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Rebeca Sanmartín Bastida
María Victoria Curto Hernández

El Libro de la oración de María de Santo Domingo

Estudio y edición

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MEDIEVALIA HISPANICA

Fundador y director Maxim Kerkhof

Vol. 29

Consejo editorial

Vicenç Beltran (“La Sapienza” Università di Roma); Hugo Bizzarri (Université de Fribourg); Elisa Borsari (Universidad de La Rioja); Patrizia Botta (“La Sapienza” Università di Roma); Antonio Cortijo Ocaña (University of California, Santa Barbara); María Teresa Echenique Elizondo (Universidad de Valencia); Michael Gerli (University of Virginia); Ángel Gómez Moreno (Universidad Complutense, Madrid); Georges Martin (Université Paris-Sorbonne); Regula Rohland de Langbehn (Universidad de Buenos Aires) y Julian Weiss (King’s College, London)

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Este libro se enmarca en el Proyecto I+D
“La conformación de la autoridad espiritual femenina en Castilla”,
Ref. FFI2015-63625-C2-2-P, financiado por el Ministerio de Economía
y Competitividad y por los Fondos FEDER.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación
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ISBN 978-84-9192-080-9 (Iberoamericana)
ISBN 978-3-96456-868-7 (Vervuert)
ISBN 978-3-96456-869-4 (e-book)

Depósito Legal: M-28959-2019

Diseño de cubierta: Rubén Salgueiros

ÍNDICE

Agradecimientos y dedicatoria

Índice de figuras

Prólogo de Javier Carballo, O. P.

1. María de Santo Domingo y el Libro de la oración

Una visionaria en tiempos de Cisneros

Versiones de una “santa viva”

La retórica de las lágrimas en María de Santo Domingo

El Libro de la oración, primer impreso místico de una mujer castellana

2. El lenguaje musical en el Libro de la oración

La segunda visión, la música y otros santos medievales

La armonía de las esferas y el Gran Tañedor

El alma como instrumento musical

Afinación e imitatio Christi

Música, corporalidad y erotismo

Una historia en clave musical

¿Una visión cantada?

3. Libro de la oración de María de Santo Domingo

Criterios de edición y composición del texto

[Portada: Título]: “Oración y contemplación”

[I] [Dedicatoria]: “Al reverendíssimo en Christo Padre y Señor”

[II] Prólogo

[III] División de la obra

[IV] Sumario de su vida perfecta

[V] A los lectores de la presente obra

[VI] [Oración y contemplación de María de Santo Domingo: Primera parte]: “La oración y contemplación que se sigue es algo de lo que se pudo cojer de lo que estando arrebatada dixo la sierva de Dios soror María de Sancto Domingo, beata de la tercera regla del bienaventurado Sancto Domingo, en la comunión del día de Pascua de Resurrectión del Señor”

[Segunda parte]: “Sábado a la tarde, a diez de deziembre en Piedrahita; oyendo este día tañer un manacordio o clavicímbalo, fue arrebatada”

[Tercera parte]: “En la comunión del día de la invención de la cruz fue preguntada si en las islas que descubrió Colón nuevamente fue en algún tiempo publicada la Palabra del Señor antes de agora”

[Cuarta parte]: “Carta consolatoria para un cavallero de Segovia, respondiendo a otra suya, sobre la muerte desastrada de García Valdés en Roma”

Bibliografía citada

AGRADECIMIENTOS Y DEDICATORIA

Agradecemos a Klaus Vervuert, que ya no puede estar con nosotros, su apoyo inicial al proyecto: escuchó a Rebeca Sanmartín (una tarde, en una cafetería cercana a la calle Quintana) y una vez más mostró su apoyo de amigo y editor a una investigación suya. En segundo lugar, queremos dar las gracias a las personas que han hecho posibles los estudios que aquí presentamos, pues, además de ofrecer la primera edición anotada de esta obra, aportamos datos nuevos sobre las crónicas de Aldeanueva, el lenguaje de las lágrimas de María, el Libro de la oración y la interpretación musical de su segunda visión. En este sentido, agradecemos a los dominicos Javier Carballo (autor del prólogo) y Dolores Rioja el facilitarnos nuestra exploración del archivo de Mosén Rubí en Ávila; a los encargados del archivo dominicano de Roma y Salamanca, el acceso a las versiones de las crónicas de Aldeanueva allí custodiadas; a Isabel Morujão, su invitación a Rebeca Sanmartín para participar en un coloquio sobre las lágrimas en Oporto (7-8 de noviembre de 2018), donde conoció a Antonio Navas, quien ha puesto a nuestra disposición su conocimiento teológico; y a Jessica Boon, la estancia de investigación de Victoria Curto en Carolina del Norte (otoño de 2018), donde pudo trabajar en la teoría musical de la época. Por otro lado, sin José Antonio Elvira no hubiéramos visto y entendido Aldeanueva y Piedrahita; y a Anne Wigger no queremos dejar de agradecerle su apoyo desde el comienzo hasta el final del trabajo, siguiendo la estela del fundador de Iberoamericana/Vervuert. Por último, a nuestros familiares les debemos su paciencia infinita mientras este libro se llevaba a cabo. Ellos saben de la pasión que nos despierta la autora del Libro de la oración. A ellos y a Klaus Vervuert dedicamos, pues, estas páginas sobre una mujer que esperamos siga fascinando a otros tanto como a nosotras.

ÍNDICE DE FIGURAS

1. Costilla de Catalina de Siena, Mosén Rubí, Ávila (fotografía de Rebeca Sanmartín)

2. Restos del monasterio de Piedrahita (fotografía de Rebeca Sanmartín)

3. Restos del convento de Aldeanueva de la Cruz (fotografía de Rebeca Sanmartín)

4. Cristo de las Batallas, Mosén Rubí, Ávila (fotografía de Rebeca Sanmartín)

5. “The Sacred Monogram and the Wounds of Christ”, grabado del siglo XV (Metropolitan Museum of New York)

PRÓLOGO

El Libro de la oración de María de Santo Domingo contribuye a resaltar el valor de la mística española del siglo XVI, no solo reivindicando su figura y el lugar que le corresponde, sino también abriendo una nueva perspectiva de interpretación, que Rebeca Sanmartín ya ha iniciado en anteriores publicaciones. En efecto, María de Santo Domingo no es una mujer manipulada o utilizada por los clérigos en las luchas internas eclesiales, sino que tiene personalidad propia y destacada y una espiritualidad específica y original, como se muestra en este Libro de la oración.

¿Qué rasgos sugieren la originalidad de su espiritualidad mística? En el Libro se apuntan algunos elementos con nitidez. Ante todo, la imaginación audaz con que trata de reproducir las escenas evangélicas de la vida de Jesús de Nazaret y de las mujeres que le siguen, especialmente la Virgen María y María Magdalena, patrona de la Orden de Predicadores por ser la primera que anuncia la resurrección del Señor. La humanidad encarnada del Hijo de Dios es la llave para entrar por el camino místico, como igualmente subrayará santa Teresa de Jesús. Más aún, el misterio de la encarnación es la clave de bóveda de la espiritualidad de la Orden de Santo Domingo. La imaginación hace de nexo de unión o “fusión de horizontes” entre la humanidad de Cristo y la del intérprete.

Por otro lado, destaca la sensibilidad para insistir en los vínculos afectivos que unen a los discípulos con el Maestro y entre sí en amistad íntima. La contemplación es una visión, pero una visión de amor: contemplar es amar con la mirada a Dios y a la humanidad. No se trata solamente de un contrapunto al excesivo racionalismo teológico, sino que es una reivindicación de la tradición mística afectiva y de su lenguaje amoroso, que ha visto en las santas mujeres y en el discípulo amado Juan una referencia primordial, con un cierto primado sobre Pedro, de quien se recuerdan frecuentemente sus negaciones y traiciones. Además, el tema de las lágrimas y el llanto como lenguaje de la compasión y conmoción mística (precisamente el “don de lágrimas” ha sido uno de los rasgos destacados de santo Domingo de Guzmán), que se correlaciona con la actitud de la alegría, está igualmente presente. El par tristeza-alegría, llanto-canto, es también característico del fundador de la Orden de Predicadores, quien, evidentemente, influye en María de Santo Domingo hasta llevar la “marca” en su mismo nombre.

Otro rasgo llamativo es la significación teológica y espiritual de las mujeres en los evangelios, a quienes no creen cuando llevan a los apóstoles la noticia de la resurrección de Jesús, pero a quienes la voluntad divina dispone como las primeras testigos de ella. A este hecho la teología actual le da una especial relevancia, lo que aparece claramente prefigurado en este Libro.

También hay que destacar un elemento muy original y especialmente atrevido y sugerente, a saber, una especie de mezcla de dominicanismo y franciscanismo en un “híbrido espiritual” único en su especie, que no tiene que ver con ningún afán sincretista, sino con la capacidad de la mística para reconciliar las paradojas que le son tan habituales en sus formas de expresión.

Por último, el lugar del deseo apasionado y desmesurado (“nuestro Desseado” es la expresión con la que María invoca a Dios) se configura como punto de arranque e inicio de la fe, donde se siente la influencia de santa Catalina de Siena, igualmente patente en la forma literaria del “diálogo místico”.

“Oh, hija mía, tú querrás a mí e yo querré a ti. Tú me traherás en ti e yo a ti comigo”, dice el Libro. También ella está “herida” por el deseo divino y por la experiencia de comunión con Dios. De este amor solo se sabe por experiencia, y de esta contemplación amorosa brota la auténtica predicación. Porque María de Santo Domingo quiere ser también predicadora y para ello no se recluye en la clausura de un monasterio, sino que asume la regla de la Orden Tercera dominicana, que le permite vivir un modelo comunitario distinto a la clausura monástica, más adecuado para realizar algunas actividades externas y practicar la itinerancia. Ni que decir tiene que el propio Libro de la oración es una forma de enseñanza y predicación que sirve de iniciación y guía a la vida contemplativa. Son mujeres que están dando a luz una nueva forma de espiritualidad y una nueva forma de vida cristiana en la Iglesia, a la vez que están haciendo valer su identidad, dignidad y lugar en el espacio eclesial y social.

Por ello, no podemos ver a María de Santo Domingo como una figura aislada. “Muchas mujeres hubo que hizieron lo que esta haze”, se dice en la apología que de ella traza el autor de la presentación al Libro. Forma parte de un movimiento de mujeres que encarnaron una experiencia cristiana original y profundamente mística, que ha llegado a ser uno de los grandes hitos de la historia de la espiritualidad, aunque en gran medida su legado esté todavía por descubrir, valorar e incorporar al propio caudal espiritual del cristianismo y de la humanidad.

Sin duda se pueden hacer muchas lecturas del Libro desde diferentes perspectivas, y ello es legítimo. Es obvio que su valor excede el meramente espiritual cristiano. Pero este valor no puede quedar relegado: María de Santo Domingo debe tener su lugar destacado en la historia de la espiritualidad cristiana. A ello contribuyen decididamente esta edición crítica y el trabajo riguroso de Rebeca Sanmartín y María Victoria Curto. Pero todavía hay mucho por hacer. Ojalá esta edición del Libro de la oración sirva para impulsar el camino a nuevos estudios y a una interpretación más correcta que la que se ha hecho en el pasado sobre la contribución singular y novedosa de las místicas españolas a la teología y a la espiritualidad. Muchas de ellas todavía son completamente desconocidas y no tienen el reconocimiento que en justicia se les debe. Estamos ante un buen ejemplo de lo que significa una edición crítica de calidad en continuidad con estudios y publicaciones anteriores de las autoras. Esperamos que sirva de estímulo para sacar a la luz el patrimonio místico de tantas mujeres, dominicas y de otras familias religiosas, todavía por descubrir y disfrutar.

Javier Carballo, O. P.
Presidente de la Facultad de Teología
“San Esteban” de Salamanca

1.

María de Santo Domingo y el Libro de la oración1

Una visionaria en tiempos de Cisneros

María de Santo Domingo (1486?-1524) fue una “santa viva” muy apropiada para lo que pedían los tiempos en el mundo mediterráneo. No obstante, tuvo la mala suerte de que Pedro Mártir de Anglería se fijara en ella y de que, en 1509 (epístola 428 de su Opus epistolarum), hablara con cierto desprecio de esta mujer, hija de campesinos, que decía tener visiones y encabezó una reforma en la Orden de Predicadores (1955: 300-302).2 Como tantos humanistas de entonces, incluidos los de la península itálica (véase Prosperi 1992: 99, 106), Mártir de Anglería tenía prejuicios hacia las mujeres carismáticas, a las que consideraba ignorantes. En la carta referida muestra su creencia de que se trata de una vana superstición y alude despectivamente al continuo y extremo ayuno que impide comer a María, así como a sus pretensiones de Sibila vaticinadora. Nada comenta de su doctrina; todo, en cambio, se centra en su comportamiento, que interpreta como un fingir y simular, como si de una actriz se tratara: el trato íntimo de María con Cristo viene marcado, según él, por un estrecharse entre sus brazos manifestado por medio de señales, gestos y coloquios. También observa que en su éxtasis María yace como una muerta en tierra, con los brazos extendidos cual Cristo crucificado, y que al entumecérsele las articulaciones se le quedan rígidas como palos. Y todo esto lo hace profiriendo frases de amor que producen emoción en su auditorio, como cuando simula estar acompañada de Cristo, de quien se considera su esposa.

Mártir de Anglería no puede dejar de mostrar su escepticismo cuando se hace eco de quienes comentan que María, siendo una mujer inculta, cuando se despierta del éxtasis habla de cosas divinas como lo podría hacer cualquier sabio teólogo.3 Y extrae así, del comportamiento de María, lo que seguramente le parecería más estrambótico a su corresponsal, el conde de Tendilla, mientras no duda en calificar estas actuaciones de fanáticas. Su alusión a lo que parece un chascarrillo nos lleva a desconfiar de su relato: el humanista resalta que, cuando han de pasar por un lugar estrecho, como si estuviera viendo presente corporalmente a su suegra, María le dice a la Virgen que pase ella delante, mientras que la Madre de Dios quiere dejarle ese lugar de privilegio (y aquí de nuevo insiste en la performance del trance: nadie ve nada y solo se oye a María). Esta alegación es, cuando menos, curiosa, pues en la primera visión del Libro de la oración, como veremos, María no tiene esa familiaridad de igual a igual con la Madre de Cristo, y esta, desde luego, no la considera esposa de su hijo.4 Sea como sea, Mártir de Anglería destaca dos hechos importantes: que por entonces hay dudas sobre si todo es una farsa o se trata de una inspiración del Cielo; y que se da una división de opiniones entre los frailes predicadores de la Orden de Santo Domingo. El asunto había sido llevado ante el papa, quien encarga a su nuncio y a ciertos prelados que aborden el asunto, el cual, según Mártir de Anglería, es un problema de fantasías y ligerezas de mujer que ocasiona escándalo, pese al apoyo del rey y de Cisneros a María.

No obstante, el tiempo no dejó tan clara la supuesta naturaleza de farsa de la actuación, como deseaba Mártir de Anglería, porque tras sufrir nada menos que cuatro juicios entre 1508 y 1509 (y la carta del humanista es anterior al cuarto y último, el definitivo), María salió finalmente absuelta en una sentencia publicada el 26 de marzo de 1510 (Sastre Varas 2004: 186).5 Tal absolución no redundó en una canonización de la dominica, quien ha sido relegada hasta la década de los noventa del siglo XX a un cierto olvido (excepto para los historiadores dominicos), algo que llama la atención porque, supuestamente, consiguió que el papa León X la recibiera (pese a las suspicacias que, según Mártir de Anglería en la carta mencionada, tuvo hacia ella su predecesor, Julio II; y a esta visita volveremos). León X, además, le concedió importantes bulas, no ya solo para transformar su casa de terciarias de Aldeanueva en convento, sino para autorizar al maestro general de la orden dominicana, García de Loaísa, a sacar la costilla de Catalina de Siena (1347-1380) de su sepulcro y llevarla al convento donde vivía María (fig. 1).6

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Figura 1. Costilla de Catalina de Siena, Mosén Rubí, Ávila (fotografía de Rebeca Sanmartín)

Pese a los favores en vida que consiguió nuestra autora, la opinión del italiano ha tenido ecos perjudiciales para María en varios historiadores que han abordado su figura, del mismo modo que el rechazo de algunos dominicos de su tiempo ha contribuido a la no santificación de la llamada Beata de Piedrahita. Así, basta con leer el testimonio del P. Hurtado de Mendoza en el último proceso en el que se la juzgó (de los cuatro convocados) para comprender que no solo aquel humanista veía patrañas en los actos de esta mujer:

Que en Toledo oyó decir el testigo que la dicha Sor María, pareciendo arrebatada, había hecho muchas manifestaciones amenazando al provincial y al prior del convento para que hubiese mucha religión y que veía a un ángel que los quería herir.7 Que el testigo había oído decir que la dicha Sor María profetizaba muchas cosas, entre ellas el advenimiento de determinados papas y emperadores; que ella tendría un anillo invisible y una cruz invisible hechos por manos de ángeles y un libro escrito por San Juan y otras varias predicciones referentes a mártires y a las órdenes religiosas; todo lo cual consideraba el declarante verdaderas patrañas, compuestas por ella, para dar placer a los que la escuchaban. (Lunas Almeida 1930: 168)

No obstante, ello no obsta para que Hurtado acabe por reconocer que la actuación de María le conmueve. Y precisamente esa actuación o performance visionaria es la que hace que podamos situar a María de Santo Domingo en un grupo de mujeres que ejercen autoridad espiritual, encarnada a finales del siglo XV y comienzos del XVI por las mujeres visionarias.

Aunque hoy todavía estas mujeres son bastante desconocidas fuera del ámbito de la historia de la Iglesia y de la espiritualidad femenina, en su época María de Toledo, Juana Rodríguez, María de Ajofrín, María de Santo Domingo, Marta de la Cruz o Juana de la Cruz fueron reconocidas como “santas vivas”, término acuñado por Gabriella Zarri (1990 y 1996) para referirse a unas mujeres italianas que gozaron de influencia en la corte y delimitaron un modelo de santidad femenina entre el final del Medievo y el inicio del Quinientos.8 Este nuevo modelo venía marcado especialmente por Catalina de Siena y respondía a un movimiento “cateriniano”, auspiciado por los seguidores de Jerónimo de Savonarola, en el que se promovían el don de profecía y la reforma monástica (Zarri 1996: 250); no obstante, durante toda la Edad Media existió un patrón de santidad femenina en Europa, que se remonta al siglo XIII, basado en el ayuno extremo, la penitencia, el éxtasis eucarístico y, en general, los carismas.9 Este patrón estaba encarnado, especialmente, en beatas y terciarias del Mediterráneo (véase Muñoz Fernández 1994a) y en las beguinas de Centroeuropa. Los carismas podían consistir en visiones, dones de lenguas o de profecía y, a partir de Catalina de Siena y las llamadas “santas vivas” italianas, en la recepción de estigmas, como en el caso de María de Santo Domingo, María de Ajofrín (¿-1489) y Juana de la Cruz (1481-1534). En sus revelaciones, estas beatas conversaban con los seres celestiales, a veces incluso derivando hacia ellos las preguntas del auditorio, como sucede en el Libro de la oración; o bien estos se les aparecían dialogando entre ellos, como en las visiones de Juana de la Cruz (1999). Y muchas de estas revelaciones y experiencias místicas las puso por escrito el auditorio masculino circundante que participaba como espectador de unos trances que solían suceder en público. En el caso de María de Santo Domingo fue su confesor, Diego de Vitoria, quien al parecer tomó nota de sus visiones durante varios años por orden de Cisneros (Beltrán de Heredia 1939: 259; Giles 1990: 77).

Habría que recordar que en la corte de los Reyes Católicos interesaba la actividad de las mujeres carismáticas, pese a las reticencias que vimos mostró Pedro Mártir de Anglería, y otras autoridades y frailes de las órdenes implicadas que con escepticismo las relacionaban con la superstición popular.10 Parece hoy obvio que las profecías de estas mujeres convenían a la corte, pues daban publicidad a una determinada dirección política, como pasaba con la profecía de María de Santo Domingo sobre la conquista de Orán (empresa en la que Cisneros había invertido grandes recursos financieros). María vaticina la conversión de noventa mil moros en un día (véase Beltrán de Heredia 1939: 112) y pronuncia profecías favorables, como la de quién sería el próximo papa, refiriéndose seguramente a Cisneros (quien en 1507 era ya cardenal), pues predijo que el puesto lo ocuparía un hombre muy santo de avanzada edad, y Cisneros tenía entonces setenta y un años (Bilinkoff 1992: 33-34).11

Hay que decir que es casi seguro que las Revelaciones de María y sus trances en el Libro de la oración se transcribieron bajo el auspicio de Cisneros. Otorgándole especial credibilidad, Cisneros cumple un papel fundamental como figura animadora de este liderazgo espiritual femenino, y contribuye a su impulso con la difusión del mensaje de las visionarias medievales continentales (hace imprimir obras de Catalina de Siena, de Matilde de Hackeborn [1241-1298], o de Ángela de Foligno [1248-1309], así como las vidas de varias de ellas: véase Herrán Martínez de San Vicente 2011). Ahora bien, no está solo: también las apoyan los Reyes Católicos, interesados en la reforma de conventos y en difundir la nueva espiritualidad contemplativa. Y, en el caso de María, el poderoso duque de Alba, a quien convenía tener una “santa viva” en sus tierras (véanse Bilinkoff 1992 y Sanmartín Bastida 2014). La reforma religiosa buscada por Cisneros y por grupos como el de María se hizo entonces en el marco de una estrecha relación con la Corona, y ahí debe encuadrarse el apoyo que a esta beata le dio el duque de Alba.

No obstante, en su apoyo a María (y a otras mujeres visionarias que realizaban la reforma desde beaterios), se debe reconocer que Cisneros arriesgó el granjearse la enemistad de los dominicos que no confiaban en esta mujer.12 Así, en el Capítulo de 1504 de la Orden de Predicadores se recomienda un gobierno más tolerante de la Provincia y se mitiga el rigorismo promovido por María y sus seguidores. Y en el Capítulo Provincial de 1508, los actos del grupo de monjes de Piedrahita, que tenían un monasterio cercano al beaterio de Santa Catalina (fig. 2), donde María entró como terciaria, fueron considerados actos de soberbia, hipocresía y jactancia (Nieva Ocampo 2006: 114). Valió de poco su alianza con el monasterio de San Esteban, pues ese año se dicta excomunión contra los que busquen apoyo fuera de la orden, siendo tal vez esta una advertencia a Antonio de la Peña, el defensor de María a quien se atribuye haber ganado para su causa a Cisneros (Muñoz Fernández 1994b: 305). Aunque frailes muy importantes en la orden se manifestaron a favor de María (Llorca 1980: 44), sus recomendaciones rigoristas (con mucho hincapié en la disciplina corporal) fueron mal vistas y finalmente se ordenó que ningún religioso la viera o escribiera sin permiso del provincial (Sastre Varas 2004: 181), mandato que fue desafiado. De hecho, sabemos que María siguió teniendo popularidad porque el Libro de la oración se imprime hacia 1520 como obra de autoridad, y las bulas papales a favor de su monasterio en Aldeanueva, que hoy se conservan en el convento dominico de Mosén Rubí, son posteriores al juicio.

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Figura 2. Restos del monasterio de Piedrahita (fotografía de Rebeca Sanmartín)

Con su aprecio hacia místicas y beatas no extraña que, cuando María sea llamada a la corte real de Burgos al convertirse en una celebridad, tras arrebatarse públicamente Cisneros la invite a presentarse ante él, y quede tan impresionado que asegure encontrarse ante una doctrina viva (Giles 1990: 9; 1999: 275). María compartirá luego con el cardenal el oficio de inspectora de conventos: no olvidemos que ya en 1495 a Cisneros se le encargan las reformas de monasterios de mujeres. Sin duda, María era clave para el plan reformista porque representaba la prueba directa de que, si sus trances eran auténticos, Dios aprobaba la reforma. Cisneros así lo creía, y por ello, en un gesto de reverencia y respeto, le pedirá que lleve bajo su hábito el cordón de san Francisco, para que se acuerde de rezar por él (Lunas Almeida 1930: 156; Beltrán de Heredia 1939: 99; Sastre Varas 1991: 368) y, probablemente, para que lo santifique, como hacía con las ropas elegantes que a veces le prestaban las damas de su auditorio. Por otro lado, para lograr sus fines reformadores, a Cisneros le convenía la proyección social y educativa de los beaterios: muchos se dedicaban a la enseñanza de niñas, como era el caso del de María. Pero además, al igual que Cisneros, María abogará por la unidad religiosa y étnica: hablará en público contra los descendientes de conversos del judaísmo en octubre de 1507, menos de seis meses después de que el cardenal se convierta en inquisidor general (y María alabará “las cosas” de la Inquisición: Lunas Almeida 1930: 188). Esto le valdrá muchas enemistades entre los frailes con familia conversa (Sastre Varas 2004: 178). No debe extrañarnos este celo teniendo en cuenta que su defensor en los papeles conservados del proceso, Antonio de la Peña, destacaba por su carácter combativo, y que sus sermones de 1485 contra los judíos habían causado disturbios en Segovia y la incoación de un proceso por parte del juez mayor de las aljamas (Nieva Ocampo 2006: 95n23). Si él fue el prologuista del Libro de la oración, como pensamos, no nos sorprenden las comparaciones que aparecen en esas páginas entre quienes no creen en María y los judíos.13

A raíz de todo esto, podemos considerar a María de Santo Domingo no solo como una visionaria al uso de la época, sino como una mujer que encabezó una pequeña rebelión en el grupo de los dominicos, que podrían no ver con buenos ojos el apoyo del cardenal franciscano. Un cambio importante en la suerte de María fue el de la opinión de Tomás de Vio Cayetano, maestro general desde 1508, quien, tras apoyar a Cisneros y con él a la beata, acaba criticando que una terciaria encabece la radicalización reformadora, asociándose a los frailes de Piedrahita y de San Esteban. Cayetano temía que los trances de María y su danzar espontáneo trajeran vergüenza a la Orden de Predicadores. Y así, pese a la presencia de testigos de sus carismas, la carta que escribió y leyó en el Capítulo Provincial en 1509 es muy reveladora de su falta de aprecio a la beata, pues prohíbe que se le permita entrar en los conventos de hombres (una inspección de las casas que le había permitido hacer el provincial Magdaleno) y dictar reformas, cosas “propias de los prelados” y no de las mujeres, “cuya cabeza es el hombre”, ya que el mismo Cristo puso al frente de la Iglesia no a su madre, sino a san Pedro (Miura Andrades 1991: 161; Beltrán de Heredia 1939: 238; cf. Zarri 1996: 234). Claramente no gustaba que María se atreviera a inspeccionar conventos, predicar, confesar o dictar reformas.

Esta ambivalente opinión hacia su figura se prolongó con el tiempo. Años después de que esta beata saliera no solo absuelta, sino alabada en el último proceso, Mártir de Anglería, en 1512, parece todavía culpar al rey y a Cisneros de la fama pública de la que aún goza María (1956: 42).14 Es decir, tras su absolución y la consideración de su vida como apropiada, María sigue despertando opiniones contrarias que, seguramente, crecerían después de la muerte de Cisneros.15 Aislada en un convento, como tantas otras beatas, como la “santa viva” italiana Lucía de Narni (1476-1544; véase Zarri 1996: 228), en un momento dado a María se le prohibió discutir sus revelaciones con nadie más que con el provincial general o el procurador de la orden (Giles 1999: 276), sin duda una forma de “rebajarla”, aunque su fama no decayera, fuera absuelta en el proceso y se difundieran sus palabras a través de un bellísimo libro y de sus manuscritas Revelaciones.

Paradójicamente, el cardenal, al haber alentado con la creación de beaterios un progresivo enclaustramiento que limitó la participación femenina en la vida pública, especialmente a las mujeres visionarias (en un paréntesis que dura hasta Santa Teresa), contribuirá al aislamiento cada vez mayor de María, quien acaba su vida en cierto silencio, después de haber tenido el éxito, eso sí, de ver impresas algunas de sus visiones.

Versiones de una “santa viva”

A diferencia de otras visionarias de la época, como Juana de la Cruz o María de Ajofrín, no tenemos ninguna obra con la vida de María, aunque quizás Diego de Vitoria, su confesor, estaba en ello, pues supuestamente llevaba por los conventos un libro escrito con los fenómenos de la Beata de Piedrahita (Sastre Varas 2004: 194-195). A este dominico antierasmista Cisneros le había ordenado recoger por escrito las visiones de María antes de 1509, para informarse mejor de su doctrina, y en 1512 aún estaba transcribiéndolas (Beltrán de Heredia 1939: 258-259); así, María, a diferencia de otras visionarias, no precisó justificar que se escribieran sus visiones alegando un mandato divino, y la orden del cardenal sin duda facilitó el camino a la impresión del Libro de la oración, después quizás de la muerte del prelado (discutiremos más adelante las posibles fechas de esta obra). Hoy podemos preguntarnos si el libro de Diego de Vitoria sobre María pudo contener no solo sus revelaciones, sino también una suerte de hagiografía, ese “discurso de su vida” de donde toma datos la Relación A (fol. 1r) de la fundación del convento de Aldeanueva, de la que hablaremos más adelante.

No obstante, a falta de una hagiografía oficial más o menos coetánea, y teniendo en cuenta que, frente a otras visionarias, sus libros de revelaciones no nos proporcionan datos sobre su vida (si no incluimos el prólogo del Libro de la oración) aunque nos informen del momento, el lugar y el público de la revelación, contamos con diferentes fuentes para conocer mejor la vida de María. Por un lado, el prólogo mencionado, donde se nos cuentan sucesos y hábitos suyos a los que también se alude en el proceso, y donde se nos proporcionan algunos datos sobre su infancia. Por otro, contamos con los papeles del tercer y cuarto proceso (Sastre Varas 1990: 361), no editados en su totalidad por Lunas Almeida (1930) o Lázaro Sastre Varas (1990 y 1991), aunque nos consta la intención de este historiador de hacerlo.16 Finalmente, disponemos de diferentes “relaciones” de la fundación del convento de Aldeanueva, donde en una primera parte se nos relata la vida de la primera priora, María, antes de adentrarse en la suerte de la comunidad. Estas relaciones no han sido estudiadas hasta ahora, y de ellas nos serviremos para, junto con los datos que podemos recoger de las otras dos fuentes, hacernos una idea de cómo sería el hipotético libro que llevaba a cabo Diego de Vitoria, si es que incluía una vida de su protegida. Otras fuentes aluden también a nuestra autora, pero son menos fiables porque incluso llevan a confundir su figura con la de otra beata famosa en esos momentos, Victoria.17

Aunque en el proceso, el prólogo del Libro de la oración y las relaciones se habla de la infancia de María, quizás la versión más hagiográfica sea la del juicio eclesiástico (la primera escrita), aunque el prólogo (la segunda fuente cronológicamente) constituye un compendio más sólido de lo que pudo ser la infancia de una santa. De todos modos, las similitudes entre la vida descrita en el prólogo del Libro y la defensa del proceso a cargo de Antonio de la Peña son manifiestas, seguramente por tratarse del mismo autor.

Sabemos que, aunque es hija de pobres personas, es hijadalgo y de limpia sangre; su padre y su madre fueron personas de muy buena vida e muy devotos: hase provado de su padre cosas de muy gran siervo de Dios; ella de su niñez començó muy maravillosamente el servicio de Dios, passando mucha hambre, muchos ayunos de muchos meses sin comer nada, y de otros con solas raízes e yervas; sufriendo con mucha paciencia y alegría mucho frío, pobreza, grandes asperezas, disciplinas, e muy rigurosa penitencia; rescibiendo grandes heridas, mostrando en ellas grandes tormentos del Enemigo, e muy agudos dolores, muchas dolencias, enfermedades y golpes; y de todo ello, assí como ha sido y es más que natural, assí también sin físico ni natural medicina ha sido y es siempre por virtud divina curada, y queda muy sana y con mucha alegría. (LO, fol. a4v; cf. Lunas Almeida 1930: 151-152; Sastre Varas 1991: 359)18

El proceso, no obstante, es el que aporta datos más interesantes, y nos facilita recomponer la vida de María, como hace Lunas Almeida, con información que no se encuentra en las relaciones de Aldeanueva ni en el Libro de la oración. Por este historiador sabemos que María nació en Aldeanueva de Santa Cruz hacia el año de 1486, y que su padre era “un labrador medianamente acomodado y tan fervientemente religioso, que rayaba en el fanatismo, cualidades que también ostentaban su esposa y sus dos hijas mayores, siendo, sin embargo, la pequeña María quien más decididamente las manifestaba” (1930: 128). En este sentido, su origen social modesto coincide con el de muchas “santas vivas” italianas, origen que, según Zarri (1996: 235), explica su entrada en los beaterios antes que en los conventos.19 María se irá a vivir con una hermana de su padre a Piedrahita, que estaba casada con otro labrador de condición humilde, seguramente porque este matrimonio no tuvo hijos y deseó la compañía de una niña. De ahí que luego entrara María en el beaterio de Santa Catalina de esta localidad. Según contó la propia beata en el proceso, hasta los diez años tuvo muchas visiones, “acordándose que estando una vez en la iglesia de Aldeanueva se la apareció Nuestra Señora mostrándola un hábito blanco y negro y diciéndola que se vistiera con él” (Lunas Almeida 1930: 162). Es decir, como en tantas vidas de visionarias, una aparición desencadena su vocación religiosa.

También Lunas Almeida nos proporciona otros datos que la aproximan a una “santa viva” de su época, Juana de la Cruz, quien comparte con ella la canónica edad de los siete años como punto de inflexión en su vida (véase Gómez Moreno 2008: 156). Si con siete años Catalina de Siena ofrece su virginidad a Dios, y Juana perderá a su madre y visitará el beaterio de Santa María de la Cruz (Vida y fin..., fols. 5r-v), con siete también María encontrará a un confesor que descubrirá su sabiduría precoz e infusa. Es entonces cuando, “recién venida de su pueblo, fue un día a confesarse al convento de Santo Domingo en el momento que abandonaba su puesto el único fraile que aquella mañana había ocupado el confesonario”: este rechaza a la niña hasta que ella le insiste tanto que “al fin hubo de complacerla”, quedando asombrado de las frases que oyó salir de sus labios (Lunas Almeida 1930: 128). Una suerte de puella senex de la que informará asimismo Juan de Septiembre, haciendo hincapié en la pobreza de la niña (186).20 Precisamente este testigo será quien nos proporcione más datos sobre la infancia de la beata, pues él y Tomás de Atienzo, como pasos para comprobar la santidad de María, se interesan por sus hechos de niñez, que nos muestran una relación conflictiva con la madre, compartida también con Catalina de Siena:

Que cuando ya comenzó a decirse tanto por estos reinos de las cosas de Sor María, el declarante y el vicario fray Tomás de Matienzo, deseando averiguar algo de la vida anterior de dicha beata, fueron un día al pueblo de Aldeanueva y encontraron en las eras a un clérigo viejo, al cual rogaron que, por amor de Dios, les dijera la realidad de la verdad de todo lo concerniente a dicha religiosa, cuyo eclesiástico, en forma y manera de hombre llano, les dijo que sabía de ella muy buenas cosas, pues desde pequeña la había confesado y la hallaba muy devota y de muy pura conciencia y muy humilde y muy verdadera en todo lo que decía y la preguntaban. Que muchas veces, porque iba a rezar a la iglesia, su madre la reñía y la castigaba llamándola holgazana y otras cosas semejantes y mandaba a las hermanas mayores que fueran a por ella y éstas la sacaban cogida de los cabellos y la arrastraban y la daban de puntapiés en presencia de su madre, hasta que algunos vecinos tenían que quitársela; y que todo lo sufría ella muy callada y con muchísima paciencia. Que a pesar de los malos tratos, cuando llegaba la hora del alba iba a la iglesia y lo mismo por la tarde al toque del avemaría, y, cerrando la puerta por dentro, se daba muy recios disciplinazos. Que cierta noche de Jueves Santo, durante las tinieblas, a la hora de matar las candelas, sintieron súbitamente las mujeres que entre el grupo de ellas había una que se daba muy fuertes azotes, sospechando todas de la pequeña María que llevaba las espaldas desnudas, cubriéndolas solamente con el manto. Que dicho clérigo encontró otro día unas disciplinas de avellano y esparto debajo de un banco del coro alto de la iglesia, cuyos vápulos tenían muchos nudos y estaban llenos de sangre y espantándose de verlos y pensando que serían de dicha muchacha, llamola aparte y la reprendió prohibiéndola que se disciplinase y al cabo de dos días volvió ella a pedirle que se lo consintiera, pues las llagas que se hacía por la noche ya estaban sanas por la mañana y que él, persuadido de su consciencia, lo creyó así y se lo autorizó. (186-187)

Desde su adolescencia, María destacará por su belleza, y esta apariencia parece preocupar en el proceso, especialmente porque era llamativo verla predicar en sus visiones con sus cabellos largos (se le acusa de echarles lejía para “enrubiarse”: Lunas Almeida 1930: 190; véase también 159), y con ropas elegantes de color granate y joyas de corales, aunque María del Cordero diga que las llevaba como lo haría un icono y Antonio de la Peña que lo hacía para santificarlas (Lunas Almeida 1930: 192; Sastre Varas 1991: 368).21 Lunas Almeida, de una manera muy novelesca, nos describe la transformación de María de una “niña de apariencia vulgar y lugareña” a una joven de “diez y siete años” que es ya “una espléndida mujer, arrogante, simpática, de belleza incomparable, por lo atrayente y sugestiva, cuyas condiciones, unidas a un despejo natural extraordinario, pronto la hicieron ser tenazmente admirada por los hombres y no poco envidiada por las mujeres, en todos estos contornos” (1930: 129).

Tras entrar en el beaterio de Santa Catalina en Piedrahita, pronto comenzará su fama y adquirirá el sobrenombre de Beata de Piedrahita. Un dato interesante que recoge Lunas Almeida (y que no señalan los estudiosos que se han ocupado de María) es que ella no quiso ser conocida como “la Beata” (un apelativo que, recordemos, con el tiempo adquirirá mala fama: Sanmartín Bastida 2012: 300-302), según asegura el recurso favorable a María de Fernando Hidalgo en el proceso:

a Su Santidad se le hizo relación de que esta beata de la tercera Regla se llamaba Beata María, haciendo un juego de aquellos dos nombres y agravándolo para indignar la intención de Su Santidad, lo cual fue y es falso y falsa y depravadamente dicho, porque la verdad es que su propio nombre es María de Santo Domingo y así se llama y nombra ella y no tiene otro nombre ni sobrenombre y si la llaman beata es por ser ella monja de la tercera Regla, porque en estas partes de España, a las que son de esta tercera Regla, las llaman beatas y no monjas y por este común estado de hablar, es por lo que ella se llama beata María. (Lunas Almeida 1930: 135-136)

En la misma actitud defensiva, Antonio de la Peña desgranará en el proceso, al igual que en el prólogo del Libro de la oración, diferentes argumentos para proteger la fama de santidad de María (véase, sobre todo esto, Sanmartín Bastida 2012: 318-375), argumentos que nos permiten reconstruir mejor su vida tras su marcha del beaterio de Santa Catalina por circunstancias turbias y poco aclaradas (Lunas Almeida 1930: 205-206; Sastre Varas 2004: 175), cuando su fama de visionaria se extendió y consiguió el favor de la corte y la construcción del convento de Aldeanueva por parte del Duque de Alba. Precisamente, en el proceso encontramos una versión de la vida de la beata dominica donde destacan sus comportamientos extravagantes, esos que hemos visto en el apartado anterior que rechazaba Mártir de Anglería, aunque en este caso recreados desde diferente óptica por su defensor, Antonio de la Peña, en concreto en el cuarto juicio:

la dicha soror María quando algunas vezes bayla y juega al exedrez y haze otras cosas de recreaçión de su spíritu, piensa en cosas diuinas y santas, lo qual se demuestra, porque se suele arrebatar algunas vezes, y estando ansý arrebatada dize cosas muy santas y diuinales y prouocatiuas a grand deuoçión, dando a entender maravillosamente la limpieza de sus pensamientos, que pensaua en el tiempo que más pareçía estar ocupada en las tales recreaçiones y juegos, y que menos se pudiera pensar que ella pensaua cosas tan altas y santas. (Sastre Varas, 1991: 369; cf. Lunas Almeida 1930: 156)

También de esta defensa se puede conferir la acusación de que María tenía demasiada cercanía con algunos dominicos, que la protegen de noche:

muchos ombres concurren a la cámara y çelda de la dicha soror María por su deuoçión y por ver sus arrebatamientos diuinales y sus obras, y también por oýr sus santos documentos y cathólicas y muy deuotas palabras, y no por algún mal fyn; antes, viendo y oyendo a la dicha soror María, se mueven sus coraçones a compunçión y contriçión y muchas lágrimas en tal manera que, sy están en pecados, se convierten a Dios, y si son buenos, se hazen mejores, y si son féruidos en el seruicio de Dios se ençienden en él con muy mayor feruor. (Sastre Varas, 1991: 370; cf. Lunas Almeida 1930: 156)22

Frente a esto, se aducirán como un signo claro de santidad sus estigmas:

entre otras vezes, en este presente año de mill e quinientos e nueve, el Jueves de la Çena, en la noche precedente al Viernes Santo, tovo la dicha soror María abierto el costado derecho debajo de todas las costillas, y de allý salió sangre; y avn agora en el mismo costado tiene la çicatriz de la llaga, commo avn por los reuerendísimos señores juezes fue mandado ver y reconoçer la dicha çicatriz, y desto se fizo acto, commo consta por el proceso. (Sastre Varas, 1991: 364; cf. Lunas Almeida 1930: 154-155)

Pero es María del Cordero quien nos proporciona una representación más clara de lo que sería su trance de la Pasión:

Que la testigo había visto representar muchas veces, maravillosamente, a dicha beata los misterios de la pasión de Cristo desde el principio hasta el fin y que cuando llegaba el momento de la bofetada que dieron al Señor, se la hinchaba muy grandemente un carrillo y se la ponía cárdeno; y que al tiempo de colocar en la cruz el divino cuerpo, dicha beata se ponía como crucificada y daba tan fuertes y lastimeros gritos, diciendo tan maravillosas palabras, que bastarían para conmover a las piedras y convertir a todos los infieles. (Lunas Almeida 1930: 190)

Por otro lado, también se aducirá como signo de santidad, por parte de Antonio de la Peña, la insensibilidad de su cuerpo en el trance, que corrobora el testigo Juan de Azcona (Sastre Varas 1991: 384; Lunas Almeida 1930: 173), así como el gozo que le deja el éxtasis (Sastre Varas 1991: 363, 371; Lunas Almeida 1930: 203).

A través de lo que cuentan los testigos, diremos, someramente, que se nos presenta a una mujer terciaria que se movía con intenciones reformadoras por Segovia, Toledo, Valladolid, Salamanca, Zamora, Ávila y Madrid, viajando muchas veces en mula de un lugar a otro (cual precedente de Santa Teresa), a veces descalza y a veces llevando sombreros franceses: es decir, con un comportamiento un tanto contradictorio y, sobre todo, ejerciendo una intensa autoridad espiritual, que la lleva a visitar monasterios de frailes, a escuchar en confesión o a predicar. Destacada es también su costumbre del baile (a la que volveremos en el siguiente apartado), fuera de la iglesia y también ante imágenes.23 Resultan asimismo controvertidas algunas acusaciones que parecen deslizarse en el proceso: la supuesta posesión de un libro escrito por san Juan; la concesión divina de un anillo; la visión de la esencia divina; la comunión milagrosa sin necesidad de sacerdote; la entrada en trance jugando a pasatiempos como el ajedrez; y sus aserciones sobre la capacidad milagrosa del escapulario de Catalina del Espíritu Santo (en este caso, María sería testigo de la santidad ajena: Lunas Almeida 1930: 158, 176), el intento de envenenarla en Santa Catalina, o la santidad de Lucía de Narni y Savonarola (véase, sobre esto, Sastre Varas 2004: 188).24

Un elemento controvertido, y del que la crítica ha hablado poco, es el carisma de profecía, que, como veremos, a diferencia de lo que pasaba durante su vida, deja de ser importante tras la muerte de María en la definición de su santidad (este rasgo queda relegado a su nacimiento, y no atribuido a ella) en las relaciones de la fundación de su convento. Sin embargo, en su momento era un don muy relevante, que la situaba en la línea de Lucía de Narni: y en el archivo de Aldeanueva se conservan documentos relativos a esta italiana, pues era una “santa viva” en la que se inspiró María (véase Beltrán de Heredia 1939: 131; Muñoz Fernández 1994b: 315; Sastre Varas 2004: 190).25 Por otro lado, como ha estudiado Pablo Acosta (2018), la profecía es un rasgo que prima en la versión cisneriana de la vida de Catalina de Siena (que se publicó en 1511) y que se potencia desde el inicio del libro, tanto en el prólogo de Raimundo de Capua (que comienza presentándonos a Juan Evangelista como visionario a través de la imagen del águila, vinculándolo con la italiana) como en el de Antonio de la Peña, traductor de la obra.26 No hay que olvidar la filiación marcada de María con Santa Catalina, que ya se muestra en el códice de la Biblioteca Colombina de Sevilla, donde las Revelaciones vienen precedidas por algunas epístolas de la italiana (Sanmartín Bastida y Luengo Balbás 2014: 51-52) y que puede explicarse por la aproximación de la beata al movimiento cateriniano de Italia aludido en el primer apartado de este capítulo, con “santas vivas” reformistas que fueron también terciarias dominicas (Zarri 1996: 225). Al igual que estas, además de por los estigmas, María es reconocida por su don de adivinación, al que alude el papa en el mandamiento que se incluye en el proceso:

A nuestros oídos ha llegado, poco tiempo ha, que la predilecta en Cristo hija Sor María de Santo Domingo, de la Orden de Santo Domingo o de San Agustín, que vive bajo el cuidado de los hermanos predicadores, predice cosas futuras, revela cosas ocultas, y hace otras muchas cosas que exceden las fuerzas del humano ingenio y son admirables. (Lunas Almeida 1930: 141)

Y esto también lo corrobora Antonio de la Peña en su defensa:

Que la dicha Sor María dijo muchas veces cosas futuras que se cumplieron y sucedieron como ella las había predicho: y así, muchos años antes, cuando ella no conocía ni a rey ni a grande alguno, ni parecía verosímil que los conociera, anunció ciertamente que en Aldeanueva se había de edificar un gran monasterio, en el que habían de vivir juntas muchas mujeres para servir a Dios. Y además dijo que ella había de sufrir muchas persecuciones; las cuales ha pasado y pasa. Y también anunció otras muchas cosas futuras, sobre las cuales deben ser preguntados los testigos. (157-158)

De estas predicciones desconfía el influyente P. Hurtado (168), y esta desconfianza pudo ser el motivo de que no aparezcan aducidas como signo de santidad en el prólogo al Libro de la oración, donde en cambio sí se señalan sus estigmas.