cualquier cosa. Si se lo proponía, desaparecería, y yo no podría hacer nada para evitarlo, o a ese pensamiento me agarré cuando, finalmente, me di por vencida pocos meses después.

Siete meses.

No podía evitar contar los días en mi mente como si estuviese tachando un calendario para salir de la cárcel. No obstante, en este caso, mi penitencia era peor que todo lo demás. Me acordaba de sus besos, de sus palabras, de sus caricias, y por más que buscaba una respuesta a lo que había pasado, no la encontraba. ¿Tendría a otra persona?, ¿habría sido un engaño pese a que yo lo dejé todo por él? No daba con la respuesta en mi maldito rompecabezas a pesar de que lo intentaba, y eso estaba pasándome factura con el transcurso de los días.

—¿Qué tal estás? Te veo muy guapa —me comentó Vanessa con dulzura.

El camarero llegó a nuestra mesa antes de poder contestarle y pedimos un café para ella y un agua para mí. Las pocas personas que me rodeaban siempre trataban por todos los medios de desviarme de mi permanente tortura, pero era inevitable que cada paso que daba me recordase a él. Mis pesadillas, las mismas que desaparecieron de la noche a la mañana cuando Jack entró en mi vida, volvieron con más fuerza. Pero ahora no eran cuatro hombres los que me golpeaban y abusaban de mí como si no fuese más que un trapo, sino uno solo, quien además aparecía para abandonarme a mi suerte y sin darme una mínima explicación, rompiendo mi perfecto mundo a su paso. Porque, aunque fuera imperfecto, con él a mi lado no había obstáculos, sino metas que superar, ganas de vivir, anhelos que sentir.

—Intento amoldarme a los cambios, ya sabes. —Moví mis hombros con sequedad—. Londres no es Barcelona.

Contemplé mi alrededor. No quería estar allí. Deseaba volver a mi casa, a mi sofá, a sentarme con una manta y mirar la televisión; aunque en realidad no la veía, sino que simplemente la observaba, llenándome de recuerdos vanos que nunca más volverían. Y sí, parecía una jodida loca; una jodida loca que estaba destrozada por amor.

—Pero no puedes negarme que la ciudad es genial —me comentó con euforia—. Tienes un montón de sitios para visitar. Además, Ryan se la conoce al dedillo, y estoy segura de que te la ha enseñado.

Me observó con una sonrisa amplia y yo se la devolví de manera escueta. No tenía ganas de sonreír. ¿Tan difícil era de entender? ¿Por qué no me dejaban vivir mi pena a mi manera? Una pregunta que yo misma me contestaba todos los días: porque estaba consumiéndome.

Nos dejaron las bebidas en la mesa y le di un sorbo a mi botellín de agua. Echaba de menos el alcohol, y no era consciente de cuánto. Beber hasta desmayarme era lo que necesitaba con urgencia, intentar ahogar las penas en él, aunque supiese que al día siguiente todo seguiría igual; pero, por lo menos, evadirme de mi tortura de no saber qué demonios había pasado, de dónde estaba, de algo...

—No es lo mismo —murmuré sin más.

—Veo que esta mañana no estás receptiva. —Me miró a través de sus pestañas—. Como ninguna —apostilló.

—Ves bien. No sé por qué motivo me aguantas. Ya no te pago —le recordé.

Rio ante mi comentario. Por mi parte, lo único que recibió fue un suspiro demoledor bajo unos labios sellados. Era cierto, la llamé sin más y ella no dudó. Tampoco sabía con exactitud por qué motivo lo hice, pero fue la primera persona que me vino a la cabeza tras la constante machaca por parte de Ryan, que intentaba por todos los medios que me apoyase en alguien que consiguiera calmar los nervios que tenía a diario.

—¿Has ido al médico?

Su pregunta me sacó de mis pensamientos. Negué con la cabeza. Estaba en la recta final del embarazo, y últimamente tenía las famosas contracciones de vez en cuando, aunque eso era algo normal. Pensé en marcharme a Sicilia en los días siguientes, lo más pronto posible, para que me diese tiempo a volver antes de la fecha del parto. Necesitaba la compañía de otra de las caras conocidas que no dejaba de visitarme varias veces a la semana: Tiziano; siempre y cuando Adara no estaba conmigo, porque se encontraba terminando sus estudios.

Todavía no había conseguido entablar una conversación con ella sobre el tema, pero algún día lo haría y sabría qué narices les ocurría a aquellos dos. Al principio, ella venía todos los fines de semana para quedarse conmigo y hacerme compañía, y entre las dos forjamos una fuerte amistad, que era lo único que me hacía sonreír de vez en cuando. Era tan inocente que no podía creerme que hablar con ella me beneficiara tantísimo. Hasta que, hacía unos meses, sin más, sin pedírselo, se instaló en la casa en la que vivíamos para quedarse durante un tiempo indefinido, según sus palabras.

—¿Recogiste todas tus cosas del apartamento? —me preguntó, sacándome de mis pensamientos.

—Sí.

Mis respuestas eran realmente tristes, pero es que no me encontraba en disposición siquiera de hablar, en especial aquella mañana, tras haber pasado una noche de mil demonios. Estaba agotada, todo lo que vivía día a día me asfixiaba de manera interminable, y lo único que podía hacer era preguntarme si algún día se acabaría. En Barcelona ya no quedaba nada de mí, excepto un terreno vacío que estaba vendiendo al mejor postor, y estaba segura de que poco faltaría para ello. Tenía varios interesados en adquirir aquel trozo de tierra donde estuvo el tan conocido Diamante Rojo.

—Tienes muy poquita barriga para estar de ocho meses —añadió, cambiando de tema mientras le daba un sorbo a su café.

—El médico dice que es normal, que a algunas mujeres se les nota menos y eso —murmuré con desgana.

Era verdad. Veía a muchas embarazadas con unos prominentes vientres. Sin embargo, el mío era pequeñito y redondo. Y ahora, en la recta final, era cuando empezaba a notarse de verdad, pero no tanto como a las demás. Me habían dado más explicaciones; una de ellas, que el bebé se encontraba en la cadera y eso hacía que al principio pareciese que no estaba ni embarazada. Ahora, por lo que se veía, tenía mucho espacio en el interior, y ese era otro de los motivos por los cuales no estaba como el resto.

—No hables así, debes estar feliz. En poco tiempo serás madre y tu vida cambiará muchísimo, para mejor —me animó con delicadeza.

Reí con amargura. Si con «para mejor» se refería a estar merodeando entre la mierda de mi pasado y la desesperación que algunas veces sentía, no iba bien encaminada.

Oía su conversación de fondo mientras me contaba los planes que tenía para aquellos días, pero no la escuchaba realmente, sino que era como un murmullo que se había instalado en la lejanía de mi cabeza. No me sentí mal, aunque tenía claro que no estaba siendo la mejor de las compañías. Ella se preocupaba por mí y yo no le hacía ni el menor de los casos en aquel momento.

De repente, mis ojos se fueron a un hombre que entraba en la cafetería con aspecto chulesco, vestido de manera informal, con una chupa de cuero negra y unos vaqueros ajustados; un hombre que me resultó demasiado familiar, más de lo que deseaba. Cuando se giró, mi expresión cambió de golpe.

—¿Estás escuchándome? Micaela, ¿estás bien?

Noté su mano colocarse sobre la mía justo en el momento en el que los pasos de la persona en cuestión se aproximaban a , sin despegar sus ojos de los míos sorprendidos. Cuando llegó, Vanessa lo observó, dándole un repaso que ni en sus mejores sueños hubiese imaginado.

—¿Tienes unos minutos? —me preguntó.

Tardé en contestarle, pero lo hice cuando reaccioné:

—No —sentencié.

Me levanté de mi asiento como un vendaval, dejando una cuantiosa cantidad de dinero que cubría por dos el coste de nuestras bebidas, y miré a Vanessa antes de salir despavorida de la cafetería.

—Llámame antes de irte.

Ella asintió sin saber a qué se debía mi prisa. Pasé por al lado de Aarón dándole un fuerte golpe en el hombro mientras sujetaba mi abrigo con fuerza sobre mi vientre. Llegué a la puerta de la cafetería, maldiciéndome por la lluvia que comenzaba a caer, y me apresuré a colocarme la prenda sobre mi cuerpo. A esas alturas, no podía permitirme el lujo de coger un resfriado a lo grande.

—¡Micaela!

La voz de Aarón resonó en la calle cuando avanzaba a pasos agigantados para coger el primer taxi que se pusiese en mi camino, pero él apresó mi muñeca antes de que pudiera hacerlo. Siendo consciente de su escrutinio, me solté de su agarre.

—Tienes que escucharme —me pidió.

—No, Aarón. No tengo que escuchar nada. Ya te dejé claro lo que pasaría si volvías a interponerte en mi camino. No hagas que tenga que repetírtelo, porque no lo haré —le advertí inflexible.

—Esto te interesará.

Le lancé una mirada temeraria y después me giré para continuar con mi paso. No quería escucharlo, como tampoco saber cómo o qué hacía allí. Desde mi llegada a Londres, no había tenido ningún altercado, y mucho menos había coincidido con personas a las que ya recordaba como mi pasado.

—Puedo llevarte hasta Vadím Ivanov.

Detuve mis pies en seco. Llevaba cinco meses tratando de dar con su paradero, puesto que pensaba plantarle cara en cuanto diese a luz, pero me fue imposible, ya que había desaparecido como el humo. Giré mi rostro, despacio, y lo observé de soslayo, viendo que se colocaba a mi lado y que ponía el paraguas sobre mi cabeza, lo que ocasionó que terminásemos más juntos de lo que esperaba. Me contempló desde su posición con un brillo especial en los ojos, y después repasó mi cuerpo de pies a cabeza.

—Estás distinta —murmuró con una triste sonrisa.

—¿Por qué quieres ayudarme a asesinar a alguien? Tú no eres así. —Pronuncié mis últimas palabras con ironía, sin despegar mis ojos de los suyos.

—Ven mañana a las siete a esta dirección —me entregó un papel— y te lo contaré todo.

Siguió sin apartar sus ojos de mí, y contemplé el papel entre mis dedos con desconfianza.

—¿Y si no voy? ¿Vas a intentar meterme en la cárcel? —Sonreí con chulería.

Su respuesta tardó en llegar. Obviamente, sabía que lo tenía pillado por los huevos. Pero era cierto que Aarón nunca se rendía, y a la vista estaba.

—¿Eso es lo que quieres? —me preguntó, acercándose a mí de manera intimidatoria.

—Ahora mismo no me viene bien. No hagas que me arrepienta de no haberte pegado un tiro. —Chasqueé la lengua.

Rio, y seguí sin entender su postura después de la deslealtad que le mostré la última vez que nos vimos. Algo muy importante tendría que querer de mí cuando estaba bajándose los pantalones de esa forma.

—¿Cuento contigo?

Le lancé una mirada altanera y continué con mi paso, sabiendo que sus ojos se clavaban en mí con fijación, hasta que doblé la esquina y desaparecí entre la multitud. Unas calles después, paré un taxi que me llevó hasta la casa en la que actualmente vivíamos.

—¡Ya estás aquí! —se sorprendió Arcadiy—. ¿Cómo ha ido ese café?

Dejé el abrigo sobre el reposacabezas del sofá y me encaminé hasta la cocina, donde mi hermano se movía con soltura preparando comida, ataviado con unos simples pantalones de deporte que marcaban más de lo normal su trasero y con su pecho descubierto, únicamente tapado por el delantal. Apoyé mis manos en la pequeña barra que separaba el salón del otro espacio y suspiré. Arcadiy se giró y enarcó una ceja.

—Estás muy sexy con el delantal. ¿Es que no tienes frío? ¡Estamos en pleno diciembre!

—¿Y esa cara? —Ignoró mi comentario—. ¿No me digas que Vanessa no ha ido?

—Sí, sí ha venido. La que se ha ido he sido yo. —Tamborileé mis dedos sobre la encimera.

Se acercó con andares confiados, deshaciéndose del horripilante delantal que tapaba su musculoso pecho, y se colocó a mi lado sin quitarme los ojos de encima.

—Explícame eso —me pidió, moviendo sus dedos en mi dirección.

—Estando en la cafetería, me he encontrado con Aarón. Bueno, más bien ha sido él quien me ha buscado, para qué vamos a engañarnos.