© Virginia Galvín, 2015
De esta edición:
© Círculo de Tiza (Derecho y Revés, S.L.), 2015, Madrid
www.circulodetiza.es
© del prólogo: Héctor Abad Faciolince, 2015
© de la fotografía: Uxía Da Vila
© de las ilustraciones: Rebollo-León
Primera edición: Junio de 2015
Diseño gráfico: Miguel Sánchez Lindo
ISBN: 978-84-121034-0-3
Depósito legal: M-5516-2015
Reservados todos los derechos. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra, ni su almacenamiento, tratamiento o transmisión de ninguna manera y por ningún medio, ya sea electrónico, físico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia sin autorización previa por escrito de la editorial.
A Irene y Clara, que me hacen más y mejor
Con el afán de la vida
Este libro está hecho con las páginas arrancadas de un blog (Agujeros Negros). Y los blogs, que yo sepa, no llevan nunca prólogo. Lo mejor de ellos es que nadie los presenta ni los justifica. Están ahí y punto, altivos y serenos, humildes y distantes, por si alguien quiere leerlos o pasar de largo. Yo he frecuentado el blog de Virginia Galvín: me gusta entretenerme en su entusiasmo o su cansancio de ser madre; en sus lecturas, sus insomnios, sus cenas, sus viajes, sus palabras. Antes que prologuista de papel, fui fiel lector virtual. Tal vez a eso se deba que hoy irrumpa aquí, a celebrar que su escritura venga ahora bajo un nuevo formato.
Una de las ventajas del blog sobre el libro consiste en que es posible saber exactamente cuántos ojos se han posado en sus páginas al menos por un instante. Hasta hoy, primero de mayo del año 2015, día del trabajo, el blog de Virginia Galvín ha tenido ya 171.654 visitas. Es mucho: casi nadie vende tantos libros. Claro, hacer clic no es leer. ¿Cuántas entradas del blog habrá leído cada uno de los visitantes, cuántos párrafos o páginas? ¿O cuántos habrán llegado allí simplemente desviados durante la búsqueda de una definición para una tarea de astrofísica? Eso no se sabe.
Un prólogo es cosa de libros, no de blogs, repito. Y de libros viejos. Los prólogos me saben a siglo XIX: escritor añejo presenta a joven promesa de las letras. O el libro primerizo de una editora con larga experiencia. O el intento de versos de un amigo. Pero aquí no se trata de esto. Aquí se trata de un blog cuyas entradas se editan, se corrigen y se imprimen, se vuelven libro. ¿Por qué? ¿Qué tiene un libro que no tenga un blog y qué tiene un capítulo que no tenga un post? Ni que los blogs sufrieran de envidia del libro. Editar e imprimir las páginas de un blog ¿qué significa? ¿Subir de estatus? ¿Tener la ilusión de que se vuelve más perdurable lo efímero? No creo que tampoco sea esto.
Creo que es algo simple, y algo que se añade, un más, una adición: lo que era blog, será también impreso, y así una parte de las inteligentes ocurrencias de Virginia Galvín en Agujeros negros se traslada a vivir al barrio de Gutenberg. El título del libro es otro: La vida en cinco minutos. Un título que tiene la prisa del blog, aunque ahora trasladado a la actitud de lectura más lenta del libro. Quizá sea eso lo que gana un blog al pasar a ser libro: el libro predispone a una lectura que se paladea más despacio. El medio, por supuesto, influye en el mensaje. La vida es más silenciosa y anónima cuando uno se pasa a vivir al viejo y achacoso centro histórico donde habitan los libros. Ni siquiera te escriben insultos, halagos, comentarios. El libro está limpio; para escribir sobre él hay que buscar otro espacio. Pero lo más normal, lo que suele ocurrir en el mundo letrado de los libros es que te ninguneen, te pasen por alto, te vuelvan invisible. Si hay demasiados blogs, que los hay, también hay demasiados libros.
Pero está bien que La vida en cinco minutos se imprima. Yo me he divertido y he aprendido y he pensado leyéndolo en pantalla, antes, a pequeñas dosis ocasionales, y ahora en papel, en tres sesiones de pocas horas, sano y con fiebre, sentado y en la cama, en la ciudad y en el campo. ¿Qué le da el papel a un texto, además de cierta lentitud y detenimiento en la lectura? Aun en papel la escritura de Galvín sigue siendo muy rápida. Es un libro escrito en los minutos libres de la madrugada, o en las vertiginosas horas del insomnio, o en las pausas de ensueño de una lectura luminosa, o en la barra de un bar, o en la resaca de una historia que no fue. Eso, en el blog, tenía algo de impromptu, de improvisación de jazz. En el libro el impromptu está transcrito, repensado. Y el lector ya no está en un concierto (como en Internet), sino ante una grabación, en un sillón de la casa. Eso. Hay más concentración; el momento de leer no es casual, sino escogido. Uno llega a un blog, pero escoge los libros.
Cuando leo o hablo con Virginia Galvín siempre aprendo algo. Puedo recordar algunas de las palabras que me ha enseñado las veces que nos hemos visto en su Madrid, durante mis viajes esporádicos a la península, cada muerte de Papa. Ese es nuestro deporte, nuestro negocio: salimos a comer, a conversar, a tomar vino, y mientras ella me regala palabras, yo le sugiero libros. Me ha enseñado muchas, pero soy olvidadizo, que es otra manera de decir ingrato.
Quiero recordar una, por específica: mamporrero. El que se encarga de introducir el miembro del caballo en el agujero negro, quiero decir, en la vulva de la yegua, para esparcir allí su lluvia de estrellas. Cuando me la enseñó, tenía yo cincuenta años, cuatro yeguas, me dedicaba a las letras, y no me sabía esa palabra tan exacta, tan específica, sobre un oficio. No era una palabra propiamente erótica, no, pero algo pícaro sí que tenía al salir de la blanca sonrisa y la lengua afilada (la combinación perfecta para una boca) de una mujer como Virginia Galvín. Fue uno de esos regalos que no se pagan ni con las memorias de Stefan Zweig, El mundo de ayer.
Y sí. Nunca tendré con qué pagarle sus palabras a Virginia. Las clásicas, castizas, y los neologismos que se inventa: porculero, melasudista. A los mestizos de las viejas colonias españolas, al menos a los tímidos, siempre nos escandaliza un poco lo boquisucias que pueden ser las mujeres de España. Nos ponen a imaginar demasiado: ¿qué es lo que les suda? ¿Cómo sueltan tan fácil la palabra culo? Los de América hablamos como monaguillos; si mucho como sacristanes. Usamos un español servil, sumiso, de colonizados. Por eso voy a España a buscar palabras como quien caza, no mariposas, sino halcones, aves de altanería, y mucho mejor si oídas de la boca de alguien como Virginia.
Siempre me ha abismado la sabiduría de las mujeres frívolas. También «frívola» es una palabra de siglo XIX. Y no le hace justicia a la autora de este libro, tan siglo XXI. Ella no es veleidosa, sensual, insustancial; tiene la hondura de la desfachatez y el desparpajo de las mujeres libres de su época. No me canso de alabar esta maravilla del siglo XX, eso que vino con la píldora y la liberación femenina, al menos en Occidente. Virginia tiene la voz de las nuevas mujeres; las que nos dicen a los hombres, jódete. Tiene el desenfado y el escepticismo de conocer el mundo y de estar muy por debajo del arribismo y muy por encima del resentimiento. Y no es feminista; es algo mejor y más sencillo: plena y despejadamente femenina, sin ostentación, sin pedir perdón y sin pedir permiso.
No es solo femenina; es sutil y honda independientemente del género de quien escribe. Ejemplos de su sutileza y hondura hay muchos en las páginas que siguen; vaya este por ahora:
«…yo pensaba en la elipsis de lo inútil. En que todas las conversaciones banales, esas que uno entabla para rellenar, podrían reunirse en una enciclopedia […] para ser repartida entre los solos de la Tierra, de manera que hasta los más tímidos y sociópatas irremediables pudieran hablar con desconocidos. Y, en una fase posterior, el proyecto crecería hacia la consistencia e incluiría guiones sobre filosofía, astronomía, literatura o heráldica. De modo que con el paso del tiempo el solitario sería un espécimen codiciado por tantos acompañados que tragan calimocho verbal cuando se sientan en familia a la hora de la cena».
Sí, hay sabiduría. La sabiduría de la conversación, del viejo ésprit francés. Se siente uno en una carta de Louise Collet, pero contemporánea. «Calimocho verbal», qué expresión más precisa. En Colombia le diríamos refajo (mezcla asquerosa de cerveza y cola), a este tal calimocho. El que vive de calimocho verbal, vive a medias y es un flojo. Las palabras, bien usadas, sirven para pintarnos al individuo.
Quizá por eso Virginia Galvín es tan sensible a las palabras. Las busca, las protege, las cultiva. Oigamos lo que dice sobre ellas: «Las palabras deberían ser sagradas. Me irrita sobremanera su mal uso y agradezco como un bálsamo la lectura de párrafos donde cada término ilumina un tramo del túnel. Donde nada sobra ni falta. Ocurre pocas veces y ese día es una fiesta». Eso se nota en sus lecturas; eso se nota en su escritura.
Este libro (ese blog) está hecho de experiencias rápidas sobre las que se reflexiona sin temor, sin complejos. Viajes (en metro, en avión, en pequeños hoteles baratos, en grandes hoteles de lujo). Lecturas, ya lo dije, muchas lecturas. Y también se alimenta, sobre todo, diría yo, de vouyeurismo auditivo, una idea que ha de tener un nombre exacto que no encuentro. Galvín cita frases que oye de soslayo en un bar, en la calle, en el autobús, y se las roba reconociendo su origen. Ser escritor es tener grandes orejas; oído para esas frases maravillosas de cuando hablan su español aromático y vivaz los castellanos. Como esta de un borracho que no se quiere redimir: «Si me pides un café lo escupiré en este santo suelo». ¿Habrá mejor manera, más elegante y elíptica, de pedir un vino? Es del mismo que dijo, y Virginia lo oyó: «Una cosa es mi salud y otra mi vida». Por Dios, hay que buscar la filosofía, no en los libros, sino en las cantinas. Y esto es lo que hace la sensible Virginia, con su carita virginal de yo no soy ni fui ni seré nada más que inofensiva. Ella oye y apunta. Piensa y describe.
O se espanta también con las idioteces que podemos decir los hombres. ¿Qué tal un ex, arrecho de repente, que aparece en el móvil a media noche con ganas de recalentar una sopa revenida? Se merece esta respuesta sagaz de la bloguera merecedora de editar sus chats en un papel: «Sí, muchos cambios en mi vida, que no caben en un WhatsApp. Y a las doce de la noche no recibo. No estoy de guardia para los fantasmas del pasado. Las pasiones del presente me tienen muy entretenida, caro mío».
El ritmo de casi todo el libro es allegro ma non troppo. El tono ligero le va a los temas ligeros, y también a los más duros; si es demasiado ligero, me puedo distraer o saltar la entrada: un ejemplo en mi caso es la moda, la ropa que uno se pone. La falla, en este caso, es mía y no del libro: ya conocéis mi torpe aliño indumentario. Confieso, sin embargo, que si a la autora la viera mal vestida no la reconocería. Y sería muy triste confundirla con otra. No desprecio la moda, pero no la practico, simplemente la evito del modo menos vistoso posible.
A veces puede ocurrir lo contrario: demasiada desenvoltura cuando de algo muy serio se trata, y Galvín escurre el cuerpo —el compromiso de ir más a fondo— con una coquetería o una risa. Ahí quisiera decirle, no vayas tan rápido, dime más, no creas que con un exabrupto risueño o con una insolencia cejijunta todo se soluciona. Pero ella puede ser así, sin serlo, un poco olímpica. Se calla y se larga cuando le da la gana, por supuesto. A veces siento que me toma el pelo (sí, a mí, personalmente) y luego me doy cuenta de que no, que no es a mí: que es a todos. A veces, para encontrar el aforismo pulido, hay que desbrozar pequeños añadidos: «Los secretos de la intimidad yacen entre los subrayados de los libros». Pero no hay que escarbar para encontrar sentencias sabias en este libro, así estas se refieran a series serias o bobas de TV. Es un libro útil y sutil porque está lleno de vida vivida. Vivida y meditada; con afán, sin demasiado tiempo, pero con agudeza.
Uno quisiera que al estilo propio se le pegara tanta levedad, que no es frivolidad, sino soltura, ligereza: lo contrario de toda pesadez. Como cuando uno ve a Virginia salir de la oficina y alejarse feliz en bicicleta, rauda y sonriente. ¿Adónde, adónde? Eso solo lo sabe su pelo corto al viento (rubio: nadie es perfecto), sus uñas muy limadas, su sonrisa y su cuerpo de muchacha, su estilo de muchacha, tenga la edad que tenga esta muchacha.
Héctor Abad Faciolince