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Índice

Nota a la presente edición

Nota de los editores

Conferencia inaugural

Clase del 22 de abril de 1981

Clase del 28 de abril de 1981

Clase del 29 de abril de 1981

Clase del 6 de mayo de 1981

Clase del 13 de mayo de 1981

Clase del 20 de mayo de 1981

Entrevista de Michel Foucault con André Berten

Entrevista de Michel Foucault con Jean François y John de Wit

Situación del curso, por Fabienne Brion y Bernard E. Hartcourt

Agradecimientos

biblioteca clásica

de siglo veintiuno

Traducción: Horacio Pons

Michel Foucault

OBRAR MAL, DECIR LA VERDAD

Función de la confesión en la justicia. Curso de Lovaina, 1981

Edición original establecida por Fabienne Brion y Bernard E. Harcourt

Edición en español al cuidado de Edgardo Castro

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Foucault, Michel

© 2012, Presses Universitaires de Louvain / University of Chicago Press

© 2014, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

Nota a la presente edición

Este libro reúne las conferencias y clases que dictó Michel Foucault en la Universidad Católica de Lovaina acerca de la confesión. Atendiendo a esta circunstancia, hemos respetado el carácter oral de la exposición. En el transcurso de cada encuentro, Foucault ocasionalmente ofrece una paráfrasis de los textos que son objeto de su análisis, en particular cuando se trata de los autores clásicos (Homero, Hesíodo, Sófocles). En cambio, respecto de términos o expresiones precisas, retoma literal y minuciosamente el texto en cuestión, remitiendo con frecuencia a la lengua original. De acuerdo con los criterios de los editores de la versión francesa, hemos mantenido este doble juego en las citas: paráfrasis y referencia estricta de las expresiones y términos en los que Foucault focaliza su análisis.

Para la traducción de los textos clásicos, teniendo presente este doble juego, hemos partido de las traducciones francesas utilizadas por Foucault, pero, en cada caso, las cotejamos con las fuentes originales y sus correspondientes traducciones al español. Cuando lo consideramos necesario, adaptamos la versión utilizada por Foucault, sea en pos de una mejor comprensión del lector de lengua española o de una mayor cercanía con las fuentes originales. Estas modificaciones conciernen sólo a determinados términos y expresiones, pero no sustituyen las paráfrasis elaboradas por Foucault ni alteran la secuencia o el recorte que él propone.

En las notas, cuando los editores franceses incluyeron las traducciones francesas de los textos clásicos utilizadas por Foucault, ofrecemos una versión al español. Sugerimos también, con carácter meramente indicativo, alguna de las traducciones existentes en lengua española.

De acuerdo con una tendencia editorial cada vez más extendida, en las transliteraciones de los términos griegos hemos prescindido de los acentos.

Las citas de los libros y cursos de Foucault retoman las traducciones existentes en lengua española, con la mención correspondiente al número de página.[*]

Edgardo Castro

[*] La presente edición electrónica respeta el mismo criterio utilizado en la versión impresa para los reenvíos dentro de este volumen. Así, el lector encontrará en notas al pie las remisiones a las páginas correspondientes a la edición en papel. [N. del E.]

Conferencia inaugural. 2 de abril de 1981

Leuret, la confesión y la operación terapéutica – Efectos supuestos del “decir veraz” sobre uno mismo y el conocimiento de sí – Caracteres de la confesión – Extensión en las sociedades cristianas occidentales: de los individuos ligados a su verdad y obligados en sus relaciones con los otros por la verdad dicha – Un problema histórico político: cómo se liga el individuo a su verdad y al poder que se ejerce sobre él – Un problema histórico filosófico: cómo están ligados los individuos por las formas de veridicción en las que participan – Un contrapunto al positivismo: la filosofía crítica de las veridicciones – El problema del “¿a quién se juzga?” en la institución penal – Práctica penal y tecnología de gobierno – El gobierno por la verdad.

En una obra consagrada al tratamiento moral de la locura y publicada en 1840, Leuret, un psiquiatra francés, se refiere a la manera como ha tratado a uno de sus enfermos.[1] Tratado y, afirma, curado. El señor A. tenía un delirio de persecución y alucinaciones. Una mañana Leuret lo lleva al baño y lo pone de pie bajo la ducha. Comienza entonces una larga conversación, que resumo. El médico pide al enfermo que cuente bien en detalle su delirio.

El doctor Leuret: “En todo eso no hay una sola palabra que sea verdadera; usted dice locuras. Y porque está loco, lo retenemos en Bicêtre”.

El enfermo: “No creo que esté loco. Sé lo que vi y oí”.

El doctor Leuret: “Si quiere que esté contento con usted, tiene que obedecer, porque todo lo que le pido es razonable. ¿Me promete no pensar más en sus locuras, me promete no hablar más de ellas?”

Vacilante, el enfermo promete.

El doctor Leuret: “Muchas veces ha faltado a su palabra sobre este punto: no quiero contar con sus promesas; va a recibir una ducha hasta que confiese que todas las cosas que dice no son más que locuras”.

Y le aplican una ducha helada sobre la cabeza. El enfermo reconoce que sus imaginaciones no eran más que locuras y que va a trabajar. Pero agrega: lo reconozco “porque me fuerzan a hacerlo”.

Nueva ducha helada.

“Sí, señor, todo lo que le dije son locuras.”

“¿Estaba loco, entonces?”, pregunta el médico.

El enfermo vacila: “Creo que no”.

Tercera ducha helada.

“¿Estaba loco?”

El enfermo: “¿Ver y oír es estar loco?”

“Sí.”

Entonces, el enfermo termina por decir: “No había mujeres que me insultaban ni hombres que me perseguían. Todo eso es una locura”.

No sigo. A fuerza de duchas, a fuerza de confesiones, el enfermo, como podrán suponer, se curó efectivamente. Como había reconocido estar loco, ya no podía estarlo.

Esta es, desde luego, una idea con la que nos encontramos a lo largo de toda la historia de la psiquiatría: no se puede a la vez estar loco y tener conciencia de que se está loco; la percepción de la verdad desaloja el delirio. Y entre todas las terapias aplicadas a la locura con el transcurso de los siglos, encontramos mil maneras o astucias imaginadas para que el enfermo tome conciencia de su propia locura. Pero Leuret busca otra cosa. O, mejor aún, intenta alcanzar ese resultado por un medio muy singular. De ningún modo trata de persuadir al enfermo; en el fondo, se burla totalmente de lo que pasa en la conciencia de este. Lo que quiere es un acto preciso, una afirmación: “Estoy loco”. La confesión como elemento decisivo en la operación terapéutica.[2]

* * *

Hace mucho que este pasaje de Leuret me impresiona. Su contexto histórico inmediato es fácil de señalar. Poco tiempo antes se había votado una famosa ley, la llamada ley de 1838,[3] que organizaba en Francia la cooperación entre el poder administrativo, que decide el encierro obligatorio de ciertos enfermos mentales, y la autoridad médica, que está encargada de autenticar la enfermedad, tratarla y eventualmente curarla. Está claro que Leuret hace desempeñar un papel importante a la “confesión” del enfermo: este debe rubricar él mismo los certificados que lo encierran; después de las voces del médico y el prefecto, la suya es la tercera voz que autentifica esa locura que le es propia. Y al mismo tiempo, mediante la confesión, el enfermo tiene que exponerse a una acción médica que debe conducir a su liberación. Es un elemento absolutamente lógico en el sistema del encierro terapéutico: “Les reconozco el derecho a encerrarme; les ofrezco la posibilidad de curarme”. Tal es el sentido de esa confesión de locura: firmar el contrato asilar.

Pero me pareció que ese gesto de Leuret resultaba interesante por otras razones. Se sitúa en una época en que el tratamiento de los locos procuraba alinearse con la práctica médica, que obedecía al modelo dominante de la anatomía patológica: el médico, para conocer la verdad de la enfermedad, no debía escuchar el discurso del enfermo, sino los síntomas del cuerpo. Ahora bien, con respecto a esa norma científica, la exigencia (formulada por el médico) de una confesión de enfermedad (formulada por el enfermo) parece muy extraña. Como si la lógica médico-administrativa, que hacía tan necesaria esa confesión, introdujera por eso mismo una práctica muy ajena a las exigencias del saber psiquiátrico y a lo que podía conferirle autoridad, tanto a los ojos de la administración como en lo referido a la medicina.

Allí se deslizaba, en efecto, un elemento extraño. Y cargado de una larga historia. No pienso simplemente en el lugar y las formas que había podido adoptar en las instituciones judiciales o religiosas. Pienso en viejas significaciones o valores de los que seguía cargado, y sobre cuyo origen sabemos tan poco. Detrás de la confesión incitada por Leuret, y muy cerca de ella, presentimos el vínculo, tantas veces reconocido, entre la pureza y el decir veraz (sólo quienes son puros pueden decir la verdad; tema antiguo que encontramos en la obligación de virginidad y en la necesidad de continencia para recibir la palabra de Dios). Así, se puede reconocer igualmente el tema de que decir la verdad purifica (y de que el mal se arranca del cuerpo y del alma de aquel que, al confesarlo, lo expulsa). E incluso el tema de que decir la verdad acerca de una cosa anula, borra, conjura esa verdad misma (mi alma se vuelve más blanca si confiesa que es negra).

Detrás de la confesión exigida por Leuret está esa larga historia de la confesión, esas creencias inmemoriales en los poderes y efectos del “decir veraz” en general y, en particular, del “decir veraz sobre sí mismo”. […] Hay algo que me parece singular: Dios sabe si los mitos, las leyendas, los cuentos, los relatos –en una palabra, todo lo que desde nuestro punto de vista es lo no verdadero– suscitaron estudios etnológicos. Pero, después de todo, también el decir veraz está inmerso en tejidos rituales densos y complejos, acompañado de numerosas creencias, y se lo dota de extraños poderes. Tal vez habría que hacer toda una etnología del decir veraz.

Pero en la práctica de Leuret, uno siente con claridad que no está presente sólo el peso de todo ese pasado confuso. La exigencia de la confesión introducía además un nuevo problema. Cuando toda la medicina de la época tendía a la exposición, la pormenorización de los síntomas que constituían en cierto modo el lenguaje natural de la enfermedad, cuando toda esta medicina tendía a admitir el derecho al discurso veraz sólo en los médicos, que analizaban e interpretaban el lenguaje de los síntomas, entonces Leuret introduce entre la enfermedad y el médico el discurso del enfermo, la cuestión de lo que es verdadero o falso para él. No se limita a establecer la obligación del enfermo de decir la verdad, sino que plantea como cuestión esencial para su terapéutica la relación de conocimiento que el enfermo mantiene consigo mismo. Para establecer su práctica, fundar su intervención terapéutica y abrir la posibilidad de una curación, el médico necesita un discurso veraz del enfermo acerca de sí mismo. De Leuret, no digo simplemente a Freud sino a un vasto conjunto de prácticas, es fácil reconocer todo un desarrollo que aún nos es contemporáneo.

En todo caso, gracias a esta escena singular, en la intersección entre una tradición tan lejana y una práctica tan reciente, se me ocurrió la idea de estudiar la “obligación de decir la verdad sobre sí mismo”. Trataré, primero, de proponerles un breve análisis de lo que podemos entender por confesión (análisis del speech act). Luego haré un sobrevuelo teórico de los problemas históricos y filosóficos que, a mi juicio, se entrelazan en la práctica de la confesión. Para terminar, me ocuparé de la razón que tengo para estar aquí: la práctica de la confesión en las instituciones judiciales y sobre todo penales.

* * *

Un diccionario francés dice que la confesión es la declaración escrita u oral mediante la cual uno reconoce haber dicho o hecho algo. Y agrega como ejemplo la confesión de una falta. Me parece que podemos conservar el marco general de esta definición, según la cual, en la confesión, el que habla afirma algo acerca de sí mismo. Pero no bien avanzamos un poco, la definición ya no parece suficiente. Por un lado, dice demasiado poco del acto mismo de la confesión. Declarar –aunque sea solemnemente, aunque sea ritualmente– que se ha hecho o dicho algo no basta para constituir una confesión. Puedo declarar que ejerzo tal o cual oficio, y eso no será una confesión. Puedo reconocer públicamente unas palabras que he pronunciado, y eso no será forzosamente una confesión. ¿Hay que remitirse entonces al contenido de la afirmación, a la naturaleza de la cosa afirmada, como lo sugiere el ejemplo del diccionario? La declaración de la profesión será una confesión si soy traficante de drogas. O bien, reconocer una cosa que he dicho será una confesión para mí si la cosa dicha es una mentira. Pero ahora pedimos demasiado y damos una definición demasiado restringida. Después de todo, puedo tener que confesar mi edad o confesar mi amor, una enfermedad, un sufrimiento. En síntesis, la confesión es más que una mera declaración, pero es otra cosa que la declaración de una falta cometida[*] por el sujeto hablante.

Volvamos a Leuret y la confesión que procura obtener.

1. No es una falta lo que Leuret intenta hacer confesar. ¿Es tal vez algo desconocido, invisible? No, porque el enfermo está notoriamente loco; además, ha manifestado su delirio a lo largo del interrogatorio, y Leuret está convencido de su condición: con la “confesión”, el conocimiento no avanza ni un milímetro. Lo que separa una confesión de una declaración no es lo que separa lo desconocido de lo conocido, lo visible de lo invisible, sino lo que podríamos llamar cierto costo de enunciación. La confesión consiste en pasar del no decir al decir, suponiendo que el no decir tiene un sentido preciso, un motivo particular, un valor importante. Así, para el señor A. no decir que está loco, rechazar esta declaración, es fundar su pedido de salida. O aún más: cuando alguien declara su amor, se tratará de una confesión si el hecho de declararlo implica el riesgo de tener un costo.[4]

2. Pero eso no es todo. En la escena entre Leuret y su enfermo hay un episodio importante, cuando el segundo dice: “Y bien, sí, usted me fuerza a hacerlo, reconozco que estoy loco”, constatación llena de lucidez, habida cuenta de que bajo la ducha, la ducha fría, él estaba efectivamente bajo coacción. Y lo insensato es la respuesta del médico, que replica: “Eso no me basta; le impongo otra ducha para que, con toda libertad, usted reconozca que está loco”. Conocida pretensión del poder que quiere forzar a ser libres a aquellos a quienes somete. Y sin embargo, en sentido estricto la única confesión que puede haber es la confesión libre. Bien lo sabían los inquisidores de la Edad Media: para que las declaraciones arrancadas bajo la tortura fueran confesiones, era menester que se repitieran tras el suplicio. ¿Por qué es necesario que la confesión, aunque se haya obtenido mediante un apremio, se suponga libre para surtir sus efectos morales, jurídicos, terapéuticos? La razón es que la confesión no es simplemente una comprobación acerca de uno mismo. Es una especie de compromiso, pero un compromiso muy particular: no obliga a hacer tal o cual cosa; implica que quien habla se compromete a ser lo que afirma ser, y precisamente porque lo es. Hay una redundancia característica de la confesión que aparece con mucha claridad cuando uno le confiesa a alguien que lo ama. Si se tratara simplemente de constatar una situación de hecho, el “te amo” sería una afirmación lisa y llana. Si se tratara de comprometerse a amar, sería una promesa o un juramento, que podría ser sincero o no, pero sin ser verdadero ni falso. Pero cuando la frase “te amo” funciona como confesión, se pasa del régimen del no-decir al régimen del decir, al constituirse uno, voluntariamente, como enamorado en virtud de la afirmación de que ama. Quien confiesa un crimen se compromete en cierto modo a ser su autor; quiero decir que no sólo acepta la responsabilidad por el crimen, sino que funda esa aceptación en que efectivamente, lo ha cometido. En la confesión, quien habla se obliga a ser lo que dice ser, se obliga a ser quien ha hecho tal o cual cosa, quien experimenta tal o cual sentimiento; y se obliga porque es verdad. El enfermo de Leuret se compromete a ser loco. A no reivindicar [ilegible].

3. Pero esto todavía no basta para caracterizar la confesión. Cuando el enfermo de Leuret termina por decir: “Y bien, sí, estoy loco”, cede. Dice lo que no había querido decir; pero por eso mismo se expone al poder que el médico pretendía ejercer sobre él; acepta, se somete. Eso es además lo que comprende y busca el médico, que lo aprovecha para decir: “entonces, usted va a obedecerme”. En sentido estricto, sólo hay confesión dentro de una relación de poder a la que aquella brinda oportunidad de ejercerse sobre quien confiesa. Las cosas son evidentes cuando dichas relaciones de poder se definen institucionalmente, como sucede en el caso de la confesión judicial o de la confesión en la Iglesia Católica. Pero ocurre otro tanto en relaciones mucho más vagas y móviles: para que la declaración “te amo” sea una confesión, será preciso que el otro pueda aceptar, rechazar, reírse a carcajadas, asestar una bofetada o decir: “voy a contárselo a mi marido”. En una palabra, la confesión suscita o refuerza una relación de poder que se ejerce sobre quien confiesa. Por eso no hay confesión que no sea “costosa”.

4. Por último, hay una característica de la confesión que es sin duda la más singular y difícil de delimitar. Cuando Leuret hace confesar a su enfermo “estoy loco”, no supone, claro está, que dejará de estarlo por ese hecho mismo; al contrario, quiere obligarlo a aceptar la condición de loco. Y pese a ello, considera que el mero hecho de decirlo modificará la relación del enfermo con su locura, su manera de estar loco y por tanto su enfermedad. De igual modo, si el criminal que confiesa no es juzgado de la misma manera que aquel cuyo crimen se ha establecido a través de pruebas y testimonios, es porque se atribuye a la confesión la capacidad de modificar la relación que tiene con su crimen. Confesar un amor es empezar a amar de otra manera; si no, no es más que informar al otro de los sentimientos que uno le profesa. La confesión, a la vez que vincula al sujeto a lo que afirma, lo califica de otro modo respecto de lo que dice: criminal, pero quizá capaz de arrepentirse; enamorado, pero declarado; enfermo, pero ya lo bastante consciente y apartado de su enfermedad para que pueda trabajar en su propia curación.

Digamos, para ser breves y resumir todo esto, que la confesión es un acto verbal mediante el cual el sujeto plantea una afirmación sobre lo que él mismo es, se compromete con esa verdad, se pone en una relación de dependencia con respecto a otro y modifica a la vez la relación que tiene consigo mismo.

* * *

La confesión es, pues, una figura bastante extraña en los juegos de lenguaje. Y pese a ello, tiene desde la Antigüedad una extensión cultural, una fortuna institucional considerable en nuestra sociedad. ¿La encontramos en igual escala en otras sociedades y otras civilizaciones? No sabría decirlo. Para determinarlo sería necesaria una muy prolongada investigación. Pero si nos atenemos a “nuestras” sociedades –a las sociedades cristianas occidentales–, me parece que podríamos hablar, sin conjeturar en exceso, de crecimiento masivo de la confesión, no de crecimiento continuo, sino gradual y por áreas, por sacudidas repentinas, con detenciones y aceleraciones bruscas. Ese crecimiento tiende –y este es sin duda uno de los rasgos de nuestras sociedades– a vincular cada vez más al individuo con su verdad (y me refiero a la obligación de decir la verdad sobre sí mismo), hacer actuar ese decir veraz en sus relaciones con los otros y a estar comprometido con la verdad que ha dicho. No quiero decir que el individuo moderno deje de estar ligado a la voluntad del otro que lo manda, pero ese lazo se entrelaza cada vez más y se vincula con el discurso de verdad que el sujeto se ve en la necesidad de tener sobre sí mismo.

Querría indicar sólo algunos signos de esa extensión, esbozando un panorama un poco presuntuoso.

Primero, extensión institucional, la cantidad de instituciones que demandan la confesión: la justicia, la medicina, la psiquiatría (relaciones personales).

Segundo, extensión intrainstitucional, ejemplos en el cristianismo: la penitencia (no antes de la confesión tarifada); luego, en el siglo XIII, una vez por año; después todos los meses, ocho días, y después el examen de conciencia, la dirección de conciencia.

Tercero, extensión del ámbito: confesión cristiana y dirección de conciencia (se dice más, no se dice lo mismo; el tono no es el mismo).

Cuarto, grandes fases de confesión, crecimiento extrainstitucional: el nacimiento poco menos que simultáneo (indicación amplia) del sacramento de la penitencia, la Inquisición y, en las instituciones judiciales, el procedimiento inquisitorio, marcó otro gran avance de las formas de la confesión. Podríamos mencionar, en los siglos XVI y XVII, el desarrollo correlativo de la dirección de conciencia en las regiones católicas, de los relatos de conversión en las regiones protestantes y de toda una nueva forma de literatura en la que la confesión tiene un gran lugar. No hablemos de la confesión en los siglos XIX y XX.[*]

Creo que tenemos aquí un problema histórico importante. ¿Por qué este afán en demandar, solicitar esos discursos de verdad? Cuando se trata de discursos científicos, suele responderse –o buscarse la respuesta– a esta pregunta en términos de necesidades económicas y sociales. La verdad sería indispensable para las tecnologías productivas. ¿Es la respuesta adecuada? No tengo idea. Pero cuando se trata de la extraña verdad que el individuo debe producir acerca de sí mismo, no parece verosímil –no es evidente, en todo caso– que haya que ir por ese lado. Creo que hay que tratar de entender por qué se quiso vincular de esta manera al individuo con su verdad, mediante su verdad y mediante la enunciación, hecha por él, de su propia verdad. Saber cómo el individuo está vinculado y cómo acepta vincularse al poder que se ejerce sobre él es un problema jurídico, político, institucional e histórico. Creo que también es un problema jurídico, pero sobre todo institucional, político e histórico el saber cómo, en una sociedad, el individuo se vincula con su propia verdad. Ese es el marco histórico en el cual me gustaría inscribir la investigación sobre la confesión.

[Pero] también hay un aspecto más filosófico. En segundo lugar, [por tanto,] me parece asimismo que la confesión y su práctica plantean problemas filosóficos, y que es posible considerar su estudio en el marco de una empresa crítica.

Esto es lo que quiero decir. La confesión mantiene una extraña relación con el problema de la verdad. La confesión es una extraña manera de decir veraz. En cierto sentido, siempre es verdadera (si es falsa, no es una confesión). Y las consecuencias que tiene son del todo diferentes –para el locutor y para el receptor– de lo que puede ser una aserción como esta: el cielo es azul. Constituye cierta manera de decir, cierto modo de veridicción. Es sabido que, cuando alguien enuncia algo, hay que distinguir entre enunciado y enunciación; del mismo modo, cuando alguien afirma una verdad, hay que distinguir la aserción (verdadera o falsa) y el acto de decir la verdad, la veridicción (el Wahrsagen, como diría Nietzsche).

Si llamamos filosofía crítica a una filosofía que no parte del asombro de que haya ser, sino de la sorpresa de que haya verdad, podemos ver con claridad que existen dos formas de filosofía crítica. Por una parte está la que se pregunta en qué condiciones puede haber enunciados verdaderos: condiciones formales o condiciones trascendentales. Y por otra está la que se interroga sobre las formas de veridicción, sobre las diferentes formas de decir veraz.[5] En el caso de una filosofía crítica que se interrogue sobre la veridicción, el problema no pasa por saber en qué condiciones será verdadero un enunciado, sino cuáles son los diferentes juegos de verdad y falsedad que se instauran, y según cuáles formas. En el caso de una filosofía crítica de las veridicciones, el problema no es saber cómo puede un sujeto en general conocer un objeto en general. El problema es saber cómo los sujetos están efectivamente ligados en y por las formas de veridicción en las que se involucran.[6] En este caso el problema no es determinar los accidentes históricos, las circunstancias externas, los mecanismos de las ilusiones o las ideologías, y ni siquiera la economía interna de los errores o las faltas lógicas que han podido producir lo falso. El problema es determinar cómo pudo aparecer en la historia, y en qué condiciones, un modo de veridicción, un Wahrsagen. Si desde el punto de vista de lo verdadero la historia sólo puede rendir cuentas de la existencia o la desaparición de lo falso, desde el punto de vista de la veridicción puede rendir cuentas de la aparición de un decir veraz. Para terminar, comprenderán ustedes que el objetivo de una filosofía crítica de las veridicciones no es constituir una “policía general” de lo verdadero o una instrumentación[*] bastante general para fijar las condiciones formales bajo las cuales esos enunciados podrán ser verdaderos. Se trata más bien de definir en su pluralidad los modos de veridicción, explorar las formas de obligación por las cuales cada uno de esos modos vincula al sujeto del decir veraz, especificar las regiones a las que ellos se aplican y los dominios de objetos que ponen de manifiesto, y por último las relaciones, conexiones, interferencias que se establecen entre ellos. Digamos, en una palabra, que con esta filosofía crítica no se trata de una economía general de lo verdadero, sino más bien de una política histórica o de una historia política de las veridicciones.

En ese marco general se sitúa –en calidad de ensayos, fragmentos, tentativas más o menos abortadas– lo que he tratado de hacer en diferentes dominios. No procuré saber si el discurso de los psiquiatras era verdadero, y tampoco el de los médicos, aunque este problema sea del todo legítimo; no procuré determinar a qué ideología obedecía el discurso de los criminólogos, aunque este sea asimismo un problema interesante. El problema que quise plantear era diferente: interrogarme sobre las razones y las formas de la iniciativa de decir veraz acerca de cosas como la locura, la enfermedad o el crimen.

Suele hablarse con frecuencia de la reciente dominación de la ciencia o la uniformación técnica del mundo moderno. Digamos que esa es la cuestión del “positivismo” en el sentido comtiano del término, y tal vez sería preferible asociar a este tema el nombre de Saint-Simon. Querría mencionar, para inscribir en él los análisis que les propongo, un contrapositivismo que no es lo contrario del positivismo, sino más bien su contrapunto. Ese contrapositivismo se caracterizaría por el asombro ante la muy antigua multiplicación y proliferación del decir veraz, la dispersión de los regímenes de veridicción en sociedades como las nuestras.

* * *

Pero no me olvido de que he venido aquí invitado por la Facultad de Derecho y por la Escuela de Criminología. Todo esto está sin duda muy lejos de las reflexiones más precisas que acaso deseen ustedes escuchar. Creo no obstante que era conveniente y honesto mostrar enseguida, aun por medio de estas proposiciones muy generales, los límites desdichadamente muy rigurosos de mis palabras. No vengo como jurista. Pero, sin una especificación profesional muy precisa –no me pregunten demasiado si soy historiador o filósofo–, llego con un problema o, mejor, un haz anudado de manera más o menos torpe por la pregunta: ¿cuáles son el lugar y el papel del Decir veraz[7] en la práctica judicial?

No les enseñaré nada si les digo que esta práctica que tiene por función, según sus regímenes o instancias, decir la ley o decidir su aplicación, resolver un litigio o emitir una condena; en resumen, esa institución que tiene la apariencia de trabajar en el plano de lo prescriptivo y lo decisional, consume y fabrica, utiliza y produce, suscita y enuncia una cantidad considerable de “decir veraz”, de veridicciones diferentes. Ya se trate de los procedimientos de instrucción o los considerandos de un fallo, del recurso a los testimonios o las pericias, de los alegatos o las declaraciones de culpabilidad, de la interpretación de la ley o la consideración del estado de las costumbres o de datos económicos, la práctica judicial otorga un lugar destacado al decir veraz, y bajo formas notablemente diversas. Ahora bien, el acomodamiento entre esas diferentes veridicciones dista de ser obvio. Por ejemplo, la introducción de la pericia psiquiátrica en los casos penales dio lugar desde el siglo XIX a una serie de problemas y dificultades en los que el derecho de castigar se embrolló a tal punto que no sólo sus decisiones se tornaron difíciles de tomar, sino que aun sus fundamentos y justificaciones últimas amenazan con escapársele. Digamos, sin agresividad alguna: la verdad no le facilita la vida al derecho, y menos aún al derecho penal.

Querría estudiar el problema de la confesión en el marco de este problema general: decir la verdad y juzgar. Y querría estudiarlo a partir del siguiente problema, que podría ilustrar con [dos][*] escenas. Una en la Ilíada: la carrera de carros. Uno de los dos competidores comete una irregularidad. Cuando el otro se queja, el juez propone el juramento purgatorio. El culpable prefiere no someterse a la prueba. Ha perdido. ¿Equivalente de la confesión? Tal vez. Pero lo interesante es que no necesita confesar: la situación tiene los efectos de la confesión, sin tener su forma. Y además, no tiene lugar en el procedimiento mismo. [Comparemos con esta vieja escena la sucedida en un tribunal francés, algunos años atrás.][*] Un hombre es acusado de cinco violaciones.

El presidente pregunta:

–¿Intentó reflexionar sobre su caso?

–(Silencio.)

–¿Por qué, a los veintidós años, se desencadenan en usted estas violencias? Lo que tiene que hacer es un esfuerzo de análisis. Es usted quien tiene las claves de usted mismo. Explíquemelo.

–(Silencio.)

Un jurado toma entonces la palabra:

–¡Pero, vamos, defiéndase![8]

Tenemos aquí la escena inversa de la precedente. La confesión de la falta no es suficiente. Hace falta que el acusado diga qué es él. Para dictar sentencia se necesita su verdad: su verdad dicha por los peritos y dicha también por él mismo.

Si tomamos un marco temporal extremadamente amplio, tenemos por tanto no sólo un crecimiento considerable del papel de la confesión, sino mucho más aún: una inmensa mutación que nos lleva a pasar de un fallo penal referido a actos a una extraña acción judicial cuyo objeto, cuyo principio de racionalidad y medida, es la verdad manifestada del individuo entero. Lo que querría estudiar es esta transformación: el problema del “a quién se juzga” en la institución penal.

Pero para analizar ese problema no querría atenerme exclusivamente al dominio de las instituciones judiciales y las prácticas penales. Me gustaría retomar una hipótesis ya anunciada. Resulta evidente que, para hacer inteligible la historia de la práctica penal, se la debe volver a situar en un contexto más amplio. Pero además es necesario reflexionar sobre el contexto en que va a resituársela. Decir que es la sociedad, los procesos sociales, la cuestión de las determinaciones económicas: sí, tal vez. Pero al ser demasiado fácil, un análisis semejante corre el riesgo de resultar estéril o de llevar a análisis globales [a la manera de] Kirchheimer (¿por qué el castigo de la cárcel? Respuesta: esclavitud capitalista).[9] Me parece que puede ser interesante resituar ante todo esas prácticas penales como centro de un primer círculo de inteligibilidad en las técnicas de gobierno. Gobierno entendido en el sentido lato: manera de formar, transformar y dirigir la conducta de los individuos. Podríamos quizás admitir que existen tres grandes tipos de tecnologías: técnicas de producción de los objetos; técnicas de comunicación por las cuales los individuos se comunican entre sí, y técnicas de gobierno por las cuales los individuos actúan los unos sobre las conductas de los otros para alcanzar determinados fines u objetivos.[10]

Estas tres técnicas nunca son independientes unas de otras: no hay producción sin forma de comunicación ni sin dominación y conducción de la conducta; no hay técnica de comunicación en estado puro; no hay técnicas de gobierno que no pongan en acción un sistema de comunicación, y a menudo para producir algo. Lo económico, lo semiótico y lo estratégico están perpetuamente ligados. Pero, para hacer inteligible una práctica y su transformación, esos tres conjuntos tecnológicos no tienen la misma eficacia o, en todo caso, la misma inmediatez. Y, para evitar cualquier imprudencia, me parece que la práctica penal se esclarece en su organización y sus transformaciones si comenzamos por resituarla en las tecnologías de gobierno. Me pareció, por ejemplo, que el conjunto constituido por el sistema penitenciario y la práctica penal podía esclarecerse si lo comparábamos con las técnicas y procedimientos disciplinarios que vemos desarrollarse en las sociedades europeas entre los siglos XVII y XIX. De la misma manera, me pareció que el desarrollo de la confesión dentro de la práctica penal podía compararse con procedimientos que es posible encontrar en otros sitios –en las prácticas religiosas y las prácticas médicas, por ejemplo– y que tienden a ligar al individuo a la enunciación de su verdad.

Partir de esta cuestión: el gobierno por la verdad.

Querría resituar el análisis del desarrollo de la confesión penal en la historia más general de lo que podríamos llamar “tecnologías del sujeto”, y me refiero a las técnicas mediante las cuales el individuo se ve inducido, sea de por sí, sea con la ayuda o bajo la dirección de otro, a transformarse y modificar su relación consigo mismo. En suma, los análisis que comienzo a hacer tienen por objeto el estudio de la confesión en la práctica penal, en cuanto esta integra regímenes de veridicción y tecnologías del sujeto.

[1] Acerca de François Leuret (1797-1851), véanse Michel Foucault, Histoire de la folie à l’âge classique, París, Gallimard, 1972, pp. 540-541 [trad. cast.: Historia de la locura en la época clásica, Buenos Aires, FCE, 1992], que vincula al médico de Bicêtre, autor de un volumen titulado El tratamiento moral de la locura y publicado en 1840 en París, con el “uso de los famosos ‘tratamientos morales’ que hacen de la internación el principal recurso de la sumisión y la represión (Guislain y Leuret)”, así como Le Pouvoir psychiatrique. Cours au Collège de France, 1973-1974, ed. de J. Lagrange bajo la dirección de F. Ewald y A. Fontana, París, Gallimard-Seuil, 2003, en especial pp. 108-109 (véanse también las notas de J. Lagrange, p. 19, n. 13, y pp. 38-39, n. 22) [trad. cast.: El poder psiquiátrico. Curso en el Collège de France (1973-1974), Buenos Aires, FCE, 2005].

[2] A propósito de la función terapéutica de la confesión exigida por Leuret a las personas cuya cura dirigía, véase en especial M. Foucault, Le Pouvoir psychiatrique…, ob. cit., clase del 19 de diciembre de 1973, pp. 143-170, dentro de cuyo marco Foucault presenta y comenta una cura relatada en F. Leuret, Du Traitement moral de la folie, París, J.-B. Baillière, 1840 [trad. cast.: El tratamiento moral de la locura, Madrid, Asociación Española de Neuropsiquiatría, 2001]. “De manera general”, escribe, “Leuret procura, según creo, hacer del paciente alguien accesible a todos los usos imperativos del lenguaje […]. No se trata de transformar lo falso en verdadero en el seno de una dialéctica propia del lenguaje o la discusión; a través de un juego de órdenes, de imposiciones que se formulan, simplemente se procura volver a poner al sujeto en contacto con el lenguaje en su carácter de portador de imperativos: un uso imperativo del lenguaje que se remite y se ajusta a un sistema de poder. […] El lenguaje que vuelve a enseñarse al enfermo no le servirá para recuperar la verdad; el lenguaje que le obligan a reaprender es un lenguaje que debe dejar traslucir la realidad de un orden, una disciplina, un poder que se le impone” (p. 150 del original francés).

La confesión es uno de esos “complementos de poder agregados por el asilo a la realidad” que permiten al médico “influir en la locura y reducirla; por lo tanto, dirigirla y gobernarla”; es uno de los instrumentos cuya función es “imponer la realidad” y “afianzarla” (p. 164). Actúa disociando verdad y percepción; tiene la vocación de fijar al enfermo a su propia historia, pero a su historia tal como fue establecida “desde fuera por el sistema entero de familia, empleo, estado civil, observación médica”, y no tal como él la percibe (p. 159). La verdad cuyo enunciado intenta producir Leuret con todo un arsenal de duchas no es la de una locura “que habla en su propio nombre”, sino la de una locura “que acepta reconocerse en primera persona en una realidad administrativa y médica determinada, constituida por el poder asilar”. La “operación de verdad” habrá de consumarse en el momento en que aquellos y aquellas cuya cura está bajo la dirección de Leuret se hayan reconocido en la “realidad biográfica” así instaurada (p. 160).

La escena que enfrenta a Leuret con el “señor A.” también se narra en la primera de las dos conferencias pronunciadas por Foucault en Dartmouth en noviembre de 1980, con los títulos “Subjectivity and truth” y “Christianity and confession”; véase Michel Foucault, “About the beginning of the hermeneutics of the self: two lectures at Dartmouth”, Political Theory, 21(2), mayo de 1993, p. 200.

[3] Ley 7443 sobre los alienados, del 30 de junio de 1838. Véanse al respecto M. Foucault, Le Pouvoir psychiatrique…, ob. cit., clase del 5 de diciembre de 1973, pp. 95-122, y Les Anormaux. Cours au Collège de France, 1974-1975, ed. de V. Marchetti y A. Salomoni bajo la dirección de F. Ewald y A. Fontana, París, Gallimard-Seuil, 1999, clase del 12 de febrero de 1975, pp. 126-154 [trad. cast.: Los anormales. Curso en el Collège de France (1974-1975), Buenos Aires, FCE, 2000], así como Robert Castel, “Les médecins et les juges”, en M. Foucault (presentación), Moi, Pierre Rivière, ayant égorgé ma mère, ma sœur et mon frère: un cas de parricide au XIXe siècle (1973), París, Gallimard, col. “Folio Histoire”, 1994, pp. 379-399 [trad. cast.: Yo, Pierre Rivière, habiendo degollado a mi madre, mi hermana y mi hermano… Un caso de parricidio del siglo XIX presentado por Michel Foucault, Barcelona, Tusquets, 1976] .

[*] Palabra descifrada a partir de una abreviatura; también podría tratarse de “conocida”.

[4] En la relectura, Foucault incluye (con otra estilográfica) una frase luego tachada: “¿Pero en qué consiste ese costo?” La cuestión del costo de la confesión anuncia las del riesgo inherente a la parresia y el coraje de la verdad, desarrolladas en los dos últimos cursos en el Collège de France. Véase M. Foucault, Le Gouvernement de soi et des autres. Cours au Collège de France, 1982-1983, ed. de F. Gros bajo la dirección de F. Ewald y A. Fontana, París, Gallimard-Seuil, 2008 [trad. cast.: El gobierno de sí y de los otros. Curso en el Collège de France (1982-1983), Buenos Aires, FCE, 2009], y Le Courage de la vérité. Le Gouvernement de soi et des autres II. Cours au Collège de France, 1984, ed. de F. Gros bajo la dirección de F. Ewald y A. Fontana, París, Gallimard-Seuil, 2009 [trad. cast.: El coraje de la verdad: el gobierno de sí y de los otros, II. Curso en el Collège de France (1983-1984), Buenos Aires, FCE, 2010].

[*] En el manuscrito estos cuatro párrafos tienen la forma de una serie de listas.

[5] Esta distinción anuncia la que Foucault elige para iniciar la primera clase de su último curso: la distinción entre análisis de las estructuras epistemológicas y análisis de las formas aletúrgicas. Véase M. Foucault, Le Courage de la vérité…, ob. cit., pp. 4-5.

[6] Esta cuestión aparece en los tres últimos cursos en el Collège de France. Véanse M. Foucault, L’Herméneutique du sujet. Cours au Collège de France, 1981-1982, ed. de F. Gros bajo la dirección de F. Ewald y A. Fontana, París, Gallimard-Seuil, 2009 [trad. cast.: La hermenéutica del sujeto. Curso en el Collège de France (1981-1982), Buenos Aires, FCE, 2002]; Le Gouvernement de soi et des autres…, ob. cit., y Le Courage de la vérité…, ob. cit.

[*] Esta palabra, instrumentación, es de difícil lectura. La proponemos en calidad de hipótesis.

[7] “Decir veraz” figura con mayúscula en el manuscrito original.

[*] El manuscrito lleva el número 2, tachado y reemplazado con un 3. Se agregó una hoja –sin duda un ayudamemoria relativo a una tercera escena posible– en la cual Foucault anotó: “Escena del procedimiento inquisitorial en el siglo XVII:

– investigación

– tortura

– confesión (¿?)

– después, segundo interrogatorio para obtener la confesión”.

[*] Esta frase, que vincula la escena de la Ilíada (que Foucault analizará en la clase del 22 de abril de 1981) y la escena contemporánea (que retomará en la clase del 20 de mayo de 1981), está tachada en el manuscrito, sin duda porque, como lo sugiere en la hoja antes mencionada, Foucault quería referirse a una escena del procedimiento inquisitorial del siglo XVII (tema que retomará asimismo en la clase del 20 de mayo de 1981).

[8] Foucault reproduce este mismo diálogo al comienzo del siguiente texto: M. Foucault, “L’évolution de la notion d’‘individu dangereux’ dans la psychiatrie légale du XIXe siècle”, en Dits et écrits 1954-1988 (en lo sucesivo DE), ed. bajo la dirección de Daniel Defert y François Wahl, vol. III, 1976-1979, París, Gallimard, 1994, texto nº 220, p. 443 [trad. cast.: “La noción de ‘individuo peligroso’ en la psiquiatría legal del siglo XIX”, en Estética, ética y hermenéutica: obras esenciales, vol. III, Barcelona, Paidós, 1999, pp. 37-58]. El texto, publicado por primera vez en inglés en el International Journal of Law and Psychiatry, 1(1), 1978, pp. 1-18, con el título “About the concept of the ‘dangerous individual’ in 19th century legal psychiatry”, fue traducido al francés y publicado en la revista Déviance et Société, en cuyo comité editorial participaba un miembro de la Escuela de Criminología de Lovaina; véase M. Foucault, “L’évolution de la notion d’‘individu dangereux’ dans la psychiatrie légale du XIXe siècle”, Déviance et Société, 5(4), 1981, pp. 403-422. En ese número de la revista, el artículo de Foucault constituye una de las contribuciones a un debate sobre la peligrosidad, junto con las de T. W. Harding, “Le dompteur face à la dangerosité” (pp. 369-370), Saleem A. Shah, “Dangerosité: quelques considérations sur les plans légal, politique et de la santé mentale” (pp. 371-382), y Jean Dozois, Michèle Lalonde y Jean Poupart, “La dangerosité: un dilemme sans issue? Réflexion à partir d’une recherche en cours” (pp. 383-398).

[9] Foucault hace referencia a lo que en Surveiller et punir. Naissance de la prison, París, Gallimard, 1975, p. 29 [trad. cast., revisada y corregida: Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión, Buenos Aires, Siglo XXI, 2008, p. 33], llama el “gran libro de Rusche y Kirchheimer”. Véanse Georg Rusche y Otto Kirchheimer, Punishment and Social Structure, Nueva York, Columbia University Press, 1939; versión francesa: Peine et structure sociale, trad. e introducción de R. Lévy y H. Zander, París, Éditions du Cerf, 1994 [trad. cast.: Pena y estructura social, Bogotá, Temis, 1984].

[10] Este punto se desarrolla en M. Foucault, “Subjectivity and truth” (véase “About the beginning of the hermeneutics…”, cit., p. 203).