Venance Konan

Catapila, jefe del pueblo

Traducción de Alejandra Guarinos Viñals

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Título original: Catapila, chef du village
© Jean Picollec Éditeur, 2014

© de la traducción: Alejandra Guarinos Viñals, 2019

© de la edición: 2709 books, 2019
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Imagen de la cubierta: Votez Charles Konan Banny (adaptación), Maxence Peniguet/RNW Media, 2015. Licencia CC-BY 2.0.

Coordinación editorial: Marina M. Mangado

La editora quiere expresar su agradecimiento a Carmen, Fulgen y Óscar por su colaboración en este proyecto.

ISBN: 978-84-946937-4-8

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede realizarse con la autorización de sus titulares, salvo las excepciones de reproducciones provisionales y de copia privada previstas por la ley.

Número de copia: 2709BW - Fecha: 27.09.2019

 

A todos los hombres que, siempre y en todas partes,
están unidos por la gran cadena de la fraternidad.
A todos los autóctonos y alóctonos de Costa de Marfil y de fuera,
que no son más que las dos caras de una misma moneda.

Primera parte

Nuestro pequeño pueblo estaba en plena efervescencia ese domingo. La madre de Robert iba a ser bautizada y el ministro originario de nuestra región, el diputado y varias autoridades debían asistir al acto.

La madre de Robert tenía cerca de ochenta y cinco años. Calculamos que esa podría ser su edad después de mucho comparar y de tener en cuenta que Robert, el presidente de los jóvenes de nuestro cantón, ya tenía sesenta. En su caso no hay duda porque, a pesar de que naciera aquí en el pueblo, donde no había maternidad, sabemos que vino al mundo el mismo mes que uno de sus primos. Ese primo nació en una maternidad de la ciudad y tiene un acta de nacimiento como debe ser. Robert es el quinto hijo de su madre, que tiene ocho, y fue ella quien nos dijo que se casó más o menos a los dieciséis años. En resumidas cuentas, después de mucho sumar y restar, le echamos ochenta y cinco años. Nicéphore, el cura católico del pueblo, fue quien insistió en saber la posible edad de la mujer y eso nos obligó a hacer todos esos cálculos. «¿Pero es que su Dios pone fecha límite para entrar en el paraíso?», despotricó Robert.

La madre de Robert vivía en su pueblo, vecino al nuestro, desde la muerte de su marido. En principio, en nuestra cultura, cuando el marido muere, uno de sus hermanos puede casarse con la viuda. Una vez casada, la mujer se convierte en un bien de la familia del marido que se lega entre hermanos. Pero la madre de Robert tenía tan mal carácter que ninguno de los hermanos quiso desposarla. Regresó a su pueblo después de pasar algunos años en la familia de su marido, donde todo el mundo le hizo pagar con la misma moneda la vida, infernal según todos, que su esposo tuvo que soportar, aunque quienes los conocían de verdad matizaran algo las cosas. Dotada de un físico de luchadora y tan celosa como una mujer blanca, se peleaba con su marido cada vez que él le era infiel o le llevaba la contraria. No es que él fuera un cobarde y se dejara pegar, ni mucho menos, porque cuando se enzarzaban los dos lo normal era que él saliera victorioso. Pero, de vez en cuando, los hombres más forzudos del patio la tenían que coger en volandas de los brazos y las piernas porque se sentaba encima de él para atizarle una buena zurra. Es verdad que tenía mal carácter, pero quienes saben descifrar los mensajes mudos del amor en algunos suspiros y gestos, en algunas sonrisas o miradas, reconocen que amaba profundamente a su marido y que él también la quería. Como todas las mujeres del poblado, ella se encargaba de cubrir las necesidades de la familia. Cada día se iba en busca de alimentos y cultivaba arroz en el campo que tenía a cinco kilómetros del pueblo; su marido, mientras tanto, se pasaba la mayor parte del día charlando y bebiendo vino de palma, como hacen casi todos los hombres de aquí. Pero cuando en las veladas a la luz de la luna cantaba a su amada, había inflexiones en su voz que no engañaban a aquellos capaces de detectar el amor tras la entonación de una voz o en los arabescos de los trémolos arrebatados a un arco musical.

El único problema es que su mujer, sencillamente, no se dejaba pegar. No era como las demás mujeres del pueblo, para nada. Ellas habían sido educadas para ser sumisas a sus maridos, incluso aceptaban que les pegaran. Aurélie aplicaba la ley del ojo por ojo, diente por diente. Era algo superior a ella. En su juventud, su madre, sus hermanas, todas las mujeres del pueblo le habían explicado que una mujer jamás debía humillar a su marido peleándose con él y menos pegarle. Ella prometió, juró, que nunca más se pelearía con él, pero cada vez que él se dejaba llevar y la abofeteaba, ella le devolvía los sopapos sobre la marcha y cuando le levantaba la voz, ella le gritaba todavía más alto.

Sus peleas empezaron nada más iniciarse su relación. En aquellos tiempos, cuando un hombre quería a una mujer, primero iba a pedir su mano a sus propios padres y si no había ninguna objeción, ellos se encargaban de los procedimientos con la familia de la mujer amada. Si estos tampoco veían inconveniente, el hombre debía demostrar a la familia política que era un buen trabajador, que no dejaría a su mujer morir de hambre. Durante casi un año trabajaba gratis en el campo de la familia de su dulcinea suministrándoles lo necesario. Solo después de casarse, la mujer se encargaba sola de todos o casi todos los trabajos del campo.

Por lo general, nada impide a dos tortolitos acostarse juntos durante el noviazgo. Lo normal aquí es tomar la decisión de casarse e iniciar los trámites tras una buena evaluación de las respectivas habilidades en la cama. Ya se habían acostado juntos, aunque todavía no estaban casados, la primera vez que el padre y la madre de Robert se pegaron. Sin entrar en detalles, el padre de Robert contó, cuando todavía vivía, que ella le había faltado al respeto. Por su parte, la madre explicó que él era un estúpido celoso y creía, sin razón, que ella lo había engañado. Fuera como fuese, él le pegó detrás de la cabaña donde se veían de noche a escondidas, ya que entonces todavía no podían vivir juntos. Ella le devolvió enseguida la bofetada y empezaron a pelearse en silencio. Después de haberse golpeado varias veces contra el muro de la cabaña, salió su ocupante para ver qué pasaba y descubrió a la pareja atizándose en la oscuridad. Al principio pensó que estaban haciendo el amor. Necesitó algún tiempo para comprender lo que pasaba en realidad. Con dificultad, consiguió separarlos y calmarlos no sin antes recibir varios golpes.

Por supuesto, al día siguiente todo el pueblo estaba al corriente de lo sucedido. Los dos futuros progenitores de Robert tenían la cara magullada y nadie podía decir quién había ganado. Los padres y los amigos del padre de Robert enseguida le aconsejaron que se olvidara de esa mujer que se atrevía a enfrentarse a él, pero él se empeñó y terminaron casándose. En esa época, el padre de Robert era el único hombre monógamo del pueblo a pesar de ser guapo, alto, fuerte, tener las piernas arqueadas y poseer dotes de músico y bailarín. Todas esas cualidades se las transmitió a Robert, que terminó haciéndose famoso en la región. Era la primera vez que sucedía algo así en la comarca: una mujer impedía a su marido tener más esposas y se peleaba con él cada vez que lo veía flirtear con otra mujer. Eso no impidió que el padre de Robert tuviera otros hijos fuera del matrimonio. En total, cuatro. La gente sabía que tuvo esos hijos ilegítimos para salvar las apariencias, para no mostrar una sumisión total ante su mujer; pese a que la quería, seguía siendo un hombre, el único dueño de su sexo. Eso sí, ninguna de las madres de esos hijos bastardos puso nunca un pie en su casa. Aurélie les pegaba de camino al campo o al río cuando se enteraba de que salían con su marido, luego arremetía contra él. Dentro de casa, ella ponía en tela de juicio sus decisiones, lo cual generaba aún más peleas, unos enfrentamientos que ya conocía todo el cantón. Tampoco le importaba interrumpirlo en público y eso enfadaba a los demás hombres porque según ellos daba mal ejemplo al resto de las mujeres. A pesar de los consejos de sus amigos y de sus padres, que lo presionaron para que buscara a una mujer más llevadera, estuvo al lado de Aurélie hasta el final de su vida.

Al principio, los jefes de sus respectivas familias, incluso el jefe del pueblo, los reunían después de cada riña para intentar que ella entendiera que su deber era no cuestionar la autoridad de su marido y menos pelearse con él. Pero fue inútil. Al final, sus discusiones formaron parte del folclore del pueblo. Nos contentábamos con separarlos cuando se pegaban para evitar que se hicieran daño. Nadie se tomaba ya la molestia de preguntarles la razón de esa enésima disputa.

Según marca nuestra costumbre, cuando un hombre muere, antes de enterrarlo, la viuda ha de confesar frente a los habitantes del pueblo si lo había engañado durante su matrimonio y con quién. Todos, empezando por las implicadas, estaban convencidos de que, si la mujer mentía, el espíritu del difunto volvería para hostigarla hasta matarla. La gente se amontonaba en las ceremonias de confesión para conocer quién se había acostado con la nueva viuda. Los hombres que sabían que sus nombres saldrían mencionados eran precavidos y evitaban estar presentes durante el acontecimiento. Luego, cuando les decían que su nombre estaba entre los antiguos amantes de la nueva viuda, contestaban sin inmutarse: «¡Pero será mentirosa! Aprovechó que no estaba allí para difamarme».

Cuando el padre de Robert murió, Aurélie no huyó de la quema. El pueblo entero estaba allí para saber quién había merecido sus favores. El encargado de preguntar se llamaba Lazare. Le planteó a Aurélie la pregunta de rigor:

—Aurélie, la casa del marido es el mejor cobijo para una mujer. Pero esa casa puede resultar aburrida. ¿Buscaste alguna distracción fuera de ella durante el tiempo en que fue tu esposo?

—El cielo y su esposa, la tierra, son mis testigos: el único hombre al que he conocido ha sido mi difunto marido —respondió ella.

Era la primera vez que una mujer decía que nunca había engañado a un hombre. Aunque los que conocieron a la pareja sabían que decía la verdad, que se prodigaron un amor intenso, muchos habitantes del pueblo estaban convencidos de que una mujer no podía ser fiel a su marido indefinidamente, por mucho amor que se prodigaran. No creyeron a Aurélie, sus murmullos lo evidenciaron. Lazare volvió a plantear la pregunta y obtuvo la misma respuesta. Alguien entre la multitud murmuró más alto que el resto: «Miente».

Lazare preguntó por tercera vez. A Aurélie le hervía la sangre. Se levantó, se apretó el cordón que le sujetaba el pagne, volvió a sentarse, apretó los labios y desafió con la mirada a Lazare como diciendo: «¿Queréis pelea? ¡Pues la vais a tener!». Y con voz cansina, como si confesara tras una larga sesión de tortura, dijo lo suficientemente alto para que todo el mundo la oyera:

—Lazare, ¿por qué no me crees? ¿Piensas que soy como tu mujer?

Amélie, la mujer de Lazare, saltó de la fila donde estaban las mujeres y se plantó delante de Aurélie.

—¿A santo de qué me nombras en este asunto? Tienes que decir con quién engañaste a tu marido, yo aquí no pinto nada. Responde a las preguntas que te hacen en lugar de salpicar a los demás.

Aurélie seguía con los labios apretados y la mirada arisca. Lazare dudaba si debía seguir con el interrogatorio. Conocía a Amélie lo suficiente como para saber que si el asunto continuaba por ese camino sería él quien pagaría el pato.

—¿Con quién dices que engañó Amélie a su marido? —soltó alguien entre la multitud.

—Sí, cuéntanos la verdad —añadió otro.

—Lazare, ¿quieres que hable? —preguntó Aurélie.

—¿De qué quieres hablar? ¿De qué quieres hablar? —chilló Amélie—. El muerto es tu marido, no el mío. ¡Pedazo de bruja! Solo has de confesar con quién engañaste a tu marido, no te pedimos que saques a relucir los trapos sucios de quienes no te han hecho nada.

Aurélie seguía desafiando a Lazare con la mirada, él ya no sabía cómo sentarse. Como todos los cornudos que algo sospechan de su desgracia, quería saber, pero al mismo tiempo temía saber. Sobre todo, en público.

—¿Quieres que hable, Lazare? —volvió a preguntar Aurélie.

—Sí; dinos si engañaste a tu marido mientras estaba vivo.

—En efecto, esa es justo la pregunta que te han hecho, mala bruja —chilló de nuevo Amélie—. Responde.

—¿Por qué estás tan desquiciada, Amélie? —preguntó un hombre que había comprendido que no sacarían nada interesante de Aurélie y que lo de Amélie prometía ser más sustancioso.

—Sí, Amélie, ¿por qué estás tan nerviosa? —dijo otro hombre.

—¿Pero por qué la tomáis con Amélie? —preguntó una mujer—. Es Aurélie la que tiene que contestar a las preguntas, no Amélie.

—Muy bien —dijo Aurélie—. Os voy a decir con quién me engañaba mi marido.

—Esa no es la cuestión —gritó Amélie todavía más fuerte mientras se plantaba frente a Aurélie tras abalanzarse de nuevo desde el círculo al que había regresado para estar junto a las demás mujeres—. Tienes que decir con qué hombres te acostaste, no con quién te engañó tu marido. No le des la vuelta a la tortilla. Veo que me estás buscando y me vas a encontrar.

Lo dijo amenazando con el dedo a Aurélie hasta rozarle el mentón. Aurélie se levantó tranquilamente, se volvió a ajustar el pagne y le soltó a Amélie la bofetada más impresionante jamás vista en el pueblo. Por aquel entonces, Aurélie rondaba los sesenta, pero era tan fuerte como una chica de treinta, a diferencia de Amélie que era muy delgaducha y pesaba menos que una bicicleta. Amélie salió disparada del suelo y apareció en medio de una polvareda a una decena de metros con las piernas en alto y exhibiendo su ropa interior.

—Hace mucho que te debía este bofetón —afirmó Aurélie.

Nadie dijo esta boca es mía. La gente se quedó petrificada. Y Aurélie, digna a más no poder, con los labios todavía apretados y la mirada amenazadora, se fue dejando que cada uno interpretara a su manera lo que acababa de suceder.

Una vez en casa, Aurélie se apoyó en la puerta cerrada de su cuarto y, con voz grave, se puso a cantarle durante horas a su amado Philibert todas las canciones de amor que él le había dedicado a lo largo de su vida de prometida y de esposa. Esa noche, el pueblo entero, que entonces era todavía muy pequeño, oyó el arco musical de Philibert. El instrumento es un arco de madera de una sola cuerda que se toca con una vara, también de madera, modulada con la boca. Philibert era un virtuoso del arco, se había hecho famoso en la región. Fue mientras tocaba, durante una velada a la luz de la luna, cuando su mirada y su sonrisa se cruzaron con las de Aurélie y surgió el amor. Aurélie acompañaba con frecuencia a su marido a los pueblos donde iba a animar las veladas nocturnas y los actos fúnebres. Tocaba el arco con un estilo propio que la gente reconocía. Y esa noche, el pueblo juró haber oído a Philibert tocando.

Algo más tarde, durante esa misma noche, se oyeron ruidos de golpes y de gritos en casa de Lazare. La gente supuso que estaba poniendo firme a su mujer porque todos tenían claro lo que Aurélie había querido decir.

La madre de Robert solo pegaba a su marido y a las mujeres que lo rondaban. O a cualquiera que le faltara al respeto a ella o a su marido, o se atreviera a maltratar a uno de sus hijos. Cuando éramos pequeños, corríamos a ponernos bajo su protección cada vez que un adulto nos amenazaba con darnos un correctivo tras hacer alguna fechoría. Todos la temían como a la peste. Pero para nosotros, los amigos de Robert, fue siempre alguien adorable. Por eso nos movilizamos para su bautizo.

Aurélie se había hecho cristiana solo un año antes, cuando empezó a sufrir seriamente de diabetes; saltaba a la vista que pronto se reuniría con su amado Philibert. Fue Prudence, una de las hermanas de Robert, quien la convenció de entregarse a Jesús en un intento de conseguir un lugar en el paraíso. Prudence trabajó durante mucho tiempo en una discoteca de la capital. Para ser sinceros, era una prostituta a quien se llevaban a casa los últimos clientes de la discoteca o a quien proponían ejercer de acompañante de fin de semana cuando iban a algún funeral al interior del país. Los hombres de este país, todo hay que decirlo, pasan muchos fines de semana asistiendo a funerales, acontecimientos que se prestan a las borracheras, y siempre van sin sus mujeres, a menos que el difunto sea un familiar muy cercano. Cuando Prudence pasó de la cuarentena, comprendió por sí misma que era demasiado mayor para seguir ejerciendo el oficio más antiguo del mundo. Los hombres preferían la compañía de chicas más jóvenes y frescas para rematar la noche o pasar los fines de semana. Abrió entonces un barecito y se puso a buscar marido. Pero Robert, que nunca se mordía la lengua, le soltó a bocajarro: «Después de los cuarenta, una mujer puede encontrar a alguien con quien acostarse si se conserva bien, pero si piensa en casarse, es mejor no echar las campanas al vuelo. A menos que sea rica. Tú eres pobre y con la profesión que has ejercido y con esa piel de salamandra que tienes, puedes olvidarte». Durante su juventud, Prudence se había blanqueado la piel para estar más guapa, o eso pensaba ella. Por aquel entonces se decía que los hombres preferían a las mujeres de piel clara. Utilizó tantos productos distintos para aclararse la piel que terminó teniendo un tono entre amarillento y anaranjado, con manchas negras en las articulaciones de los dedos, los codos, los talones y los dedos de los pies. Con los años, predominó el color anaranjado y su piel acabó pareciéndose a la de una salamandra. No consiguió marido y, cumplidos ya los cincuenta, los clientes de su barecito de la capital empezaron a disminuir. Conviene aclarar que algunas chicas más jóvenes que ella también habían abierto varios bares. Y sus viejos amigos los preferían. Regresó al pueblo cuando ya no pudo pagar el alquiler de su casa y empezó a acumular deudas. Ya en el pueblo, se convirtió en una ferviente cristiana que pasaba la mayor parte del tiempo en la iglesia o leyendo la Biblia. ¿Quién dijo eso de que las mujeres se entregan a Dios cuando el diablo ya no las quiere? Prudence vivía con Robert en el recinto de su padre, compuesto de tres cabañas, y era raro que pasara un día sin que hermano y hermana se pelearan.

Robert no era cristiano, para nada. Según él, la religión católica no era más que un enorme fraude y bajo ningún concepto podía estar pensada para los africanos. «Una religión que considera el acto sexual como un pecado no puede ser para nosotros», decía. «Es buena para los blancos. Son ellos quienes tienen miedo del sexo. La prueba está en que muchos curas africanos se acuestan con mujeres. Ellos sí saben lo que es el sexo. Las personas que predican la abstinencia es gente intrínsecamente mala que no ama a los hombres. En ese sentido nuestros curas son deshonestos». Tampoco veía el islam con mejores ojos: «Una religión que prohíbe beber alcohol no está hecha para nosotros. Es para los árabes, no para nosotros. Por cierto, si su dios no entiende más que el árabe, ¿por qué yo, que no soy árabe, debería adorarlo?».