Título original: Becoming a Writer

 

© Jeremy P. Tarcher a member of Penguin Group (USA) LLC.

Penguin Random House Company

 

De esta es edición:

© Círculo de Tiza (Derecho y Revés, S.L.), 2015 Madrid

www.circulodetiza.es

 

© del prólogo: Marta Sanz, 2015

© del prólogo de Malcom Bradbury, 1996

© del prólogo de John Braine: Pat Braine, 1983

© del prólogo de John Gardner, 1981

© de la traducción: Eva Cruz, 2015

© de la fotografía: Corbis

 

Primera edición: Marzo 2015

 

Diseño gráfico: Miguel Sánchez Lindo

ISBN: 978-84–120532-8-9

Depósito legal: M-36063-2014

 

 

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia sin permiso previo del editor

 

Un manual vintage para escritores
Marta Sanz

Cuando Dorothea Brande publica Para ser escritor aún no se habían inventado los ordenadores personales ni la telefonía móvil. Tampoco se había vivido el trauma de la Segunda Guerra Mundial, aunque la cosa no dejaba de estar caliente. En la época en que Mrs. Brande escribe su texto —¿un tratado?, ¿un manual?— aún no se habían comercializado los bolígrafos —la patente de Biro es de 1938— y, salvo honrosas excepciones, los escritores no andábamos especialmente emperrados en descoyuntar los géneros como las reses antes de exhibirse sobre el mostrador de la carnicería. En 1934 fumar no era tan malo. No del todo. Aún no existían las bombillas de bajo consumo ni se había purificado y comercializado la penicilina. Ni el LSD. Tampoco se habían desarrollado estudios sobre los efectos en la creatividad derivados del consumo de ácido: de haber sido así, Dorothea Brande lo habría apuntado en su cuaderno con un lápiz de mina de dureza mediana —para fijar sin emborronar— y lo habría tenido en consideración.

Subrayo estos datos porque, al leer Para ser escritor, experimento sensaciones contradictorias que posiblemente nacen de la mala costumbre de obviar los contextos históricos, de la desubicación temporal y de la prepotencia que nos da el paso del tiempo. La evolución. Lo que hemos aprendido o desaprendido —como dicen ahora los anuncios de detergente—. Porque el libro de Dorothea Brande trabaja con ideas ante las que hoy podemos reaccionar con escepticismo y, a la vez, nos ofrece enseñanzas que sobresalen por su modernidad y su perdurabilidad.

En Para ser escritor se exponen principios teóricos y se sugieren actividades que me hacen sonreír, me suscitan algo parecido a la ternura y me llevan a imaginar a su autora como una versión de Mary Poppins, personaje que precisamente sale a la palestra literaria en 1934 fruto de la imaginación —y del esfuerzo— de P.L. Travers: Brande, institutriz de escritura creativa que aún cree en la magia, se aproxima a los aprendices de escritor con una cucharada rebosante de jarabe rosa. Ha pergeñado un plan de vida integral para cultivar el temperamento del escritor. Cuando esta maligna lectora del siglo XXI ya está frotándose las manos evocando las poses forzadas de un estereotipado temperamento de escritor, entre histérico y borrachuzo, Mrs. Brande me gana por la mano y aclara que dicho temperamento nada tiene que ver con el noctambulismo, la bohemia o las rabietas, con la propensión a sentirse víctima de un martirio o con la vanidad, sino con ciertos patrones de conducta «distintos a los del trabajador común». El artista es una persona más «versátil, empática y estudiosa (…) menos a merced de las ideas de la multitud». Comparto la esperanza de que los artistas —los escritores… ¿son artistas?— disientan del lugar común, vean más allá —no hablo de Dios sino de lo que sucede a ras de suelo o delante de nuestras narices— y se resistan. Ojalá.

Dorothea Brande conserva una visión mitificada de los escritores que, para ella, no son exactamente lo mismo que las personas que escriben. La diferenciación me parece acertadísima pero no por las razones que ella aduce: para mí, la distinción se relaciona con la comunidad que acepta o no al escritor como tal; para ella, se basa en la existencia de un espíritu superior al que, sin embargo, puede aspirar esa gente de a pie que no se resigna ante la idea de que el genio no se puede enseñar. A la metodología de Brande subyace una potente propuesta ideológica: partiendo de la premisa de que hay seres humanos más capaces que otros —¿más dotados?, ¿más desinhibidos?, ¿más sensibles?, ¿más observadores?, ¿con más facultades introspectivas?, ¿más mágicos?—, partiendo de una diferencia —¿genética?, ¿social?, ¿educativa, ¿económica? Brande no se mete en esos jardines—, en Para ser escritor se aboga por la posibilidad de democratizar la literatura, de hacerla accesible, a través de las enseñanzas literarias. Yo fui a una escuela de letras e imparto talleres de lectura crítica porque tengo esa misma convicción. Sin embargo, a veces temo que todos seamos una pandilla de charlatanes. Corremos el riesgo de vender humo y tal vez no deberíamos enseñar nada que no estuviese íntimamente ligado a la prueba del nueve de nuestra experiencia siempre puesta en relación con el estado de nuestro campo cultural.

La profesora Brande no se dirige al que nace sabiendo, sino que se propone «enseñar al novato a hacer, por artificio, lo que el escritor de raza hace de manera espontánea». Se propone sacar de cada aprendiz su parte de genio. La presuposición de la existencia de escritores de raza o del genio podría ser hoy asunto de controversia. Pero Brande —¡Poppins!— mantiene que «la magia existe y se puede enseñar» y la magia, en gran medida, nace de la rentabilización de los materiales del inconsciente. Brande parte de oposiciones como imaginación/voluntad, vocación/profesión, magia/oficio, inconsciente/consciente, infantil/adulto, cerebro derecho/cerebro izquierdo, intuición/instrucción, Id/Ego —etc.—, y busca que las fronteras se desdibujen para que la escritura fluya de manera natural. Para que esa fluidez sea posible somete a sus estudiantes a un programa de simpáticas contorsiones y divertidos forzamientos. La educación es violencia. Aunque a veces disimule. Se trata de forjar un carácter, construir un temperamento, propiciar una actitud que «enseñará al principiante no a escribir, sino a convertirse en escritor». A Dorothea Brande le interesan poco los aspectos retóricos o lingüísticos de la escritura literaria: el que espere encontrar en Para ser escritor recetas que demonicen sistemáticamente el uso de los epítetos deberá ir buscando otro manual en las estanterías.

La profesora nos plantea un plan de trabajo —¿un manual de autoayuda?— que nos haga sentirnos escritores, una conmovedora tabla de gimnasia y magnesia, una ascesis psicoanalítica y un camino de perfección a la manera del Siddhartha de Hesse. Las instrucciones son claras y desprenden un atractivo aroma de otra época —¿o quizá de esta época más que de ninguna?—: buscar una rutina «simple y sana», una dieta conveniente; elegir bien a los amigos; no tener ni mucha ni poca vida social; no leer mientras se escribe; no imitar de un modo plano; escribir nada más levantarse de la cama; buscar un hueco de quince minutos diarios para dedicarlos a la escritura; evitar las contracturas musculares derivadas del esfuerzo físico que conlleva la acción de mecanografiar; ser autocrítico; observar un péndulo sobre un papel para certificar que no siempre la voluntad fuerza la imaginación; dejar la mente en blanco a base de ejercicios monótonos que conduzcan a un estado casi de sonambulismo —¿auto-hipnosis? ¡Svengali!— previo al desencadenamiento de la escritura… Mrs. Brande remata su tratado con unos radicalmente analógicos y comiquísimos puntos prosaicos —así los llama ella— que posiblemente sirvan para cuidar la salud de este gremio —¿profesional?, ¿sacerdotal?, ¿ni lo uno ni lo otro?— que tiende a la hipocondría o a la ignorancia de las más elementales normas de higiene mental y física. A saber: aprende a escribir a máquina, ten dos máquinas de escribir, saquea las papelerías buscando el mejor lápiz o el papel más adecuado, no tomes demasiado café, sustitúyelo por mate en la medida de lo posible… Oímos de fondo la famosa composición de Glenn Miller —¡En forma!— y nos damos cuenta de que cualquier actividad creativa es una ascesis que requiere un calentamiento. Hay un regusto puritano y a la vez el anuncio de la llegada de una pedagogía moderna que en mi generación produce cierta sensación de embuste o peligro: el profesor pide a sus alumnos que hagan respiraciones cerrando los ojos antes de empezar la clase y yo me asusto...

Desde una perspectiva actual, es indudable el aura vintage de Para ser escritor. El poso ideológico de un incipiente american way of life que se manifiesta en la didáctica de la escritura creativa. La posibilidad del hombre —o la mujer— hechos a sí mismos. El anticipo de una corrección política, en proceso de gestación, que se pone de manifiesto en la sugerencia de no leer nunca en voz alta los trabajos de los alumnos: el material es demasiado sensible, la susceptibilidad enorme, el pudor infinito… Hay algo de inocencia bienintencionada en la apelación a ese escritor o escritora medios, a los que Brande tutea casi como la locutora de uno de esos programas radiofónicos a los que la audiencia acude pidiendo consejo. Los lectores del siglo XXI volvemos a esbozar una sonrisa cuando la autora se declara capaz de diferenciar a un novelista, un cuentista o un ensayista en ciernes leyendo los textos que el aprendiz produce de buena mañana, en ayunas, antes de ponerse a hacer cualquier otra cosa. La lección es que todos los problemas se pueden simplificar —también los de los escritores, que Brande reduce a cuatro— y que todos somos capaces de perfeccionar nuestras habilidades gracias a ciertas medidas de control paradójicamente destinadas a la liberación y la máxima rentabilización de las potencias del inconsciente. Brande aplica, al fin y al cabo, el precepto de que la mayor creatividad es la que brota entre los cauces más estrechos y las normas más inflexibles. Asimismo, adopta el modelo renacentista de imitación ecléctica para resolver la cuestión de la originalidad en la escritura. En esas asunciones de los códigos del clasicismo, Mrs. Brande acierta de pleno.

La sobrevaloración de la vida interior sigue constituyendo un mito fundacional de la literatura entendida como epifanía, como toma de contacto del escritor con los santuarios de la infancia y recuerdo de las primeras veces. Esa impronta freudiana, que reconocemos en autores como Mann o Pavese, forma también parte de las convicciones en las que se asienta la metodología de Dorothea Brande. En este sentido, son representativas —y seguramente aún útiles— las actividades diseñadas para sus talleres: aprender a mirarse desde fuera, ver una ciudad como si fuese la primera vez vivificando el espacio, hacer hipótesis sobre las vidas imaginarias de transeúntes o pasajeros de un autobús… Hay algunos fogonazos de lucidez absoluta que no podemos dejar de comentar: la idea de que la literatura siempre es una cuestión de punto de vista y de que no hay tema que se repita si se cuenta de otro modo; la convicción de que el conocimiento nunca estorba el placer de la lectura, sino que lo acrecienta; la necesidad de leer para escribir poniéndose en la piel de un escritor e intentando dilucidar cómo desde la experiencia se resuelven los obstáculos y las preguntas que plantea cada texto; la posibilidad de leer dos veces el mismo libro para conseguir llevar a cabo una única lectura en la que se conjuguen armónica e imperceptiblemente el placer y la crítica; la conveniencia de que los escritores hallen un punto medio entre las tendencias a ser condescendiente o autodestructivo; la amenaza de que «la envidia, la depresión, el resentimiento» puedan envenenar «las fuentes mismas de las que mana tu trabajo».

En Para ser escritor encontramos dos ejemplos que nos permiten apreciar esa combinación de lo retro y lo avanzado, de lo ingenuo y lo reflexivo, que nos ayuda a valorar en su contexto la verdadera dimensión de la propuesta de Brande. El primero consiste en una recomendación de Henry James de la que Dorothea Brande se apropia: «Intenta ser una de esas personas a las que no se les escapa nada». La autora interpreta a James proponiendo a los escritores en potencia que lo miren todo de nuevo con la avidez de sus cinco años; seguro que coincidimos en que una de las condiciones básicas para ser escritor es observar, ser curioso, travestirse en mirón y distinguir, a través del agujero de la cerradura, las luces y las sombras proyectadas en los ángulos secretos de una alcoba… Albergo la sospecha de que el consejo jamesiano contiene un poquito más de maldad y de colmillo retorcido: esas personas a las que no se les escapa nada no proyectan la mirada limpia y sorprendida que propone Brande, sino que suelen usar la mira telescópica del perro viejo, los ojos de mono de un Humbert Humbert, el microscopio que detecta las pequeñas lesiones —también las costras— que se quedan pegadas a la retina con el paso de los años.

El segundo ejemplo se encuentra en el epígrafe donde la autora habla de la escritura literaria como persuasión. Argumenta que, si al final de lo que se trata es de persuadir a los lectores, lo más conveniente es haber buscado una respuesta ante las grandes preguntas de la vida. Antes de hablar —escribir— conviene haber pensado. Cuando alguien toma la palabra y se compromete públicamente con su escritura es porque tiene algo que decir. Algo que aportar al conjunto de la comunidad. Esa es una actitud honesta más allá de la búsqueda de una imposible originalidad esencial que a veces lleva a los escritores menos experimentados a la mímesis plana de supuestos modelos «originales» —no puedo evitar acordarme del escritor plagiario y de lo mucho que respetan a Faulkner en el pueblo de Amanece que no es poco—. Comparto ese punto de vista, pero el encanto de este libro no se centra tanto en la sensatez de esa posición, como en la temeridad de una Dorothea Brande que se atreve a formular en voz alta esas grandes preguntas a las que hay que buscar respuesta: «¿Crees en Dios?, ¿te gustan los hombres?, ¿las mujeres?, ¿los niños?, ¿crees en el matrimonio?», interpela Brande a los usuarios de su manual. Y esa falta de prevención, ese ápice de soberbia naif, resultan del todo encantadores.

 

Marta Sanz

2015

 

Prólogo de Malcolm Bradbury

Ha sido mi destino leer un gran número de libros sobre cómo ser escritor, cómo escribir, cómo escribir ficción. La mayoría están llenos de buenas intenciones y consejos de andar por casa, y muchas veces tienen bastante utilidad práctica: enseñar a un autor en ciernes las reglas básicas de la narración y del género, explorando los problemas de organización y las dificultades que surgen en la escritura de novelas, relatos, poemas y obras de teatro. Como podrán adivinar, los mejores suelen ser aquellos escritos por escritores distinguidos, por esas personas que han aprendido a través de su propio esfuerzo y producido los mejores resultados. Pero en general se trata de un género poco inspirado, y el mayor peligro es que enseña reglas mecánicas, prácticas simples, rutinas convencionales —justamente esas mismas reglas que cualquier escritor original tiende a romper—. La esencia de la escritura seria es que no se trata de luchar por repetir lo que han hecho otros, sino de luchar por no hacerlo. Es cierto que los escritores más interesantes tienen un sentido profundo de cuáles son las reglas y las convenciones clave de la escritura. Pero no están intentando copiar un género, una tradición, un conjunto de hábitos, sino que intentan ampliarlos, por medio de la fortaleza de su visión, del poderío de su lenguaje, y de sus innovaciones formales. En otras palabras, lo que hace buena o genial la literatura no es simplemente la capacidad para seguir hábitos y costumbres; es la presencia de una visión fuerte y original que utiliza la escritura como medio de exploración.

El hecho crucial es que la escritura comienza mucho antes de que empecemos a escribir esta novela o ese relato: empieza con la sensibilidad, el autocontrol y la originalidad de un escritor concreto. Y el libro que marca la gran excepción a la regla general de que los libros con reglas generales tienen una utilidad meramente limitada es este, Para ser escritor, de Dorothea Brande. Publicado en Estados Unidos en 1934, contiene algunas limitaciones propias de su época: el escritor al que Dorothea Brande conduce hacia la máquina de escribir probablemente hoy esté utilizando un procesador de textos (el gran ayudante para una de las tareas literarias principales: la revisión y la reescritura); y sería útil sustituir ahora los nombres de algunos de los escritores que recomienda por otros. Pero Para ser escritor es un clásico vivo para aquellos interesados en la escritura creativa, por muy buenas razones. Este no es un libro sobre Cómo Escribir una Novela, ni sobre cómo escribir ninguna otra clase de libro. Es sobre lo que tiene que suceder antes de eso: los misteriosos procesos para convertirse en escritor antes que nada, para adquirir instintos de escritor. Da por supuesto que la escritura y la habilidad para hacerlo comienzan mucho antes de que el bolígrafo llegue a tocar el papel, de que se encienda el ordenador. Nace en el temperamento, los deseos, la gestión de los propios instintos, impulsos y sentimientos, la organización sensata de las energías y del esfuerzo. El libro fue escrito en una época freudiana, y asume con acierto que la escritura es un asunto psicológico: al tiempo una actividad consciente e inconsciente. Reconciliar y equilibrar ambas actividades (hacer que lo inconsciente sea consciente, y hacer que la conciencia sondee los elementos que no son tan conscientes) es un aspecto esencial no solo del proceso de escribir, sino de convertirse en escritor en primer lugar.

Cualquiera que haya dado clases de la compleja empresa que llamamos escritura creativa sabe que, en la formación de un escritor, siempre tiene que haber muchos elementos diferentes en juego. Los buenos escritores son, en general, antes que nada, buenos lectores; su instinto para explorar lo que Brande llama la «magia» de escribir viene de su convicción del poder de lo que han hecho otros escritores. También son tipos peculiares de lector, no se sienten satisfechos con aceptar lo que otros han conseguido para ellos, sino que les interesa comprender, perseguir, desarrollar el modo de hacerlo. Lo que les empuja hacia delante es una fuerte sensación de motivación interior, y una capacidad efectiva para organizar y manipular esos impulsos, instintos y técnicas artísticas a las que están dispuestos a dedicar su vida. Uno de los pensamientos más certeros de este libro tan lleno de verdades es la sugerencia, repetida, de que solo parte de la tarea de escribir puede enseñarse de manera consciente. La mayor parte hay que descubrirla solo, desde dentro. Lo que un profesor puede hacer normalmente tiene que ver con la organización, la estructura, la exploración efectiva y el dar forma a los impulsos, las ideas y las energías imaginativas que ya están en juego. Muchas veces estos impulsos son demasiado generales y no tienen dirección; no persiguen una finalidad determinada, ni buscan un lector concreto, ni comunican ninguna urgencia en particular. A veces los materiales esenciales están presentes, pero el escritor trabaja en un frenesí retórico que no tiene sus raíces en un sentimiento real ni en una observación honesta, de forma que la escritura no nos ofrece ni una visión clara ni ese don del descubrimiento verdadero.

Otros escritores han encontrado verdad en el libro de Dorothea Brande porque toca las sensaciones reales y familiares de la escritura en el momento en que está siendo ejercitada, y porque subraya la esencial doblez de la escritura. La escritura es voluntad y es imaginación; depende tanto de los impulsos inesperados como de una dedicación cuidadosa y considerada a las herramientas del lenguaje, a las técnicas de composición, a los poderes del arte. Como ella sugiere, mucha literatura surge de una contradicción, la que hay entre el lado consciente, ocupado por el artesano y el crítico, y el lado inconsciente, el del «artista». Como ella dice, se puede hacer que trabajen en armonía, pero el primer paso en esa formación consiste en «aprender como si fueras no una persona, sino dos». El valor del argumento es que mucha literatura nace en efecto del sueño, de la fantasía, de las sorpresas que nos damos a nosotros mismos; al mismo tiempo, el escritor es alguien que adquiere la capacidad de organizar y construir la vida diaria para ser capaz de escribir eficazmente, con un verdadero sentido de maduración y desarrollo. El problema del escritor es saber dedicar las capacidades creativas y las técnicas de la imaginación a esos elementos que la propia imaginación, dentro de sí misma, ha empezado ya a crear.

The Paris Review Writers At Work.

 

Malcolm Bradbury

1996