bian1180.jpg

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Susan Napier

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Amor sin compromiso, n.º 1180 - diciembre 2019

Título original: The Mistress Deception

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-667-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

DISCULPE… ¿señor Riordan?

Matthew Riordan giró la cabeza y lanzó una mirada impaciente a la mujer de mediana edad que había entrado en el despacho.

–Lamento interrumpirlo –prosiguió ella, a pesar del ceño de Matthew. Avanzó hacia su mesa con un sobre grande en una de las manos–. Sé que me pidió que me ocupara de la correspondencia personal de su padre, pero… es probable que quiera encargarse usted de esto.

Matt se recostó en el respaldo del asiento y alzó las cejas al ver a la imperturbable secretaria de su padre tan inquieta.

¿Era rubor lo que encarnaban sus mejillas?, se preguntó incrédulo al tiempo que se ajustaba la redonda y dorada montura de las gafas.

Durante más de tres décadas, desde antes de que Matt naciera, esa mujer había defendido la empresa de su padre, Kevin, el cual siempre había recompensado su lealtad y la fortaleza mental presumiendo delante de todos de que nada podía poner nerviosa a su maravillosa Mary.

Su confianza en ella se había visto justificada hacía dos días, cuando Mary, tras oír un ruido extraño en el despacho de su jefe, había entrado a investigar y se había encontrado a Kevin con un ataque al corazón. A pesar de la impresión, había llamado por teléfono a una ambulancia y había procedido a realizarle la respiración cardiopulmonar hasta que el equipo médico había llegado. Luego había telefoneado a su esposa y a su hijo, había mandado un fax al subdirector, que estaba en Tokio en viaje de negocios, y había aplazado las reuniones previstas para esa tarde.

–¿Qué es? –preguntó Matthew después de que Mary dejara el sobre encima de la mesa–. ¿Una carta bomba? –añadió burlonamente.

Mary recuperó la compostura y le dirigió una mirada severa, reprochándolo por su insolencia.

Matt se quitó las gafas. Tenía los ojos cansados. Luego agarró el sobre, en cuyo exterior podía leerse, varias veces subrayado, Personal. Lo abrió por una esquina y vio caer tres fotografías boca abajo sobre la mesa del despacho.

Le dio la vuelta a la primera y alzó las cejas, asombrado.

La fotografía, en blanco y negro, era de una fiesta celebrada dos semanas antes: Matt aparecía de perfil junto a una alta y voluptuosa mujer, cuyo brillante vestido con escote palabra de honor se ceñía a sus curvas peligrosamente.

Sujetaban sendas copas de champán y sonreían radiantes. Pero la fotografía no revelaba la historia entera.

La fotografía no mostraba cómo le había clavado ella las uñas, como castigo por el beso que Matt le había dado en el dorso de la mano. Ni reflejaba el estado de ebriedad en el que se encontraba.

No había advertido que lo hubieran fotografiado, aunque tampoco lo extrañaba, dadas las circunstancias. En cualquier caso, dudaba que la anfitriona, Merrilyn Freeman, hubiese puesto en peligro la intimidad de su fiesta invitando a un fotógrafo profesional.

Sea como fuere, era una instantánea totalmente inofensiva, que no justificaba que Mary Marcus tratase el sobre como si fuese una bomba a punto de estallar.

Matt dio la vuelta a las otras dos fotografías y, de pronto, se puso tenso y se ruborizó. Aunque no alzó la vista, supo que Mary le había lanzado una mirada reprobatorias justo antes de salir del despacho.

¡Menos mal que podía confiar en que mantendría la boca cerrada! De lo contrario, su fama de caballero se hundiría de inmediato.

Porque, en la segunda fotografía, Matt aparecía sentado a los pies de una cama, con el pecho al descubierto, mirando hacia la cámara. La mujer del vestido brillante estaba de rodillas en el suelo, situada entre las piernas de él. Las lentejuelas relucían en contraste con los pantalones negros de Matt, el cual la apretaba con las rodillas mientras ella se sometía a sus deseos sexuales.

¡Dios!

Las mejillas le ardieron aún más cuando observó la tercera fotografía, en la cual aparecía Matt tumbado boca arriba en la cama, con los brazos estirados por encima de la cabeza y las muñecas cruzadas y atadas al cabecero de la cama. La mujer estaba sentada a horcajadas sobre él, con los pechos firmes y desnudos. La guinda de la lujuria quedaba representada por el látigo de cuero negro que había sobre el colchón.

Matt maldijo mientras recobraba parte de la memoria de aquella erótica situación. Cambió de posición para colocar su cuerpo de tal modo que no se notara su traicionera erección.

Estaba furioso, y excitado… y furioso por estar excitado. Lo habían manipulado, habían violado su intimidad, y, en vez de enojarse, ¡se estaba excitando!

Introdujo la mano en el sobre y lo sorprendió no encontrar ningún mensaje adjunto.

Aunque no hacía falta. ¡Sabía de sobra quién le mandaba las fotos!

¡Y pensar que al día siguiente le había mandado un ramo de flores para agradecerle que hubiese impedido que hiciera el ridículo, borracho delante de todos!

¿Cómo había confiado en ella? Le había hecho sospechar desde el día en que se la habían presentado. E, incomprensiblemente, se había dejado atrapar por ella.

Pero, aunque borracho había sido una presa fácil, sobrio le demostraría quién era él en realidad.

Miró la fecha del matasellos del sobre y frunció el ceño al darse cuenta de lo que significaba. Pulsó el número de extensión de Mary:

–Despacho del señor Riordan…

–Mary, ¿cuándo llegó el sobre al despacho? –quiso saber Matthew.

–Anteayer… por la mañana –contestó Mary tras hacer memoria–. Siempre abro su correo cuando llega al despacho y lo pongo sobre su mesa… aunque nunca miro el contenido si no me lo pide, por supuesto.

–Así que estas fotos llevan dos días a la vista –maldijo Matt.

–Sí, pero dado que el señor Stiller no ha podido volver aún de Tokio, los únicos que hemos tenido acceso al sobre somos el personal de limpieza y yo –apuntó Mary.

Matt se relajó un poco al recordar la ausencia de su primo. De niños, había pasado mucho tiempo junto a Neville Stiller; pero su relación de adultos distaba mucho de ser cordial.

Neville, que había trabajado para Industrias Kevin Riordan desde que había salido del instituto, había sido nombrado subdirector hacía cinco años, y todos esperaban que asumiera el cargo de director cuando su tío se jubilase. A Matt, en cambio, no lo habían animado a seguir los pasos de su padre. Lo habían educado y dirigido para un trabajo que consumía la mayor parte de su tiempo: era el presidente de una sociedad que controlaba inversiones multimillonarias en los mercados nacionales, internacionales y de acciones.

Matt había aceptado hacía tiempo que no había sitio para él en la floreciente empresa de su padre; pero Neville seguía protegiendo con celo su posición como sucesor de Kevin Riordan.

De no hallarse inmerso en las negociaciones de un acuerdo crucial, habría regresado de Tokio inmediatamente para ejercer como director desde el despacho central.

Sabedor de la ambición de Neville, Matt estaba convencido de que su primo no habría tenido el menor reparo en fisgar en la correspondencia privada de Kevin. Y si hubiera encontrado las fotos, se habría llevado una enorme alegría al descubrir que lo habían sorprendido con los pantalones bajados…

Solo pensarlo lo ponía enfermo. Por suerte, Neville había tenido que aceptar la presencia de Matt al frente de la empresa hasta que él cerrara unas complejas negociaciones con una empresa japonesa con la que Industrias KR pretendía asociarse.

De pronto, se quedó helado:

–¿Sabes si mi padre tuvo tiempo de mirar el correo personal antes de que le diera el infarto? –preguntó.

–Supongo que sí –repuso Mary–. Empezamos con el correo comercial, pero… sí, es posible que luego le echara un vistazo mientras yo mecanografiaba otras cartas.

Matt cerró los ojos. Notó que las sienes le palpitaban. Estaba apretando el auricular con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos.

–Mary, tráeme un sobre tamaño folio –le ordenó, justo antes de colgar.

Luego, agarró un bloc de notas y garabateó un mensaje con su pluma de tinta verde.

Cuando Mary entró en el despacho, metió las fotografías y el mensaje en el nuevo sobre, cuyo destinatario escribió en letras mayúsculas.

–Asegúrate de que sale en seguida –le dijo Matt después de haber sellado el sobre.

–¿Correo normal o urgente?

–Urgente –repuso él. Quería que el tormento de su chantajista comenzara cuanto antes.

Mary miró la dirección y preguntó:

–¿No cree que debería…?

–Hazlo y calla.

Cerró la boca, consciente de que había sido muy rudo. Mary alzó la barbilla, se dio media vuelta y echó a andar. Y Matt recordó que la mujer había sido tan leal a su padre como a él mismo.

–Perdona, Mary –se disculpó con sinceridad–. No quería gritarte. No estoy enfadado contigo. Es que entre hacer compañía a mi madre en el hospital y organizar las cosas de aquí, más las de mi trabajo, no he dormido mucho las últimas dos noches y me temo que estoy un poco irritable.

De niño siempre había reconocido sus errores y había pedido perdón con presteza, pensó Mary. Y parecía que seguía siendo igual de intransigente con sus equivocaciones una vez adulto.

–Solo espero que sepa lo que está haciendo –murmuró ella.

–Lo sé perfectamente –Matt esbozó una sonrisa depredadora–. Voy a vencer a esa chantajista con sus propias armas.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

RACHEL Blair dio un sorbo de café mientras miraba una carta con el ceño fruncido.

–Hola, ¿qué haces tan pronto levantada? –le preguntó su hermana mayor tras entrar en la cocina, vestida con su uniforme de enfermera–. Creía que ibas a quedarte un día más antes de volver a trabajar –Robyn fue a la terraza de la cocina y echó en la lavadora un puñado de sábanas arrugadas y toallas húmedas.

–Me sentía bien al despertar, así que cambié de plan –contestó Rachel.

–Bueno, pero no te esfuerces mucho –le aconsejó su hermana–. Tu sistema inmunológico todavía estará débil.

–Solo ha sido un virus –repuso Rachel–. Me he terminado los antibióticos que me recetaron. Ya no estoy resfriada. ¿Ves? –agregó después de inspirar por la nariz, despejada tras unos días de obstrucción.

–No entiendo cómo te las has arreglado para pillar la gripe en el verano más caluroso que se recuerda en Auckland –dijo Robyn.

Rachel logró no ruborizarse.

–Supongo que voy adelantada –repuso con alegría–. El médico me dijo que era el virus de la gripe de este invierno que viene.

Por suerte, Robyn dejó de conjeturar cuál podría ser la fuente de la infección.

–Si tienes suerte –sonrió la hermana–, quizá le pongan tu nombre al virus.

–¿Una vacuna contra el virus Rachel? ¿Crees que podría pedir derechos de autor? –contestó Rachel, sonriente.

A los cuarenta años, Robyn seguía tan delgada y pequeña como de adolescente. Tenía cabello rubio y unos ojos azules de muñeca que le daban un falso aire de fragilidad.

Rachel, diez años menor, era más alta que su hermana y que la mayoría de las mujeres que conocía. La anchura de sus hombros y la plenitud de sus pechos armonizaban a la perfección con una fina cintura, unas caderas redondeadas y unas largas y esbeltas piernas. Su rostro quedaba enmarcado por un cabello castaño claro, a juego con sus ojos, color avellana.

Sabía que tenía el tipo de cuerpo que poblaba las fantasías de los hombres.

De joven, le había costado afrontar la indeseada atracción que siempre había provocado; pero no había tardado en resolver que no permitiría que su cuerpo marcara el camino de su vida. Se había dedicado a usar ropas amplias y había desarrollado un sentido del humor agresivo y nada femenino.

–Lo dudo mucho –contestó Robyn finalmente–. Aunque apuesto a que a muchos hombres les gustaría poder decir que se han infectado contigo –bromeó la hermana, la cual, gracias a la diferencia de edad entre ambas y a que llevaba felizmente casada con Simon Fox más de veinte años, nunca había tenido celos de Rachel.

La lavadora hizo un ruido extraño y Robyn se giró y le dio una patada para animarla a que siguiera funcionando.

Por su parte, Rachel había devuelto la atención a la carta. Empezaba a cansarse de aquel acoso. Al principio, no había dado importancia a aquellas impertinencias, pero su paciencia tenía un límite.

Quien quiera que fuese el autor de aquellas cartas era un cobarde. Pero muy inteligente, pues nunca había dejado una pista que lo delatara.

–¿Qué pasa? –le preguntó Robyn tras oír el suspiro exasperado de su hermana.

–El ayuntamiento ha recibido un soplo de que dirijo un negocio desde este domicilio –repuso Rachel–. Me advierten que van a llevar a cabo una investigación y que podrían denunciarme por no tenerlo dado de alta.

–Será un error –contestó Robyn.

–¿Tú crees? ¿Y también fue un error que no recibiera ninguna carta durante dos semanas, porque habían avisado a la central de correos de que me había cambiado a una dirección inexistente?

–¡Oh! –Robyn se llevó una mano a la boca–. Eso me recuerda que Bethany me dijo que te había llegado algo urgente ayer por la tarde. Estabas dándote un baño y ella se marchaba al entrenamiento de baloncesto, así que firmó el recibo y se la llevó en el bolso. Se le olvidó por completo hasta esta mañana.

Cruzó la pequeña y soleada cocina, agarró el bolso, que estaba junto al teléfono, y se lo entregó a Rachel.

–Espero que Bethany salga del baño de una vez –comentó Robyn tras mirar el reloj–. Seguro que cuando te ofreciste a alojarnos un par de semanas no esperabas tener que soportar a una adolescente que se pasa el día metida en la ducha. Tienes que dejarnos que te paguemos algo, por los gastos de agua y electricidad…

–No seas tonta –contestó Rachel mientras abría el sobre–. Y da gracias a que Bethany sea una chica limpia, no una grunge horrible de esas. Además, me encanta teneros en casa –añadió con cierta melancolía en la mirada.

Desde la muerte de David, dos años antes, no había habido nadie especial en su vida. Por lo general, se obligaba a pensar en el futuro, pero los últimos días que había pasado enferma en la cama le habían dado tiempo para pensar en cómo habría sido su vida si su novio no hubiese fallecido.

–Ojalá no os fuerais tan lejos –comentó en tono desenfadado, sacudiéndose aquellos tristes pensamientos.

–Solo nos vamos a Bangkok, no a la luna –dijo Robyn. Su marido, que trabajaba para una multinacional de productos químicos, había sido trasladado a Tailandia, para ayudar en la construcción de una nueva planta. Mientras él estaba allí conociendo a su jefe, eligiendo la casa que les pagaría la empresa y arreglando los papeles para inscribir a Bethany en el Instituto Internacional, Robyn y su hija habían estado vendiendo la casa de Auckland y organizando cajas y embalajes para enviar todas sus pertenencias–. Nos veremos en vacaciones. Dijiste que Weston estaba a punto de conseguir un contrato jugoso que te permitiría concederte algunos caprichos, ¿no?

Rachel rio. Había desplazado su trabajo de masajista y monitora de gimnasio a la primera hora de la mañana o última de la tarde, para poder dedicar las horas laborales a la empresa que había heredado de David. Ella había sido la primera en asombrarse al descubrir que su novio había modificado su testamento para cederle su casa, así como un cincuenta y uno por ciento de las acciones de la empresa que su hermano Frank y él habían fundado.

Aunque la Agencia de Seguridad Weston contaba con una cartera de clientes fieles, también arrastraba grandes deudas. Al principio, Rachel se había limitado a dejar que Frank sacara adelante la empresa; pero, más tarde, había comprendido que no podía dejar morir el sueño de David sin mover un dedo para ayudar.