Henrik Ibsen

 

TEATRO

(1877-1890)

 

 

Incluye las obras:
Los pilares de la sociedad (1877)
Casa de muñecas (1879)
Espectros (1881)
Un enemigo del pueblo (1882)
El pato silvestre (1884)
La Casa Rosmer (1886)
La dama del mar (1888)
Hedda Gabler (1890)

 

Traducción de Cristina Gómez-Baggethun

 

019

 

 

Henrik Ibsen. Skien, 1828 - Cristianía (Oslo), 1906.

Dramaturgo noruego, considerado uno de los renovadores del teatro universal. Desde joven fue un librepensador. Eligió no vivir en el ambiente luterano y conservador de Cristianía y en 1864 inició un exilio voluntario de 27 años por Italia y Alemania, período durante el cual escribió el grueso de su obra. Regresó a Noruega a los 63 años y falleció en 1906, siendo enterrado con honores de jefe de Estado. Ibsen es reconocido en todo el mundo como el padre del drama moderno. El verdadero éxito le llegó con Casa de muñecas (1879). En su época, sus obras fueron consideradas escandalosas por una sociedad dominada por los valores victorianos, al cuestionar el modelo de familia y de sociedad dominantes. Sus obras no han perdido vigencia y es uno de los autores no contemporáneos más representados en la actualidad. El teatro de Ibsen influyó en otros autores de su tiempo como en los entonces jóvenes Strindberg y Chéjov.

 

 

 

Título original: Samfundets støtter, Et dukkehjem, Gengangere, En folkefiende, Vildanden, Rosmersholm, Fruen fra havet, Hedda Gabler

 

Agradecemos la ayuda del Centro de Estudios Ibsenianos y de NORLA para la traducción de este libro

 

© Centre of Ibsen Studies, UiO, 2017. [All rights reserved]

© De la traducción: Cristina Gómez-Baggethun

Edición en ebook: octubre de 2019

 

© Nórdica Libros, S.L.

C/ Fuerte de Navidad, 11, 1.º B

28044 Madrid (España)

www.nordicalibros.com

 

ISBN: 978-85-17651-98-5

 

Diseño de colección: Filo Estudio

Corrección ortotipográfica: Victoria Parra y Ana Patrón

Composición digital: leerendigital.com

 

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Teatro

 

 

CubiertaNórdica ha sido elegida para ser la editorial española del Proyecto Ibsen, un ambicioso plan del Ministerio de Cultura de Noruega para volver a traducir la totalidad del teatro de Ibsen por parte de los mejores expertos de cada país. El volumen que ahora presentamos es el resultado de ocho años de trabajo de la traductora y reúne las ocho obras más importantes del teatro del genio noruego. En su época, sus obras fueron consideradas escandalosas por una sociedad dominada por los valores victorianos, al cuestionar el modelo dominante de familia y de sociedad. No han perdido vigencia y es uno de los autores no contemporáneos más representados en la actualidad. Ibsen influyó en otros autores de su tiempo como en los entonces jóvenes Strindberg y Chéjov.

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Índice

 

 

Portada

Teatro

INTRODUCCIÓN

Los pilares de la sociedad (1877)

ACTO PRIMERO

ACTO SEGUNDO

ACTO TERCERO

ACTO CUARTO

Casa de muñecas (1879)

ACTO PRIMERO

ACTO SEGUNDO

ACTO TERCERO

Espectros (1881)

ACTO PRIMERO

ACTO SEGUNDO

ACTO TERCERO

Un enemigo del pueblo (1882)

ACTO PRIMERO

ACTO SEGUNDO

ACTO TERCERO

ACTO CUARTO

ACTO QUINTO

El pato silvestre (1884)

ACTO PRIMERO

ACTO SEGUNDO

ACTO TERCERO

ACTO CUARTO

ACTO QUINTO

La Casa Rosmer (1886)

ACTO PRIMERO

ACTO SEGUNDO

ACTO TERCERO

ACTO CUARTO

La dama del mar (1888)

ACTO PRIMERO

ACTO SEGUNDO

ACTO TERCERO

ACTO CUARTO

ACTO QUINTO

Hedda Gabler (1890)

ACTO PRIMERO

ACTO SEGUNDO

ACTO TERCERO

ACTO CUARTO

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Me moriré en París

de César Vallejo

 

UN PERUANO PERDIDO EN PARÍS

La carta, pese a lo muy desesperada que era la situación en aquel momento, no llegó a su destinatario. En el último momento, Juan Larrea decidió no enviarla a Vicente Huidobro, tal vez por pudor o porque pensó equivocadamente que ya no había nada que hacer. Escrita desde París el 3 de abril de 1938, en ella Larrea advertía de la delicada situación en la que se encontraba un amigo común: «No sé si sabrás que Vallejo se encuentra en gravísimo estado con una fiebre que pasa de cuarenta grados y medio y dura hace ya más de un mes. Se halla hospitalizado en una clínica sin que ninguno de los análisis a que se le ha sometido permita atribuir a enfermedad alguna determinada la causa de su dolencia. Todo se puede temer en el día de hoy aunque por mi parte no pierda las esperanzas. Figúrate en qué estado se encontrará Georgette [Vallejo]».[1]

Un peruano perdido en París. Ese era César Vallejo, solo y abandonado por todos aquellos que, en abril de 1938, habían prometido ayudarlo. El día 15 todavía sacó las fuerzas necesarias para escribirle una carta a su amigo Luis José de Orbegoso suplicando un simple gesto de apoyo. «Un terrible surmenage me tiene postrado en cama desde hace un mes, y los médicos no saben aún cuanto tiempo seguiré así. Necesito una larga curación, y encontrándome sin recursos para continuarla, he pensado en usted, don Luis José, en el gran amigo de siempre, para pedirle su ayuda en mi favor. En nombre de nuestra vieja e inalterable amistad, me permito esperar que el querido amigo de tantos años me tenderá la mano, como una nueva prueba de ese noble y generoso espíritu que le ha animado siempre y que todos conocemos».[2]

A las pocas horas, César Vallejo murió en la capital francesa, como él dijo en un poema, «con aguacero, un día del cual tengo ya el recuerdo». Desaparecía un hombre que se había apagado «dignamente», como dijo su amigo Juan Larrea. Dejaba tras de sí una de las obras poéticas más apasionadas del siglo pasado, además de una vida de compromiso, de identificación con los más desfavorecidos, con aquellos que, como él, lo habían tenido difícil para sobrevivir tanto desde un punto de vista personal como intelectual.

«Yo nací un día / que Dios estuvo enfermo». Ese día fue un 16 de marzo de 1892. César Abraham Vallejo Mendoza era el menor de los doce hijos de una familia de Santiago de Chuco (Perú) en la que se mezclaban la sangre indígena con la española. La historia de César Vallejo es la de un escritor que trató de sobrevivir pese a las adversidades, jugando una partida con la vida que pagó cara, muy cara.

El poeta había llegado a la capital francesa el 13 de julio de 1923, aunque París sería su residencia hasta febrero de 1930, tras pasar una temporada en España y la Unión Soviética. La ciudad supone un gran impacto en César, un sueño largamente acariciado y con el que espera poder tocar de una vez por todas lo más alto. Al día siguiente escribió una carta cargada de optimismo a su hermano Víctor Clemente:

París! París! ¡Oh qué grandeza! He realizado el anhelo más grande que todo hombre culto siente al mirar sobre este globo de tierra. ¡Oh qué maravilla de las maravillas!

Llegué ayer 13, a las 7 de la mañana, en el expreso de La Rochelle. Mi salud buena. He visto aún poco. La Torre de Eiffel, Cuartel de los Inválidos, el Sena, el Arco del Triunfo, los Campos Elíseos, el Palacio y el Lago de Versalles. Esto no es nada. París no tiene principios ni fin. Es para no acabar.

Hoy, 14, es la fiesta nacional de Francia. En este momento acabo de llegar del palacio de la Legación del Perú, donde he sido agasajado con un almuerzo, por invitación del Ministro Plenipotenciario doctor Mariano H. Cornejo. Qué almuerzo más lujoso! Criados de correcto frac lo han servido. Cornejo brindó por la alegría de tener aquí al poeta Vallejo. Éstas son sus palabras textuales. He saboreado el champán auténtico de Francia. Ya han de ver ustedes periódicos, ahí donde se da cuenta de todo esto.[3]

La fascinación por la ciudad empieza a traslucirse en las primeras crónicas enviadas por el corresponsal y poeta. A los pocos días de su llegada puso en el papel sus impresiones para El Norte, el diario en el que colaboraba con cierta regularidad. Eso es lo que encontramos en el artículo titulado «En Montmartre». En él podemos leer que no pasa desapercibido, encontrando apoyo en un desconocido que no duda en invitarlo a visitar Montmartre. Vallejo se presenta como «un obrero de Perú» que llega al barrio parisino «en momentos que una vulgar feria regresiva agita ahí sus guiñoles y cascabeles, diabólicamente. Una pequeña asoma a un tablado de luces, abrazada al cuello de un monstruoso mamífero de pie hendido, de cuyo lomo emergen para arriba dos absurdas extremidades, las que según como camina el animal, oscilan extrañamente en el aire, dibujando unas señas de pesadillas, ante las muchedumbres, transportadas de goce, como niños».[4]

César Vallejo era otro latinoamericano en París, como Miguel Ángel Asturias que coincidió con él en La Coupole, en Montparnasse. Muchos años después, Asturias rememoraría al poeta en aquel café, a ese hombre al que llamaban cholo Vallejo. «Era un poeta peruano que ofrecía la curiosidad de tener siempre heladas las manos. Era hombre sumamente callado, pero muy cordial. Cuando se tomaba sus primeras copas cambiaba. Aquel hombre silencioso empezaba a cantar, a contarnos cosas de su país y, de repente, salía a la calle cantando y se nos desaparecía».[5]

Su huella se empezó a hacer notar por los bulevares, por las calles de Montmartre y Montparnasse, las mismas por las que era fácil coincidir con Picasso, Breton, Miró o Éluard. Vallejo está en el ojo del huracán de la renovación / revolución que está teniendo lugar en el mundo del arte. Es el fruto de la semilla que había plantado poco antes Arthur Rimbaud. El poeta sigue esos pasos y se encuentra con el hombre moderno, un espejo en el que le gusta verse reflejado porque se siente identificado con los nuevos tiempos, los de las máquinas y la velocidad.

Mas la disciplina de la velocidad existe, heredada o aprendida. Ella consiste en la posesión de una facultad de perspicacia máxima para la recepción, o mejor dicho, para traducir en conciencia, los fenómenos de la naturaleza y de reino subconsciente, en el menor tiempo posible; emocionarse a la mayor brevedad y darse cuenta instantáneamente del sentido verdadero y universal de los hechos y de las cosas. Hay hombres que se asombran de la actividad de otros. Hay escritores europeos —por ejemplo— que en el transcurso de un solo día han leído un bello libro, han saboreado una gran audición musical, han peleado y se han reconciliado tres veces con sus mujeres, han pasado una hora conversando con un hostilano, han escrito dos capítulos de un libro, se han cambiado cuatro veces de traje para diversos actos, han tenido una larga mirada sobre Dios y sobre el misterio…[6]

Vallejo incluso visitó las galerías en las que Picasso estaba marcando su territorio como principal voz del arte moderno. Gracias al escultor Joseph Decrefft, el poeta tuvo la oportunidad de conocer al pintor, por aquel entonces ya convertido en un burgués rico que se había casado con una bailarina rusa. «Cuando le vi, llevaba hongo y su cara, un poco cínica y otro poco apretada en pascalianas fricciones de domador de circo, pulcramente rasurada, me hizo doler el corazón. ¿Por qué? ¿Por su estriado gesto de saltimbanqui trágico? ¿Por sus pómulos de héroe, que han tenido que ver de costado el sueño de sus vastas retinas? Al descubrirse, apareció el ala de cabello, como pegada a la frente. Se alejó de nosotros la pareja, el pintor y la bailarina, sonriendo, haciendo cortesía, medianas ambas tallas, acaso pequeñas, ella de azul y adarme al ristre y él muy de prisa, con su andar de negociante en leña, que olvidó su cartera en el telégrafo».[7]

El poeta buscará también su voz en la política. En 1928 abandonará por un tiempo París para conocer en primera persona Rusia, adhiriéndose sin dudarlo al marxismo. Cree que allí encontrará la solución a sus problemas. Unos pocos meses antes de emprender el viaje, cansado de la imagen de pobre peruano al que hay que socorrer, escribió una carta a Pablo Abril de Vivero donde le expone que «la verdad es que yo no debo merecer el más mínimo socorro, en concepto de los peruanos. El más desgraciado y oscuro de los vagabundos peruanos consigue pasaje y pasaje en dinero. Las recomendaciones se cruzan en el aire y llueven en pasajes, pensiones, asignaciones, premios, regalos, etcétera. Solo este pobre indígena se queda al margen del festín. Es formidable. Y se diría que hasta el azahar ayuda a mi desgracia: un yerro curialicio en el misterio, me privan hasta ahora de una cosa tan modesta e insignificante que los otros obtienen al vuelo. Si nos atuviéramos a la tesis marxista […], la lucha de clases en el Perú debe andar, a estas alturas, muy grávida de recompensa para los que, como yo, viven siempre debajo de la mesa del banquete burgués».[8] De toda esa experiencia surgirán un puñado de artículos y el libro Rusia en 1931. Reflexiones al pie del Kremlin.

La esperanza no la encontró en Rusia pese a los varios viajes y las muchas páginas dedicadas a aquella experiencia. A su regreso, tras una fallida breve temporada en España tratando de hacerse con algún respaldo editorial importante y que nunca llegó, Vallejo volvió a París, aunque el permiso para quedarse no lo obtendría hasta 1932. Mejor seguir en esa ciudad, pese a las deudas y los problemas que se hacían cada vez mayores. «Estoy muy contrariado por esta vida de París, que me persigue desde hace tantos años, sin dejarme trabajar ni hacer nada en serio», apuntó en una carta de marzo de 1930.[9] El único respaldo firme lo encontró en una costurera y escritora parisina llamada Georgette Philippart: «Nos tratamos tres meses y un día desapareció. Mi madre cae enferma, se muere y ese día regresa Vallejo a la calle Molière. Me vino a presentar las condolencias y me dijo, así como si me dijera: “Por favor, alcánceme los fósforos”, que debíamos vivir juntos. Y yo no dije ni sí ni no, siguió la conversación, pero ni por un momento pensé en decir que no. Sin estar enamorada, hacía tiempo que sentía que tendría que ser así: era la predestinación».[10]

El mito de Vallejo se iba alimentando. Pablo Neruda lo conoció en París y vio en él al «gran cholo; poeta de poesía arrugada, difícil al tacto como piel selvática, pero poesía grandiosa, de dimensiones sobrehumanas». Fue en otro café, en La Rotonde, donde Vallejo demostraría ser de una raza «con virreinato y cortesía» mientras que Neruda hizo gala de una «educación antiliteraria» que lo «impulsaba a ser maleducado». El chileno diría de su homólogo peruano que «tenía un hermoso rostro incaico entristecido por cierta indudable majestad». En el fondo a Vallejo lo que le gustaba, según Neruda, es que «le hablaran así de sus rasgos aborígenes».[11]

Viviendo y sobreviviendo en diferentes hoteles, César y Georgette hicieron de París su refugio, aunque lo abandonarían momentáneamente cuando decidieron ir a España para saber en primera persona lo que estaba siendo la guerra que estalló en 1936. Era el escenario perfecto para una lucha social, para que se impusieran las ideas que había visto en Rusia. Eso le hace escribir que:

Por primera vez, la razón de una guerra cesa de ser una razón de Estado, para ser la expresión directa e inmediata, del interés del pueblo y de su instinto histórico, manifestados al aire libre y como a boca de jarro. Por primera vez se hace una guerra por voluntad espontánea del pueblo y, por primera vez, en fin es el pueblo mismo, son los transeúntes y no ya los soldados, quienes, sin coerción del Estado, sin capitanes, sin espíritu ni organización militares, sin armas ni kepis, corren al encuentro del enemigo y mueren por una causa clara, definida, despojada de nieblas oficiales más o menos inconfesables.[12]

Vallejo participó, junto con Vicente Huidobro y Pablo Neruda, en el II Congreso Internacional de Intelectuales para la Defensa de la Cultura, celebrado en Valencia en 1937. Allí constató las diferencias entre los intelectuales, la lucha de egos y las discusiones por razones completamente alejadas de los motivos reales de aquel encuentro. Le deprimió la cobardía de muchos que ni pensaron en visitar el frente porque creían que las balas enemigas se veían mejor desde los ventanales de los hoteles. En su libreta de apuntes dejó constancia de cuanto lo separaba de los demás intelectuales, anotando en esos días que «todos esconden un revólver contra mí».[13]

El poeta, cansado y derrotado, casi ya herido de muerte, se perdió en París para siempre. César Vallejo murió a las 9.20 de la mañana del 15 de abril de 1938.. Ese día llovía en París. Unos días antes, con Vallejo agonizando en la clínica del Boulevard Arago, Georgette le preguntó al doctor Lemière qué enfermedad estaba consumiendo a su marido. «Veo que este hombre se muere, pero no sé de qué», le contestó.

Víctor Fernández,

Barcelona, 2019

[1] La carta se reproduce en Vicente Huidobro, Epistolario. Correspondencia con Gerardo Diego, Juan Larrea y Guillermo de Torre 1918-1947, edición de Gabriele Morelli con la colaboración de Carlos García, Madrid: Publicaciones de la Residencia de Estudiantes, 2008, pág. 248.

[2] César Vallejo, Correspondencia completa, edición de Jesús Cabel, Valencia: Pre-Textos, 2011, pág. 348.

[3] Ídem., pág. 113.

[4] «Desde Europa. En Montmartre», París, julio de 1923. El texto apareció en El Norte, Trujillo, 1 de febrero de 1923.

[5] Luis López Álvarez, Conversaciones con Miguel Ángel Asturias, San José: Editorial Educa, 1976, pág. 79.

[6] «El hombre moderno», París, noviembre de 1925. El texto apareció en El Norte, Trujillo, 13 de diciembre de 1925.

[7] «Picasso o la cucaña del héroe», París, abril de 1927. El texto apareció en Variedades, n.° 1.003, 21 de mayo de 1927.

[8] César Vallejo, Correspondencia completa, págs. 241-242.

[9] Ídem., pág. 295.

[10] Ernesto González Bermejo, «Georgette Vallejo: “Como una estela de tu muerte"», Triunfo, n.º 691, 24 de abril de 1976, pág. 48.

[11] Pablo Neruda, Confieso que he vivido, Santiago de Chile, Seix Barral, 2017, pág. 87.

[12] César Vallejo, Enunciados de la guerra española, Buenos Aires: Rodolfo Alonso Editor, 1975, pág. 29.

[13] César Vallejo, Ser poeta hasta el punto de dejar de serlo. Pensamientos, apuntes, esbozos, edición de Carlos Fernández y Valentino Gianuzzi, Valencia: Pre-Textos, 2018, pág. 160.

INTRODUCCIÓN

Si algo llama la atención de aquel que se acerca a la recepción de la obra de Ibsen es la gran variedad de interpretaciones a la que han dado lugar sus textos. Desde que el noruego irrumpió en el panorama teatral occidental alrededor de 1890, capitaneando aquello que se vino a llamar el momento escandinavo de la literatura europea, sus obras se han leído y llevado a escena de los modos más diversos. Su Espectros (1881), por ejemplo, fue enarbolada por el movimiento de renovación del teatro europeo que se propuso acabar con la hipocresía y la doble moral de la cultura burguesa del siglo xix. La obra fue estrenada por los teatros más experimentales de finales de aquel siglo. La Freie Bühne de Berlín, el Théâtre Libre de París, el Independent Theatre de Londres y el Stanislavski en Moscú produjeron montajes que generaron gran escándalo, pusieron en marcha los aparatos de censura estatal y transformaron el teatro por medio de puestas en escena que buscaban la verdad sobre el escenario y huían de los convencionalismos declamatorios del teatro comercial de la época. En Italia, en cambio, donde Espectros fue el mayor éxito comercial de Ibsen de la última década del siglo xix y primera del xx, la obra no despertó escándalo alguno, ya que el gran actor Ermete Zacconi, que disfrutó de una suerte de monopolio tácito sobre la obra, la leyó como una advertencia sobre las letales consecuencias de la vida bohemia y artística. La lectura moralista de Zacconi tuvo varios seguidores en nuestro país, entre los que destacó el primer actor José Tallaví, que durante más de una década se retorció sobre los escenarios de toda la península, reproduciendo los síntomas de la locura provocada por la sífilis, una enfermedad cuyos efectos había estudiado en los hospitales. No obstante, también en España se dieron lecturas emancipadoras de la obra, como, por ejemplo, el histórico montaje de Espectros del director catalán Adrià Gual con su Teatre Íntim (1900), con frecuencia considerado el pionero del teatro moderno en España.

Algo parecido ha ocurrido con Un enemigo del pueblo (1882). En el Reino Unido, por ejemplo, despertó el entusiasmo de los socialistas de la Fabian Society, de la que formaban parte el dramaturgo George Bernard Shaw, uno de los grandes adalides tempranos de Ibsen, y también la primera traductora de la obra al inglés, Eleanor Marx Aveling, hija del filósofo. En París y en Bruselas, en cambio, donde Aurélien Lugné-Poe estrenó la obra con su Théâtre de L’Œuvre, generó tumultos de raigambre anarquista y detenciones a la salida de los estrenos. Pocas décadas más tarde, sin embargo, Un enemigo del pueblo resurgió con fuerza en el Tercer Reich, donde los nazis la emplearon como propaganda contra la cultura democrática de la República de Weimar. Lo cual no impidió que un par de décadas más tarde, en el contexto de la Guerra Fría, Arthur Miller la adaptara para denunciar la caza de brujas que capitaneó el reaccionario Joseph McCarthy en Estados Unidos, y en la actualidad, ha regresado con fuerza a los escenarios norteamericanos ante la crisis de derechos democráticos que sufre el país. En España, igualmente, Un enemigo del pueblo ha sido objeto de pasiones encontradas. Fue una obra muy popular en el movimiento obrero anarquista de finales del siglo xix y Joan Montseny, el padre de Federica, no dudó en afirmar desde las páginas de su influyente Revista Blanca que Ibsen era «el tipo humano que artística y fisiológicamente más se acerca a la perfección». Fueron, sin embargo, dos jóvenes republicanos, Carles Costa y Josep Maria Jordà, quienes tomaron la iniciativa de traducir y llevar Un enemigo del pueblo a escena por primera vez en nuestro país (Barcelona, 1893). Con ello convirtieron a Ibsen en el «ídolo de cierta juventud», como denominó el crítico Joan Maragall a los modernistas catalanes que lucharon por revolucionar el teatro y, por medio de él, la sociedad en la que vivían. Tampoco faltó un interés socialista por la obra que cristalizó, por ejemplo, cuando Cipriano Rivas Cherif consiguió estrenarla con un grupo no profesional en el mismísimo Español en 1920, con ocasión del congreso anual de la UGT. En 1971, Fernando Fernán Gómez agitó con ella contra el franquismo y, en su denuncia de la ignorancia en la que el régimen había mantenido al pueblo, obtuvo uno de los mayores éxitos de crítica y público que la obra haya tenido en nuestro país, especialmente entre la juventud. Aunque no han faltado visiones de signo contrario, como la de uno de los últimos traductores de Un enemigo del pueblo al castellano, Juan Antonio Garrido Ardila, que ha ofrecido una lectura del texto profundamente enraizada en la filosofía aristocrática y elitista de José Ortega y Gasset. Más recientemente, en 2007, Juan Mayorga y Gerardo Vera la montaron poniendo el foco sobre la degeneración de los medios de comunicación y su connivencia con los poderes fácticos, y dieron lugar a un resurgir del interés por la obra que se ha traducido en numerosos montajes en los últimos años, como el de Àlex Rigola (2018).

En España, Los pilares de la sociedad (1877) ha sido representada en contadas ocasiones y solo por grupos próximos al anarquismo (1902, 1938), mientras que en Alemania fue una de las obras más populares de Ibsen en el circuito comercial. Ante el estreno de El pato silvestre (1884) en París en 1891, un indignado crítico declaró que jamás entendería lo que simbolizaba aquel pato, y sin embargo en nuestro país la obra fue versionada por un autor tan insigne como Antonio Buero Vallejo y llevada a escena por José Luis Alonso en 1982.

Especialmente controvertidas han sido siempre Casa de muñecas (1879), La dama del mar (1888), La Casa Rosmer (1886) y Hedda Gabler (1890), las obras con las que Ibsen nos regaló los grandes personajes femeninos de Nora, Ellida Wangel, Rebekka West y Hedda Gabler, que han dado voz a las inquietudes de incontables mujeres por todo el mundo. Se ha dicho con frecuencia que el portazo con el que Nora abandona a su marido en Casa de muñecas constituyó el pistoletazo de salida del movimiento feminista moderno. No cabe duda de que, a lo largo de los últimos ciento cincuenta años, numerosísimas directoras y actrices han empuñado las obras de Ibsen en su lucha por la conquista del espacio público. A la segunda ola del feminismo se ha atribuido también el resurgir global que tuvieron estas obras en las décadas de los sesenta y setenta del siglo xx. En España montaron, versionaron o protagonizaron estas piezas grandes mujeres del teatro como Carlota de Mena, que fue la primera Nora de nuestro país (Barcelona, 1893), Carmen Cobeña (1902, 1908), Margarita Xirgu (1915, 1924), María Lejárraga y Catalina Bárcena (1917-1929), Irene López Heredia (1928, 1943) o Lola Membrives (1928-1929). Durante la fase final del franquismo y la transición hacia la democracia, estas obras despertaron el interés de mujeres tan destacadas como la directora Josefina Molina, la autora Ana Diosdado o la actriz Amparo Baró; y más recientemente, Ángela Molina y Cayetana Guillén Cuervo, entre otras, han interpretado a las heroínas ibsenianas. Sin embargo, y en paralelo, han corrido ríos de tinta argumentando que el feminismo nunca fue un tema en las obras de Ibsen, como afirma tajantemente uno de sus más destacados biógrafos, Michael Meyer.

En suma, parece que lo único que está claro con Ibsen es que nada está excesivamente claro, o al menos que lo que unos ven en sus textos es distinto, y con frecuencia contrario, a lo que ven otros. Y en eso consiste probablemente el secreto de Ibsen, en el hecho de que sus obras no contienen mensajes ni tesis, en que no dan lecciones, sino más bien cuestionan, problematizan, inquietan, hurgan y rebuscan. Ibsen jamás se sometió a una ideología, a consideraciones éticas o morales, ni siquiera a modelos estéticos. Y lo paradójico es que quizá en el preciso momento en que el arte se muestra más libre, menos sumiso y considerado, es cuando se torna más profundamente político.

A esta concepción del arte y de la obra ibseniana es a la que responden las ocho nuevas traducciones que ahora ofrecemos a los lectores hispanoparlantes. Estas versiones tratan de hacer justicia a la riqueza y ambigüedad de los textos ibsenianos. En todo momento ha sido mi voluntad no resolver paradojas ni arreglar entuertos. Más bien al contrario, he procurado sumergirme en las dificultades de los textos noruegos y he tratado de reflejarlas en su versión castellana. La literalidad ha sido el principio rector de mi labor y esta ha sido propiciada por el hecho de que he traducido estas obras directamente desde los originales en noruego, mi segunda lengua materna. A excepción de las cuatro traducciones de Alianza, esta es la primera vez que se ofrece en España a Ibsen traducido sin pasar por otras lenguas.

La cadena de transmisión a través de las traducciones principalmente francesas, pero también inglesas y alemanas, hace que necesariamente se pierdan matices. Una de las características de las obras ibsenianas que no habían sobrevivido a la línea de transmisión es el cuidado con el que Ibsen dotó a sus personajes de un modo de hablar único y singular. Cada uno de ellos tiene sus propios giros, vocabulario y expresiones con las que el noruego va trazando detalladamente su carácter, su gusto y hasta sus orígenes sociales. Uno de mis objetivos al traducir estas obras ha sido proporcionar a los personajes en castellano esa voz propia, que a menudo contiene claves de interpretación de las obras. En Casa de muñecas, por ejemplo, Nora emplea constantemente la palabra maravilloso y el reiterado uso del término va dotando de significado a su famosa réplica final: cuando su esposo Helmer le pregunta qué tendría que ocurrir para que pudieran volver a estar juntos, Nora explica que tendría que ocurrir «lo más maravilloso», esto es, que tendrían que convertirse en un auténtico matrimonio. Y a mi juicio, esta misteriosa afirmación se torna inteligible precisamente a través del uso de la expresión que hace Nora a lo largo de la obra. Menos trascendentes, pero igualmente significativos son, por ejemplo, los constantes suspiros del zascandil y eterno estudiante Tønnesen en Los pilares de la sociedad, que se pasa toda la obra exclamando «buf», como exhausto de su vida de diletante, hasta que la resuelta Lona Hessel le pide cuentas sobre el asunto. Característicos son también la expresión favorita del periodista Billing en Un enemigo del pueblo, «que me parta un rayo», que proporciona un marcado sesgo cómico al personaje, los constantes «hum» del viejo Ekdal en Un pato silvestre y el sempiterno «eh» de Jørgen Tesman del que se ríe su esposa, Hedda Gabler.

También he tratado de reproducir las diferencias de clase que subyacen al habla de los personajes ibsenianos. Emblemáticos en este sentido son el carpintero Engstrand y su hija, Regine, en Espectros, cuyas dificultades para manejar el ampuloso lenguaje de la burguesía de la época revelan su origen humilde. El habla es también la única pista que nos proporciona Ibsen para intuir los orígenes del adinerado Morten Kiil en Un enemigo del pueblo. Pero el mayor desafío lingüístico lo supone sin duda el lenguaje de la talentuda Gina de Un pato silvestre, a mi juicio una de las heroínas de Ibsen más groseramente infravaloradas por la crítica. No cabe duda de que el habla de Gina y la irritación que produce en su marido, Hjalmar, de ascendencia más privilegiada, cumple una función cómica en la obra, pero, al mismo tiempo, Gina y la señora Sørby constituyen un contrapunto de cordura y sensatez frente a los desvaríos de los personajes masculinos de la obra, a pesar de lo cual no logran evitar la tragedia con la que cierra el texto.

Otro de los rasgos de las obras que me he esforzado por preservar y que raramente ha aparecido en traducciones anteriores es el frecuente uso de tacos y maldiciones por parte de algunos de los personajes, que contribuye también a perfilar su carácter. El caso más paradigmático en este sentido es el del protagonista de Un enemigo del pueblo: el doctor Stockmann es, con diferencia, el personaje más malhablado de toda la obra de Ibsen. Y su creciente uso de maldiciones a lo largo del texto va dibujando el monumental cabreo que este apasionado personaje va acumulando en los últimos actos de la obra, moderando quizá las habituales lecturas épicas de un texto que Ibsen consideró seriamente subtitular «comedia». Pero también juran y perjuran otros muchos personajes de estas obras, incluidos varios beatos y el moderado impresor Aslaksen de Un enemigo del pueblo. Y los irrefrenables deseos de maldecir de Nora en Casa de muñecas nos hablan elocuentemente de su búsqueda de emancipación.

Otro rasgo particular de las obras de Ibsen es el hecho de que, desde un principio, fueron prolijamente leídas, además de representadas. Prueba de que el noruego las destinaba también a la lectura son las detalladas descripciones físicas de los personajes y los espacios, difícilmente reproducibles sobre la escena, al igual que los momentos en que, en las acotaciones, oculta la identidad de un personaje en su salida al escenario, para mantener la emoción. Míticas son las colas que se formaban en el puerto de Oslo, a la espera del barco que traía de Copenhague la última obra de Ibsen, que él procuraba siempre publicar antes de que fuera estrenada. Esta práctica le aseguraba los ingresos de las ventas de los libros, pero también le concedía cierta ventaja en la carrera entre las editoriales de media Europa por ser las primeras en traducirla, que obtenía proporcionando por adelantado el texto a sus traductores de confianza. Ahora bien, si la literalidad ha sido mi regla y estas traducciones están dirigidas a su lectura, he procurado no olvidar que el destino natural del texto dramático es su representación escénica Por eso he puesto especial atención al ritmo, la cadencia y la fonética, a los elementos auditivos que permitirán que más tarde sean pronunciadas sobre escenarios por actores de carne y hueso.

Quisiera también señalar que en estas traducciones no he pretendido en ningún momento reproducir el castellano de la segunda mitad del siglo xix. Aparte de lo vano que considero semejante intento de llevar a cabo una especie de arqueología lingüística, dado que siglo y medio de distancia me parece insuperable para la apropiación del tipo de matices en el habla de los que hace gala el noruego, la considerable cantidad de traducciones casi coetáneas al propio Ibsen me parece suficiente para la apreciación del lenguaje de la época. Mi interés ha residido, en cambio, en emplear un registro contemporáneo en el que mi propia sensibilidad respecto del habla de mi tiempo me permita embarcarme en el tipo de empresas que vengo describiendo a lo largo de esta introducción. Por eso confío en que estas traducciones, además de ser leídas, puedan constituir una útil herramienta para aquellos que deseen montar los textos.

Si he tenido algún éxito en estos propósitos, ha sido sin duda también gracias a una serie de circunstancias propiciatorias. En primer lugar me ha sido de gran utilidad contar con la todavía reciente edición de las obras completas de Ibsen en noruego, Henrik Ibsens skrifter (2005-2010). El minucioso aparato de notas y comentarios de esta edición, que contienen explicaciones acerca de temas tan variados como las costumbres de vestimenta de la época de Ibsen, los términos ya en desuso o las influencias de otros autores, constituye una herramienta privilegiada para cualquier traductor. Esta es la edición que he empleado como fuente.

En segundo lugar, estas traducciones son el resultado de una experiencia de colaboración entre traductores que, hasta donde yo sé, es única. Mi trabajo ha sido realizado en el contexto del proyecto Ibsen in Translation impulsado por el Centro de Estudios Ibsenianos de la Universidad de Oslo a iniciativa de la veterana traductora Ellinor Kolstad. En este proyecto hemos tenido el privilegio de participar ocho traductores del noruego a ocho lenguas distintas, a saber, el hindi, el árabe, el egipcio, el japonés, el ruso, el chino, el iraní y el castellano. Aunque cada uno ha sido soberano de sus propias traducciones, hemos tenido la oportunidad de celebrar una reunión con ocasión de la traducción de cada una de las obras. Durante dos días, y bajo el amparo del director del centro, Frode Helland, hemos revisado línea por línea cada obra y debatido detenidamente los problemas de la traducción. Durante el proceso descubrimos con cierta sorpresa que, a pesar de la enorme diversidad de las lenguas de destino, el debate era siempre nutritivo y que, en última instancia, el problema fundamental al que se enfrenta un traductor es la interpretación del texto de partida. La diversidad de puntos de vista que surgían en aquellas reuniones ha contribuido sin duda a la riqueza de la lectura de los textos que sustenta estas traducciones al castellano.

El tercer elemento que ha impulsado la riqueza de estas versiones ha sido el de contar con el apoyo de un «panel de expertos» que las ha revisado. En mi caso he tenido el privilegio de recibir consejos de cuatro expertos distintos. En primer lugar el dramaturgo y director de escena Ignacio García May, que ha estado vinculado al proyecto desde el primer día y ha revisado la integridad de los textos que aquí se ofrecen. García May ha demostrado siempre un singular aprecio por la obra ibseniana, que se ha reflejado en artículos y ponencias, y también en varias escenificaciones basadas en los textos del noruego (Par, 1995; Ibsen tras el cristal, 2011). Su experiencia con las tablas ha aportado a estas traducciones, entre tantas otras cosas, el cuidado del ritmo y de la fonética, la huida de las aliteraciones no deseadas y el respeto a la difícil labor de los actores que luego se verán en la tesitura de pronunciar las frases aquí esculpidas, por no mencionar el hecho de que me ha ayudado a adquirir una mayor comprensión de la naturaleza del texto teatral frente a otros tipos de textos. Los consejos de Kirsti Baggethun, la más prolífica traductora de literatura noruega en nuestro país, han sido también fundamentales. Su larga experiencia en la resolución de los problemas que plantea la traducción del noruego al castellano ha contribuido en gran medida a enriquecer las presentes traducciones, también gracias a su propia labor con la traducción de Ibsen (Casa de muñecas, 1983). Crucial ha sido también el saber de un historiador del teatro tan versado como Javier Huerta Calvo, que ha sabido encauzar el diálogo entablado por estas traducciones con el resto del teatro publicado en nuestro país, moderando ciertos excesos, a la par que propiciando otras radicalidades. Finalmente he de agradecer los consejos de otro entusiasta ibseniano, Alberto Castrillo, que dirigió en 2004 una versión de Peer Gynt titulada Un tal Pedro.

Un último aspecto de la obra ibseniana que quisiera destacar en esta introducción, y que esta edición permitirá apreciar, es su carácter marcadamente orgánico. Con la publicación de Los pilares de la sociedad en 1877, Ibsen abandonó definitivamente el verso y las temáticas históricas, e inició un proceso creativo que culminó en 1899, en el ultimísimo año del siglo, con la publicación de Cuando despertamos los muertos, que sería su última obra. Las ocho primeras obras de este periodo son las que publicamos en este volumen en riguroso orden cronológico, las cuatro últimas aparecerán próximamente. Durante algo más de dos décadas, Ibsen fue publicando las obras con las que se ganó un puesto en el canon de la literatura occidental, a razón de una pieza cada dos años aproximadamente. Se trata de una producción muy moderada en comparación, por ejemplo, con la de muchos dramaturgos españoles de la misma época, y el reducido ritmo de sus publicaciones me parece elocuente indicador del esmero con el que Ibsen se consagró a cada una de sus obras. Se ha señalado con frecuencia que estas obras mantienen un diálogo entre ellas. Con ocasión de la publicación de Espectros, por ejemplo, el noruego declaró que después de Nora tenía que venir la señora Alving. Si en Casa de muñecas se explora la decisión de una mujer de abandonar a un esposo a quien ya no quiere, en Espectros nos encontramos con una familia en la que la esposa, en parecidas circunstancias, no fue capaz de dar el mismo paso. En Un enemigo del pueblo, muchos han leído el desquite de Ibsen con el escándalo y las críticas despertadas por las dos obras anteriores. De lo que no cabe duda es de que la creación de Ibsen giró durante toda su vida en torno a una serie de temas que fue elaborando y explorando desde distintos puntos de vista en sus sucesivas obras. Con su enorme dominio de la lengua, Ibsen fue construyendo un universo en el que los conceptos van evolucionado. En ese sentido, ha sido especialmente provechoso para mí haberme enfrentado, a lo largo de más de una década, a un número tan considerable de sus obras. Y, en la medida de mis posibilidades, he tratado de acompañar a Ibsen en su evolución creadora.

Con estas versiones, vengo a unirme a una larga y honorable tradición de traductores que, a lo largo de los últimos ciento treinta años, nos han brindado la oportunidad de acercarnos a estos textos en España. Aunque esta breve introducción no permite rendir a todos ellos el tributo que se merecen, no quisiera dejar de nombrar al menos a algunos de ellos. Fue Lázaro Galdiano quien primero se lanzó a la publicación de Ibsen en España: entre 1893 y 1894 salieron las traducciones de Casa de muñecas, Espectros, La dama del mar y Un enemigo del pueblo realizadas a través del francés por José Caso Blanco. Desde entonces ha habido numerosos proyectos destinados directamente a la publicación y otros estrechamente ligados a puestas en escena, como las traducciones de Ricardo Baeza (1919) o Gregorio Martínez Sierra / María Lejárraga (1917). Las lenguas a las que se ha vertido a Ibsen en nuestro país han sido prácticamente todas. Los primeros en traducir a Ibsen al catalán fueron Pompeu Fabra y Joaquim Casas-Carbó, con su Espectres de 1893. Pero fueron muchos los que contribuyeron a la difusión temprana de Ibsen en esta lengua, entre ellos cabría destacar a Josep Maria Jordà, Felip Cortiella y Emili Tintorer. A partir de los años ochenta se produjo una nueva oleada de traducciones al catalán, entre las que se podrían mencionar las de Feliu Formosa, las de Jem Cabanes y las de Anne-Lise Cloetta, probablemente la única que ha traducido a Ibsen al catalán directamente desde el noruego. Especial mención merece también la primera versión de Ibsen en euskera, debida al grupo de teatro aficionado Jarrai y a su director, Iñaki Beobide, que tuvieron que esperar dos años hasta que la censura franquista se decidió a autorizar su versión de Casa de muñecas, que por fin consiguieron estrenar en su propia lengua en 1965, en única sesión de cámara. En los últimos años han aparecido también algunas traducciones al gallego, por ejemplo la de Casa de bonecas de Liliana Valado y Marta Dählgren. Y hay que mencionar la singular versión en bable de Peer Gynt, debida a Luis Salas Riaño.

Sin embargo, los proyectos de traducción de Ibsen de mayor envergadura, en cuanto al número de obras, en nuestro país han sido todos en lengua castellana. Entre 1914 y 1926, la editorial Sucesores de Hernando publicó trece traducciones de Ibsen debidas a José Pérez Bances, que quizá sean las más cercanas al original de las que disponíamos hasta ahora, puesto que Bances trabajó desde versiones en alemán, una lengua mucho más cercana al noruego que el inglés y, especialmente, que el francés. Casi en paralelo, entre 1916 y 1922, la editorial Antonio López publicó las obras completas de Ibsen en versiones de Pedro Pellicena, un traductor que declaró haber usado diversas fuentes para su trabajo, aunque su influencia más tangible sean las traducciones francesas del conde Prozor. En pleno franquismo, José Aguilar acometió la tarea de publicar de nuevo a Ibsen. Aunque la censura le prohibió Espectros y Cuando despertamos los muertos, en 1945 consiguió que vieran la luz las traducciones atribuidas a Else Wasteson de Una casa de muñecas, Un enemigo del pueblo y El pato salvaje, en un pequeño volumen que hoy hace las delicias de muchos coleccionistas del libro que, aquejados de cierta desmemoria histórica, ignoran el hecho de que el volumen refleja la terrible escasez (de papel) de la dura posguerra. Tras un considerable tira y afloja con la censura, Aguilar logró por fin publicar las obras completas de Ibsen en 1952, donde las traducciones de M. Winaerts y Germán Gómez de la Mata se unieron a las de Wasteson. Aunque las versiones de Aguilar deban mucho a las de Pellicena y se publicaran con las ineludibles omisiones impuestas por la autocensura, hay que reconocerles el mérito de haber puesto a Ibsen de nuevo sobre el tapete durante la dictadura, y de haberlo mantenido allí a través de frecuentes reediciones hasta finales de los años setenta. Desde entonces no había vuelto a acometerse un proyecto de traducción de semejante envergadura, por lo cual parece sobradamente pertinente ofrecer ahora estas nuevas versiones en castellano. Y dicho esto, lo mejor es ceder la palabra a las obras. Les deseo una placentera y provechosa lectura.

Cristina Gómez-Baggethun

Oslo, septiembre de 2019

LOS PILARES DE LA SOCIEDAD

Drama en cuatro actos

1877

Traducción revisada por Ignacio García May,

Javier Huerta Calvo y Kirsti Baggethun