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Portada del Libro Novela de los viajes y aventuras de Chico Paquito y sus duendes, un niño durmiendo y soñando con una ballena

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Adela Ferreto

Novela de los viajes y aventuras de Chico Paquito y sus duendes

Ilustraciones
Rónald Durán

¿De dónde vinieron las hadas?

Este es el cuento de las Hadas de los cuentos. Todos hemos oído cuentos de hadas. A todos nos encantan: a los niños, a las abuelas, a los hombres buenos, que son como los niños. Pero, ¿nos hemos preguntado alguna vez, qué son las hadas y de dónde provienen? Las hadas son viejas, viejísimas. Desde los tiempos más remotos, los niños y los hombres se entretenían escuchando, en las largas noches del invierno, de labios de las abuelitas, o del abuelo canoso y desdentado, los cuentos de hadas, que nosotros amamos todavía. Y en esos tiempos, en que solo se viajaba a pie, cuando dos caminantes se encontraban en una larga ruta, le decía uno al otro: —Anda, aligérame el camino. Y el otro entendía perfectamente qué quería decir “aligerar el camino”. Era “contá un cuento”. Porque mientras nos cuentan un cuento, no sentimos cansancio, ni aburrimiento, y la jornada parece que se acorta. Por eso, a los cuentos lindos, que nunca nos cansamos de oír, se los llama: “Cuentos de Camino”.

hada

Si son tan viejos los cuentos de hadas, han de serlo más las hadas, no hay duda. Tal vez las hadas sean casi tan viejas como el mundo... Eso, al menos, dicen las leyendas.

En el norte, norte, de Europa hay unos países que llamamos países nórdicos: Escandinavia, Finlandia, Laponia. Son los países del frío, de los largos inviernos, de las montañas de hielo y de las auroras boreales. De allí vino esta leyenda:

Hubo un tiempo, un tiempo remotísimo, en que en el mundo habitaron los gigantes. Eran tan enormes que en el cuenco de la mano de uno de ellos, podía caber un mar; y tan fuertes, que eran capaces de cargar al mundo sobre sus hombros. Cuando caminaban, se hundían los valles bajo sus pies, se alzaban las montañas, y la tierra entera temblaba.

hadas

Un día, el gigante Ymir se quedó dormido. Entonces, de su cuerpo empezaron a salir miles de geniecillos: elfos, silfos y sílfides, duendes, ondinas, dríadas. Los que nacieron de día, son alegres, bellos, amables y benignos; viven en el aire. Los que nacieron de noche, son horribles, maltrechos, malhumorados y maléficos. Viven bajo la tierra, en colinas huecas o en cuevas rocosas. Tienen mucho poder, pues entre todos quedó repartido el enorme poder del gigante.

He aquí otra leyenda; esta viene de Islandia, una isla remota que queda también al norte, norte, de Europa y muy al oeste. Rodeada de mares helados y besada por los vientos polares, es una tierra muy fría, pero... a la vez, muy caliente, porque su suelo echa fuego por todas partes y por todas partes suben grandes columnas de agua caliente, o géiseres. De tal modo, que la gente no necesita calefacción durante el largo invierno.

Islandia es, pues, una ardiente tierra de frío, cuyo pueblo conserva muchas leyendas antiguas, como esta:

Una vez, Dios habló a Eva, nuestra primera madre, a orillas del río que cruzaba el Paraíso, y en el cual ella estaba bañando a sus hijos.

Al oír la voz del Creador, Eva, asustada, ocultó a los niños que aún no había lavado, que estaban sucios y desgreñados, y presentó, ante los divinos ojos, los niños bellos y limpios. Dios los miró y preguntó:

—Eva, ¿son estos todos tus hijos?

A lo que contestó nuestra madre:

—Señor, son todos.

El Creador replicó:

—Mujer, que sea como dices, y que los hijos que has querido ocultar a mis ojos queden ocultos para siempre a los ojos de los hombres.

Estos hijos ocultos, nuestros hermanos no lavados en el río de aguas luminosas del Paraíso, forman el pueblo de los duendes, las hadas y los elfos, de los huldros, cuyas niñas y mujeres son bellísimas si se las ve de frente, porque tienen una espalda horrible, cóncava y, a veces, provista de una larga cola.

Según otra leyenda –leyenda que también se cuenta en Costa Rica, porque mi madre la contaba–, estos seres mágicos: hadas, elfos, duendes y geniecillos, provienen del principio del mundo, de la tremenda lucha entre ángeles y demonios. Los ángeles, cuyo jefe fue Miguel Arcángel, pelearon del lado de Dios; los demonios, ángeles rebeldes, secundaron a Luzbel, el más bello de los seres celestes, cuyo orgullo lo llevó a creerse superior al mismo Dios.

hada

Hubo una lucha terrible en la que Luzbel y sus seguidores perdieron la batalla y fueron precipitados al infierno. Pero algunos ángeles no tomaron partido, no se decidieron ni por Dios ni por Luzbel. Tímidos y vacilantes, no fueron lo suficientemente culpables para ser lanzados al infierno, ni suficientemente buenos y puros para permanecer en el cielo. Se quedaron entre cielo y tierra, o ni en el cielo ni en tierra; y forman hoy el mundo intermedio, el mundo mágico de duendes y de hadas.

Hay todavía otras leyendas acerca del origen de las hadas, pero las que les he contado son las más bonitas.

Nuestros duendes

En todas partes del mundo hay duendes, encantos y misterios. Aquí también. Las viejitas y los viejitos campesinos cuentan cuentos de duendes; muchos los han visto, así lo aseguran.

hada

Una muchacha que servía en mi casa me contaba que cierta mañanita muy fría de diciembre, de esas llenas de llovizna, corría ella con su hermana por entre un cafetal. Iban a coger café y tenían que estar a las cinco de la mañana, con toda la peonada, a recibir instrucciones de don Pedro, el mandador.

Corrían y, de pronto, de entre un gajo de neblina, salió una chiquilla rubia, con el pelo suelto, y vestida de colorado. No podían verle la cara, porque la mocosa iba que volaba delante de ellas.

—Mire, niña, era del mismo tamaño que la Melda, y con el pelo igualitico, pero nos extrañaba que la hija del mandador anduviera tan de mañana, jugando en el cafetal.

Quisimos alcanzarla, y la llamamos, ¡Melda! ¡Melda!... Pero la chiquilla ni se volvió; parecía que no tocaba el suelo: revoleaba el vestido y el pelo le bailaba en la espalda, de tan ligero que corría.

De pronto, dobló por un callejón, el callejón que salía a la quebrada, y por allí desapareció. A María, mi hermana, y a mí, aquello nos pareció muy extraño.

Apenas llegamos a casa de ñor Pedro, le preguntamos:

—¿Qué hacía la Melda jugando, tan temprano, en el cafetal?

—¿La Melda?, ¿cómo va a estar jugando en los cafetales, si acabo de dejarla, bien privadita, en su cama? Con esta mañana tan helada, ninguno de los chiquillos ha hecho por donde salir de las cobijas.

—Pues ahorita acabamos de ver a una chiquilla igualitica a Nelda, aunque la verdad, no pudimos verle la cara, pero tenía el mismo pelo y era del mismo tamaño que ella. Corría como con alas en los pies, y, de pronto, ¡desapareció por el callejón de la quebrada!

—Pues debe ser un duende –dijo don Pedro–; anda el cuento de que en la quebrada hay duendes; ¡seguro que era uno de ellos!

—¡Me hice la cruz, niña Adela, porque había visto a un duende como la estoy viendo a usté!

Mi madre nos contaba, a mis hermanos y a mí, muchas historias de duendes. Cuando era chiquita, había vivido en La Caja, una hacienda con grandes cafetales y potreros. En las noches de luna llena, según decían los peones, los duendes salían a bailar sus rondas alrededor de las matas de café. Bailaban y lloraban, porque la música les arranca lágrimas, ¡de tanto que les gusta!

Al día siguiente se veían, en la tierra húmeda, en torno a los cafetos, muchas huellas como de patitas de ganso. Y es porque los duendes tienen los pies así, un poco raros, con dedos palmeados.

Por La Caja pasaba el Virilla y, muchas veces, cuando los peones iban por ahí, a pescar barbudos, veían, de pronto, algo rojo que desaparecía en seguida, entre los matorrales de las orillas. Segurito eran los duendes que corrían a esconderse. Ellos usan siempre vestidos colorados y no les gusta que los vean.

Mamá contaba: “Los duendes son niños como de dos a cuatro años, a veces más chiquitos; llevan el pelito suelto y van siempre vestidos de rojo. Son muy alegres y traviesos, y les encanta la música porque les recuerda el cielo”.

—Entonces, ¿vienen del cielo?

—¡No, no! Aunque en cierto modo, sí. Porque, cuando Tatica Dios echó del cielo a Luzbel y a todos los ángeles rebeldes, lanzándolos al infierno, muchos angelitos se quedaron regados por la tierra. No habían querido ser de ningún bando; Dios los echó del cielo por indecisos, pero tampoco fueron a poblar el infierno, ¡no eran tan malos! Por eso se quedaron regados por todas partes: en la tierra, en las aguas, por los aires.

Son muy traviesos y juguetones; les gusta molestar a la gente grande y entretener a los niños chiquitos con piedritas de colores que recogen en los playones de los ríos. Cuando los niños se van por ahí, y no se oyen ni chistar, es casi seguro que los duendes están con ellos: haciendo maromas y piruetas, jugando a la ronda o entreteniéndolos con sus piedritas de colores, que dicen que son ¡una maravilla! ¡Redonditas, lisas, brillantes y pulidas! A veces, cuando huyen, porque vienen los grandes, dejan alguna que otra piedrita perdida. Si un niño la encuentra y la guarda, seguro le traerá suerte. Y, como es mágica, teniéndola en la mano, se le cumplirá algún deseo o se le iluminará el entendimiento y podrá resolver en un ¡pin pan! los problemas de aritmética, y aprenderse en un ¡pan pin! las tablas de multiplicar. ¡Ojalá se encuentren una piedrita de esas!

gallinas

Una vez, en una casa, había duendes. Vivían en el establo y, por las noches, se oía, de pronto, mugir la vaca. Con seguridad, los duendes la estaban ordeñando, ¡les encanta la leche tibia!

Al día siguiente, la vaca no quería dar leche, la escondía, porque los duendes la sabían ordeñar con mucha suavidad, diciéndole palabritas tiernas que ella entendía muy bien. En cambio, los hombres son ¡tan chambones!

Otras veces registraban los nidos de las gallinas y, de cuando en cuando, desaparecía un huevito acabado de poner.

—Yo oí a la cuijen, claramente, era su ¡co co ro có! Corrí, y no había nada en el nido. ¡Son los malditos duendes!, les gustan los huevos frescos, ¡son unos golosos! –decía la mujer de la casa.

Pero también cuidaban a las gallinas: engatuzaban a los perros que no las dejaban comer tranquilas, enseñándoles un hueso... y, por las noches, espantaban a los zorros. ¿Cómo? ¡A saber! ¡A la vaca la tenían limpia y lustrosa que daba gusto!

En cambio, a la mujer de la casa la molestaban de día y de noche. Le apagaban el fuego cuando estaba encendiéndolo; le echaban ceniza en los ojos y carboncitos en la masa de las tortillas; le ponían azúcar en el arroz y piedritas en los frijoles cocinados, sal al café y pimienta al agua dulce. Si se ponía a coser algún trapillo o a remendar, los duendes todo se lo enredaban: le perdían las agujas y le escondían el dedal, le reventaban el hilo y le cortaban la tela por donde no debía ser. Por las noches, no la dejaban dormir: le hacían cosquillas en los pies; le soplaban en los oídos, le jalaban las cobijas, le pellizcaban la nariz y le enredaban el pelo de un modo que, cuando se levantaba, la pobre parecía un estucurú.

Si llegaban visitas, les jalaban las enaguas a las mujeres, les echaban escupitas en la comida o las pellizcaban. Las visitas se ponían furiosas y se iban para no volver. ¡En esa casa son unos groseros!, pensaban.

Las gentes de la casa decidieron mudarse. Irse lejos, donde no hubiera aquel tequio. Les aconsejaron que lo hicieran calladito, de noche, sin hacer ruido, para que los duendes no se dieran cuenta y lo echaran todo a perder.

Y así fue. Una noche pusieron en las carretas todos sus bártulos y salieron, tus, tus, como huidos.

Cuando ya habían caminado un buen trecho, le dijo la mujer al marido:

—¿Sabés qué se nos quedó?

—¿Queeé?

—¡Pues los bacines! ¡Dejamos los bacines! Y ahora, ¿qué hacemos?

—Darlos por perdidos. Estamos ya muy largo... Además, si nos devolvemos, ¡los duendes se darán cuenta!

—¡Perdidos los bacines! ¡Qué calamidad!

—¡No están perdidos! ¡Los llevamos aquí! Sonaron unas vocecitas.

Marido y mujer buscaron por todos lados y, debajo de una carreta, van encontrando a dos duendecillos, muy sí señores, muy acomodaditos, cada uno con un bacín en la mano.

—Mirá, ¡si son los duendes! ¡Bendito sea Dios!

Resolvieron volverse a la casa. ¿A qué cambiar, si el tequio iba con ellos?

Entonces, les aconsejaron que hicieran una fiesta y llevaran música. Así lo hicieron. Los músicos tocaron muy lindo, sobre todo un violín, sonaba como cosa del cielo.

perro

Se oyeron llantos, y sollozos muy tristes, por la leñera y en el galerón de la vaca.

Al día siguiente no aparecieron los duendes.

¡Se fueron para siempre! ¡La música les gusta mucho, pero no pueden oírla, lloran y se lamentan porque les recuerda el cielo!

Los duendecillos del jardín

Vamos, Chico Paquito, vamos al jardín. Dame la mano, vamos despacio, no te vayas a caer por la escalerita de piedra, ¡pun! ¡qué susto!, te romperías las rodillas. Pasito a paso, ya estamos abajo.

hada

¿Ves? Tantas flores y mariposas; árboles altísimos y pájaros que picotean entre la hierba; un colibrí, como un chispazo, vuela entre los clavelones; las golondrinas bajan en picada, rozan la superficie de la laguna, y se elevan de nuevo, como flechas negras lanzadas hacia el sol.

El cielo está azul, sin una nube, el sol brillante, ¡todo arde en su luz!

Un vientecillo ligero mece las ramas. Míralas, se inclinan para saludarte:

—¡Buenos días!, ¡buenos días!

—¡Mándales un beso!

¿Sabes qué tengo aquí? ¿Aquí en la bolsa de mi delantal? Mira, son vidrios, ¡qué lindos!, parecen verdes, verdes o azules. Pero no, son claros, claros como el aire mismo.

¿Hacemos una prueba? Cierra los ojos. ¡Bien cerrados! Ahora, toma un vidrio, solo uno. Ponlo sobre tu ojito derecho y ¡ábrelo! No, el ojo izquierdo debe estar quieto, cerrado. ¡Abre tu ojito derecho nada más! ¡Espera, haré lo mismo que tú, espera!

¡Ah!... ¡Oh ooh!

¿Qué pasa? ¿Qué ves? ¡Mira!, ¡mira! Son miles de enanitos, de duendes, de genios, de hadas minúsculas. Todos viven en el jardín, entre las flores o sobre los árboles, o bajo las hojas de hierba, o junto a las piedras. Vuelan en el aire o juegan en las aguas de la laguna.

¡Mira qué lindos son! Tan pequeños que en tu manita bien caben unos diez. Sí, sentados en la palma o corriendo por tus dedos, ¡bien caben unos diez!

jardín con hadas y duendes

Son los silfos y las sílfides; algunos son alados, como mariposas o como libélulas plateadas; los otros no vuelan, saltan por doquier.

¿Ves?, en cada flor, en cada hoja de hierba, en cada menuda ramita, asoman ojillos curiosos, cabecitas rizadas, cuerpecitos del color del jade. Visten faldas llenas de volantes: corolas de claveles, de clavelones, de azaleas; o calzones de seda hechos de pétalos de rosa. Llevan gorros puntiagudos: hojas arrolladas en forma de cucurucho. Usan sandalias de corteza, atadas con finísimos tallos de hierba.

Juegan y ríen. ¿Los ves? ¿Los oyes?

El viento trae sus risas como susurros muy suaves. ¡Escucha!

Juegan al escondido, se columpian en las ramas de las enredaderas; corren, se persiguen, ¡se dan alcance! ¡Gritan alborozados!

¡Mira qué ronda inmensa va por todo el jardín! Hay un duendecillo sentado sobre una piedra. ¿Lo ves? Allí. Es un músico; pero no está solo, hay toda una banda. ¿Ves los instrumentos?, violas, violines, liras y panderos, hechos de cáscaras de frutas o con las cortezas de las semillas duras.

Chico Paquito con una lupa

La ronda baila al son de la música y canta. De pronto, un geniecillo se desprende de la ronda, da una voltereta, hace maromas, corre... Mira, ahora aquel más grande y serio lo trae de la orejita y lo pone en su lugar. La orejita se le puso colorada al pobre. Pero, ¡qué oreja! Es larga, delgada y puntiaguda. Todos los duendecillos tienen orejas así: largas, puntiagudas, delgadas. ¿Te parecen divertidas? Pues no te rías porque los duendes se pueden enojar, y entonces nunca más los volveríamos a ver.

¿Ves? Ya dejaron de bailar y, ahora, ¡a trabajar!

¿Qué qué hacen?

Pues, mira: unos lavan con rocío las hojas empolvadas de los lirios, pero, ¡qué duendecillo travieso!, apenas los otros terminaron su trabajo de limpieza, ese chiquitín se vino resbalando por la hoja, como por un tobogán. ¡Dios santo!, ¡si son muchos! ¡Todo un kínder de duendes está resbalando por la hoja limpia y brillante, caen entre la hierba y se mueren de risa!

Por acá, un geniecillo ayuda a una oruga, la va empujando hasta una hojita ancha y suave. Seguro le está diciendo a su amiga: —Teje aquí tu capullo, quedará bien escondido, nadie lo verá.

Otro silfo, de alas azules, lleva dos cestitas minúsculas. Anda recogiendo polen para llevarlo de flor en flor, es su oficio.

Aquel verde, con alitas de libélula, está soplando un botón de azalea roja, le da un leve golpe y ¡clac!, ¡se abrió la flor! Ese amarillo, como un rayo de sol, lleva un baldecito lleno de agua para regar unas matitas nuevas, casi desmayadas de calor.

Hay un grupo haciendo collares de gotitas, claras como diamantes, y de diminutas semillas de colores.

Una sílfide cuenta los pétalos de una margarita: sí, no... Pregunta por el amor de un silfo. El traidor anda tras otra sílfide, ¡una maravilla! que en vez de ser color de jade, es ambarina, como hecha de miel.

Trabajan, juegan, ríen, cantan, danzan, saltan y vuelan.

¿Por qué se habrán quedado tan quietos? Míralos, forman una larga fila doble, que llega hasta los confines del jardín.

¿Qué viene allá? Parece un desfile. ¡Llevan banderines de pétalos de todos los colores, cabalgan sobre mariposas, abejas, abejorros, avispas, saltamontes, libélulas!... ¿Oyes esa música? Es una marcha: tan tan, tarán...

Ya sé. Viene la Reina. ¡La Reina de los Silfos! Sale a dar su paseo matinal, a saludar a sus pequeños súbditos. Su carroza es una gran dalia amarilla de la que tiran ocho abejones azules. Viene adornada con collares de cuentas de rocío; parece vestida de diamantes, ¡todo el arco iris está en su traje! ¡Brilla! ¡Cómo brilla! Un pajecito la protege con una sombrilla de encanto; es de vilanos de diente de león, de plata y encaje.

Todos los duendecillos inclinan las cabecitas. Ahora las levantan y echan los gorritos al aire. Vuelven a inclinarse y, otra vez, agitan sus gorritos: ¡Viva la Reina!... ¡Viva!...

La Reina les tira besos; puñados de pétalos olorosos que bailan en el viento. El pajecillo levanta su sombrilla y la agita entusiasmado; vuelan los vilanos de diente de león, unos geniecillos corren tras ellos, los alcanzan y se quedan colgados de su menudo paracaídas.

La Reina aplaude con sus lindas manos de hada. Los silfos aplauden también. El cortejo pasa. La música se aleja. Allá van, sobre la laguna... Se pierden, se pierden en el aire.

Un duendecillo hace una pirueta, rompe el encanto. Todos vuelven a sus juegos, a sus trabajos, a sus cantos y a sus risas. Como hay muchos vilanos en el aire, decenas de duendes juegan a paracaidistas.

Pero, ¿qué pasó?

¿Se te cayó el vidrio mágico? ¡Dios mío! ¡No veo nada! También mi vidrio ha desaparecido, ¡se me fue de la mano! ¿Y ahora?

hada

¡Chico Paquito, mi pequeño! ¡Se fueron los duendes... se fueron! Pero no, que tú los sigues viendo, ¡no hay duda!, ¡los sigues viendo! ¡Los ojitos te brillan como estrellas!

Chico Paquito viaja por las nubes del cielo

Chico Paquito y su familia tuvieron que pasar una larga temporada en el campo. Allí, el niño jugaba todo el día: corría con su bolsa detrás de las mariposas; se iba por el río a cazar mulitas del diablo, a pescar cabezones y olominas; buscaba, entre el pasto, grillos y abejones; se trepaba a los árboles a coger nidos, ardillas o algún pajarito cantor; se metía al cafetal para ver si encontraba alguna guápil y a comer granos de café maduros; o corría con su perrita por todo el potrero, jugando quedó. Claro, siempre quedaba Pirris, pues, aunque esta lo alcanzara, Paquito seguía corriendo delante y, ella, detrás, mordiéndole los talones.

hada

Chico Paquito iba a la escuela, pero en vez de fijarse en el pizarrón y oír a la maestra, se quedaba pensando en otra cosa, y nunca sabía jota de lo que ella preguntaba; en lugar de contestar a derechas, se rascaba la oscura cabecita y decía: es que Niña... es que Niña...

Mientras la maestra explicaba la lección, Chico Paquito estaba lejos pensando en la huaca de anonas que tenía debajo de un poró, y en que no se la fuera a encontrar ningún goloso; o, en que, en ese mismo momento, sus amigos Toño y Suso, se estarían bañando en la poza.

Su mamá le había dicho esa tarde, cuando él salía para la escuela: —¡Cuidado con zafarte para la poza porque vas a ver la Venada Careta!

La mamá siempre lo amenazaba con eso, pero, la verdad, él nunca había podido ver a la tal venada... ¡Y bien que le gustaría encontrársela, aunque no fuera careta!

Le dio un beso a su mamá y le prometió portarse bien, pero... la poza lo atraía como el imán a una débil aguja. Poco a poco fue metiendo el libro y el cuaderno en la mochila, y, en el recreo, chito, chito, se escurrió por detrás de la escuela y se fue derechito a su poró, sacó de la huaca una anona bien madura, tapó las demás con hojarasca, y echó a correr, disparado, para la poza. Por el camino, después de comerse su anona, que era pura miel, empezó a quitarse zapatos, camisa y calzón y, hechos un rollete, los acomodó en su mochila. Después... punn... y, cuando menos lo esperaban sus amigos, sacó la cabeza, surgiendo, en media poza, como un diablillo empapado y todo estremecido de felicidad.

Cuando regresó a la casa, la mamá andaba de visita, conociendo al niño recién nacido de una vecina, y no se enteró de nada, ¡por dicha!

Cansado de jugar todo el día, el chiquillo se acostó temprano, dispuesto a dormir toda la noche. Pero, no pudo, porque pronto llegó el duende.

Tin Trilín, el duende, se había hecho su amigo y, casi todas las noches venía a jugar o a conversar con él. Se entraba por su oreja derecha, y, al mucho rato, salía, sin hacer ruido. Metido en la oreja, o bien acomodadito en la almohada, empezaba a contar cosas. Esa noche llegó tempranito:

—Chico Paquito, ¿sabes?, tengo una escalera.

—¿De veras? ¿Y se puede subir por ella?

—Claro que se puede subir por ella, ¡se puede ir hasta el cielo!

Chico Paquito se puso a cantar: ¡Para subir al cielo se necesita, una escalera grande y otra chiquita! ¡Ja, ja, ja!

—Cállate, vas a despertar a tu mamá. Con mi escalera se puede subir al cielo, ¡segurísimo!

—Me gustaría subir por ella. ¿Dónde la tienes?

—Aquí, en mi bolsillo.

—Entonces será chirrisquititilla...

—Pues no, la tengo toda doblada; es alta, altísima. Además, es mágica, me la regalaron las hadas, la hicieron de pelo.

—¿De pelo?... ¡Pues si es así, no nos aguantará!

—Chico Paquito, ¡tú no sabes nada! Nos aguantará a los dos. ¿Vamos?

—Pues... ¡vamos!

Tin Trilín se salió de la oreja de Paquito, sacó de su bolsillo y fue desenrollando la escalera. Era larga, larguísima... y, aunque no lo parecía, fuerte como de acero.

Salieron por el tragaluz; el duende iba adelante volando y sosteniendo la escalera por uno de sus extremos, por el otro, bien agarrado y, paso a paso, lo seguía Chico Paquito. Pronto, la escalera empezó a mecerse en el aire como un columpio, como la bola de un barrilete. El niño y el duende reían a carcajadas. Abajo, se veía el techo de la escuela, los árboles que sombreaban la poza, el cucurucho del cerro... Arriba, las nubes, altas nubes blanquísimas.

—¿Ves aquella nube? ¿Aquella que parece un gran dragón? Pues para allá vamos, dijo Trilín.

—¡Está muy alta! ¡Tin Trilín, tengo miedo!

—¡Pues yo no!... ¡Y nada te va a pasar! ¡Allá iremos, a viajar en colchón mágico!

—¿Y si me mareo y me caigo?

—¡Uy, con el miedoso! ¿Y no estoy yo para sostenerte?

—¡Ah!... ¡Con el gran forzudo! ¿Cómo me vas a aguantar, si eres chirrisco?

—¡Aguantándote, tontín, no olvides que soy duende!