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Bertolucci, Cecilia

Aguerrida historia de una mujer que se animó / Cecilia Bertolucci. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2019.

Libro digital, EPUB


Archivo Digital: online

ISBN 978-987-87-0202-5


1. Narrativa Argentina. 2. Novela. I. Título.

CDD A863



Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail: info@autoresdeargentina.com

A toda mi familia

a aquella con la que me unen lazos de sangre y lazos afectivos.

A Nino y a Beba que viven en mi corazón.

Y a mi abuelita Rosa que cocinaba el más rico budín de chocolate y café.

Agradecimientos

A mi amor y compañero incansable Gustavo por impulsarme a escribir y a hacer posible este proyecto.

A Mati, Flor, Cami y Martu por ser mi motor y alentarme.


Primera parte

Las formas del Amor


I

Argentina, Tandil, 1930.


Remiggia supo que era el momento. Al darle la carta, Guiseppe le había pedido que se la entregara en mano o se la enviara cuando creyera que Rosita pudiera estar en condiciones de recibir la noticia. Así se sacaría un gran peso de encima. Había estado a punto de dársela el día que se fueron de Tandil, pero hubiesen sido muchas emociones juntas. Su sensibilidad por aquellos tiempos estaba exacerbada. Así que esperó. Cuando Rosita golpeó a la puerta esa mañana y la vio con sus hijos, uno de cada lado, no tuvo dudas.

El casco de la estancia tenía una construcción vieja. Primero un zaguán que hacía las veces de recibidor. Un largo corredor guiaba su paso a la amplia cocina de campo. Hasta la entrada, de a poco, se fue filtrando un olorcito a budín de chocolate y café. Rosita pensó en Novellara. Paolina siempre lo preparaba cuando ella y sus hermanos eran pequeños. Y ahora ¡cómo añoraba el pueblo que la había visto nacer! Remiggia los invitó a pasar y les ofreció una porción y un café. Esta vez debía cumplir con el pedido de Guiseppe. Cuando se despidieron, con la idea de que tal vez no volverían a verse pronto, la mujer le entregó el sobre que había custodiado afanosamente durante siete años. Se abrazaron fuertemente. Luego los miró alejarse y pensó que ahora sí Guiseppe descansaría en paz.


II

Avrei voluto rimanerti in testa

Come un motivo che ti prende dal

Mattino

O quelle frasi celebri dei film

Che tornano alla testa

Ancora e ancora

ISABELLA LEARDINI


Italia, Novellara, 1910.


Los tres hijos del matrimonio siempre habían trabajado en el campo. Gigio, el mayor, hacía el trabajo duro. Dante, el del medio, fisgoneaba un poco acá y otro poco allá. No era muy adepto a las faenas en general. ¡Él estaba para otra cosa! Pero Rosita, la menor, sí sabía cómo colaborar: era la primera en desperatarse y recoger los huevos del gallinero para llevar al mercado. Genaro le había improvisado a su hija una especie de carro con ruedas que le permitía cumplir con estos quehaceres. Ese día de primavera ella cepilló su largo cabello rubio con mucha dedicación y salió hacia el pueblo con el carro lleno.

La plaza de Novellara se abría como un pavo real en medio de la montaña. La feria organizada como una U era el entorno de las cuatro calles principales. La iglesia majestuosa, la puerta de la casa parroquial, el municipio, y los frentes de las casas de lo más aristocrático del pueblo conformaban el escenario.

Rosita entregó la mercadería a don Cosme, el puestero, quien le dio unas monedas y le envió saludos para su mamá. Ella le dijo que se los daría y emprendió el regreso. Al tomar la callecita angosta que conducía a los campos de la familia, un tanto venidos a menos, vio venir al padre Renato. Lo acompañaban tres jóvenes, pero sólo uno llamó su atención. Se ruborizó. Experimentó una sensación extraña. Enseguida desvió la vista y siguió el camino hacia su casa.

Al llegar, cuando su padre le hablaba en la cocina, ella parecía estar en otro lado con sus pensamientos. Lo observaba como en una película muda. Nunca se enteró de los motivos por los que él le recriminaba tanto.

Desde ese día sus cavilaciones siempre la llevaban hasta esos ojos profundos y ese cabello castaño. Y así siguió hasta aquella mañana en que una voz varonil que provenía de la galería, la sobresaltó. La muchacha aceleró el paso y atravesó el corredor al que daban las habitaciones hasta desembocar en la modesta cocina donde una olla sobre la hornalla encendida despedía un perfume dulzón a manzanas. Hizo un ademán como para arreglarse el cabello y al tiempo que se acercaba advirtió que no se había equivocado. Era su voz, así se la había imaginado. Pero ¿qué hacía hablando con Paolina en la galería?- pensó. Los espió por la ventana. Estaba obnubilada. Reaccionó con un grito de su madre pidiéndole que le alcanzara unos huevos para el padre Renato al muchacho que aguardaba.

El padre Renato había llegado a Novellara, diez años atrás, en 1900. Era un hombre más bien enjuto, de baja estatura con una barba un tanto rala y al que siempre se veía desaliñado. Sin embargo sabía hacer su trabajo de mediador entre Dios y los pecadores terrenales. Era muy común que él resolviera la situación con cuatro Padres Nuestros, tres Ave María y un Gloria. Así lograba que los católicos pueblerinos se fueran contentos por tener el perdón divino y preparados para seguir pecando. Sobre sus espaldas cargaban los secretos de todo el pueblo.

Rosita casi no pudo mantener la vista en alto cuando le dio la canasta con huevos a Francesco. Él le agradeció y se alejó sin decir más. Ella notó cierta indiferencia. Estaba mareada por la belleza del joven y hubiera preferido un poco más de atención de su parte.

a y noche todo lo que pensaba comenzó a girar a su alrededor. Sus hermanos la notaban distraída y se burlaban de ella. El más punzante era Gigio. Sin embargo era su preferido, se llevaban sólo dos años y siempre habían sido compinches y compañeros. No se animaba a contarle lo que le pasaba, eran cosas de mujeres y seguramente decírselo sólo serviría para acrecentar sus cargadas.

Lo cierto es que a partir de ese entonces en la casa parroquial se consumieron huevos en gran cantidad. Francesco todos los días se ofrecía para ir a buscarlos y le decía al párroco que no entendía por qué usaban tantos. Doña Grazia, vecina a la Iglesia, fue la elegida por Francesco para su donación. Ella recibiría a diario una canasta llena de huevos con el fin de que preparara riquísimos flanes y tortillas para las familias más pobres. Sin saberlo Renato y su parroquia contribuían a una buena obra. Esta rutina no fue eterna. A los pocos meses Francesco desapareció.

Pero por el tiempo que duró el idilio, Rosita esperaba todas las tardes la hora en que el joven se acercara y salía inmediatamente a su encuentro. Las charlas eran cada día más prolongadas y divertidas. Parecía que se conociesen desde siempre. Una tarde, sin que Paolina se enterara salieron juntos a dar una vuelta en bicicleta y llegaron hasta un arroyo que separaba unas chacras abandonadas. Esa fue la primera vez que se miraron eternamente a los ojos y entendieron que lo que los unía iba a ser imposible de romper. Él le dijo que a pesar de intentarlo no había podido dejar de pensar en ella desde aquel día en que se cruzaron en la plaza. Rosita se sorprendió y no entendió por qué él debía reprimir lo que le pasaba si para ella representaba el sentimiento más puro y genuino. Hasta que una cruda verdad, la sacudió. Tal vez avisorando lo que el destino le tenía preparado, Francesco le explicó con lágrimas en los ojos que lo que hacía estaba muy mal, que él estaba en la parroquia dando sus primeros pasos como fraile porque haría los votos sacerdotales en dos meses.

Con 16 años ella eligió no comprender el alcance de lo que él le decía y se dejó llevar por sus sentimientos. Se le acercó lo más que pudo, pasó las manos por su cuello y antes de darle un beso en la boca, le dijo que entonces aún estaban a tiempo. Era la primera vez que lo hacía y se sintió más cerca de él. Francesco devolvió el beso con ternura y ambos cayeron en el más profundo de los enamoramientos.

III

Gozar tu cuerpo, que a gozar me llama,

¡Ver tu carne a mi carne confundida

Y oír tu beso respondiendo al mío!

MIGUEL DE UNAMUNO


Italia, Novellara, 1910.


Sintió el frío de la mano que subió lentamente hasta el pecho debajo de su blusa blanca. Se fundieron en una mirada sostenida. Alrededor todo se había disipado. Ya no le asustaban a Rosita los retos que recibiría de su madre por retrasarse en el mercado. Sólo él y ella importaban.

Repentinamente su cuerpo advirtió las caricias y deseó que él no se detuviera. Se acercó a su boca y la besó. Ella por primera vez sintió la lengua de Francesco mezclándose con la suya.

Experimentó nuevas sensaciones que le agradaban. La sorprendió una humedad desconocida. Se dejó llevar. Sintió una convulsión entre sus piernas. Él le levantó la falda. Ella no opuso resistencia y se entregó apasionadamente. Se sentía como la protagonista de una de las muchas novelas románticas que leía.

De regreso a su casa vio todo diferente. Los caminos de su pueblo que conocía de memoria se mostraban radiantes, como si descubriera colores, formas y sonidos que no hubieran estado antes. No podía sacarse de su cabeza ni de su corazón a Francesco. Todavía lo sentía y sentía su olor.

Llegó a casa alegre, tarareando una música que no sabía de dónde nacía. Una novedosa felicidad la envolvía. Ni su madre, ni su padre podrían arruinarle ese momento. Ni siquiera las burlas de sus hermanos.

Al atravesar la puerta vio una escena familiar que le resultó extraña. Su madre lloraba en un rincón mientras su hermano Dante la abrazaba y la besaba en la frente como despidiéndose.

Pasó a su lado al salir y la apretó fuertemente contra su pecho en un abrazo que le dejó un sabor muy amargo. ¿Por qué llevaba una maleta en su mano?, ¿a dónde se iba?, ¿por qué ambos lloraban?, ¿qué estaba sucediendo?

A partir de ese día nadie volvió a mencionar su nombre...


IV

¡Cuántas veces, Señor, me habéis

Llamado,

Y cuántas con verguenza he

Respondido,

Desnudo como Adán, aunque vestido

De las hojas del árbol del pecado...

LOPE DE VEGA


Italia, Novellara, 1910.


El pabellón de los seminaristas se encontraba en un corredor que rodeaba el patio interior de la Iglesia. Era un sitio especial para el padre Renato. Allí hospedaba a los jóvenes que estaban a punto de ser ordenados sacerdotes. Siempre eran tres o cuatro los que pasaban por esas modestas celdas hasta que cumplido un tiempo retornaban a sus pueblos para vivir su vocación . Así había llegado Francesco. Desde siempre se sentía pleno al ayudar al prójimo, a los más desvalidos y olvidados. Su madre lo había alentado a comenzar en el seminario por eso sin dudarlo aceptó cuando el padre Renato, amigo de la familia, le habló de una vacante en Novellara.

Giovanna conocía a Renato desde niños, habían sido vecinos en Turín y siempre, a pesar de las distancias, habían matenido un cordial lazo afectivo. Ángelo, su marido, pertenecía a una familia muy acomodada. Esto le permitió a Francesco poder estudiar e instruirse.

Y todo venía muy bien hasta que se cruzó con Rosita. Tantas emociones encontradas lo abrumaron que ya no pudo comprender ni manejar lo que le pasaba. Intentó dominar sus impulsos, pero fue en vano.

Aquella noche los muros que custodiaban celosamente el convento encubrieron alaridos de dolor. Era Francesco que se golpeaba con un látigo sobre su espalda desnuda. Creyó que autoflagelarse lo redimiría. Con oraciones y súplicas pretendía sentirse perdonado y ocultar lo que en verdad le pasaba. Los sonidos de su niñez otra vez retumbaban como martillazos en la cabeza. Se veía como una inocente criatura arrodillada junto a su madre al costado de la cama antes de ir a dormir. Ella se había encargado muy bien de enseñarle el temor al demonio. Imågenes de la virgen, santos y ángeles inundaban toda la casa. Había crecido con la culpa grabada a fuego. Era imposible desoírla: “...por mi culpa, por mi culpa por mi grandísima culpa...”, “ un buen muchacho católico huye de los demonios de la carne y de la tentación”, “ si te portas mal o tienes malos pensamientos te irás al infierno”, “...Dios no te perdonará...” “...debes rezar tres padres nuestro y diez ave maría...” “... No seas holgazán Francesco es hora de ir a misa...”.

Giovanna le había hablado de Satanás, de las tinieblas y oscuridad en que viviría sino lo alejaba. Súbitamente recordó mujeres vestidas de negro. Las cuencas del rosario que parecían escabullirse entre sus manos con la celeridad de un avión en pleno despegue. Sus voces, susurros de glorias, padre nuestros y ave marías que taladraban su cerebro de niño al punto de querer huír desesperadamente y jugar a la pelota con los chicos de su edad. Muchas veces los había visto harapientos y con los cabellos revueltos. Gritando, mientras corrían detrás de una pelota de trapo, cuando él pasaba de la mano de su madre impecablemente vestido camino a la parroquia. ¡Cómo odiaba esas celebraciones religiosas interminables a las que sólo se podía faltar si uno estaba terriblemente indispuesto! Su cabeza era un torrente de imposiciones y mandatos que parecía no poder incumplir.

En la intimidad de su habitación del convento lo torturaba la idea de que inexorablemente debía huír del pecado.

El padre Renato, como de costumbre, comenzó la ronda unos minutos antes de las 19 horas.Transitó la larga galería y se sorprendió al escuchar susurros lejanos que no parecían de rezos profezados por los seminaristas sino mås bien de lamentos.

Aceleró el paso hasta que al llegar a la tercera celda vio a Francesco arrodillado. Tenía su espalda surcada por sangre. Una fusta, que habría tomado de la caballeriza, descansaba en el suelo. Su rostro estaba transfigurado. Repitió sobre sí una y otra vez el ritual con que tantas veces esa mujer dura e intransigente había querido enderezar sus desviaciones y convertirlo en un hombre de Fe. El fraile pareció adivinar que una tragedia se avecinaba. Se le acercó por detrás con sigilo, le tocó el hombro suavemente, como demostrándole que podía contar con él. Lo tomó del brazo y lo ayudó a incorporarse. Casi sin poder sostener su mirada en la de su superior, Francesco caminó a su lado muy avergonzado. Renato lo ayudó a limpiarse la sangre y lo dejó para que pudiera descansar. No le pidió ninguna explicación, no la necesitaba. Comprendía lo que le estaba sucediendo al muchacho. Él tambien había sucumbido ante el deseo en su juventud. Con los años pensó que hubiera sido bueno que alguien lo rescatara de esa situación o le dijera que era una prueba más que Dios le ponía en el camino para medir su espíritu. Pero no, tuvo que luchar esa batalla solo y ahora le tocaría a Francesco enfrentarse a sus fantasmas y a sus miedos. Por eso ahí estaba él que le evitaría tanto dolor.

Esa misma noche habló con el obispo y le pidió el traslado de un seminarista que padecía problemas de salud y argumentó que el clima de Novellara no era favorable para él.

Dos días más tarde recibió la noticia y despidió a Francesco que se iba hacia Panamá.


V

Novellara 23 de octubre de 1923.


Carísima amiga:

Lamento no haber escrito antes, pero aquí las cosas no están muy bien, el trabajo escasea y cada vez hay más miseria. Fuiste afortunada al irte y buscar nuevos horizontes. Guiseppe es un hombre fuerte y muy trabajador. Seguramente saldrán adelante. Las noticias que llegan aquí hablan de prosperidad en las cremerías y estancias de Tandil. Argentina es una tierra prometedora. Espero hayan llegado bien. Necesito noticias tuyas.

No te olvides de tu amiga que tanto te quiere y extraña.

Con amor Sibila.


Italia, Novellara 1910.


Una felicidad desafiante la guió hasta la plaza central ornamentada para el festejo. La peregrinación que traería a la virgen itinerante llegaría por la tarde. El padre Renato celebraría la misa al aire libre. Era un día especial. Nadie iba a perderse el evento religioso del año. Habían improvisado un altar al pie de la escalinata que daba ingreso a la iglesia. A un lado se erguía el edificio del Municipio que databa de más de un siglo. Los bancos de madera expectantes por la majestuosidad de la situación parecían aguardar con paciencia a los asistentes. Se congregarían a la hora de la siesta. La biblioteca, la escuela, la sociedad de fomento y hasta la iglesia habían colaborado con sus asientos y estaban desiertas. Sin embargo no importaba. Todos se darían cita en la calle.

Mientras veía cómo las vecinas limpiaban las veredas, regaban las plantas y vestían de gala los balcones, ella se sentía esfervecente de algarabía. Esperaba ilusionada el momento de volver a verlo. Sabía que este encuentro iba a ser diferente a los otros. Ya se habían animado a demasiados besos y caricias que los llevaron muy lejos, a un camino sin retorno. Un camino que la había extasiado y que quería voler a recorrer. A pesar de ser capaz de experimentar tanta pasión sintió que sus mejillas se sonrojaban en un gesto inocente. Cruzó el portal de madera. Se santiguó frente a la cruz y en un rezo breve pero sincero le imploró a Dios que entendiera que ella ya se había enamorado de él antes de saber quién era. Le pidió que los perdonara ya que tenía la bondad para hacerlo. Sin embargo no había sido Dios sino el padre Renato quien había intentado torcer el destino que Rosita creyó casi idílico.

Ella golpeó la puerta de la sacristía. El cura abrió y la invitó a pasar. Le dijo que había quedado en encontrar a Francesco que la ayudaría con sus tareas de matemática ya que él se había ofrecido a explicarle. No era necesario mentir. El fraile sabía perfectamente cómo eran las cosas y casi con desdén esgrimió una respuesta que había ensayado: Al seminarista Francesco lo habían trasladado a Panamá. Allí necesitaban jóvenes con vocación para divulgar la obra de la congregación.

–¿Cómo se atrevía a irse?-Pensó, después del encuentro que habían tenido no podía entenderlo.

La excusa no le satisfizo y con una mezcla extraña de odio y desilusión abandonó el lugar y emprendió desconcertada el regreso a su casa. La tristeza se le hacía carne.

Al anochecer Paolina y Genaro empezaron a preocuparse, Rosita aún no había vuelto. Sin más dilaciones comenzaron la búsqueda. Su madre fue la primera en darse cuenta de su ausencia. Al principio supuso que estaba en el gallinero preparando los huevos para el mercado, pero al notar que estaba equivocada se desesperó. Ella nunca faltaba tantas horas. Ya sin luz salió toda la familia a buscarla. No alertaron a los vecinos para evitar comentarios. Sin embargo estaban muy preocupados y no les hubiera venido mal un poco de ayuda. Fue Gigio quien enderezó sus pasos por el camino serpenteante que da al bosque. Allí encuentra cobijo el arroyito, cómplice de su último encuentro furtivo. La vio tendida en la hierba como confundida tras un seto de arbustos. A medida que se acercaba escuchó los sollozos de la joven. Se advertía que habían sido tantas sus lágrimas que habrían perdido fuerzas con el pasar de las horas aunque no cesara el dolor que las había provocado. Sin ningún reproche la ayudó a levantarse como cuando era una niñita y emprendió lentamente el regreso. En el camino se encontraron con el resto de la familia. Ella se sintió protegida en los brazos de quien la hacía protagonista de sus bromas. Estaba a salvo.

Un rato después sentados en el oscuro comedor diario bebieron el café que había preparado Paolina. La escena complaciente hacía suponer que ella supiera lo que le pasaba a su hija y pensara que el tiempo aliviaría su pena. Ninguno dijo una sola palabra. Los abatió el cansancio del día y su desenlace ajetreado. Se fueron a descansar. Rosita no pudo conciliar el sueño. Sólo se le aparecían imagenes de Francesco, aún no entendía por qué se había ido. Por qué la había abandonado si le había expresado su amor y ella se le había entregado genuinamente. Como en una catarsis desesperada rompió en un llanto que fue la música de fondo durante muchas noches.