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Trufas para el comisario

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Notas

Créditos

Trufas para el comisario

A mi amigo

Maurice Chevaly

1

—¡Vamos, Roseline! ¡Una más, anda! ¡Sácame otra!

Recostado, con una brizna de hierba entre los labios y la cabeza apoyada en una mano, Alyre Morelon adulaba a Roseline con la voz y con el gesto. Y Roseline le lamía la barba cariñosamente con su lengua, que despedía un intenso olor a trufa fresca. Soltaba al mismo tiempo cortos gruñidos satisfechos.

—¡Vamos, Roseline! ¡No seas tonta! ¡Solo una! ¡Me sacas una más y volvemos!

Sin embargo, Roseline se hacía de rogar. Le daba golpecitos persuasivos con la cabeza, como queriendo decir «¡Vamos, anda! ¡Vámonos! ¡Ya tienes bastante por hoy! ¡Comes más con los ojos que con la boca!».

Alyre contempló su cesta y suspiró. Contenía apenas cuatro kilos, y el corredor le había pedido diez para el sábado.

—¡Eres una vaga! —dijo—. Ya no te hablo.

Entonces se recostó del otro lado. En ese momento fue Roseline la que suspiró, a su manera. Husmeó un poco en torno al trufero en espiral. Era cosa muy poco habitual en medio de la trufera de robles jóvenes, un almendro con el tronco retorcido como si lo hubiesen escurrido las musculosas manos de una lavandera. Se encuentran en los parajes de los Bajos Alpes esa clase de troncos misteriosos con arrugas enroscadas, solidificadas en torno a su eje y que suben, como aspiradas por el cielo. La trufa es caprichosa. Uno la espera al pie de un hermoso árbol joven sobre un suelo bien liso; sin embargo, ella no; ella lo espera a uno bajo el desmadre de maleza de un enebro nudoso o bajo un roble de doscientos años donde, por así decirlo, nunca se ha sacado una. La trufa espera... Espera cuando se tiene a una Roseline a su disposición.

—¡Cro!

Era la llamada. Una llamada inimitable. Más que un grito, una especie de leve chasquido. De un brinco, Alyre se abalanzó sobre ella, se agachó y metió la trufa en la cesta. No debía de pesar más de cincuenta gramos.

—¡Ah! ¡Preciosa! ¡Esta sí que es preciosa, señora, ¿sabe usted?!

Se arrodilló junto a ella, besó a la cerda en cada una de sus gruesas mejillas sedosas, y ella estaba tan contenta de complacerlo que lo embistió y rodaron los dos abrazados en un concierto de risas y gruñidos, sobre la bendición de aquel suelo grumoso, mitad aire mitad, tierra, que era su mina de oro.

—¡Roseline! ¡Ten cuidado, que me aplastas, malnacida!

Se levantó y cogió la cesta. El aire olía, a lo lejos, a sopa caliente. Era la hora. Bajaban humos del pueblo que invitaban al regreso.

Uno a la zaga de la otra volvieron a la linde del bosque de robles. La carretera blanca y desierta subía hacia Banon.

—Espera, Roseline, que te pongo el collar, no vaya a ser que los coches...

En realidad, aquel collar era una cinta rosa que adornó en su día la gran campana de chocolate que Alyre había regalado a su hijo cuando este tenía ocho años. Y aquel hijo, como Alyre, adoraba a Roseline, que pagaba por lo menos la mitad de sus estudios en París. Un día, en su dormitorio, desató del marco del espejo aquella cinta donde desde hacía tiempo retozaban las moscas y dijo a su padre: «Toma, pónsela al cuello... hasta que vuelva a verla».

Lo del collar, atado a una simple cuerda, no era más que un mero formalismo, pues Roseline, probablemente sabedora de su valor mercantil, no se aventuraba nunca más allá del arcén.

Nunca... Con todo, sin embargo, desde el verano anterior, a veces arremetía de pronto contra los robles o echaba a trotar derecha bajo los laureles. Y aquella tarde, precisamente...

—¡Roseline! ¡Estás loca! ¿Qué haces?

Acababa de arrancarle, de una brusca sacudida, la cuerda de entre las manos. Huía hacia allí, hacia aquel cúmulo de bronce líquido que relucía bajo el viento vespertino traqueteando como las lanzas de un ejército en marcha. Era un boscaje de laureles. Se habían helado en el cincuenta y seis. Algunos habían vuelto a crecer desde la base, otros desde las ramas muertas. Todos esos rebrotes, tiesos como escobas, suben directos al cielo, pica contra pica, agitando los fúnebres cascabeles de sus frutos nocivos.

Alyre alcanzó a Roseline en el lindero. Se detuvo allí un segundo.

Como cada vez que se demoraba en la linde de aquel bosque de laureles, le parecía que el aire acarreaba alguna nueva rareza. También creyó ver que en lo profundo del bosque había un gran coche oscuro emboscado. ¿Qué estaba haciendo allí, lejos de todo camino transitable? Pero, en fin, si hubiera que «ofenderse» por todo...

Reemprendieron la marcha, tirando el uno de la otra, refunfuñando los dos. Alyre recogió su cosecha en el talud cubierto de hierba seca.

Para disipar la desagradable sensación que había roto su optimismo, ante el muro de laureles levantó la cesta para aspirar su perfume. Llevaba más de cuarenta años desenterrando trufas y aún no se había saciado de aquel aroma.

Nunca vendía las primeras de su cosecha. Pese a los gritos de Francine, las metía durante tres días en un tarro al vacío junto a seis huevos sacados del nido. Las trufas exudaban su olor a través de los poros de la cáscara para impregnar la clara y la yema de los huevos. Se producía un sutil intercambio de unas a otros, hasta fundirse en una nueva naturaleza recién creada. Era una fiesta de olor y de sabor cuando aparecía la tortilla babosa sobre la mesa, una noche de viento, mientras los fogones te calentaban la espalda con su ruido de hervidor.

Roseline trotaba ya, al borde de la carretera, entre el polvo de aquel noviembre seco.

Roseline era la única cerda del cantón con posibilidades de morir de vieja. Sus enormes muslos nunca serían frotados con sal para impregnarse de salitre y convertirse en jamones. Nunca sería su grasa fundida sobre pan. Roseline era una de las escasísimas hembras que desenterraban las trufas sin comérselas, salvo evidentemente si se le ofrecía una como recompensa. Pero sin exagerar, so pena de echarle a perder el olfato, pues, así como un borracho es para siempre incapaz de distinguir un Château Latour de un Château Haut-Brion, Roseline, si se le consintieran demasiadas trufas, no tardaría en dejar de detectarlas bajo tierra.

Con la cabeza contorneada por la cinta rosa, Roseline trota hacia la porqueriza, donde la espera, caliente y con buen olor a siega de verano, esa mezcla de salvado y manzanas cocidas que es un manjar para cualquier cerdo del mundo.

2

El portón presidía el patio cuadrado; a un lado, las gallinas, y, en medio, las jaulas de los conejos. Un olor a hierba cortada flotaba bajo el techo abovedado del aprisco donde soplaba el calor del rebaño. La sala estaba en el primero, bajo el alero de la terraza, sostenida por un pilar cuadrado.

Con la cesta colgando del brazo, Alyre raspó las suelas de sus zapatos en el poyete y subió a paso ligero por la escalera exterior. Tiró del marco de la mosquitera y abrió la puerta acristalada.

Francine sacaba el gratén del horno. La mesa estaba puesta en torno al vino tinto, en parte Alicante y en parte jacquez, esa cepa prohibida. Pero se trataba de viñas muy antiguas y Francine era teniente de alcalde. Se hacía la vista gorda ante aquellas vides que habría habido que arrancar mucho tiempo atrás.

Cuchillo y tenedor en mano, con los dientes y la punta en alto, como es debido, el pastor, ya sentado, hacía entender con toda su achaparrada persona: «Bueno, ¿qué? ¿Es para hoy?». Los tres perros, bajo la mesa, se disponían a atrapar a bocados los restos del festín.

—¡Mira este, que no me echaría una mano ni muerto! —Francine señalaba al pastor con mano resuelta.

—Me ha dicho usted que era demasiado torpe.

—¡Ah! ¡Eso es verdad!

El pastor era Pascal, hijo único de una familia acomodada que había dejado a los suyos porque su madre engañaba a su padre. Se había marchado sin decir palabra, en secreto. Tenía diecinueve años. Su madre venía a por él hasta los pastizales casi todos los sábados.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué? ¡Tenías comida y cubierto! ¡Tu padre y yo nos desvivíamos por ti! —hablaba a una espalda vuelta.

Pascal no respondía nunca y seguía con su tarea. Le decía «Hola, ma» cuando llegaba y «Adiós, ma» cuando se iba.

—Hay gente —comentaba Alyre— que se arrastra de rodillas para que les digan cuatro verdades. ¡Pero ya verás! ¡Un buen día se la escupirá a la cara, la verdad! Y entonces habrá que recogerla del prado donde se la haya soltado. ¡Tiesa se va a quedar! ¡Va a caerse de bruces en los excrementos de cabra!

Francine siempre se daba la vuelta cuando Alyre pronunciaba la palabra «verdad». ¿Qué iba a saber él de la verdad, cuando ella llevaba doce años mintiéndole sin que dijese ni mu?

Echó una ojeada a la cesta posada en el suelo.

—¡Esto es todo lo que traes! No os habéis deslomado, vosotros dos, ¿no?

De hecho, aquello valía más de mil francos. Y seguiría así del 15 de noviembre al 15 de febrero, salvo por las interrupciones debidas a las inclemencias del tiempo. No había motivo de queja. Pero la táctica de Francine consistía en seguir mostrándose tan gruñona como siempre.

Alyre continuaba contemplándola con el mismo deleite.

«Mírala, con sus alhajas», se decía, «¡está despampanante! ¡Hay que ver lo que le gustan las alhajas a esta mujer! ¡Y el reloj de muñeca cubierto de piedras! ¡Y el collar de perlas falsas y la sortija con el abalorio! ¡Y cómo brilla todo! ¡Y reluce! Más que si fuera bueno. ¡Es inimaginable lo que llegan a hacer hoy en día!».

Y era verdad que, a la luz de la araña, las alhajas de Francine, su única debilidad, centelleaban suavemente creando un ambiente festivo. Se engalanaba con ellas cada día en cuanto terminaba las tareas de la casa. «Cómo le gustan a la Francine las alhajas», decía la gente.

A primera vista, Francine, flaca y derecha, siempre vestida de oscuro de modo que nada destacase en realidad, a los cuarenta y un años, parecía hueca de amor y apenas buena para un solo hombre. Pero quien la tocaba, por azar o por intención, experimentaba una gran sorpresa. Era densa y flexible y se notaba que su vientre plano, como el de un atleta, era capaz de los más bellos movimientos.

Fue la política lo que la hizo florecer. Hasta los treinta años había pertenecido a esa generación de mujeres que, con resignación, toman el amor como viene. Sin embargo, cuando fue elegida miembro del Concejo municipal y más adelante teniente de alcalde, descubrió el mundo en esos momentos de distensión que siguen a las diversas reuniones. Un día, por jugar, un miembro del Concejo de otro municipio había tirado de ella como para hacerla bailar. Salió de aquella samba sin aliento.

—¡Dios mío, Francine! —le había dicho—. Perdóneme, pero es usted demasiado ardiente para mí.

A partir de aquel día, empezó a bailar en las recepciones que coronan las reuniones de sindicatos y congresos. Se metió en el resto también, era inevitable, pero no sin suspiros y reticencias. Detestaba las complicaciones y las mentiras. Entonces había empezado a presentar a sus amantes a Alyre.

«¡Alyre! Me voy mañana a Les Angles con el señor Mancœur. Nos han encomendado recibir la segunda entrega de las obras de abastecimiento de agua... Tienes todo listo en la nevera».

«Alyre, te presento al doctor Malgriaux, de la Sanidad Pública... Me han encargado que le lleve a visitar los campamentos de verano del cantón», etc.

Si algún día la oposición llegaba a ganar las municipales, Francine no tendría más remedio que suicidarse o decir la verdad.

«¡La verdad!», pensó Alyre mientras probaba la sopa de cebolla. «¡Como si yo no supiera la verdad!».

A él, mientras tuviera a Roseline, las trufas y las abejas, el resto...

—¡No está bien ligada! —exclamó Francine.

No hubo eco alguno. Alyre tenía hambre y, fuera como fuese...

En cuanto al pastor... El pastor, con la cuchara suspendida a medio camino entre el plato y su boca ya abierta, seguía algo en la pared con los ojos. Algo que solo él conocía, una presencia inmaterial que acababa de surgir de la caja del reloj, entre dos segundos desgranados, que ahora huía hacia la batería de cocina, que rodeaba la esquina de la repisa de la chimenea, que iba dejando un poco de su polvo sobre cada uno de los frascos de especias: «azúcar, sal, pimienta, canela», que empañaba el tubo del quinqué de las noches de tormenta para ir a perderse al fin, junto con la mirada del pastor, allá, por el desagüe del fregadero de acero cromado.

—¡Míralo! —exclamó Francine, que lo observaba—. ¿Y ahora qué habrá visto? ¡Parece un gato que acecha a un aparecido!

Eso era. El pastor de diecinueve años, bajo los pelos que le lloran sobre el cuello, con sus ojos desmesurados de Cristo románico, pero negros, profundos, seguía a un fantasma desde la caja del reloj hasta el desagüe del fregadero. Tenía ese poder, privilegio de los gatos.

—¡Le hace a una hervir la sangre! —añadió Francine.

Siempre temía que, por cualquier medio, sus secretos salieran a la superficie. Y la intermediación de un fantasma le parecía adecuada para...

El pastor tardó en traer su mirada de vuelta a la tierra. Tardó en reconocer a Francine, a quien amaba en vano y con total humildad.

—Ha desaparecido otro —dijo con voz amortiguada.

—¿Otro qué? —gritó Francine.

Creía que había perdido una oveja sin atreverse a confesarlo.

—No lo sé... Son los gendarmes. Estaba vigilando en la Charitonne...

—¿En el camino de Montsalier?

—El del bosque del Deffens, sí.

—¿Y entonces?

—Y entonces bajaron de su Renault Estafette para preguntarme si no lo había visto.

—Pero ¿a quién?

—A uno que ha desaparecido.

—¿Cómo se llamaba?

—Jérémie...

—¡Pues vaya, con ese dato ya lo sabemos todo!

—Eso es lo que les dije a los gendarmes. Insistían. «¿Cómo era el tal Jérémie?». Entonces me lo describieron: «Una túnica marrón con rayas blancas, fabricada en Yakarta», dijeron, «para una colonia de budistas. Zuecos daneses, de los que hacen mucho ruido. Pelo teñido con alheña que flota hasta la cintura y, oculto bajo la barba, un escapulario de gálbulas de ciprés, con un libro en O1 colgado del extremo». Esa fue la descripción de los gendarmes. «¡Ah! ¡Se nos olvidaba! Una bandurria colgada en bandolera». ¿Qué quieren? He visto como sesenta desde el comienzo de la temporada subiendo hacia Montsalier. ¡Y son todos como dicen!

—¡Todos! —exclamó Francine—. Hace tres días aún pasó uno que quería que le diese un huevo. Giraud des Parmelles me ha explicado un poco cómo viven. Han tapado con lonas los agujeros de la techumbre de la iglesia vieja. Hacen la comida en torno a la pila de agua bendita llena de agua. ¡Han quemado todos los bancos que quedaban!

El pastor continuó:

—«Como también lleva el pelo largo», me dijeron los gendarmes, «pensamos que podía ser uno de sus amigos. Venía de Noyers-sur-Jabron. ¿No le suena Noyers-sur-Jabron?». Y me miraban como miran los gendarmes cuando tienen sospechas.

Calló. En el saúco, bajo la terraza, el viento susurraba. Arrancaba manojos de olores del aprisco mal cerrado. El carnero, al desplazarse, agitaba su cencerro. El pastor lo escuchaba. Volvía a extirpar un fantasma de la caja del reloj, lo seguía todo a lo largo de la chimenea, ¡hop! Lo acompañaba hasta el desagüe del fregadero moderno, donde se sumía dando largos giros.

—Ya es el cuarto desde septiembre —dijo el pastor—. El cuarto por el que los gendarmes me preguntan a bocajarro...

—¡Precisamente! —replicó Alyre—. Entre paréntesis, ya que hablamos de esto, ¿tú crees que es normal, Francine? ¿Tú crees que puede ser...? ¿Crees que es posible que...?

Enrollaba con cuidado en torno a su cuchara un largo hilo de queso fundido que engulló al fin y se limpió la boca. Alzó su copa de vino tinto y la interpuso entre él y la bombilla de la araña. ¡Nada que hacer! Al vino de jacquez no lo traspasa la luz.

No se dio cuenta, mientras reflexionaba sobre cómo continuar su frase, de que el pastor, a la expectativa, dejaba la cuchara a medio camino entre el plato y sus labios, entreabiertos para engullirla. Y la propia Francine, con el cucharón lleno, acechaba el final de la frase antes de volver a servirse. Estalló:

—¿Qué? ¿Si puede ser qué? ¿Qué es lo que no es normal? ¡Escúpelo ya! Sois increíbles los dos: uno caza fantasmas como si fueran moscas, y el otro se pierde por el camino cuando habla. ¡Di! ¡Explícate! ¡Habla claro!

El pastor abría unos ojos llenos de glotonería. No solo preveía lo peor, sino que siempre estaba dispuesto a abordarlo alegremente.

—¡Oh! —exclamó Alyre, a quien aquel preámbulo había decidido a no decir más—. ¡Oh...! Es una cosa que, para entenderla, habría que tenerlo todo en cuenta. ¡Todo! Y como no sabemos nada...

Cabalgaba un sueño triste que tenía lugar allí, hacia sus truferas de Cassagne, entre las astas de bronce de un boscaje de laureles. ¿Alguna vez dejaba de moverse aquel ejército traqueteante bajo el viento de la noche? Eran extraños, con todo, esos antojos que tenía Roseline desde hacía un tiempo precisamente al pasar junto a aquel bosque. Eran extrañas, con todo, esas bocanadas de aire caliente que lo mareaban ante aquel bosque cuando volvía a atar la cuerda a la cinta de Roseline.

—¡Me dejas de piedra! —dijo Francine—. ¡No me tienes acostumbrada a tanto misterio!

—No es misterio —repuso Alyre—, sino perplejidad... Eso es: estoy perplejo...

Esa perplejidad lo condenaba, aquella noche, a buscar más amplia compañía. Se levantó en cuanto hubo terminado el queso, metió la servilleta en el servilletero grabado con su nombre y anunció que iba a jugar a las cartas adonde Rosemonde Burle.

3

El reloj del salpicadero tintineaba en la oscuridad. El gran coche azul estaba hundido bajo el follaje de los laureles. A veces el viento soltaba un fruto negro que rebotaba sobre la chapa. Solo la mancha blanca de las manos febriles se distinguía a través del parabrisas sobre el que se deslizaba algún rayo de luna filtrado por las ramas en movimiento.

—¿Es tu última palabra?

La muchacha, con los dedos crispados sobre el volante, miraba al frente. Sus ojos claros se empañaban de lágrimas y su voz se ahogaba en sollozos.

—Parece una escena de amor...

A su lado el hombre, enmarañado de barba hirsuta y de cabellos largos como cuerdas, le respondía con voz sorda y la mirada fija al frente, clavada en aquel muro deteriorado perforado por una puerta de hierro, a lo lejos.

—Es una escena de amor...

—¡No, es una escena de dinero!

—¡Diez millones! ¡Vas a darles diez millones a esos piojosos! ¡Y pretendes hacerme creer que no se trata de amor! ¡La mitad de nuestros bienes! ¿Cómo se te ocurre? ¡Todo el sudor de dos generaciones!

—¡El sudor de dos generaciones de explotadores, sí!

—Pero ¿qué pretendes demostrar con eso?

—Expiar. Expío las faltas de mi padre, las de mi madre y las tuyas accesoriamente... Escúchame bien: dentro de cuarenta, de cincuenta años, serás vieja o te habrás muerto. Tendrás un marido a quien ya no amarás, hijos que se preguntarán qué hacer contigo porque aún no se atreverán a tirarte por la escalera... Los habrás visto volverse feos a medida que envejecen. Ese Dios en cuya fe te han educado no te servirá ya de nada. Y tú no habrás servido nunca de nada porque nunca habrás amado más que a tu pequeño núcleo familiar y lo espantoso de tu caso es que lo seguirás amando aun siendo horrible...

—¿Por qué habría de ser horrible?

—Porque padres como los nuestros, que no piensan más que en el dinero, solo pueden engendrar seres horribles. Y tú elegirás marido, mira qué casualidad, entre los hijos de otras personas horribles.

—¡Padre era patético!

El hombre rio con sarcasmo.

—¡Exacto! Se jactaba tanto de sus limosnas que siempre creíamos que compartía su fortuna. ¡No, no es posible! ¡Tengo que huir de eso! ¡No quiero ser así! ¡No quiero que eso me marque! El mundo debe estar hecho de hermanos. Yo no tendría lugar en la humanidad si fuera así. ¡Si fuera como tú!

Hizo ademán de abrir la puerta del coche.

—¡No! ¡Espera! —le frenó ella jadeante—. Yo puedo hasta seis millones. ¡Sabes que son todos mis ahorros! ¡Que hice estudios por eso! ¡Que se lo he dado todo!

—¡Tienes alma de empresaria! —dijo él con desprecio—. ¿Será posible? ¿Será posible que seas tú? ¿Tú, que te precipitabas a regalarles tus muñecas a todas las niñas pobres de Oyonnax?

—¡Bastante me pegaron en los dedos por aquello!

—¡No nuestros padres! Ellos bien se cuidaban de no hacerlo. Te mandaban decir severamente que no compartieses nada por medio de las criadas. ¿Cuándo dejaste de compartir? ¿Cuándo dejaste de dar? Di. ¿No puedes dar marcha atrás? ¿No puedes volver a parecerte a mí? ¡Yo te quería tanto!

—Me quieres, pero cicateas por cuatro millones.

—He mandado hacer todos los presupuestos. Dispongo de todos los descuentos posibles: compra de los terrenos, de todas las ruinas, restauración de las casas, abastecimiento de agua, electricidad, etc. Para instalar la comunidad en un hermoso enclave natural lo necesito todo.

—¿Todo? ¡Estás loco!

—Sabes bien que no. Tengo tres diplomas de matemáticas. Me has estado observando subrepticiamente en dos ocasiones. ¡Sí sí, no lo niegues! Sé que tu amor es lúcido...

—Tenemos al grupo Europlast encima. Se las han arreglado para que nadie presente una oferta mejor. Llegado el caso, no obtendrás siquiera los seis millones que te ofrezco.

El hombre esbozó una sonrisa en las sombras.

—Eres más lista que yo, pero no hasta ese extremo. Sé que has encargado un estudio serio a un grupo americano. Yo también le he mandado espiarte un poco comercialmente a un amigo mío que es detective privado. La fábrica ha sido tasada en veinticinco millones. Y veinte millones es la cifra máxima que se ha fijado Europlast para que la jugada sea rentable. No olvides que cerrarán la fábrica en cuanto la compren. No se llevarán más que la lista de clientes. Así que, hermanita..., diez millones, es mi última palabra.

Abrió la puerta del coche, esta vez con decisión. Un olor desagradable le asaltó. Dirigió al follaje de los laureles una mirada indecisa. Las nubes se cimbraban bajo la luna.

—¡Jérémie!

Había cerrado la puerta con fuerza a su vez y, rodeando el coche, le impidió el paso.

—¡Me crucificas!

La luna la iluminó entera, con capa de lana cruda, melena al viento, piernas cubiertas de seda, sobre los tacones de los zapatos que rutilaban al engancharlos un rayo de luz de luna. Era una muchacha de piel clara, de ojos inmensos; su rostro resplandecía de inteligencia y belleza.

—¡Qué hermosa eres! —murmuró Jérémie—. ¡Qué lástima! ¿Qué vas a hacer con los miserables? Tu marido verá el mundial de fútbol por la tele, te llevará a ver auténticas películas porno las noches de cenas de negocios. Tendrás mechuís con carneros muertos. ¡Tendrás una vida vulgar! Ven conmigo. En las colinas de por aquí conocerás a hombres venidos de todas partes, hombres que estarán sucios pero al menos serán puros. Y conocerás a varios, sin presión, libremente, hasta que uno solo te convenga. O una sola, ¿quién sabe? ¡Pero al menos, en nuestro mundo, tendrás libre elección!

—¡Jérémie! ¡Te lo suplico! ¡Sin la fábrica no soy más que una cáscara vacía! ¡Acepta! Te juro que si pudiera darte más lo haría.

Jérémie se volvió hacia ella. Tenía, entre su hirsuta pelambre, la misma mirada tierna que la joven.

—Dios mío —gimió—, ¿cómo puedes ocultar todo eso bajo tanta pureza? Pero ¿cómo puedes ser al mismo tiempo tan ingenua?

Ella, replegada en sí misma, ya no reaccionaba. ¿Dónde estaba el hermano al que había amado, el hermano que era de los suyos? ¿Dónde estaba su alma? La tentación de rezar, tanto tiempo atajada, la desbordó de pronto. Pero él volvía la espalda, se iba...

Ella lo vio marchar llevándose su última esperanza. Se vendería la fábrica. No podía darle diez millones. No podían gastar parte del depósito sagrado de Suiza. Su padre se lo había hecho jurar. Solamente la huida de la familia, fuera de Francia, la autorizaría a tocarlo.

—¡Jérémie!

Se iba con los pies descalzos, con la túnica ligera y desteñida plisada en torno a su cuerpo como la de un monje pero aún más pobre, sin cinturón, sin cruz, con tan solo un escapulario de bolas de ciprés que tintineaba en su cintura.

«Dios mío», pensó, «qué frío debe de tener».

Su mirada maquinal recorrió las llantas blancas de los lujosos neumáticos de su coche. La rueda delantera derecha estaba deshinchada.

—¡Jérémie! —gritó.

Él se dio la vuelta, deshizo el camino.

—¡Jérémie! Nunca en mi vida he sabido cambiar una rueda. Precisamente hoy tiene que...

Él se encogió de hombros.

—¿Tienes herramientas?

—En el maletero.

Se ocupaba en torno a ella, montó el gato, sacó la rueda de repuesto.

—¿No te haces daño en los pies?

—¡Qué va! Estoy orgulloso de mis callos. ¡He recorrido cinco mil kilómetros descalzo! No se desgastan, como en cambio sí los neumáticos. ¡Mierda! Esos idiotas han apretado demasiado los tornillos. Esos mecánicos son todos iguales. Los aprietan con llaves de cruceta y llegas tú con tu pobre llave de tubo. ¡Son todos idiotas! ¿No tienes una llave inglesa? La pasaré por el tubo, servirá de palanca.

Revolvió en la caja de herramientas. Regresó. Posó con cuidado los tornillos sobre los tapacubos. Cambió la rueda. Revisó los tornillos con la mano.

—¡Agárrame esto!

Le tendió la pesada llave inglesa que le había servido de palanca. Estaba inclinado hacia delante. Su cráneo hirsuto quedaba a la altura del capó.

«Diez millones», pensó ella. «Y mi vida... ¿Qué va a ser de mí?».

Fue toda la estirpe de vivos y muertos de la familia la que alzó la llave inglesa en manos de la muchacha y la descargó con todas sus fuerzas sobre el cráneo de Jérémie... Una, dos veces...

Un miedo atroz la embargó porque él, en lugar de caer, comenzó a erguirse lenta, lentamente, así como antes había subido el coche por efecto del gato. Comprendió de pronto que si se daba la vuelta, si ella veía su rostro, moriría a su vez sin necesidad de que él siquiera interviniese, de horror, de arrepentimiento, de desasosiego... Entonces lo golpeó por tercera vez con la fuerza de la desesperación y, entonces sí, se desplomó sobre el capó. Pero la última imagen que conservó de él no fue aquel gran cuerpo encogido flotando en su túnica. Fue la del hombre todavía vivo que se incorporaba con aquella fantástica lentitud, el hombre que iba a mostrarle ya sabía qué rostro... ¡El rostro de alguien que aprendía a conocerla como era!

«Lo he matado porque tenía razón», se dijo. Pero al punto pensó que ella era el eslabón que unía el pasado al porvenir. ¿Qué más daba que fuera asesina? Al matar a Jérémie salvaba una obra, a unos obreros. «Y te salvas a ti», le gritó una voz interior. Súbitamente lo que había sido, antes de aquel instante, se le hizo consciente. ¿Era acaso posible?

Contempló su brazo como si perteneciese a otra y contempló la llave inglesa pegajosa de sangre. La tiró al suelo. El ruido que hizo al caer despertó su instinto. Tenía que borrar su rastro, marcharse, huir... Recogió la llave, se agachó para terminar de apretar los tornillos y poner los tapacubos. Durante toda la operación, inclinada sobre la rueda, su rostro de agua clara estaba a la altura del de Jérémie y sus largos cabellos acariciaban los de él.

Se levantó al fin, metió con esfuerzo la rueda pinchada en el maletero y rodeó el coche para sentarse al volante. Huir... Nadie en el mundo sabía aún que había salido de Oyonnax para venir a Banon. Nadie... Había llenado el depósito la víspera, ni siquiera había tenido que parar en una gasolinera... Y si pudiera alejarse, llegar a Oyonnax antes del alba, ¿quién sospecharía de ella? ¿Con su rostro puro? ¿Con su equilibrio? ¿Con la pena que sería capaz de sentir hasta verterla decentemente en público? El abogado de Jérémie era el único que sabía que este tenía intención de vender la fábrica. Si Jérémie no lo hubiera reconocido expresamente aquella noche, ni siquiera ella lo sabría aún. Todo era propicio para que se librase. Miró el reloj. Eran las doce y media. Cinco horas de ruta a ciento cincuenta por hora... Posible. Hizo ademán de abrir la puerta. Entonces vio a Mambo. Levantado sobre sus cortas patas traseras contra el cristal cerrado, un minúsculo perro salchicha la miraba gimiendo, impaciente por reunirse con su amo. Retrocedió ante aquella imagen. Seguía viéndolo por aquel camino, alegre y cordial, con su perrito en brazos y un gran bolso militar colgado al cuello. El bolso también estaba allí. Puede que todavía oliera al sudor de Jérémie por los caminos...

¡No! Se cubrió el rostro con las manos. Había podido matar porque la fábrica mandaba. No podía matar al perro. Eso sería superior a sus fuerzas. Lo perdería. Por el camino. Era un teckel de raza. Alguien lo recogería...

4

Cuando se disponía a sentarse al volante oyó que un coche venía hacia ella traqueteando por el camino de tierra. Se tambaleaba al azar de los linderos, a poca velocidad, sonando como una cacerola el parachoques mal reparado. ¿Quién llegaba a ese desierto a aquellas horas? Delante del Mercedes se extendía en las sombras una gruta de vegetación. Se sentó al volante, encendió el contacto, retrocedió unos metros e hizo avanzar el coche bajo la gruta de sombra hasta oír que las ramas fustigaban la carrocería. Lo había hecho todo sin encender los faros. Bajó, se escondió entre los laureles, erguida, blanca bajo la luna, pero la cortina de árboles la separaba de aquel claro cubierto de hojas muertas cerrado por un muro y una reja oxidada.

El frondoso boscaje que había visto desde la carretera después de recoger a Jérémie, que la esperaba en el cruce donde la había citado, le había parecido adecuado para una conversación privada. El destino, sin duda, le sugería ya entonces, sin que fuera consciente, que probablemente tendría que matarlo. Pero ahora había pasado a ser presa de los árboles. No tenía más salida, para volver a la carretera, que aquel camino de tierra por el que avanzaba el viejo coche. Avanzaba y avanzaba. Se oía el ruido de su motor asmático enganchado en segunda. Asmático pero robusto, un motor que una sentía que podía durar otros veinte años a aquella lentísima marcha. Bajo el sendero estrechamente defendido por los tallos inclinados de los laureles, aquel coche rodaba con los faros apagados. Al fin apareció. Desembocó en el claro ocelado por la luz de la luna que jugaba en el viento a través de las encinas y los laureles.

La vieja carrocería, que en su día había sido blanca, hoy ya estaba cuarteada y gris como el caparazón de una tortuga, tan vieja y corroída por las estaciones pasadas a la intemperie que ya no parecía de este mundo. Un aura siniestra se movía en torno a aquella tartana familiar. La joven la contemplaba, helada hasta los huesos, rígida de miedo y de funesto presentimiento. Era imposible, si encendía los faros, que el conductor no viera el cadáver de Jérémie amontonado sobre el suelo de hojas muertas. Pero ¿por qué seguía sin dar las luces? ¿Qué venía a hacer a esas horas en aquel jardín cercado de rejas oxidadas?

De repente expiró el motor. En el silencio recobrado la joven oyó un gran árbol que crujía bajo el viento en un lento oleaje de tristeza. Creyó reconocer el canto fúnebre de un ciprés. Miraba intensamente el coche gris, inmóvil en la penumbra, con los cristales empañados en el frío de diciembre, cuando oyó el chirrido de la puerta. El asiento del conductor estaba del lado opuesto al boscaje de encinas donde ella se escondía. No lo vio hasta que se puso en pie. Le daba la espalda. Avanzaba despreocupadamente hacia el portón oxidado. El claro de luna revelaba de él una silueta imprecisa que se prolongaba rígida y negra, de los pies a la cabeza, sin cintura, ni hombros ni cuello. Se detuvo ante el portón y sacó de su bolsillo un juego de llaves que hizo tintinear. Se oyó el ruido de un pestillo bien engrasado que gira sin esfuerzo en su cerradero. El hombre abrió del todo el batiente, las bisagras chirriaron. Entonces se volvió.

La joven vio erguirse todo negro, salpicado de sombras y claro de luna, a un informe espantapájaros sin rostro. De los bordes inmensos de su sombrero negro caía un velo de tul negro que le envaraba los brazos hasta el codo. Llevaba largos guantes negros que parecían de mujer.

A través de los huecos del follaje, lo miraba subyugada. Sus pasos rechinaban sobre las hojas muertas mientras volvía lentamente a la tartana. Pero antes de llegar hasta ella se detuvo, con las piernas juntas, los brazos pegados al cuerpo, inmóvil como un cazador que quisiera fundirse con la naturaleza. Ella retuvo el aliento. Estaban a veinte metros el uno de la otra. Antes, durante la conversación en el coche, mientras ella fumaba un cigarrillo, sentía a su alrededor el perfume sutil que utilizaba y que habría podido delatarla si no flotase bajo los árboles un olor acre que lo dominaba todo. No obstante, el hombre rígido y tenso volvía de un lado a otro el fúnebre telón que le velaba el rostro y su sombrero seguía el movimiento. Reemprendió la marcha, más lentamente aún, hacia su coche. Intuía que hacía cálculos, que vacilaba. Si de repente se le antojara apartar los laureles y avanzar hacia el primer hueco entre las encinas, sin lugar a dudas descubriría a Jérémie y entonces... ella no tendría tiempo de alejarse.

Sin embargo, el personaje, si bien su actitud seguía siendo extremadamente circunspecta, no alteraba su recorrido... Durante un solo instante se volvió con viveza. Fue cuando el portón oxidado, empujado por el viento y probablemente con las bisagras torcidas, se cerró un poco con un chirrido que pareció inquietar a aquel hombre precavido. Permaneció un largo momento contemplando el hueco de la abertura donde se deslizaba un solo rayo de luna y después, aliviado sin duda, se puso de nuevo en marcha.