Cubierta

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Sobre Tinco Andrada

Tinco Andrada es oriundo de Añatuya, provincia de Santiago del Estero. Transcurrió su infancia y adolescencia en un paisaje impregnado de montes, historias y leyendas. Tiene dos hijas y vive en Buenos Aires.
Es autor de los libros de cuentos y poesías Con los pies en la Tierra (1995) y Con el Mismo Norte (2002). En 2011 publicó su primera novela El Negro Manuel. En 2010 fue galardonado con el primer Premio de Poesía del diario El Liberal de Santiago del Estero. En 2011 recibió la distinción de la Municipalidad de Añatuya durante el Festival de la Tradición Santiagueña. En 2012 fue disertante en la III Feria del Libro de Santiago del Estero. Fue declarado Huésped de Honor por Decreto de la Municipalidad de la ciudad de Sumampa durante la III Feria Infantil del Libro desarrollada en 2012. En 2013 fue panelista invitado por la Gestión Cultural Costa del Este. En 2014 participó del acto de premiación del concurso Internacional de Novela. Entre 2012 y 2014 dio charlas y talleres en distintos lugares del país sobre la negritud, su cultura e influencia durante el período Colonial del Virreinato en el Río de la Plata. Es autor de más de cien canciones folclóricas y fue columnista de la revista temática De Mis Pagos.
El sol de las soledades, su segunda novela, es una historia llena de matices que atrapará al lector.

Índice

A mis hijas:

María Florencia y María Paula.

1
En San Telmo - Por dos monedas

A orillas del Río de la Plata, sentado a la mesa de un bar, revolvía el café con lento movimiento. De pronto y por unos instantes, el fuerte sonido de un tango rompió el estado de meditación en el que me encontraba. En la apacible tarde, mi mente jugaba entre el paisaje citadino y el pensamiento de que, lejos de allí y a más de setecientos kilómetros, Mariano López no mostraría ningún signo de inquietud ante la espera. Seguramente con calma provinciana aguardaba en su pequeño poblado cordobés que desde Buenos Aires le dieran el resultado de la prueba de ADN. La sentencia definitiva sobre si era él, el verdadero nieto de Maurice Fizaine. Éramos muchos los que aguardábamos el veredicto. Digo “éramos” porque también yo, por esos días, estaba con la impaciencia de la vigilia. No porque dudara del resultado, había muchas posibilidades de que diera positivo, pero no podía dejar de sentirme inquieto.

La espera tenía que ver con una antigua historia. A veces, la vida transcurre como si nada la alterara hasta que, algo sucede. Es cuando un hecho nos impacta. Cuando se da, parece insignificante. Al conocerlo, todo se transforma. En la historia de la que les hablo, sucedió así, con una diversidad de situaciones y momentos de profunda intensidad. Ocurrió en lugares y escenarios tal vez poco frecuentados. Se dio como si fuera una novela. Tuvo amores negados, profundas pasiones, codicias. Escondió audacias impensadas, donde las formalidades fueron ignoradas a manera de burlas obscenas. Las miserias y abandonos eran hechos tan naturales como la vida y la muerte.

No es sencillo decidir desde qué momento empezar a relatarlo. Cuestionándome la elección tomaré uno en particular, fue un acontecimiento que me sorprendió. A partir de ese punto, llevado por la curiosidad, fui descubriendo circunstancias, hechos y personas que hacían y pertenecían a una historia que terminaría por atraparme. En ese ir y venir, encontré el camino por donde seguir la huella que habían marcado los protagonistas. Así fue como anduve durante mucho tiempo tras sus pasos, para conocer el final.

Una tarde en San Telmo, luego de salir del viejo bar, caí en la cuenta de que ya empezaba a oscurecer. No pasó mucho tiempo en mi lenta caminata cuando una mujer vino a mí; supuse que tendría entre cuarenta y cuarenta y cinco años, aunque por su aspecto lucía más joven. Rubia, de cabello lacio con un corte como de varón, delgada, tenía una estética muy europea. Nos miramos y ella se acercó sonriente. Me preguntó si podía molestarme solo un par de minutos; acepté con agrado. Me pareció fantástico y me sentí halagado. Enseguida y no sé por qué intuición egoísta pensé, tendré que darle algunas monedas. No me equivoqué, pero ella no anduvo con vueltas, no se hizo la dramática ni nada parecido, me pidió que le diera una ayuda. La forma de hacerlo no fue la habitual en un mendigo. Me pareció imaginativa y enigmática. Dijo que le hacían falta algunos pocos pesos y que en ese momento no los tenía, pero que los necesitaba. No explicó por qué. Me deslumbró su agradable presencia y su forma de hablar que, sin ampararse en tragedias, la hacía aún más seductora. Busqué en mi bolsillo el vuelto que me habían dado en el bar y dejé en su mano extendida dos monedas de un peso. —No tengo más —dije como justificación por mi tacañería. Quise entablar un diálogo pero, no resulté ser muy imaginativo. La mujer me agradeció con una generosa sonrisa y dejó al descubierto unos dientes perfectos, cuidados, muy blancos. Dio media vuelta y partió, sin prisa. Se me ocurrió pensar que iba tras otro candidato. Quedé parado, viéndola irse.

No habría pasado de un hecho común y simple, como es el de que te aborden en la calle y te pidan alguna moneda. Cuando la mujer me dijo “gracias” de inmediato me regaló una mirada que sentí profunda, sensual. Me encontré conmovido, hechizado. A pesar del impacto me rehíce y decidí, no sabía con qué fin, seguirla. Lo hice a cierta distancia como para que no se diera cuenta de mi actitud. Me pregunté varias veces por qué lo hacía. Quizás fuera mi lado machista en acción tras una mujer, o surgiera de mi costado femenino, no lo sé. Ninguno de esos pensamientos me cayó bien. Sin embargo continué con el impulso, dejé entre ambos unos cincuenta metros y, con terquedad, seguí sus pasos.

Las personas pasaban a su lado y ella continuaba su camino como si nada. Pensé que me había equivocado, que no era una mendiga. Al rato de andar por fin justifiqué mi presunción. La elección no era al azar y comprobé además que al hacerlo su criterio era muy bueno. Observé que todos los avances que realizaba resultaban certeros. Calculo que habrá parado a unos treinta hombres más. Ninguno dejó de colaborar. Me di cuenta de que su objetivo era solo masculino, de una edad entre los cuarenta y cincuenta años, buen vestir y andar no urgente. Sin duda había conformado su perfil de búsqueda. Por suerte ninguno resultó tan loco como yo para seguirla, si no, hubiéramos formado una manifestación.

Luego de un tiempo concluyó con ese peregrinar. Me dio la impresión también, de que había terminado con su trabajo. Se dirigió, caminando sin ningún apuro, hasta la parada de un colectivo y esperó a que llegara. Noté que había unas cuatro o cinco personas antes que ella en la fila, pero no le pidió a ninguno.

Me parecía que las cosas habían salido muy bien hasta ese momento y abrigaba la esperanza de que pudieran continuar así. No tenía problemas en qué ocupar mis pensamientos. Estaba acostumbrado a vagabundear y esa vez me sentí reconfortado porque tenía un objetivo. Interesado en saber qué haría ella desde el momento en que subiera al colectivo y hacia dónde se dirigiría; decidí buscar un taxi. Paré uno, subí y también sin apuro, le expliqué al chofer que arrancaríamos luego de que todas las personas que esperaban en esa fila, hubieran subido al colectivo. Me dijo que mucho no podría estar en doble fila en la calle. Eso me intranquilizó un poco, hubiera sido fatal que tuviéramos que salir de allí antes de tiempo, por suerte recobré la calma enseguida al ver que el colectivo que ella esperaba había llegado. Al comprobarlo le indiqué que seguiríamos a ese transporte en particular hasta que yo le avisara lo contrario. Le aclaré que podría ser por dos cuadras o hasta el final mismo de su recorrido. Por primera vez el conductor, un hombre mayor, con el pelo canoso y de gruesos lentes, dejó de mirarme por el espejito retrovisor. Recuerdo que lo vi girar su cabeza con cierta dificultad. Acomodó el cuerpo sobre el respaldo del asiento y me miró a los ojos. Con voz pausada y con cierto dejo paternal me dijo: —¿No estará por hacer alguna macana, no? Lo noté preocupado y sonreí; me apresuré a contestarle: —No, no, quédese tranquilo amigo. Estoy siguiendo a una persona que me debe algún dinero —argumenté— y quiero ver qué hace. En qué está gastando, a qué clase de comercios entra. Ese tipo de cosas, ¿me entiende? Había mentido con descaro. El hombre no contestó y continuó manejando. Me pareció que no me había creído.

Avanzamos por Defensa hacia el centro. Más adelante el colectivo giró y tomó Paseo Colón. Al llegar al Correo Central la vi descender. Caminaba despacio, con su paso acostumbrado. Me pareció que se acercaba hasta otra parada, sospeché que allí tomaría otro colectivo, con probabilidad hacia su destino definitivo.

Nosotros también nos detuvimos y por la manera en que me miraba el chofer a través del espejito —lo hacía con insistencia— me pareció que estaba cada vez más inquieto. Acerté. Enseguida me preguntó si podía terminar el viaje. Me dijo que estaba nervioso a pesar de que yo le parecía un hombre respetable, me pidió disculpas y lo entendí. Sin sacar mi mirada de la mujer, pagué, le dejé una propina y bajé. Mientras tanto mis sentimientos tenían estados encontrados. Por momentos me sentía feliz porque creía que estaba tras algo bueno y en otros me sentía intranquilo, como si estuviera haciendo algo incorrecto. Era como si me hubiera mimetizado con la excitación que noté en el chofer. Me pregunté: ¿qué pasaría si ella de pronto se daba cuenta de que la seguía? En un santiamén me contesté que era casi imposible que pudiera reparar en mí, o relacionarme con algo que le resultara familiar. En verdad, después de que me abordara, recordé que también había hecho lo mismo con otras treinta personas más o menos. Estimé que sería imposible que se acordara de mí o de cualquiera de los otros. Eso me trajo otra vez la calma.

Había muchas paradas de micros, una seguida de la otra. Tomé posición en una cercana a la que ella ocupaba y esperé a que algo ocurriera. El tiempo parece no avanzar cuando uno tiene cierta carga de ansiedad. El momento en que me sentí más expuesto fue cuando llegó un micro, al que todos subieron y, me quedé solo. El chofer estiró su cuerpo sobre el volante y giró la cabeza hasta que sus ojos se encontraron con los míos, como si me invitara a subir con la mirada. Me mantuve inmóvil. En el acto cerró la puerta y arrancó con una violenta acelerada. El escape tiró al aire una mancha negra que me llenó de humo. A partir de ese momento no supe muy bien qué hacer. Era como si mi ardid me jugara en contra. Algunos metros más allá, ella lucía muy calma. Llevaba puesta una pollera oscura y una blusa suelta que no llegaba a la cintura. Dejaba al descubierto una piel blanca y tersa. Verla así, me hizo pensar más en mí. Sin duda mi desesperación por encontrar una historia estaba arrastrándome detrás de aquella mujer. No había otro motivo. Al pensar en eso, me despertó la realidad, sentí una sensación de alivio y pude reponerme. Tampoco era un capricho que estuviera siguiéndola. Había en ella algo que me intrigaba. Creía que allí se encontraba el escenario de una historia interesante y alimentaba cada vez más la ilusión. Me prometí en silencio que esta vez tendría la paciencia necesaria para esperar. El tiempo que fuera.

Parecieron temblar las viejas paredes del Correo Central ante un furibundo trueno y antes de que terminara su sonido yéndose a lo lejos, la lluvia cayó sobre mí. La gente comenzó a correr en busca de refugio. Confieso que no tengo la costumbre de andar con paraguas. Esta vez deploré no tener ese hábito. En verdad estaba muy desprotegido. Llevaba muchos papeles, tenía que ingeniármelas para que no se mojaran y eso me provocaba una gran incomodidad. Cuando por fin me sentí a resguardo, levanté la cabeza y la busqué con la mirada. Ya no estaba. Sentí una agitación extraña en mi cuerpo, presuroso caminé hasta el borde mismo de la calle para ver a la gente que iba dentro del colectivo que se alejaba. No la vi. Es más, sentí como si hubiera perdido algo valioso. Como si me hubieran robado una señal de mi futuro. Estaba furioso conmigo y muy frustrado.

La lluvia caía con intensidad. Los pequeños baches, formados donde faltaban algunos mosaicos, comenzaban a llenarse de agua en la vereda despareja. Los relámpagos iluminaban los charcos. Recién entonces me di cuenta de que yo era la única persona que estaba sobre el cordón. Algunos ya habían partido, otros buscaron los lugares más protegidos, junto a la pared. Resignado decidí hacer lo mismo y caminé con lentitud hasta encontrar un espacio. Sé que me veía muy tonto al hacerlo de ese modo, pero sentía una gran desilusión y me culpaba por ello.

Seguí preguntándome: ¿por qué estaba en ese lugar? En realidad, me parecía muy estúpido estar parado solo junto a una pared en una noche lluviosa. La verdad era que no tenía el más mínimo deseo de moverme de allí, aunque estaba empapado. Sin duda esa situación se me ocurría ilusoria. A diario nos cruzamos con infinidad de personas que mendigan, a veces somos crueles e indiferentes con ellos. Pero este caso no me resultaba similar a los otros, ella se veía distinta, tenía un aura especial. Eso era lo que me había atrapado. No era una pordiosera. Estaba seguro, era mi musa. Continué solo y en silencio bajo la lluvia. En la noche la vereda se había despoblado y solo el débil sonido del agua me acompañaba. Con una mano en el bolsillo y la otra apretando los papeles sobre el cuerpo, no me había movido del lugar. Mi mirada quedó perdida en la distancia. No sabía qué buscaba.

Pasó un patrullero muy despacio, ya lo había hecho con anterioridad. Sus ocupantes me observaron con insistencia. Noté el recelo en las miradas. Creo que fueron las únicas oportunidades en que mi instinto me volvió a la realidad. Sin duda no me importaba esa observación pero ahora sí, era muy tarde. Giré la cabeza a la izquierda y miré hacia la Casa de Gobierno, a la distancia vi un taxi que se aproximaba, me acerqué hasta el cordón de la vereda y estiré la mano para detenerlo. El chofer, ejercitando ese lenguaje secreto que tienen los taxistas, hizo una guiñada con las luces de los faros.

Al llegar a casa cumplí con mezquindad algunos rituales hogareños y mientras iba al baño, hice planes de acostarme en seguida. Después de darme una ducha caliente, busqué en el placard mi vieja camiseta de Racing y me la puse. No uso pijamas. No puedo dormir, ya sea en verano o en invierno, si no tengo algo que cubra mi torso. Es una costumbre que tomé por mi alergia a los cambios de temperatura.

Agarré mis lentes de lectura y decidí buscar un libro. Quería tomar distancia de esa nueva situación en la que me había involucrado como un intruso. Leer me haría muy bien. En la cama, acomodé dos almohadas y me dispuse a hacerlo. No fue como imaginé. No me podía sacar de la cabeza lo que había vivido. Insistí en aferrarme a la lectura, pero no pude. Apagué la luz. Quise escuchar el silencio, tampoco lo logré. Estaba molesto. La situación me resultaba inquietante. En lugar de dormirme, me angustiaba más.

Al paso de algunas horas, quería que amaneciera para terminar con ese peregrinar sin sentido. Me sentí abochornado. Acaricié la suavidad de la almohada y acomodé mi cuerpo en posición fetal. Es lo último que recuerdo, el cansancio y el sueño al fin me vencieron.

El estrépito del despertador me sobresaltó. Quedé un poco desorientado por el ruido sorpresivo, me puse de costado, estiré el brazo y lo apagué enseguida. Me dio bronca, después de tanta lucha por fin me había dormido y parecía que lo había hecho hacía cinco minutos. Comenzaba un nuevo día, tendría que levantarme.

4
Los Molles - San Luis

Al cabo de unos días pude comprobar que Manuel González había cumplido su promesa. Me dejó un mensaje con el nombre y la dirección de una mujer. Una tal Marta Ceballos, la misma que mencionó como la persona más conocedora de la historia de “la francesa”. Los datos traían una sorpresa inesperada, la mujer vivía en San Luis. Mi Dios —pensé—, jamás se me habría ocurrido tal contratiempo. Como no me había dejado algún número de teléfono de la señora Ceballos, pensé que tal vez se habría olvidado. Por eso creí conveniente hablar con él y lo llamé.

—¿Manuel?

—¿Sí?

—Soy Miguel Porras. Quiero agradecerte por el mensaje.

—¡Ah! ¿Qué tal, cómo le va?, espero que el dato le sea útil.

—Sí, gracias. Lo que no me imaginé es que esta señora viviera tan lejos.

—¿Vio? —dijo, y una vez más escuché su risa estentórea—. Sí, vive por allí. ¿Fue alguna vez a San Luis, señor Porras? Los Molles está en el camino hacia Merlo. ¡Es un lindo lugar, eh!

—Sí, conozco la zona. Hace algún tiempo fui a hacer una nota para la revista. En el mensaje no me diste un número de teléfono para llamarla.

—Sí, es cierto. Pasa que no hay teléfono en la zona donde vive esta gente, más aún, me dijeron que la casa está alejada de la ruta como unos diez kilómetros.

—¿Celular tampoco?

—No sé, a lo mejor tienen alguno pero eso es todo lo que conseguí.

—Bueno, veré que puedo hacer al respecto. Me doy cuenta, si quiero hablar con ella deberé ir hasta allí. Espero poder hacerlo y si se da, que sea pronto, Si es que viajo, quizás nos veamos a mi regreso.

—Suerte y buen viaje, señor.

Quedé un poco desilusionado porque vi un escollo importante para encontrarme con esa mujer. Hice varios cálculos de tiempo y dinero; por el momento no podría viajar. Lo que se me ocurrió, como una posible solución, fue escribirle una carta. La dirección de Los Molles estaba bien clara y por los datos sin duda se trataba de una zona rural. Además, Manuel ya me había adelantado que la casa estaba distante de la ruta. Por eso no tendrían teléfono o también podría ocurrir que fuera gente de condición muy humilde.

Manuel había dicho que doña Marta conoció al padre de la francesa ¿En qué circunstancias habría ocurrido? Por otra parte contó que había mucha plata de por medio y también juicios y amenazas. ¿Será por eso que dijo que había más gente interesada? Mencionó abogados en “el caso”, así lo llamó. ¿Cómo habrá sido la relación de este hombre, en apariencia muy rico, con una mujer, en este caso doña Marta, que en mi imaginación supuse de condición modesta?

Habían pasado más de veinte días desde que le escribiera a doña Marta Ceballos. Un viernes por la mañana recibí una carta; era la respuesta tan esperada. No me contestó ella sino su hijo, quien me aclaró que su madre no podía hacerlo ya que por un problema en la vista había quedado ciega hacía algunos años, pero conservaba muy bien la memoria y, por supuesto, recordaba el tiempo vivido con el señor Fizaine. De manera amable me decía que cualquier cosa que yo quisiera conocer, que le escribiera a él, Antonio Ceballos, que encantado me contestaría con lo que le dijera su madre. Este hombre en ningún momento mencionó algún correo electrónico como para comunicarnos con más fluidez. Deduje que no lo tenía. Pasé luego de esa respuesta un buen tiempo con muchas ideas dando vueltas por mi cabeza, rumiando una decisión sobre qué hacer. Como no podía ser de otra manera, fueron apareciendo muchas preguntas sin una rápida respuesta. ¿Doña Marta Ceballos habría vivido con don Fizaine? No me cerraba esa relación. ¿Habrían sido amantes? ¿Por qué vivía ahora tan lejos y no aquí con la francesa? El hijo que tenía doña Marta llevaba su apellido, ¿el de soltera o habría un señor Ceballos? ¿Fizaine sería su padre? En ese caso, con seguridad la francesa Monique sería su media hermana, pues no tenían el mismo apellido. ¿Quién era el padre de Antonio entonces?

Deduje, creo que con buen criterio, que sería imposible entablar una relación epistolar con los Ceballos como para aclarar tantas dudas, y algunas serían muy incómodas de plantear y también de contestar. Si pudiera tenerla frente a mí, las cosas podrían ser más accesibles. Sin duda la respuesta de si debía o no trasladarme a San Luis ya estaba conmigo. No había duda de que viajaría a Los Molles, y lo más pronto posible. Este tema me movilizaba con fuerza. Pensé en hacer un acuerdo con la editorial, para completar el artículo que había escrito en la revista tiempo atrás sobre la ciudad de Merlo; así podría disponer del tiempo necesario y disminuir los costos del traslado.

Decidí por fin hacer el viaje. Unos días antes había ayudado a mis padres con la mudanza. Ya no vivirían más en mi barrio. Compraron una casita en la localidad de Caseros, linda y cómoda para ellos, me parecía fantástica. Mamá ya no sufriría tanto del ciático al subir las escaleras del departamento que no tenía ascensor, dos pisos eran muchos para una persona mayor. La nueva vivienda se encontraba en un barrio de casas bajas con jardines y calles silenciosas. Muy distinto a la vida alienante en la Capital. Desde ese momento no me resultaría tan fácil ir a visitarlos seguido, por la distancia y por mis horarios, pero me sentí feliz con la decisión que tomaron.