frn_fig_001

A. MACHADO LIBROS Literatura y Debate Crítico




Ant Machado Libros

www.machadolibros.com

Del caminar sobre hielo

MIGUEL CASADO




DEL CAMINAR SOBRE HIELO

A. MACHADO LIBROS Literatura y Debate Crítico - 29


Colección dirigida

por Carlos Piera

y Roberta Quance









© Miguel Casado, 2001

© de la presente edición,
Machado Grupo de Distribución, S.L.

C/ Labradores, 5. Parque Empresarial Prado del Espino

28660 Boadilla del Monte (Madrid)
editorial@machadolibros.com


ISBN: 978-84-9114-281-2






A José Doval, in memoriam,

y a Moisés Mori










Del caminar sobre hielo fue el título de un libro del cineasta alemán

Werner Herzog: diario de una caminata invernal entre Munich y París,

realizada del 23 de noviembre al 14 de diciembre de 1974.

Fue traducido al castellano por Nicanor Ancochea,

y coeditado por Muchnik y Alphaville en 1981.

Índice



PARTE I

Del caminar sobre hielo

Notas para una crítica de la tradición

Sobre originalidad y poesía

La realidad como deseo

Sobre la poesía dilatada

Sobre la fuga. Una utopía


PARTE II

¿Hacia una nueva crítica?

Crítica y ficción

Dispersión y poder de lo narrativo

Un ejercicio de comparación: «Lapidario» y «Lápidas»

Ashbery: El poema como lugar habitable


Nota del autor






PARTE I

Del caminar sobre hielo –tres itinerarios románticos–

El lugar común en torno al personaje romántico habla de un vivir de espaldas al mundo real, encastillado entre ensueños vaporosos aunque conmovedores. Manrique, el protagonista becqueriano de Un rayo de luna, conversa con las fuentes y las piedras, imagina extraterrestres, murmura en paseos nocturnos a través de las ruinas de los Templarios, persigue a una mujer maravillosa a la que otorga la perfección imaginaria, y finalmente enloquece al comprobar que la había inventado; en ningún momento del relato llega siquiera a sus oídos el rumor de los quehaceres cotidianos que lo rodean. Una lengua exclamativa y arrebatada acompaña a esta imagen, que se nutre de numerosas biografías extremas: de locura y de aventura, de suicidios y de escenarios mórbidos.

Al contrario de lo sugerido en esta simplificación, el Romanticismo no acepta reducirse a una época delimitada ni a un concepto teórico preciso; más bien se extiende como una atmósfera, como un haz de problemas y dispersiones, como una voluntad. Es un proyecto de conocimiento y también una utopía; en su formulación, contiene el germen de un fracaso que, lejos de anularlo, lo consagra.

En vez de dar la espalda a la realidad, los románticos se dirigen de frente hacia ella, asumiendo además los riesgos implicados en este desafío. Así, mientras Schiller advertía desde el clasicismo: «¿Debemos levantar el velo / cuando es inminente una catástrofe? / Sólo la ilusión es vida, / conocer es la muerte»1; Schlegel, desde su puesto de portavoz romántico, oponía con voz de proclama: «Ya es hora de rasgar el velo de Isis y revelar su misterio. Quien no soporte la vista de la diosa, huya o sucumba». Cruce entre la sensibilidad esotérica y la vocación absoluta de la ciencia, el proyecto romántico se formula como búsqueda de saber que no reconoce límites.

¿Límites? Según las ideas de la época, el hombre pertenece a una etapa de la historia cósmica que es la de la separación respecto a la Naturaleza y también respecto a la huella espiritual que ha sido impresa en el mundo. La búsqueda de saber se propone superar esa distancia, es reconquista de la unidad primitiva. Se trata de una propuesta asentada en la metafísica, pero igualmente existencial, pues su desarrollo se vincula a la vida íntima del individuo que comparte ese afán absoluto.

Esto no es así sólo por un principio teórico, sino sobre todo porque el camino de ese conocimiento pasa precisamente por la vida personal: sólo en ella puede ejercerse. En palabras de Novalis: «Todo descenso en el yo, toda mirada hacia el interior, es al mismo tiempo ascensión, asunción, mirada hacia la verdadera realidad exterior. (...) El primer paso es una mirada hacia el interior, una contemplación exclusiva de nuestro propio yo». Y ese interior se presenta complejo: reúne a la conciencia con las regiones oscuras de los sueños, los deseos o la enfermedad, y no para someter una zona a otra, sino para que ambas se integren potenciándose.

Esta dirección de la búsqueda no se cierra en un ensimismamiento, pues Novalis continúa así: «El segundo paso debe ser una mirada eficaz hacia el exterior, una observación activa, autónoma y perseverante del mundo de fuera». De la unidad completa del yo a la unidad del hombre y la naturaleza, dos pasos del mismo proyecto.

En uno u otro grado, todas las tentativas románticas remitirían a este eje de ideas. La lectura más frecuente resalta la exploración de las «regiones oscuras», desde la inmersión en el mal que protagonizan los personajes de Hoffmann y su juego de fatalidad y destino, a la imagen mística de la noche en Novalis. Es llamativo, no obstante, que en un poema como los Himnos a la noche –«más celestes que aquellas centelleantes estrellas nos parecen los ojos infinitos que abrió la noche en nosotros»2–, la epopeya de la superación de la luz vaya guiada por un férreo hilo dialéctico, con todas las fases ortodoxas de este sistema de pensamiento, e intervenga también decisivamente una opción de la voluntad: el éxtasis para-místico no es revelado, sino buscado... y razonado: Novalis, como en el resto de su obra, tiende aquí a lo racional, usa la razón para superar a la razón, como bisturí que raja el vientre del misterio.

Unidad, pues, de razón y sinrazón, de conciencia y sueño y deseo, el recorrido romántico es igualmente un trayecto nítido y luminoso, a la luz del día. Así es, de principio a fin, el de Hölderlin o el de Büchner, itinerarios en que pierde otro límite: el que había de separar a los locos de los cuerdos. Más allá del análisis concreto de los casos personales, todos los románticos hacen un viaje paralelo: el reflexivo Coleridge y su marinero poseído; Novalis velando durante un mes la tumba de su novia en una auténtica boda con la muerte, y luego obteniendo un cargo oficial y preparando un matrimonio burgués, época en la que escribe la experiencia anterior; el enfermo Kleist, sometido a una necesidad angustiosa de nomadeo, requiriendo compañía para el suicidio; el funcionario Hoffmann, en su mundo morboso y frenético. Sirva como símbolo la pasión idéntica con que el lento Wordsworth y el desbordado Lenz se entregan a las rutas durísimas de los Alpes suizos, los mismos años, iguales cimas y abismos.



1. En compañía de los árboles


El Hiperión es un relato epistolar: el protagonista va narrando su vida a un amigo, Belarmino, a quien a veces hace también partícipe de cartas dirigidas a otros personajes o escritas por ellos. De este modo, el libro funciona como un doble de la vida real: la febril actividad epistolar de los actores del Romanticismo, la indefinición de terrenos en sus cartas entre la vida y la fabulación literaria, el intercambio sin reservas de lo más íntimo llevado a cabo por quienes nunca desearon ser solitarios.

Hölderlin fue publicando fragmentos de la obra que iban siendo luego eliminados por nuevos enfoques. En su forma final, Hiperión o el eremita en Grecia3 refiere algunos años de la vida de un joven griego; salido al mundo, tras sus estudios, conoce la absorbente amistad de Alabanda y el amor de Diótima, añora los valores de la época clásica, se alista en unas guerrillas antiturcas; el fracaso de la utopía y la muerte de Diótima conducen al agudo dolor final. Se trata de una historia cíclica de momentos de plenitud y entusiasmo, hundimientos absolutos y luminosas resurrecciones, que se suceden con la misma intensidad exaltada: nunca hay distancia, es la sensación real del yo que se vive en ellas.

Pero ya en el principio del libro, antes de que comiencen a intervenir los incidentes biográficos del personaje, Hiperión se encuentra escindido entre su sentimiento de unidad con el mundo y su sentimiento de separación, y ese choque reaparecerá subyaciendo a cada uno de los ciclos: en el fondo, no hay otro argumento.

«La plenitud del mundo infinitamente vivo nutre y sacia con embriaguez mi indigente ser.»

«Ser uno con todo, ésa es la vida de la divinidad, ése es el cielo del hombre.»

Es la organización de la sociedad humana quien se encarga de romper ese estado, construyéndose a sí misma como instrumento de la separación, incorporando a sus miembros a través de un aprendizaje de la separación: «En vuestras escuelas es donde me volví tan razonable, donde aprendí a diferenciarme de manera tan fundamental de lo que me rodea; ahora estoy aislado entre la hermosura del mundo».

Este enunciado primero combina dos aspectos: por una parte se declara hostil al sistema social establecido, rompiendo con él, anunciando la carga política del Hiperión; por otra parte, implica al yo en la escisión, al presentarlo asimilado al sistema: junto a la lucha hacia fuera, está dado también el desgarramiento interno. Ambos aspectos coinciden en la utopía de la unidad ya entrevista, cuya imagen reaparecerá en los momentos más altos. Pero también quedan marcados por su carácter extremo: lo que se busca no es de este mundo, habría que crear otro, y otro yo que le correspondiera.

Es decir: el carácter extremo de la búsqueda no procede de una causa sicológica –el temperamento del personaje–, sino que es inherente a la misma búsqueda. No hay un debate entre utopía y posibilismo práctico, porque resulta obvia desde el principio la falsedad de cualquier punto medio: «Odio, como a la muerte, todos estos mezquinos intermedios de algo y de nada. Mi alma entera se eriza frente a lo insignificante. // Lo que no es todo y eternamente todo, es para mí nada»4.


Uno de estos lugares extremos es el amor. En cada relación de amistad, en cada encuentro, se quiere tener un mundo entero. Y así ocurre también en la experiencia suprema con Diótima: «A partir de entonces, nuestras dos almas vivieron una unión cada vez más libre y hermosa, y todo en nosotros y en torno nuestro se conjugaba en una paz de oro. Parecía como si el viejo mundo hubiera muerto y empezara con nosotros uno nuevo, (...) y con nosotros todos los seres, volábamos, espiritualmente unidos». En el amor renace el mito de la unidad; eso está claro, pero conviene observar que tal objetivo es visto por Hölderlin como una meta para la vida real, no un ensueño ilusorio; por eso es tan extremo: porque entrega todas sus energías al afán de verlo realizado sobre la tierra.

Dos circunstancias muestran la naturaleza material de este amor: la descripción del beso, sublime y extática, pero fuertemente sensual: el amor abre un mundo del espíritu, superior, adonde los protagonistas acceden completos: unos con él, son unos en sí, su alma y su cuerpo. En relación con esto, la segunda circunstancia: el amor entre Hiperión y Diótima –al margen de la anécdota biográfica de Hölderlin y Susette Gontard, que no es paralela– es durante un tiempo una relación feliz, plenamente compartida por los dos y apoyada por el entorno familiar y amistoso. No hay desengaño ni desencuentro; el fracaso es producido por lo extremo de la utopía de Hiperión –no hay plenitud individual, si todo no es plenitud– y por la estricta condición humana –la muerte–; sólo la coincidencia fatal entre ambas cosas, reviste al fracaso de culpa. Pero eso no dura, pues este final resulta necesario, implícito en la exigencia previa; el último dolor no tiene culpa, es objetivo.


La utopía política sigue un rumbo similar, aunque su mayor detalle anecdótico permite otros matices. Se ha dicho ya que el punto de arranque es subversivo; incluso en los años de locura de Hölderlin, el carpintero Zimmer lo describe en actitud crítica: «Todo el día está hablando en voz alta, haciéndose preguntas y respondiéndose –todo el tiempo– y sus respuestas rara vez son afirmativas. Tiene un fuerte espíritu de negación»5. Y en el final del libro lanza su célebre diatriba contra los alemanes, a los que ataca por estar deshumanizados y por haber destruido en pocos años a sus mejores espíritus.

La formulación de esta utopía recoge todas las gamas. Es genérica: «lo que buscas es un tiempo mejor, un mundo más hermoso». Se acerca al tono de la consigna militante: «En el taller, en las casas, en las asambleas, en los templos, que cambie todo en todas partes». Y, por último, del mismo modo que en el amor, no se acepta como mero ensueño, busca una vía práctica para materializarse: la organización de las guerrillas, la lucha por la libertad de Grecia y la recuperación de sus valores; por tanto, armas, ejércitos, batallas. Y de nuevo la experiencia del fracaso procede de la victoria.

Los soldados de Hiperión asesinan indiscriminadamente para saquear y le hieren a él mismo cuando se opone: «Era un proyecto extraordinario pretender fundar mi Elíseo con una banda de ladrones». La exigencia de la utopía es extrema: no se puede construir otro mundo con piedras de éste. Hölderlin propone una teoría radical desde esta reflexión: «Siempre que el hombre ha querido hacer del Estado su cielo, lo ha convertido en su infierno». No hay, pues, salida: rechaza una utopía que sea sólo inerte y teórica, exige la coherencia de entregarse vitalmente a ella, y la empresa queda bloqueada por su propia naturaleza. Antes de elaborar la figura del loco, Hölderlin desemboca en la del exiliado perpetuo, el que ha de perder todo vínculo nacional o familiar, el paria.


En Hiperión el fracaso no es una conclusión existencial: es una categoría de conocimiento. A lo largo de la vida, el personaje ha ido aprendiendo cómo se desplegaba su primera intuición de estar escindido; ha comprendido que el dolor es necesario para que los seres alcancen su dignidad, y se ha visto animado por la certeza de que en él una energía íntima una y otra vez se realimentaba y le empujaba a reiniciar el ciclo. Cada derrota agudizaba su dolor y luego era superada. En cambio, el fracaso que sigue a la aventura militante y la muerte de Diótima, está en otro plano, rompe la sucesión de los ciclos; no es existencial, porque renuncia a fingir la existencia. Ya no es el griego Hiperión, sino Hölderlin, el poeta loco.

Bettina Brentano habla de él en una carta a Karoline von Gunderrode: «Pero si supiese cómo hacerlo, iría allí, si vinieses conmigo, Karoline, y no se lo diríamos a nadie, diríamos que íbamos a Hanau. Podríamos decírselo a la abuela, ella lo permitiría. Hoy he hablado con ella de él y le he contado que vive allí junto a un riachuelo en una cabaña, duerme con las puertas abiertas y recita durante horas odas griegas acompañado del murmullo del riachuelo. La princesa de Homburg le ha regalado un piano de cola, entonces él cortó las cuerdas, pero no todas, de manera que varias teclas funcionan, y se dedica a improvisar, a mí esta locura me parece tan suave y grande... Aquí en Francfort no le puedo nombrar, se propalan las cosas más terribles de él, sólo porque ha amado a una mujer, para escribir Hiperión. La gente llama aquí a amar: casarse»6.

Se trata de un texto ejemplar: las prohibiciones y vetos no se relacionan con la locura, sino con la transgresión de las normas sociales, la transgresión del amor extremo y del arte, que también llevará al suicidio a la receptora de la carta; la fabulación de un Hölderlin fundido con el paisaje; el símbolo de la improvisación minimalista de sus años de encierro. Incluso la fantasía de situarle en una cabaña, en vez de en la sólida torre del carpintero, recuerda al Hiperión: «En la ladera de la montaña me he construido una cabaña con ramas de lentisco y he plantado alrededor musgo y árboles, tomillo y toda clase de arbustos». Y es que lo que más impresiona de esos cuarenta años de encierro como vegetal, es la sensación de que fueron elegidos.

El Hiperión –y aun más los fragmentos previos– está salpicado de anticipaciones de ese futuro.

«Poco a poco iba volviéndose tranquilo y dócil como un niño. No, no quería buscar nada más; no quería sino ir pasando los días tan bien como pudiese»7.

«Huía de todo aquello que pudiera conmoverme el ánimo, y lo que me era indiferente se me volvió aún más indiferente. Retraimiento respecto a todo lo viviente, eso era lo que yo buscaba (...), lo que tenía ante los ojos se me había vuelto tan ajeno, que a menudo lo contemplaba con estupor»8.

«Construyo a mi corazón una tumba para que pueda descansar en ella; me encierro a mí mismo como una larva, porque afuera sólo hay invierno; me protejo de la tormenta con los recuerdos más felices».

Los hechos de ese período de la vida de Hölderlin son escuetos y conocidos. Después de sufrir varias crisis, una muy aguda le lleva en un dramático viaje a pie desde Burdeos a la casa de un amigo en Alemania. Conducido a Tübingen, a la residencia familiar del carpintero Zimmer, pasa allí sus últimos cuarenta años, como ensordecido; pasea por los campos, recibe con desgana algunas visitas e improvisa breves poemas que fecha cien años antes o después, firmándolos con otros nombres, se deja crecer las uñas, trata a todas las personas con humildad y les concede títulos de nobleza, lee una y otra vez el Hiperión, golpea su piano sin cuerdas.

La lengua de sus poemas de la locura había sido también anticipada: «Los bienaventurados, entre los cuales está ahora Diótima, no hablan mucho; en mi noche, en el abismo de los tristes, quedan también pocas palabras». Son textos breves, limpios de retórica, enunciativos y descriptivos con un pequeño sesgo exclamativo; sus títulos reiterados hablan sobre todo del paso de las estaciones, de su continuidad como formas de la misma maravilla: se repite, para todas las épocas, la palabra fiesta; la naturaleza en sí lo es. El paisaje aparece estático, limitado a sus elementos esenciales, sin detalles; sobre él se ejerce la acción de los fenómenos del clima –sol, nieve–, partes de su mismo cuerpo. Hölderlin, como después Van Gogh, admira la labor campesina y se afana en reflejar, como único movimiento de sus cuadros, las imágenes del trabajo agrario – «Maravillado está el hombre ante su esfuerzo que fructifica»9– y a través de ellas lo humano más digno y noble: «La vida de los hombres / muéstrase al descubierto como sobre un mar», «La vida es la tarea del hombre en este mundo».


En un poema dedicado al invierno se lee: «Es el reposo de la Naturaleza, y el silencio de los campos / parece el humano reino del espíritu, y más altas se muestran / las diferencias, como si la Naturaleza su alta imagen / mostrase, y no ya su dulzura de Primavera». No dulzura, pero tampoco dureza: reposo, silencio, reino del espíritu, nitidez en la presencia de los objetos; el último Hölderlin es transparente y puro, luminoso, está lleno de una calma interior que le permite la alta contemplación desnuda del mundo, «las más hondas preguntas (...) sin que el dolor le muerda el alma»10. Es un espacio del ser, sin dimensión existencial, y así se podrá describir el cementerio nevado con los mismos términos y tono que el resto del paisaje campestre.

Quizá sea excesivo decir que se ha alcanzado la perseguida unidad, pero ésa es la sensación que se desprende, la misma que del análisis final del Hiperión –«una nueva felicidad nace en el corazón cuando se mantiene firme y logra soportar y atravesar la medianoche de la pesadumbre y, como el canto del ruiseñor sólo se oye en la oscuridad, el himno a la vida del mundo sólo se deja escuchar en nosotros en el fondo del dolor. Pues a partir de entonces viví en compañía de los árboles...»–, donde se habla de otro grado de vida al que resulta difícil llamar locura. Más bien, se trataría del conocimiento de la humildad y la materia, como en el párrafo que cierra las cartas del joven griego: «¡Oh naturaleza, con tus dioses, pensé, yo he soñado hasta el final del sueño de las cosas humanas, y digo que sólo tú vives, y cuanto han conseguido o pensado los hombres inquietos se derrite como granos de cera al calor de tus llamas!».



2. La poesía es lo real


«El mito de la unidad perdida es también el mito de la unidad recobrada. Y el estado de separación que va de la una a la otra, el período de devenir en que se inscriben la historia del mundo creado y la historia del hombre, no es una pura y simple expresión del mal». Y Albert Béguin, en la parte sin duda más sugerente de El alma romántica y el sueño, la que dedica a las ideas de los precursores, añade: «Por el contrario, es Dios quien, testigo de la caída del hombre, no quiso que ésta se prolongase hasta abismos irremediables, sino que, encerrando al hombre en la materia, le ofrece en ella una última oportunidad de salvarse. El hombre- espíritu se ha hecho hombre-naturaleza». Más que de un concepto, se trata de una intuición y no se puede acceder a ella desde la tradicional dicotomía cuerpo-alma, sino sólo desde su síntesis: el espíritu existe precisamente porque existe como materia. No es otro el conocimiento que Hölderlin parece alcanzar, como se ha visto.

Pero es que, además, en esta intuición está contenida la razón de ser de la poesía. Según Schubert, «la naturaleza es una revelación de Dios al hombre, revelación cuyas letras son seres vivos y fuerzas móviles». Si, de acuerdo con esta imagen secular que los románticos recogen, la naturaleza es un texto, su contenido remitirá a aquel estado de unidad perdida, sus signos serán ecos de un lenguaje primitivo, anterior a la separación. Aquí se inserta la poesía: el ritmo y la magia que operan en ella son vestigios de aquel lenguaje; por su boca se expresan regiones oscuras del hombre, donde anida otra memoria y se reconocen profundas analogías con el orden universal añorado; la creencia romántica en la inspiración, en que el autor es sólo uno de los autores de su obra, cuya responsabilidad completa no posee, remite a este núcleo de convicciones.

El lugar de la poesía es, de tal modo, el más alto: descubrimiento de una revelación cifrada en el mundo, vía para la reconquista de la unidad universal, cuerpo del más supremo conocimiento posible. La poética romántica es trascendente y se asienta en un hondo análisis metafísico. Pero su discurso difiere por completo de lo que señala el tópico: no es abstracto, ni encadena grandes palabras vacías u oquedades retóricas sin otro signo que la exaltación, ni derrama lágrimas dramatizadas. Si su análisis es metafísico, la mirada de la poesía es física: es el lector de la naturaleza, el diseccionador de la vida, el submarinista de lo real.

Pocos más rotundos en esta polémica que Novalis: «La poesía es lo real absoluto. Mientras más poética es una cosa, es más verdadera»11. Así, nada queda más lejos de lo vago e impreciso: «Mientras más personal, local, temporal y particular es un poema, más se aproxima al centro de toda poesía». Sólo a través de lo que se concreta hasta el límite, es posible liberarse de la presión generalizadora del lenguaje: las palabras más usadas, las figuras retóricas más repetidas, los conceptos supuestamente decantados y desnudos, no pueden desprenderse del estigma de su uso social; son código, civilización, el lado opuesto de la naturaleza. El poeta busca, como decía Moritz, «algunos objetos materiales cuya vista nos da una oscura noticia de nuestra vida entera, y quizá de nuestra existencia»; busca el punto más próximo a la conversión de la palabra en cosa, objeto irrepetible, para el que no podría existir plural; busca, como proponía Ortega siguiendo a Nietzsche, y pese a su declarado antirromanticismo, el texto en que la cosa se convierta en yo, es decir, en ese momento, allí, se experimente ser12.

En Novalis esta poética implica también una ética y una retórica, cuya reunión es la que configura al poeta. Así es como ha de comportarse en el mundo: «Trato duradero e incansable, contemplación libre y sabia, atención fija en los menores indicios y señas, vida interna de poeta, sentidos ejercitados, alma piadosa y sencilla»13. Y así, como ya se vio en un ejemplo ilustre, es su lenguaje: «Se puede considerar como muy raro el hecho de encontrar la verdadera inteligencia de la Naturaleza unida a la gran elocuencia, a la habilidad y a una vida notable, pues, generalmente, la acompañan palabras muy sencillas, un pensamiento recto y sincero, y una vida austera».


El lugar privilegiado que le corresponde a la poesía se reclama en un texto de título «El más antiguo programa de sistema del idealismo alemán», que al parecer redactó Hölderlin en colaboración con Hegel y Schelling durante sus años de convivencia juvenil: «La poesía recibe de este modo una más alta dignidad, vuelve a ser al final lo que era al principio, maestra de la humanidad, pues ya no hay filosofía, ya no hay historia, sólo la poesía sobrevivirá a todas las demás ciencias y artes»14. Pero si esta superioridad de la poesía viene dada por su carácter de instrumento único para el análisis y el conocimiento de la naturaleza, para la penetración íntima en la materia, ¿cuál es su relación con las ciencias naturales?

Es significativo el número de poetas con amplia preparación científica; aparte del caso de Novalis, podrían citarse los estudios matemáticos de Wordsworth, que en el Preludio15 se declara apasionado por la geometría y de quien se conoce su familiaridad con la obra de Newton; o Büchner, experto en anatomía y neurología animal, doctorado con su trabajo «Sobre el sistema nervioso de los barbos». Y es significativo porque viene a ratificar que, en la mente romántica, ambos modos de conocimiento coinciden en su objeto y no difieren apenas respecto a su enfoque. Novalis lo analizará en su hermoso y fragmentario texto Los discípulos en Sais.

La primera frase recoge la imagen ya conocida: «Los hombres marchan por distintos caminos; quien los siga y compare, verá surgir extrañas figuras; figuras que parecen pertenecer a aquella escritura difícil y caprichosa que se encuentra en todas partes: sobre las alas, sobre la cáscara de los huevos...», etc. La escritura de la naturaleza, de la cual toda escritura es débil reflejo. Reunidos los discípulos en Sais, junto al templo de Isis, tratan de aprender su clave, levantar el velo prohibido. Su modelo es la propia vida de su maestro: la lenta educación, desde la infancia, perdido en contemplarlo todo. «A poco, ya no vio nada aisladamente. Las percepciones de sus sentidos se agolpaban en grandes y variadas imágenes. Oía, veía, tocaba y pensaba a un tiempo». El estudio no se distingue de la vida, lo conocido de lo experimentado, el pensamiento es un órgano del cuerpo, el tacto una forma del espíritu.

Novalis relata anécdotas del aprendizaje y discusiones en grupo sobre la naturaleza. Aunque desde un punto de vista erudito podrían identificarse las posturas en debate16, desde el planteamiento literario –el que guió su escritura– el texto funciona como una red de impulsos convergentes, como una atmósfera intelectual y afectiva, de la que se desprenden sus propuestas: claras, pero rodeadas de esa aura cálida de lo que fluye en la experiencia.

«Al conjunto de lo que nos concierne se le llama Naturaleza y, por consiguiente, esta última se halla en relación directa con las partes de nuestro cuerpo que llamamos sentidos (...). Es, por lo tanto, esa maravillosa síntesis en la cual nos introduce nuestro cuerpo, y que aprendemos a conocer en la medida de su constitución y sus facultades».

Abocada de manera tan directa hacia la realidad, esta cita introduce sin embargo la conciencia de los límites del conocimiento: «aprendemos a conocer en la medida de ...» las posibilidades del propio cuerpo. Pero los límites no aparecen sólo de este lado, sino que sobre todo son esenciales al objeto que se quiere conocer. Por ejemplo, esta previsión de la vertiginosa pérdida de pie que padece la actual física de partículas: «Jamás se descubrirá la partícula más pequeña de los cuerpos sólidos, ni la fibra más tenue, ya que todo tamaño se resuelve, ora avanzando, ora retrocediendo, en lo infinito». Tales límites intrínsecos encuentran una formulación más radical aún cuando se considera que, en cualquier caso, lo que resulta irreductible, es el destino existencial del hombre: «Por mucho que andemos y a cualquier parte que lleguemos, la naturaleza sigue siendo el aterrador molino de la muerte». Y el discípulo presenta el universo visionariamente como regido por una fuerza que aboca al desorden, como en la moderna entropía de los físicos.

Aunque Novalis no explicita el nexo, parecería que es de estos límites de donde acaba derivándose la diferencia principal entre poetas y científicos. Ambos –ya se ha dicho– persiguen el mismo conocimiento y deben utilizar iguales métodos; incluso, para uno de los interlocutores, «hablan idéntico idioma» como si fueran «oriundos de la misma nación». Pero poco a poco se intuyen otros datos.

Así, la presencia del deseo. El esfuerzo de comprender se ennoblece y hace posible con él; pero no deja de ser ambiguo y de engañar mediante las transferencias y los subjetivismos que adhiere a la contemplación. «Pocos son los que se detienen tranquilamente en medio de las bellezas que lo rodean, y se contentan con poder penetrarlas en su perfección y en sus conexiones». Hölderlin al fondo, lograr esto no es asunto de capacidad metodológica sino de una costosa y dolorida iniciación (el maestro, los discípulos, el templo).

El conocimiento que se busca no es un inventario inerte, ni una alquimia de líquidos anotada en estadísticas, sino la perforación – instantánea, efímera– del velo, la revelación del estado originario. Recuérdese que la otra vía propuesta por Novalis, en los Himnos a la noche, se remite a la mística: la observación, el cuerpo a cuerpo, sí; pero la ruptura de los vínculos, el vuelo. La poesía.

«Al leer o escuchar un poema verdadero, experimentamos la sensación de que se conmueve una inteligencia muy íntima de la naturaleza; y flotamos, como un cuerpo celeste, en ella y sobre ella a la vez».


En un sueño de Jean Paul, «una alta figura, rodeada por una nube oscura, pisó un velo blanco y dijo melodiosamente: desvaneceos dulcemente en los sonidos»17.

Si hasta aquí se ha presentado la poesía como vehículo para conocer, es preciso referirse a la parte que esta idea tiene de falseamiento. Vehículo significa medio, camino, lo que traslada de un sitio a otro, comunica lugares. Pero el poema, cuando es verdadero –dice Novalis–, es ya ese conocimiento; no une el cuerpo del poeta con el de la naturaleza, sino que es él ambos cuerpos fundidos. Espacio real, materia, objeto del mundo: la entidad física del ritmo es percibida de continuo por los románticos.

Hay un texto que, como ningún otro, explica esta cualidad de vida en sí, autónoma, que posee el poema. Es La oda del viejo marinero de Coleridge18, el relato de una maldición.

Navegando entre hielo por los mares australes, un marinero tiene el impulso inmotivado de matar al albatros que los estaba guiando y protegía. Es una emergencia arbitraria del mal, una erupción autodestructiva –«¡Pero que nadie diga que el destino nos separa!¡Somos nosotros, nosotros!»19–. Los continuos cambios de la brisa y la alternancia entre la bruma y el sol van provocando el continuo cambio en los ánimos de la tripulación hacia el asesino del ave –tan pronto talismán como gafe–, en una dinámica que recuerda mucho los ciclos anímicos de Hiperión. Después, el poema entra en una fase espectral: una nave fantasma transporta espíritus que se rifan a los marineros; a todos les toca la muerte, menos al protagonista, asignado a la Vida-en-muerte –«construyo a mi corazón una tumba...», etc.–; ahora la nave fantasma es la suya, viaja sobre docenas de cadáveres. Tras incidentes espectaculares arriba a puerto, y queda condenado para siempre a repetir este relato.

Ahí reside la clave: toda la historia se desarrolla en un dramático escenario de palabras. Cuando empieza el poema, unos invitados se dirigían a una boda; el desconocido narrador irrumpe de pronto, sujeta a alguien por el brazo, con su mirada fulminante le arranca del mundo cotidiano. Y el discurso se despliega de manera simultánea a la frívola ceremonia nupcial. El paréntesis de irrealidad a que el receptor es arrastrado se va convirtiendo en la realidad más profunda, hacia la que se hunde aquella ficticia superficie festiva; los saltos, las bruscas elipsis, las iluminaciones súbitas de la voz –«¡Ved sus ojos de llama y su cabello loco!»20– transmiten una percepción distinta que tiene que expresarse así en un lenguaje externo al mundo.

El marinero, obligado por su condena a narrar, vive en el relato, vida más verdadera que la vida; en él se castiga y se libera, y reencuentra cada vez lo que conoció de sí mismo. Su imagen es la del arrebato y la revelación, nunca la del que recita lo repetido. La imagen de quien le oye se va sumiendo en la suya.



3. La locura como descripción de la vida


El durísimo paisaje de La oda del viejo marinero –«Y a un tiempo llegaron las brumas y la nieve / y tras ellas un portentoso frío, / y un hilo verde como la esmeralda / ciñó la cúspide del mástil»– se presenta con una extraña, peregrina transparencia luminosa. Del caminar sobre hielo habla también Lenz21 por los senderos alpinos, del frío que sobrecoge en la oscuridad de la habitación nocturna. Helada historia y lenguaje, al final del ciclo romántico.

En ella se cruzan, hasta hacerse difícil distinguirlos, dos personajes: el protagonista, Lenz; el autor, Büchner. Lenz, poeta del Sturm und Drang, es una de las víctimas de Goethe; el clásico de la lengua alemana es también el verdugo de los disidentes, pues su figura había crecido tanto que podía penetrar hasta dentro de las personas que creían en él. Convertido paralelamente en gestor de la perfección y en vigilante de la ortodoxia, los espíritus románticos parecían exasperarlo: amaban el riesgo hasta el punto en que se forzaban a ser imperfectos, y su postura desembocaba en disidencia. El caso de Lenz fue mucho más allá que el de Hölderlin –apenas un malentendido, aunque bien difícil de olvidar–; amigos íntimos, grabaron juntos sus iniciales en la catedral de Estrasburgo; Goethe invitó a Lenz a Weimar y luego, celoso de él, aprovechó un incidente cortesano para avasallarle con todo el peso de la burocracia. Lenz fue desterrado y entró en un vértigo de viajes que recuerda el de Kleist. Tras agudas crisis esquizofrénicas, murió abandonado en una calle de Moscú tres años después de la época recogida en la novela.

Por su parte, la biografía del autor, Büchner, repite casi el argumento de Hiperión: del activismo revolucionario a un profundo desengaño humano y la distancia respecto a sus compañeros. En el exilio, sus cartas contienen un ensordecimiento interior que difiere del de Hölderlin por la angustia aguda que le impide vivir: no hay vida, pero tampoco refugio, no se ha llegado a ningún puerto. El tifus corta de raíz este proceso a los 24 años, en 1837; Hölderlin, ya viejo, vivirá todavía siete años más, el superviviente.

En los dos, Lenz y Büchner, queda claro cómo el dilema racionalidad / irracionalidad no atañe a los románticos, locos y cuerdos están todos del mismo lado de la raya; otras oposiciones sí son vividas como entre términos excluyentes, así la que enfrenta sometimiento pragmático con radicalidad.


Como en la trayectoria de Büchner, tampoco hay proceso en la de su personaje Lenz. Al principio se está ya en la locura y en medio de un viaje a pie sin origen y sin destino; se ha extirpado cualquier referencia al pasado, nada ha conducido hasta este punto; no hay dimensión temporal y tampoco existe el espacio como medida de una distancia, como referencia de un vínculo entre lugares – permanecerá sólo como objetos que se acumulan alrededor. Es un presente puro, un cuerpo aislado en el aire. Paul Celan ha insistido en cómo el principio de la novela –«El 20 de enero Lenz caminaba por la sierra»– es por excelencia el gesto creador del poema: un aquí y ahora ineludible, extremadamente real, pero que sólo se refiere a sí mismo22. Sin conocerlo, un contemporáneo de Lenz, Moritz, explicaría la peculiar herida que produce ese gesto: «El sentimiento de la expansión y del encogimiento de nuestro ser se concentra en un momento, y de la sensación mezclada que resulta nace precisamente la extraña especie de melancolía que se apodera de nosotros»23. Esa sensación rige la lectura de la novela: la de una materialidad que, siendo lo más real, es por entero ajena al mundo.

Ajeno al mundo, sin embargo, también Lenz profesa íntimamente el mito de la unidad –«debe ser un infinito sentimiento de deleite el ser tocado así por la vida peculiar de cada forma; tener un alma para piedras, metales, agua y plantas»– y muchas veces los raptos de su sensibilidad le empujan a experimentarla con vehemencia: «Todo le resultaba tan pequeño, tan cercano, tan húmedo, hubiera querido poner a la tierra detrás del horno»: cuidar amoroso a la tierra, secarla a la lumbre, compadecerse de los objetos, sentir que ellos sienten.

Esta tendencia a identificarse con todos los seres se convierte precisamente en la fuerza que le derrumbará el mito, cuando se invierta la lectura que hace de sus elementos. «Una flor negra de la noche creció ávida hacia el cielo, torciéndose con violencia cuanto más se hacía la claridad –así soñó Jean Paul–; una araña corrió tejiendo laboriosamente en el cáliz de la flor para mantener la noche fija con hilos, sí, para hilar el velo de los muertos del mundo»24. La experiencia de la naturaleza se manifiesta entonces como experiencia de la muerte y el personaje, ante el cadáver de una niña, siente que todo ha roto sus lazos con él. Intenta resucitarla, se comporta «como un loco» (deja de tener necesidad de máscaras), y luego decide cortar su relación con Dios. Los fragmentos de reflexión que llenan esta escena, son proporcionados por Büchner con el mismo ritmo sin pausa de los acontecimientos naturales; como suele decirse, una «fuerza de la naturaleza» se ha desencadenado.

Si la historia del hombre es la separación, Lenz supone en ella una vuelta de tuerca final. Dejando atrás, como pisadas, las últimas huellas del mito, se identifica con la conciencia extrema de ese estado humano. Mientras Hiperión es el héroe del fracaso en la búsqueda de la unidad y hace sabiduría de ese fracaso, Lenz es el héroe de la separación pura, encerrada en sí misma, también su sabiduría se confunde con su experiencia de vida.

Azúa explica cómo los primeros románticos «habían precisado extender su alma a todas las cosas, en lugar de elegir un camino más radical que no aparecerá hasta unos años más tarde: eliminar el alma, igualándose al resto de la naturaleza en la insignificancia, el silencio, la falta de sentido y la enajenación»25. Quizá la crisis nocturna de Lenz sea uno de los momentos inaugurales de este otro camino.

Una vez estaba sentado en la casa del pastor Oberlin, donde lo acogían. Lenz y el gato se quedan mirándose fijamente, fascinados por su mirada; luego «con el rostro horriblemente desfigurado» se abalanzan el uno contra el otro. La señora Oberlin los separa. Lenz está avergonzado.


Lenz