Solo la noche

Solo la noche

John Williams

Traducción Salvador Cristofaro

Fiordo · Buenos Aires

Índice

Sobre este libro

Sobre el autor

Otros títulos de Fiordo

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Sobre este libro

Si en Stoner John Williams narra con maestría la historia de vida de un profesor universitario y nos adentra en una biografía inolvidable, en Solo la noche nos introduce en un día en la vida de Arthur Maxley, un joven desencantado y taciturno, y nos cautiva con un relato emotivo acerca del trauma y sus consecuencias.

Cuando Arthur recibe una carta inesperada de su padre a comienzos del verano, su hermético mundo se derrumba ante el recuerdo. Las heridas del pasado siguen abiertas y no está preparado para enfrentar la realidad. A partir de este hecho, Arthur emprenderá un derrotero de alienación y desamparo que lo llevará al corazón de su dolor en busca del consuelo imposible.

Con su estilo admirable, John Williams escribió en Solo la noche, su ópera prima traducida por primera vez al español en esta edición, una novela imperecedera que lo confirma como uno de los grandes narradores de su tiempo.

Sobre el autor

Nació en Clarksville, Texas, en 1922. Trabajó en radios y periódicos del sudoeste de Estados Unidos, y en 1942 se alistó en el Ejército, donde prestó servicio como sargento durante dos años y medio. En 1948 publicó su primera novela, Solo la noche, y en 1949 su primer volumen de poemas, The Broken Landscape. Un año más tarde completó su maestría en la Universidad de Denver, y poco después concurrió a la Universidad de Misuri, donde trabajó como profesor y se doctoró en 1954. En 1955 asumió la dirección del programa de escritura creativa de la Universidad de Denver, donde enseñó por más de treinta años. Con su cuarta novela, Augustus, obtuvo el National Book Award, uno de los premios más prestigiosos de su país. Stoner, su tercera novela, fue publicada en español por Fiordo en 2016. Murió en Fayetteville, Arkansas, en 1994.

Otros títulos de Fiordo

Ficción


El diván victoriano, Marghanita Laski

Hermano ciervo, Juan Pablo Roncone

Una confesión póstuma, Marcellus Emants

Desperdicios, Eugene Marten

La pelusa, Martín Arocena

El incendiario, Egon Hostovský

La portadora del cielo, Riikka Pelo

Hombres del ocaso, Anthony Powell

Unas pocas palabras, un pequeño refugio, Kenneth Bernard

Stoner, John Williams

Leñador, Mike Wilson

Pantalones azules, Sara Gallardo

Contemplar el océano, Dominique Ané

Ártico, Mike Wilson

El lugar donde mueren los pájaros, Tomás Downey

El reloj de sol, Shirley Jackson

Once tipos de soledad, Richard Yates

El río en la noche, Joan Didion

Tan cerca en todo momento siempre, Joyce Carol Oates

Enero, Sara Gallardo

Mentirosos enamorados, Richard Yates

Fludd, Hilary Mantel

La sequía, J. G. Ballard

Ciencias ocultas, Mike Wilson

No se turbe vuestro corazón, Eduardo Belgrano Rawson

Sin paz, Richard Yates


No ficción


Visión y diferencia. Feminismo,

feminidad e historias del arte, Griselda Pollock

Diario nocturno. Cuadernos 1946-1956, Ennio Flaiano

Páginas críticas. Formas de leer y

de narrar de Proust a Mad Men, Martín Schifino

Destruir la pintura, Louis Marin

Eros el dulce-amargo, Anne Carson

Los ríos perdidos de Londres y El sublime topográfico, Iain Sinclair

La risa caníbal. Humor, pensamiento cínico y poder, Andrés Barba

La noche. Una exploración de la vida nocturna, el lenguaje de la noche, el sueño y los sueños, Al Alvarez

Los hombres me explican cosas, Rebecca Solnit

Elogio de John Williams

«La primera novela de John Williams es un atisbo temprano de genio (…), presagia la grandeza de Stoner y Augustus».

Chicago Review of Books


«…esta primera novela es lograda y mueve a la admiración. Williams tiene un oído fino, tan poco común como la sensibilidad de su percepción».

St. Louis Post-Dispatch


«La recuperación de Williams es decididamente gratificante; es como si se hiciera justicia en un mundo en el que esta escasea: justicia por este novelista sabio, de mirada penetrante, casi incapaz de escribir una mala oración».

Los Angeles Review of Books


«John Williams (…) fue incuestionablemente un grande».

The Independent


«John Williams es famoso por no ser famoso (…). Es un Hemingway sin fanfarronería, un Fitzgerald sin accesorios, un Faulkner despojado de pompa».

Dan Wakefield


«Williams era admirado como un escritor que combinaba erudición y lenguaje con estilo».

The New York Times


«Aunque Williams no se hubiera resistido a la etiqueta de “tradicionalista” (…), la tradición a la que pertenecía era más bien un culto».

The New Yorker

Oh, no tengas miedo, hombre, no hay nada que temer

No mires a los lados

En el camino interminable que tienes por delante

Queda solo la noche

A. E. Housman

1

En este sueño donde no tenía gravidez ni vida, en el que era una omnipresente bruma de conciencia que bullía y vibraba en una vasta extensión oscura, no había al principio ninguna sensación, solo una especie de apercepción tenue, sin ojos, acéfala y remota, cuya habilidad singular era diferenciarse de la oscuridad.

Entonces una noción más clara empezó a crecer dentro de él, una especie de gratitud por el ser insensible que era en sueños. Sin palabras, sin pensarlo, le resultó tan entrañable que, de haber tenido alguna opción, habría elegido permanecer para siempre en ese vientre ciego y vacío.

Pero la extraña condición del sueño es que el que sueña carece de poder. Aunque a menudo da la sensación de que posee tremendas habilidades, facultades inconcebibles en la vigilia, si el soñador examinara su mente que sueña, explorara el mundo de su sueño, sabría que el único poder que tiene es el que conviene al sueño, el estado en el que existe. Es el instrumento de un oscuro embaucador, un pequeño bromista sombrío que crea mundos dentro del mundo, vidas dentro de la vida, cerebros dentro del cerebro. Todo su poder ilusorio proviene de este alegre guionista cuyo capricho es conceder algo y quitarlo.

Así que empezó a sentirse un tanto inseguro en esa suspensión; y a medida que recuperaba la conciencia la gratitud amainó, y la susceptibilidad se impuso con tal fuerza que, de pronto, en una transición ilógica, descubrió que ya no era perfecto en la vasta oscuridad, sino algo, una identidad imperfecta y viva en un opresivo mundo de luz que emergía del vacío.

Por un instante no reconoció el lugar donde se encontraba, todavía animado por una oleada fantasmal de desapego. Era una sala grande, sutilmente iluminada, vibrante de gente, calurosa y densa. A su alrededor, las paredes se alargaban hacia el infinito. Eran de un color beige claro, con elegantes guardas en tonos pardos, y estaban adornadas con cientos de pinturas estridentes e insignificantes. Había una atmósfera, un aura elusiva que le era bastante familiar, pero que no podía nombrar. Si hubiera podido hacerlo, se habría mezclado con las personas esparcidas en la sala, podría haberles hablado y preguntarles cosas, pero sabía que no actuaba por voluntad propia. Todavía estaba a merced de la inteligencia del sueño y hasta que esa inteligencia no tomara alguna decisión, él no podría hacer nada.

Sin embargo, desde su dimensión escindida podía observar al conjunto de personas en la sala. Las vio como si se retorcieran y posaran sobre una placa de vidrio ante un microscopio extraordinario. Observó sus máscaras festivas, su fingimiento, las sonrisas falsas y redundantes que dejaban ver por un momento la cavidad bucal, encías húmedas y rosadas, el esmalte azulino de los dientes recién cepillados; la nefasta retracción muscular que fijaba las facciones en una red de muecas y arrugas, un experimento anatómico diseñado para encantar.

Y vio a los hombres corpulentos, voluminosamente engalanados en sus trajes abultados y protuberantes, exhalando palabras a través de nubes de humo de cigarros y del aroma delicado de la ginebra y el vermut. Y la serie interminable de mujeres parecidas entre sí; extensiones de pechos y muslos monótonamente descubiertos en vestidos ceñidos, caras borrosas e irreconocibles, voces vacías y aflautadas.

Y de pronto recordó dónde estaba. Sin advertencia recuperó el conocimiento y lo asumió sin objetarlo. Era la casa de Max Evartz. La conocía bien. Hizo una pausa en su escrutinio y miró a su alrededor buscando a Max; miró y antes de ver supo que no lo encontraría. Uno nunca veía a Max en sus fiestas. Su fuerte presencia se evanecía cortésmente cuando empezaba la fiesta y ya no se lo volvía a ver. Era un anfitrión prudente y efectivo.

Cuando al fin reconoció el entorno, otras cosas entraron en la órbita de su recuerdo. Conocía a aquellas personas, a todas ellas. Su mente podía ordenar y examinar las caras, recordarlas y clasificarlas. Y a medida que la memoria se arraigaba, su estado de abstracción se desprendió de él como una capa enorme y se sintió arrastrado irresistiblemente hacia el agitado remolino de la realidad, sintió que se convertía en una fracción ínfima de la multitud.

A continuación vio al joven. Y mientras una parte de su mente se maravillaba de la familiaridad insistente de su rostro, otra parte se impregnaba de una intensa certeza, una conciencia ineludible e impronunciable de las razones que lo habían llevado hasta ahí y que explicaban por qué observaba y lo que vendría.

El joven estaba solo sentado en una gran silla en un rincón de la sala. El pelo rubio lacio le caía lánguido sobre la frente, y a veces una mano delgada se elevaba distraídamente y hacía el gesto inútil de tratar de volverlo a su lugar. Tenía un cuerpo menudo, y una pequeña joroba visible incluso cuando estaba sentado hacía más notoria su estatura. Era pálido, pero su palidez sugería algo más que una mera falta de luz solar. Su piel parecía recubrir una almohadilla pastosa; daba la impresión de que si un dedo inquisitivo fuera a tocar la carne de su cara, la piel mantendría la forma del dedo, como si careciera de la elasticidad normal de los músculos sanos. Un sorprendente par de labios color sangre contradecían esta inusual palidez. No era exactamente un rojo sensual, ni un rojo malsano. Al contrario, era la única característica saludable de un semblante enfermo en todos los demás detalles.

Se lo veía con frecuencia en las fiestas de Max, pero incluso para un observador sin la agudeza suprema del visionario, era obvio que no encajaba en ese ambiente. Parecía ocupado en una inquietud interior que no le permitía estar en paz consigo mismo ni con los demás. Se quedaba en el borde de la silla, tenso, como a punto de huir despavorido. Sin embargo, con frecuencia se lo veía ahí y en otras reuniones similares, siempre como un extraño atormentado, como un inadaptado. Y sin falta cada vez, sobre él pendía esa incomodidad.

Y el que soñaba se preguntó, ¿quién conocía a ese hombre? ¿Quién sabía su verdadera identidad? ¿Quién estaba al tanto de dónde venía, cuál era su destino? Ese era un verdadero desconocido, pensó el soñador: no el hombre que nunca hemos visto, el que no nos hemos encontrado, no la cara vislumbrada brevemente en la calle atestada, ni la oscura voz oída alguna vez al pasar; tampoco el rostro extranjero sobre el que hemos leído: no. Este, aquel que conocemos demasiado bien para pasar por alto, a quien hemos visto tan seguido como para prestarle atención. Este es el verdadero desconocido de las calles, esa tensa figura acurrucada, de cabello rubio, sentada en una silla en el rincón de una sala, inadvertida y sola.

Porque pasaba inadvertido y estaba solo, y nadie sabía quién era. Algunos tal vez sabían su nombre, y eso era todo. Nadie entre los presentes conocía los hechos básicos, esenciales de su vida. Se los juzgaba insuficientemente relevantes; a nadie le hubiera interesado considerarlos, mucho menos investigarlos.

Para esa gente era un ruido vacío, una inocua perturbación.

El que soñaba recordó un episodio. Recordó al joven, nervioso en medio de la sala de Max Evartz, parpadeando agitado, con los dedos inquietos sujetando una copa, absorbiendo todo lo que pasaba con la intensidad concentrada de un búho miope. Esa era su predisposición y su actitud habitual. A veces se quedaba así durante casi media hora, sin moverse, sin decir nada, escuchando la charla incomprensible a su alrededor. Entonces un comentario casual que llegara a sus oídos podía hacerlo estallar, y de pronto daba un pisotón y empezaba a los gritos en una actitud despreciativa y de maltrato a los semblantes que no salían de su asombro. Su propio rostro se concentraba en una mueca de franco disgusto, los delgados labios rojos se le retorcían, húmedos, y un toque rosado de exasperación teñía la malsana superficie de sus mejillas. Mientras las personas se alejaban de él, como hacían invariablemente, no se contentaba con interrumpir su arenga irascible. Las seguía por la sala, y su maltrato se transformaba con tal sutileza en súplica y desesperación que nadie jamás lo notaba.

Después, tan de repente como había empezado, se detenía. Se quedaba mirando sombríamente a las personas a las que había increpado como si fueran intrusos indeseables. Luego se ponía a dar vueltas, dejándolos desorientados, asustados, un poco avergonzados, y se iba a su rincón. Ahí caía en un silencio comatoso que podía durar cinco minutos, a veces una hora, y casi siempre el resto de la noche. Durante ese rato era inútil tratar de revivirlo. Parecía ignorar toda existencia salvo la suya, silente.

Así que ahora el que soñaba observó a la figurita pálida en la silla desproporcionada. Y mientras miraba, el presentimiento de un desastre inminente creció con fuerza dentro de él. Quiso huir y abandonar ese lugar, pero se encontró inmovilizado, el más mínimo poder de movimiento usurpado por el pequeño demonio del sueño. Se puso de pie en pánico cuando de pronto, más repentinamente de lo que podría haber imaginado, el sueño se malogró. Una gran explosión de luz cegadora dejó un impenetrable vacío de oscuridad; y de la oscuridad, amplificado, emergió el ruido de la gente. Gritaban sin control, lascivamente, con odio concentrado, y él supo por qué.

Entonces la oscuridad se disipó. Y en eso vio a todo el mundo, toda la gente que en la sala había estado sosegada, amontonarse sobre la enorme silla en el rincón, golpeando con furia insensata a la ignorante criatura acurrucada. El que soñaba estaba dentro de ese círculo humano, muy cerca del joven pálido, y a medida que la gente presionaba hacia dentro y él se sentía empujado en esa dirección, encontró de repente la fuerza de gritar, recuperó la energía de moverse y luchar. Pero no podía salir del círculo, la gente lo apretaba inexorablemente y su fuerza no llegaba a vencer el peso de sus cuerpos comprimidos. Seguían empujando y empujando, hasta que estuvo tan cerca del joven que pudo ver la textura de su piel, las venitas que se entrelazaban en los párpados de sus ojos cerrados, resignados. Trató de encogerse de nuevo en un último esfuerzo desesperado para evitar el contacto fatal con ese cuerpo, pero fue inútil. Un poderoso tironeo común lo empujó hacia delante y sintió que una parte de su cuerpo tocaba al joven, y entonces lo supo: en un último estallido de certeza su mente pronunció lo que había sentido desde el principio. Sutilmente, con facilidad, sin hacer ruido, como la atmósfera intangible, se fusionó con el cuerpo inmóvil, se volvió uno con él en un proceso químico súbito e inexplicable, se dio cuenta en un breve destello de agonía que esa era su verdadera identidad, que ese era él mismo. Y justo antes de que el manto de oscuridad se le viniera encima, miró hacia arriba a través de los ojos abruptamente abiertos del joven, vio el mar interminable de la multitud, oyó de nuevo el grito animal de su odio, sintió las manos brutales sobre su cuerpo, vio sus puños levantados, y la sangre que emergía del impacto, sintió un choque instantáneo de dolor, y después el mar de sangre se oscureció y él nadó en la más absoluta negrura, ya inconsciente.

2

Los rayos del sol de la mañana metieron sus dedos inquisitivos por las persianas a medio abrir y le tocaron la cara con tibieza y suavidad, impersonalmente. Se movió un poco y se hizo a un lado. Entonces el teléfono junto a su cama empezó a sonar y él se irguió de golpe, sobresaltado, con los ojos abiertos, pero sin ver. Parpadeó y sacudió la cabeza para ahuyentar los persistentes restos del sueño. Levantó el teléfono.

—¿Sí? —balbuceó soñoliento.

La voz entonó:

—Buenos días, señor Maxley. Las nueve en punto.