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Estudios Latinoamericanos

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Índice

Introducción

Patricia Willson

1. Críticas

Las cartas de Julio Cortázar (1937-1951): notas de lectura

Rosa Pellicer

Julio Cortázar y los (post)surrealistas belgas: otro puente más entre el lado de acá y el lado de allá

Joel Vanbroeckhoven

Cortázar lector (leedor) y la polémica con Arguedas

Evangelina Soltero Sánchez

La biblioteca argentina de Julio Cortázar

Sylvia Saítta

2. Traducciones

Homoerotismo en traducción: Memorias de Adriano en la versión de Julio Cortázar

Andrea Pagni

We band of brothers: cuerpo y violencia en las traducciones cortazarianas de Cocteau y Keats

Sylvie Protin

La escena traductora en la obra narrativa de Cortázar

Ilse Logie

Sobre los autores

Índice onomástico

Introducción

PATRICIA WILLSON

La lectura, tal como la entiende Michel de Certeau, es una cacería furtiva que no conserva su experiencia: cada lugar por el que pasa es un paraíso perdido (De Certeau 1990: 187). La escritura, en cambio, es construcción de un texto que tiene poder sobre su exterior; acumula, almacena y se multiplica gracias al expansionismo de la reproducción (148). En ese orden de prelación, la escritura primero y luego la lectura, De Certeau ve “metamorfosis y anamorfosis del texto por parte del ojo viajero, vuelos imaginarios o meditativos a partir de algunas palabras, encabalgamientos de espacios sobre las superficies militarmente ordenadas de lo escrito, danzas efímeras” (183). También se detiene en el sentido inverso del binomio, es decir, en “usos de la lengua”, según su metalenguaje, en los cuales se lee para luego escribir, como en el caso de la crítica y de la traducción.

En el escritor argentino Julio Cortázar, tales usos de la lengua se extienden desde las primeras cartas de su epistolario en la década del treinta hasta sus últimas ficciones. La crítica, las notas de lectura y la traducción son escrituras que buscan fijar “vuelos imaginarios y meditativos”, pero también —y ante todo, como se verá en este libro— el “sentido literal” de los textos que formaron desde temprano la biblioteca cortazariana. El sentido literal es, para De Certeau, aquel al que acceden los “intelectuales”, los “privilegiados”, aquello que suele considerarse “lo propio del texto” (De Certeau 1990: 184).1

¿Cómo dejó Cortázar registro escrito de lo que leía? ¿Cómo representó en sus ficciones a los traductores, escritores ellos mismos de lecturas de textos en lenguas extranjeras? ¿Cómo tradujo él mismo? Los siete ensayos que siguen abordan diferentes aspectos del nudo crítico y metodológico que actualizan estas preguntas. Dos ejes ordenan, pues, la indagación, a la vez que estructuran este libro: la crítica y la traducción en la obra cortazariana. Recorte que supone centrarse en ficciones con personajes traductores y en textos en los cuales, de manera explícita, Cortázar procesa, evalúa o reescribe las tradiciones foráneas y la tradición argentina.

Cuando se plantea desde un punto de vista conceptual la pregunta por las relaciones entre crítica y traducción, las respuestas aspiran a establecer en qué medida lo que dice un texto traducido sobre su texto fuente es comparable a lo que la crítica u otros modos de registro escrito de una lectura dicen del texto leído. Al respecto, puede citarse en primer lugar el enfoque genettiano de transtextualidad. En Palimpsestes, Gérard Genette define la transtextualidad como todo aquello que pone al texto en relación manifiesta o secreta con otros textos, e incluye a la crítica y a la traducción como dos de sus casos. Entre ambas establece, sin embargo, una diferencia. La primera pertenece a la categoría de metatextualidad (Genette 1997: 4) y entraña una relación entre dos textos, el segundo de los cuales se refiere al primero sin necesariamente citarlo. La segunda, en cambio, es una práctica hipertextual: un texto “transforma” otro que lo precede en el tiempo, el hipotexto (Genette 1997: 5).

También es posible considerar otros enfoques, capaces de “balizar” el campo nocional de la crítica y la traducción de manera más afín a las intenciones editoras de este libro (Angenot 1983: 126).2 Por ejemplo, durante los años de consolidación de la traductología como disciplina autónoma en el medio universitario —las décadas de 1970 y de 1980, aproximadamente—, las relaciones entre crítica y traducción son objeto de reflexión y compulsa. En aquellos años, tres precursores en el tratamiento del tema ocupan un lugar destacado en el discurso traductológico: Walter Benjamin, Ezra Pound y Haroldo de Campos. En el célebre prólogo a su traducción de Charles Baudelaire de 1923, reproducido incontables veces bajo el título “La tarea del traductor”, Benjamin sostiene que los románticos fueron los primeros en tener una visión de la “vida de las obras”, cuya prueba suprema es la traducción. Sin embargo, “apenas la reconocieron como tal […] dirigieron más bien toda su atención a la crítica” (Benjamin 1971: 136). Según Benjamin, la traducción contribuye en mayor medida que la crítica a la supervivencia de las obras (Benjamin 1971: 136). En la década de 1930, Ezra Pound, en su ensayo “Date line”, identifica lo que él llama criticism by translation como uno de los cinco modos de hacer crítica literaria (Pound 1960: 74). Tan evidente es para él este modo que, a diferencia de lo que hace con los otros cuatro, no proporciona ninguna definición concreta. Sin embargo, si se analizan sus traducciones, por ejemplo Homage to Sextus Propercius, o sus hipótesis en “Guido’s Relations” (Pound 1960: 191-200), puede verse que se aparta radicalmente de la traducción por el sentido. A la hora de traducir, a Pound le interesa menos la idea que la melodía del texto original; el traductor efectúa una lectura crítica del texto fuente y, si es fiel a ella, todo o casi todo le está permitido. En la misma línea, en 1962, el poeta brasileño Haroldo de Campos plantea la antinomia entre traducción filológica y traducción creativa. Esta segunda, que es aquella por la que aboga explícitamente De Campos, debe estar guiada por el principio de tomar las palabras como objetos sonoros y visuales, y no necesariamente ni únicamente como portadoras de un sentido (De Campos 2000: 198). Tanto Pound como De Campos conciben una identidad entre crítica y traducción, según el modo de la inclusión: para ellos, aunque no toda crítica es una traducción, toda traducción es una crítica.

Antoine Berman, en su análisis de las diferencias y las convergencias entre crítica y traducción, sostiene que ambas son un “destino” del texto y que son innumerables. Sin embargo, mientras la primera es clarificación del sentido y aspiración al todo, la segunda es manifestación de la letra y concentración en el detalle (Berman 1985: 93). La crítica, al buscar “la verdad del texto”, interrumpe la temporalidad de este, como lo indica la etimología del vocablo mismo; la traducción, en cambio, reproduce su secuencia (99).3 Berman sitúa la reflexión en una perspectiva histórica y, retomando la idea de Benjamin, recuerda que ya para los románticos alemanes, como Novalis y los hermanos Schlegel, la traducción debía pensarse a partir de la crítica, y que hicieron de ella la verdad última del traducir (95).

Por su parte, André Lefevere, a la manera de Genette, ubica tanto a la traducción como a la crítica en una categoría que las contiene y que trasciende la inmanencia del texto infinito y sin sujeto de Tel Quel: la de las prácticas de refracción. Las refracciones, según Lefevere, suponen un tipo de reescritura que apunta a volver accesible un texto para un nuevo público (Lefevere 1982: 4). En esta definición amplia, atenta al polo de la recepción, la traducción y la crítica, en cuanto prácticas de refracción, incrementan el número de posibles lectores y, al hacerlo, se convierten en vectores de democratización del saber, de tópicas, de modelos escriturarios, mediante una serie de manipulaciones del texto fuente o de partida que son función del estado de la cultura receptora.

Crítica y traducción, pensadas como escrituras de lecturas, son, pues, un tema muy presente en la traductología.4 De ahí que, en lugar de “crítica”, el término utilizado en algunas zonas de este volumen sea “lectura”, a la vez más general y más adecuado para pensar los primeros registros escritos del encuentro del joven Cortázar con la tradición literaria extranjera, así como su posición respecto del surrealismo y el postsurrealismo. El propio Cortázar se define como autor y lector de cuentos y novelas. Su afirmación “[n]o soy ni un crítico ni un teórico” (Cortázar 2013: 15) podría interpretarse como una denegación.5 De hecho, sus textos sobre Leopoldo Marechal de 1948 y sobre José Lezama Lima de 1969 volvieron legibles textos que no encontraban fácilmente a sus lectores contemporáneos. Su traducción de los cuentos completos de Edgar Allan Poe en 1956 también operó sobre la legibilidad y volvió disponibles, para los lectores de habla hispana, una tópica y una poética del cuento. Este es el aspecto de la obra cortazariana que se explora en el presente libro.

En la primera parte, la lectura en Cortázar se despliega según tres figuras distintas: la del descubrimiento de la tradición europea, la del debate sobre las relaciones entre tradición latinoamericana y compromiso político, y la de la inscripción en la tradición argentina. Si bien se solapan cronológicamente, estas figuras remiten a momentos diferentes de la vida del escritor. La primera corresponde al joven escritor en ciernes, que descubre —y se apropia de— la literatura universal. La segunda corresponde a la del intelectual latinoamericano que, en la década del sesenta, debe poner a prueba su biblioteca frente a la alerta política que se extiende en el continente a partir de la Revolución Cubana, verdadero motor cultural en América Latina (Gilman 2013: 35ss.). La última corresponde al escritor argentino que atribuye valor y significado a su propia tradición, es decir, que establece filiaciones y afiliaciones en un cuerpo de textos escritos en la lengua nacional.6 El contexto estético e ideológico imprime, pues, a las críticas cortazarianas un significado contingente que es preciso reconstruir, y así lo hacen las contribuciones de la sección “Críticas”.

En la primera de ellas, “Las cartas de Julio Cortázar (1937-1951): notas de lectura”, Rosa Pellicer analiza todas las alusiones a la actividad de lector del joven Cortázar. En el epistolario del escritor, publicado íntegramente entre 2012 y el año de su centenario por Aurora Bernárdez y Carles Garriga, Pellicer establece una periodización que tiene por límite un desplazamiento: el viaje definitivo a París. No se trata solo de la reconstrucción de una biblioteca, sino también de rastrear los indicios de una conciencia creciente del futuro destino público de esas cartas que está escribiendo. Pregunta y respuesta específicas para el joven Cortázar, pero igualmente válidas para cualquier otro escritor y su relación con los escritos “íntimos”, en cuanto configuran una poética de lo epistolar. De ahí que el análisis de Pellicer sea también formal y aborde las referencias al hecho mismo de “corresponderse”.

También en la contribución de Joel Vanbroeckhoven el foco está puesto en la lectura que hace Cortázar de producciones estéticas europeas, en este caso, el surrealismo y el postsurrealismo. Si la indagación de Pellicer se detiene en 1951, la de Vanbroeckhoven se inicia ese año y establece relaciones —“puentes”, según una socorrida fórmula de la crítica— entre Cortázar y el surrealismo y postsurrealismo belgas. Las lecturas mutuas de dos sistemas semióticos, el literario y el de las artes plásticas, descubren afinidades, a la vez que contribuyen a precisar —y esta es la hipótesis central del ensayo— qué parte del programa surrealista está presente en la poética del escritor “belgicano”. El texto de Vanbroeckhoven contiene también una serie de imágenes (algunas de ellas, inéditas) que ilustran bellamente complicidades y confluencias entre Cortázar y los grupos (post)surrealistas en Bélgica.

En el tercer ensayo, “Cortázar lector (leedor) y la polémica con Arguedas”, Evangelina Soltero Sánchez retoma el sintagma “Cortázar lector” para dar cuenta de la polémica con José María Arguedas. Al preferir el apelativo “leedor” al de “lector”, Soltero Sánchez realiza una operación crítica diferente a la de otros estudiosos, como Sara Castro-Klarén. En este caso, en el contexto de los “años sesenta”, según la definición menos cronológica que conceptual que da de ellos Oscar Terán (2013), la lectura y la biblioteca de uno y otro escritor constituyen una parte importante de los “argumentos” esgrimidos en el debate que los enfrenta. Además de establecer los textos que jalonan la histórica polémica, Soltero Sánchez analiza las lecturas referidas por Arguedas y Cortázar a partir de una hipótesis innovadora en cuanto a sus esperables —¿e insuperables?— divergencias.

“La biblioteca argentina de Julio Cortázar”, el ensayo de Sylvia Saítta, cuarto y último de la primera parte, despliega las lecturas de Cortázar dentro de la tradición literaria argentina. De la biblioteca cortazariana, Saítta extrae las obras pertenecientes al corpus preciso de una literatura nacional que, hacia mediados del siglo xx, se sitúa respecto del primer peronismo, aunque no de manera exclusiva. Saítta encuentra en esta sustracción un hilo conductor para pensar la lectura a lo largo de toda la vida del escritor, no ya en periodos acotados, como en los otros tres ensayos de Lecturas. Este tramo, el más centralmente crítico de Cortázar, abarca cronológicamente los tres anteriores y, como afirma Saítta, debe ser recompuesto a contrapelo de la construcción que el propio escritor hizo de sí como lector. Otro autor argentino ordena y da un sentido adicional a la mirada crítica de Saítta sobre la biblioteca argentina de Cortázar: Roberto Arlt.

En la segunda parte, “Traducciones”, se presentan varias escenas de traducción que tienen como agentes al propio Cortázar o a alguno de sus personajes. En esta parte del volumen confluyen, dialogan, entran en conflicto los dos modos divergentes de concebir el hecho traductor que han predominado en la historia de Occidente en diferentes tiempos y en diferentes lugares. Por un lado, el “babélico”; por el otro, el “logocéntrico”. Estos dos modelos se oponen por la primacía que el primero otorga al significante y el segundo al sentido. El ideal del modelo “babélico” es la subjetividad absoluta adscripta a la letra, que desemboca en lo intraducible, mientras que el otro modelo, el “logocéntrico”, difunde la buena nueva de la traducibilidad universal (Brisset 2004: 12). Las lenguas de Babel y el logos universal vuelven en las figuras de traductor que aparecen en las ficciones, en los ensayos y epistolarios, y en las traducciones del propio Cortázar.

No solo los objetos de los tres ensayos que forman esta parte difieren; también son diversas las perspectivas. Andrea Pagni, historiadora de la traducción literaria en América Latina, reconstruye el marco de enunciación preciso de la traducción que Cortázar hizo de Mémoires d’Hadrien, de Marguerite Yourcenar. En “Homoerotismo en traducción: Memorias de Adriano en la versión de Julio Cortázar”, Pagni demuestra que, para que haya un “traducible”, debe haber antes un “decible”. Su punto de partida para analizar la traducción que Cortázar realizó en 1954 de esa novela de Yourcenar es, por ende, la presencia de una discursividad homoerótica en la literatura argentina y, más generalmente, en la literatura escrita en lengua española.

Sylvie Protin, traductora ella misma de Cortázar al francés, parte de las reflexiones de Antoine Berman sobre la pulsión traductora. Según Berman, el traductor traduce a despecho de las representaciones sociales sobre la práctica de la traducción. Sin embargo —y es lo que Protin demuestra discursivamente y con imágenes extraídas de manuscritos de Cortázar y de Jean Cocteau—, hay algo del orden de la violencia en una traducción. En “We band of brothers: cuerpo y violencia en las traducciones cortazarianas de Cocteau y Keats”, Protin recuerda la comparación que hace el escritor entre traducir y el acto de amar, cita que sirve para establecer la importancia que le asigna Cortázar al traductor como sujeto que también padece al traducir y debe aceptar innumerables veces la derrota.

Por último, Ilse Logie, especialista en la literatura del Cono Sur y en literatura traducida, interroga las figuras ficcionales de la traducción en la obra cortazariana valiéndose de las herramientas analíticas que proporciona el llamado “giro ficcional” en traductología. El análisis de Logie en “La escena traductora en la obra narrativa de Julio Cortázar” revela hasta qué punto la literatura condensa evaluaciones sociales no expresadas en otros discursos. La noción de “escena” es central; no se trata únicamente del contexto de una traducción, sino que constituye una herramienta analítica capaz de explicar lo que está en juego —concepciones del lenguaje, de la literatura, de la lectura, de la traducibilidad— en el hecho mismo de representar a un traductor o el acto de traducir.

Todos los ensayos incluidos en este volumen establecen sendos estados de la cuestión y dialogan tanto con las fuentes como con una variada y a la vez pertinente bibliografía crítica y teórica. Las hipótesis, los argumentos, los ejemplos, las conclusiones contribuyen a pensar la obra de Cortázar desde una perspectiva gracias a la cual, en primer plano, se sitúa su contribución a la legibilidad y a la supervivencia de obras ajenas, así como a develar —ficcionalmente y con su propia práctica concreta— “el enigma que es la tarea de traducir” (Blanchot 1971: 69).

Lector y escritor de lecturas fuera de norma, por la profusión, la lucidez y las consecuencias de tales escrituras de lecturas, Julio Cortázar sigue interpelando, incitando a emprender nuevas aproximaciones críticas.

Bibliografía

ANGENOT, Marc (1983): “L’intertextualité: enquête sur l’émergence et la diffusion d’un champ notionnel”, en Revue des Sciences humaines LX. 189, pp. 121-135.

BENJAMIN, Walter (1971): Angelus Novus. Trad. de H. A. Murena. Barcelona: Edhasa.

BERMAN, Antoine (1985): “Critique, commentaire et traduction (Quelques réflexions à partir de Benjamin et de Blanchot”, en Po&sie 37, pp. 88-106.

BLANCHOT, Maurice (1971): L’Amitié. Paris: Gallimard.

BRISSET, Annie (2004): “La alteridad en traducción”. Trad. de Patricia Willson, en Otra Parte, primavera, pp. 12-17.

CORTÁZAR, Julio (2013): Clases de literatura. Berkeley, 1980. Barcelona: Debolsillo.

DE CAMPOS, Haroldo (2000): De la razón antropofágica y otros ensayos. Trad. de Rodolfo Mata. México: Siglo XXI.

DE CERTEAU, Michel (1993): La invención de lo cotidiano. Trad. de Alejandro Pescador. México: Universidad Interamericana.

GENETTE, Gérard (1997): Palimpsests. Literature in the Second Degree. Trad. de Channa Newman y Claude Doubinsky. Lincoln: University of Nebraska Press.

GILMAN, Claudia (2013): Entre la pluma y el fusil. Debates y dilemas del escritor revolucionario. Buenos Aires: Siglo XXI.

LEFEVERE, André (1982): “Mother Courage’s Cucumbers: Text, System and Refraction in a Theory of Literature”, en Modern Language Studies 12.4, pp. 3-20.

POUND, Ezra (1960): Literary Essays. London: Faber.

TERÁN, Oscar (2012): Nuestros años sesentas. Buenos Aires: Siglo XXI.

WILLSON, Patricia (2011): “La crítica y la traducción como versiones de lo foráneo”, en Actas de las III Jornadas Escrituras de la Traducción Hispánica. Barcelona: Ediciones Tradia. Disponible en: <http://www.traduccionliteraria.org/coloquio2/ actas/Willson.pdf> (última consulta: 05/10/18).

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1 En La invención de lo cotidiano, el lector en el que De Certeau se interesa sobre todo es un lector lambda, un “hombre sin atributos” (expresión que toma de Robert Musil) que, sin embargo, no es pasivo: “Este ensayo está destinado al hombre ordinario. Héroe común. Personaje diseminado. Caminante innumerable” (1990: 3). Cortázar, sin duda, no compone esa categoría, sino la de los “intelectuales”, los “privilegiados”, los legitimados para establecer las lecturas literales o autorizadas de las obras. Estos lectores están definidos muy laxamente por De Certeau, pero entre ellos menciona, a modo de ejemplo, a Roland Barthes (De Certeau 1990: 183).

2 En “L’Intertextualité: enquête sur l’émergence et la diffusion d’un champ notionnel”, Marc Angenot no solamente rastrea los antecedentes, la aparición y la diseminación del término “intertextualidad”, sino que además propone la noción de balisage, que él define como la creación de un lenguaje específico en un “territorio” determinado, y que admite ser ampliada como sigue: “la manera en que un tema se individualiza a través de la predicación” (Angenot 1983: 126, traducción PW).

3 De ahí que, certeramente, Berman aproxime la traducción al comentario, pues una y otro conservan la secuencia del texto de partida y están arraigados en la tradición. La crítica, en cambio, es una práctica propia de la modernidad (Berman 1985: 103).

4 Más recientemente, y en referencia al caso concreto de Cortázar, véase “Crítica y traducción como versiones de lo foráneo” (Willson 2011). Allí se analiza la traducción que Cortázar hizo de un texto de Pierre Drieu La Rochelle (“Relato secreto”) para la revista Sur y las estrategias traductoras desplegadas se contrastan con los ensayos que Cortázar escribió hasta ese año, 1951. El punto de disenso entre el traductor y su traducido Drieu es el surrealismo. En su nombre, Cortázar supo renegar de las gramáticas que, sin embargo, nunca aparecen conculcadas ni en sus traducciones ni en su obra crítica. También en este aspecto, estas escrituras de lecturas cortazarianas convergen.

5 Sin embargo, en un relato tan central de la obra ficcional de Cortázar como “El perseguidor” aparece una concepción de la crítica como algo estéril, derivado. Bruno, crítico musical, encarna esa visión frente a Johnny, el creador, el artista.

6 Las etapas que se da a sí mismo el propio Cortázar, la estética, la metafísica, la histórica (Cortázar 2013: 16), no coinciden exactamente con estas, sino que son el resultado de aplicar una interpretación histórica a su propia figura de escritor. La etapa histórica sería, pues, la síntesis que permite dar un sentido a las etapas anteriores (16 ss.).

 

Agradecimientos

En el proceso de elaboración de este libro intervinieron personas e instituciones. Quiero agradecerles en orden cronológico, no jerárquico. En primer lugar, a la Universidad de Lieja, el FNRS (Fonds National pour la Recherche Scientifique) y la Embajada de Argentina en el Reino de Bélgica, en especial a su exagregada cultural, Florencia Salerno. Luego, a mis colegas del área hispánica, Álvaro Ceballos Viro, Alfredo Segura Tornero y Kristine Vanden Berghe. Finalmente, a los directores de la colección Estudios Latinoamericanos, que acogieron el proyecto para su publicación, y a Laura Welsch, editora minuciosa e interlocutora lúcida en la fase final de edición del libro. Un agradecimiento especial para Pierre Alechinsky, quien cedió los derechos de reproducción de la litografía que ilustra la portada.

Críticas

Las cartas de Julio Cortázar (1937-1951): notas de lectura

ROSA PELLICER

Las cartas publicadas que Julio Cortázar escribió desde 1937 a 1951, antes de su partida definitiva a París, dan cuenta de sus lecturas y de su escritura. En ellas se dibuja el mapa de una biblioteca que a lo largo de los años irá ampliándose, pero que ya refleja el voraz gusto cortazariano. En ellas, además, surge la reflexión sobre lo que tiene de creativo y afectivo el acto epistolar, así como el pacto que establece con el destinatario.1 Para la configuración de esta biblioteca también hay que tener presente las referencias a las lecturas que aparecen en diversas entrevistas, así como las que se incluyen en El examen o Divertimento. Si en la carta dirigida desde Bolívar a Eduardo Hugo Castagnino en mayo de 1937, Cortázar bromea —“Te escribo directamente, ya que no me preocupa el temor de tanta gente que está a la espera de que se publiquen, en la edición de las Obras completas, las correspondientes colecciones epistolares” (Cortázar 2012a: 30)—, cuatro años después reflexiona largamente sobre el tema en una carta dirigida a Luis Gagliardi. En ella explica que la escritura epistolar, a la que dedica una atención privilegiada, ocupa para él un lugar intermedio entre la escritura literaria y la íntima, ya que las cartas editadas excluyen cualquier confidencia o intimidad de la vida privada:

Desde hace años, he pensado que una carta no es el mensaje intrascendente que se redacta presurosamente y sin otra finalidad que la información efímera y circunstancial; por el contrario, una carta ha sido para mí un rito, una consagración tan atenta como la labor esencialmente creadora; sin la tensión, es cierto, que supone un poema; sin su desgarramiento, sus impaciencias, sus placeres indescriptibles ante el hallazgo o la esperanza de logro poético. Pero siempre una ceremonia un poco —¿cómo decirlo?— un poco sagrada; un acto con contenido trascendente (2012a: 150).

Esta escritura espontánea tiene en cuenta los códigos sociales y el joven Cortázar no es dueño de ellos hasta su vuelta a Buenos Aires, en 1946, cuando desaparece algo de su timidez. Siempre encabeza sus textos con un “Mi querido amigo/a” —en español, inglés o francés—, pero es consciente del convencionalismo, como leemos en la carta dirigida a Rosa Luisa Varzilio, fechada en Buenos Aires en diciembre de 1943:

Mi querida Rosita:

Si el encabezamiento le resulta un poco demasiado estival, sustitúyalo mentalmente por “estimada”, “apreciada”, o cualquiera de las tonterías convencionales que nuestra vida burguesa obliga a emplear cuando un caballero se dirige a una señorita. Como yo no soy burgués en mis costumbres, y además encuentro que los dos calificativos anteriores sólo reflejan en parte mi sentir con respecto a usted, y teniendo además en cuenta que una vieja amistad como la nuestra puede prescindir (por lo menos epistolarmente) de algunos convencionalismos, he iniciado mi carta con el término que usted ha leído —espero que sin demasiado escándalo de su parte—.

Pues bien, mi joven amiga (esto está mejor, ¿eh?), le agradezco mucho su carta (2012a: 183).2

Por otra parte, la práctica aparentemente poco consciente de sí misma, calcula sus efectos;3 así, pasa del inglés o el francés al español en la correspondencia con Mercedes Arias y Lucienne Chavance de Duprat y su hija Marcela Duprat, respectivamente, a la vez que copia poemas, propios y ajenos, recomienda libros adecuados a los gustos del corresponsal o mantiene los códigos de amistad con antiguos compañeros del Mariano Acosta.4

Dado que la confidencia y la intimidad de la vida privada están excluidas de la correspondencia, las cartas se convierten en buena parte en un comentario e inventario literarios, en los que se aprecia el gusto por autores y obras muy diversos iniciado en la infancia. Es de obligada mención la referencia de Cortázar a estas lecturas en la entrevista que mantuvo con Sara Castro-Klarén:

[…] mis primeros recuerdos de libros son una mezcla de novelas de caballería, los ensayos de Montaigne, por ejemplo, que creo leí a los doce años, fascinado. No sé hasta qué punto podía comprenderlos. Pero recuerdo que los leí íntegramente en dos enormes tomos encuadernados y en traducción española. Y eso se mezclaba con novelas policiales, las aventuras de Tarzán, que me fascinaron en aquella época; Maurice Leblanc, y luego la gran sacudida de Edgar Allan Poe (Castro-Klarén 1980: 11).

Sus lecturas de adolescencia y de juventud tomaron otro rumbo tras la lectura de Opio. Diario de una desintoxicación, de Jean Cocteau, que supuso una revelación para el joven Cortázar:

Un día, caminando por el centro de Buenos Aires, entré en una librería y vi un libro de un tal Jean Cocteau, que se llamaba Opio y se subtitulaba Diario de una desintoxicación. Estaba traducido por Julio Gómez de la Serna y prologado por Ramón. Un prólogo magnífico, como casi todos los prólogos de Ramón. Bueno, algo había en ese libro (para mí Jean Cocteau no significaba nada), lo compré, me metí en un café y, de eso me acordaré siempre, empecé a leerlo a las cuatro de la tarde. A las siete de la tarde estaba todavía leyendo el libro, fascinado. Y ese librito de Cocteau me metió de cabeza, no ya en la literatura moderna, sino en el mundo moderno (Prego 1986: 44).

Tanto fue así que, en El examen, Andrés dedica dos páginas a comentar el libro que, además, influyó en su estilo: “me reveló sin que yo me diera cuenta las dimensiones justas de la severidad. […] entre los dos amigos que te dije y este libro me enfilaron derechito a Mallarmé, quiero decirte a la actitud de Mallarmé. La cosa es que me fui secando, por desconfianza y deseos de tocar lo absoluto” (Cortázar 1986a: 108). En La vuelta al día en ochenta mundos recuerda la importancia de Cocteau en la apertura no solo libresca, sino también vital: “y detrás siempre, Jean el pajarero que me arrancó de la adolescencia idiota y bonaerense para decirme lo que Julio Verne me había repetido tantas veces sin que yo lo comprendiera del todo: hay un mundo, hay ochenta mundos por día” (Cortázar 1979: 13).

Ese libro fue uno de los que Cortázar se llevó a París, y que conservó siempre. La biblioteca personal confirma no solo la presencia de Opio, en la traducción citada (Madrid, Ulises, 1931), fechado y firmado en 1933, sino la de otros títulos que leyó en esta etapa, como La voz humana (1934), cuyo ejemplar firmado está fechado en 1946, año de la carta dirigida a Sergio Sergi y Gladys Adams de Hocévar, en la que recomienda su lectura: “Para inspirarse, lea La voz humana del gran Cocteau; todo está dicho allí” (2012a: 252).5 En 1952, asiste en París a la representación de Oedipus-Rex de Stravinsky con escenografía de Jean Cocteau, y escribe a Sergio Sergi Hocévar:

Creo que te alcanzará mi especial emoción de esta noche, en que por primera vez he visto y oído a ese hombre que, salvadas las distancias y las diferencias, fue mi primer maestro. Piensa que yo leía a Pierre Loti cuando el azar me hizo comprar Opium… Sí, he tenido una terrible sensación de gratitud, y a la vez de vejez, de acabamiento, de mundo liquidado… (2012a: 376).

La apertura a la modernidad no significó que abandonara del todo su interés por otros escritores. Al dejar la universidad e irse “al campo” a trabajar como profesor, su aislamiento lo entrega a la lectura (“Nunca, desde que estoy aquí, he tenido mayores deseos de leer” (2012a: 30), escribe desde Bolívar a Eduardo Hugo Castagnino en mayo de 1937). En la entrevista con Luis Harss, recuerda ese tiempo dedicado casi exclusivamente a leer, que tuvo como resultado la falta de “una buena dosis de experiencia vital” (Harss 1977: 265).

En 1949, en Divertimento, el narrador se anticipa con ironía a la censura que merecerá esta actitud solipsista en un mundo próximo, que tendrá formas de vida más o menos comunistas:

Esta soledad, esta renuncia a la acción, recibirán sus merecidos (para ese día) epítetos. Cobardía de la generación del 40, etcétera. Tendremos nuestra buena lavada de cabeza en las historias de la literatura a cargo de algún ecuánime dialéctico. Romanos viendo pasar a los bárbaros y demás imágenes bien analógicas (Cortázar 1986b: 104-105).

Como señala Daniel Mesa Gancedo, en esos años el ejemplo de Keats hace que Cortázar opte por la “inmanencia”, frente al compromiso, a la “acción directa” (Mesa Gancedo 1998a: 16). Escribe en Imagen de John Keats: