Como la piel
del caimán

 

RICARDO GÓMEZ

 

 

1
ANTE EL ESPEJO

 

La historia que os voy a contar arranca en un momento concreto: el día siguiente a mi paliza. Podría comenzar dos semanas atrás, o incluso cinco meses antes, cuando conocí a Wilson. He elegido este inicio no sé bien por qué. Tal vez porque, aunque no lo reconociera entonces, sentí mucho miedo. Nunca supuse que viviría unos acontecimientos como los que voy a relatar. La mayoría de la gente cree controlar los sucesos que vive. Piensa que un día es una consecuencia natural del anterior, y así hasta el infinito, pero eso no es cierto. Yo llevaba una vida normal hasta que conocí a Wilson. ¿O no? Pensándolo bien, mi vida no era tan normal ni siquiera entonces.

Esa mañana desperté como de costumbre, a las ocho menos cuarto. Había dormido pocas horas y tenía un buen motivo para quedarme en la cama, pero también había otros para levantarme como cualquier día. La cabeza me pesaba y sentía un dolor agudo en el fondo del ojo izquierdo. Aunque la tarde anterior la médica me confirmó que no había daños oculares, la cuenca me dolía como si me la hubieran vaciado. Y eso, a pesar de los analgésicos. A esas horas ya se debía haber pasado el efecto de los que había tomado por la noche.

Sentí que todo mi cuerpo olía a sudor, a vómito y a desinfectante y que necesitaba una ducha. Gradué la temperatura en mis rodillas hasta conseguir un chorro tibio y colgué el aspersor en el soporte. En cuanto el agua comenzó a resbalar por mi cabeza sentí una quemazón en el lado izquierdo de mi cara, así que me contorsioné para enjabonarme bien las axilas, el torso y las ingles, evitando el chorro sobre mi rostro. Estuve un rato frotándome, sintiendo el escozor en la mejilla, pero el olor no acababa de desaparecer, como si estuviera no en mis axilas o en mis ingles, sino en mi nariz. E incluso más arriba y más dentro, en mi cerebro.

Me sequé el cuerpo con energía, pero sentí terror de acercar la toalla a mi cara. El espejo estaba velado por una capa de vaho. A medida que lo limpiaba, poco a poco, comenzó a aparecer mi rostro. Era la primera vez que me contemplaba desde el accidente de la tarde anterior, y debo decir que lo que vi no me sorprendió demasiado. Desde la parte inferior de la frente hasta mi mandíbula, el lado izquierdo aparecía tumefacto, la mejilla teñida con una gran mancha de color berenjena que amenazaba con extenderse hasta la barbilla. Los párpados hinchados y violáceos apenas dejaban entrever una fracción de mi ojo y los dos puntos en la ceja parecían haberme dejado enganchada una araña de feas patas. Vi un par de líneas quebradas que atravesaban mi cara y que parecían haber sido dibujadas con regla: las huellas de una suela. Seguro que la policía, de haber podido estudiar mi rostro, habría deducido la marca de ese calzado.

Antes he llamado accidente a algo que no lo es, a menos que una bota dirigida con intención a tu nariz y a tus dientes pueda ser considerada como tal. La médica que me atendió pronunció al menos una docena de veces la palabra agresión, y al menos otras tantas me invitó a denunciarla, pero yo le dije que no. Mi madre lloraba en la sala mientras me hacían las curas, que yo soporté con paciencia y, debo decirlo, sin soltar una queja.

Tanto entonces como ahora considero que salí bien parado. Aquella patada no era un simple puntapié, sino un golpe propinado por alguien que entrena full contact, y que podría haber sido mortal. La insignificante fracción de segundo de que dispuse, cuando vi su rodilla a la altura de mis ojos y luego su bota viniendo hacia mí, me permitió girar levemente la cabeza y evitó que mis dientes estuvieran esa mañana guardados en una caja de cartón. Eso pensaba mientras me miraba en el espejo.

Regresé a mi habitación y vi en el suelo la camiseta y el pantalón ensangrentados. Mi madre se había empeñado la noche anterior en que me desvistiera lo antes posible para poner la ropa en remojo, pero yo me negué entonces y consideré una suerte que no hubiera pasado por mi cuarto. Busqué una bolsa de plástico y metí dentro la ropa sucia, con la intención de arrojarla en un contenedor en cuanto saliera a la calle. Me puse una camisa y un jersey abierto. Me dolía la idea de pasar el cuello de una camiseta por mi cabeza, que sentía abultada como la de una mosca monstruosa.

Al llegar a la cocina tuve la sensación de entrar en un velatorio. Mi padre acababa de desayunar, con la mirada fija en el centro de la mesa. Mi madre, en bata, cacharreaba en el fregadero procurando no hacer el más mínimo ruido. Cuando mascullé un buenos días, el silencio pareció hacerse más profundo, aunque una mirada fugaz de mi madre me respondió con un gesto elocuente. Mientras iba a la nevera a buscar la botella de leche vi de reojo cómo mi padre se levantaba, tomaba la cazadora azul que descansaba sobre una silla y, en contra de su costumbre, dejaba sobre la mesa el servicio del desayuno. Luego le vi caminar hacia la salida, adiviné cómo tomaba su cartera y salió dando un portazo. Esa suma de gestos mudos explicaba más a las claras que cualquier discurso que nos consideraba a mi madre y a mí responsables de lo sucedido.

Solo cuando se oyó la puerta, mi madre se acercó y examinó con cuidado mi rostro. La dejé hacer y noté su cara de preocupación y de pánico. A juzgar por sus ojeras, había pasado la noche llorando, y sentí lástima por ella y por mi viejo. Pensé que merecían un hijo mejor que yo. Los dos se habían matado a trabajar durante veinte años y yo llevaba una temporada manteniéndoles con el corazón en vilo. Y lo peor era que resultaba inevitable. Que ni yo ni nadie puede dar marcha atrás a los acontecimientos.

Me rogó que no fuera al instituto en unos días, que descansase, que hiciera caso a los médicos que me habían recomendado reposo... Yo negaba con la cabeza, porque estaba determinado a volver a las clases. El timbre del microondas me salvó de un abrazo que supuse desgarrador y contra el que no podría haber hecho nada. Antes de sentarme a la mesa, puse una mano sobre su cabeza y le dije:

–Tranquila. No va a pasar nada.

Mi madre se sentó a mi lado en silencio, supongo que conteniendo las lágrimas. Habría dado cualquier cosa por saber entonces qué veía ella en mí, qué pensaba mientras me veía desayunar con esfuerzo, mojando unas galletas en el café con leche con más voluntad que ganas, abriendo despacio la boca para evitar la tirantez de la cara. Un par de veces alcé los ojos hacia ella y esbocé una mueca de sonrisa que quería ser tranquilizadora. Al masticar me dolía la mandíbula, y habría dejado el desayuno si eso no hubiera desatado una cascada de ayes por su parte. Acabé el café y, curiosamente, entonces fui consciente de que no había cenado la noche anterior y mi cuerpo reclamaba compensar las energías perdidas. Pedí a mi madre:

–¿Me preparas un zumo, por favor?

Ella saltó de la silla y buscó el exprimidor y las naranjas. Regresé a mi cuarto, eché un vistazo a los horarios, saqué unos libros de mi mochila, los cambié por otros y puse la bolsa de ropa en la parte superior, notando el olor mohoso de la sangre. Tenía la sensación de que ese día no iba a necesitar libros ni cuadernos, pero estaba decidido a actuar como si no hubiera pasado nada, aunque tenía la certeza de que lo más duro estaba aún por llegar. Por un instante me tentó la idea de quedarme en casa hasta el lunes, en la calidez y seguridad de mi habitación, pero la deseché de inmediato. Saqué un comprimido de cada caja y me los puse en la boca, guardando las cajas en el bolsillo del pantalón. Me eché la mochila a la espalda, regresé a la cocina y me bebí el zumo que mi madre había azucarado más de la cuenta, empujando con él las pastillas que habían quedado adheridas a mi paladar. Ella me acompañó hasta la puerta. Antes de salir, la abracé y traté una vez más de consolarla:

–No te preocupes. No pasará nada.

Al traspasar el portal vi que lloviznaba. Mientras dudaba si entrar a casa, oí la voz de mi madre desde el balcón. Me asomé y vi cómo me tendía el chubasquero. Hice un gesto y ella lo dejó caer. Como si fuera a cámara lenta, el abrigo descendió flotando y yo lo recogí antes de que tocara mansamente el suelo. Me gustó esa sensación de blandura, que contrastaba tanto con los acontecimientos espinosos que estaba viviendo esos días.

2
UNA ENTREVISTA PREVISIBLE

 

Mientras caminaba hacia el instituto tuve la sensación de que mi cuerpo había adquirido una sensibilidad especial. Los calmantes debían estar haciendo efecto, viajando por alguna región especial del cerebro, y esto me proporcionaba sensaciones desconocidas. Cada paso que daba, cuando el talón izquierdo pisaba en el suelo, producía un espasmo en la zona herida de mi cara. Podía notar la mandíbula, los dientes, la mejilla, el ojo, la ceja..., pero cada uno de estos elementos parecía independiente de los demás, acorchado y a punto de desprenderse del resto.

No era exactamente dolor lo que sentía. Me complacía sentir ese cordón nervioso que enlazaba mi pie con mi cara y no hacía nada por reducir el ímpetu de mis pisadas. Era lo mismo que ese daño placentero que sientes cuando tienes una pequeña herida y te empeñas en rascarte. Al cruzarse conmigo, algunas personas se me quedaron mirando y yo observé su mirada huidiza. No sentían compasión, sino temor.

«Algo habrá hecho», parecían decirse cuando veían mi rostro magullado, «de algo será culpable».

Por mí, ese viaje podría haber durado horas. Disfrutaba de la sensación de calma que deja la lluvia, cuando la gente camina en silencio y las ruedas de los coches sisean sobre el asfalto. Al llegar a la estación sentí un escalofrío. Miré a un lado y a otro, pero el lugar parecía tranquilo, con la gente de siempre dispuesta a tomar los trenes. Esos chicos no solían estar por allí a esas horas, sino al atardecer. Lo más probable es que no esperaran que al día siguiente yo pasara por allí. Esa era parte de mi victoria. Para eso me había levantado temprano: para demostrarles que no tenía miedo. Aunque sabía que de haberlos visto allí sentados, esa mañana, el pánico me habría paralizado.

Entré en la estación y atravesé el paso subterráneo. Un tren acababa de detenerse arriba y noté, ¡en la cuenca de mi ojo!, el chirrido de las ruedas de acero contra las vías. Los pasajeros se cruzaban en las escaleras, unos recién desembarcados y otros con prisa por tomar un tren que estaba a punto de partir. Los altavoces avisaban de la salida: «Tren estacionado en vía 2, destino Guadalajara, parada en todas las estaciones...». Conocía de memoria todos esos mensajes, después de pasar por allí durante cuatro años.

La lluvia arreciaba cuando salí al exterior. Vi que algunos compañeros del instituto caminaban desde distintas direcciones al mismo punto que yo, hacia el arranque del paso elevado que cruza la autopista, pero no quise comprobar si alguno era de mi curso. No sabía hasta qué punto se había divulgado la noticia de mi paliza y no quería dar explicaciones a nadie, aunque sabía que tarde o temprano todos querrían conocer los detalles. Desde lo alto de la pasarela vi las paredes grises del instituto. En ese instante estuve a punto de dar marcha atrás y volver a casa. No me apetecía ser durante las próximas horas el blanco de miradas y preguntas. Me detuve unos segundos aferrado a la barandilla, contemplando cómo los coches pasaban raudos por debajo, levantando nubes de salpicaduras. Pero al poco tiempo emprendí la marcha.

¿Alguna vez os habéis sentido el centro del mundo? Eso sentí yo cuando entré en el instituto. Pese a la lluvia, había echado mi capucha hacia atrás, decidido a no ocultar mi rostro. Cuanto antes se sepa, mejor, pensé. Los pequeños se me quedaron mirando con la boca abierta mientras la noticia corría entre los mayores, que cuchicheaban entre sí. Estaba decidido a llegar a clase sin hablar con nadie y sentarme en el sitio de siempre como si nada hubiese ocurrido.

Todos los colegios e institutos que he visto están cortados por el mismo patrón. Nada más entrar te encuentras un hall y, cerca, los despachos de la dirección, la secretaría y las salas de profesores. Atraviesas esa zona y entras en los pasillos que llevan a las clases. Yo esperaba franquear sin obstáculos ese lugar, subir las escaleras y llegar a mi aula. No esperaba toparme de manos a boca con el director, que parecía esperar mi llegada, porque nada más verme dejó a los dos profesores con los que estaba hablando y se dirigió con prisa hacia mí, como si temiera que escapase:

–Hola, Rubén. Anoche me enteré de lo que te ha ocurrido. Quiero que hablemos un rato, antes de que subas a clase.

Creo que puse cara de fastidio mientras él observaba mi rostro desfigurado. No me apetecía esperar en el hall, a la vista de todos. Como si el director hubiera notado mi disgusto, me dijo que le siguiera y me llevó a su despacho. Me señaló una butaca y me pidió que le esperara unos minutos. Luego salió, dejándome a solas.

Yo había estado dos veces más allí, pero también he visitado los despachos de otros directores. Son todos iguales. Una mesa, un sillón de oficina y dos butacas al frente, una estantería atestada de papeles, un ordenador, un teléfono y más papeles. A mi espalda había otra mesa redonda con seis sillas. Los cuadros suelen ser espantosos: cosas pintadas por los alumnos o los profesores de dibujo. Y luego trofeos y cosas así en las estanterías. Siempre parece que necesitan una mano de pintura y hay algún mueble que desentona de los demás. La mesa verde que había a mi espalda, por ejemplo, estaba fuera de lugar en una oficina con muebles y estantes de color caoba.

Sabía que la entrevista con Aguado se iba a producir, pero no la esperaba tan temprano. Más bien me había imaginado llegar a clase y que me llamaran en el recreo, o quizá después de la primera hora. Caí en la cuenta de que el director me había dicho que se enteró la noche anterior. Dado que el ataque tuvo lugar hacia las siete, la noticia debió correr por el pueblo de boca en boca y de teléfono en teléfono. ¿De qué modo había llegado a él? La verdad es que eso no me preocupaba, pero sí pensaba que él habría tenido tiempo de dar vueltas al asunto. Se habría imaginado los hechos de una forma determinada y tendría un montón de preguntas preparadas. Traté de ordenar mis pensamientos: qué iba a contar y qué iba a callar. Por experiencia sé que lo ideal es decir siempre menos que lo suficiente, porque cualquier información tiende a volverse en tu contra.

En ese instante recordé que no me había deshecho de la ropa sucia. Me dije que era un estúpido y traté de imaginar en qué momento podría salir del instituto, cruzar la calle y dejar la apestosa bolsa en un contenedor. También me di cuenta de que no había avisado a Wilson, dando por supuesto que ya sabía qué me había sucedido. Y al ver un calendario en la pared pensé que la semana próxima era la de exámenes... A veces me encuentro pensando en tres o cuatro cosas a la vez, mientras lo importante queda sin resolver.

El tiempo se me hizo largo en aquel despacho. Oí el timbre que avisaba de la entrada y todavía transcurrieron unos minutos más hasta que entraron el director y mi tutora. No tenía nada con qué entretenerme y en esos momentos de aburrimiento el dolor de cabeza se hizo más agudo. Cuando ellos entraron estaba de muy mal humor. ¿Por qué no me dejaban en paz? Yo arreglaría mis problemas a mi manera, y era mejor que nadie se entrometiese.

Mi instituto lo abrieron hace dos cursos, lo que significa que los profesores son relativamente jóvenes. Todos te tutean y tú puedes tutearlos a ellos. En general, aún no están hartos de dar clases e incluso algunos tratan de comprenderte. Es el caso de Elisa Martínez, mi tutora. En cuanto al director, Pedro Aguado, solo puedo decir que jamás le he visto dar un grito; supongo que este es un punto a su favor, pero todo el mundo tiene la sensación de que es un inútil, incluyendo los profesores. Es un hombre blandengue y sin autoridad. Y a veces se necesita a alguien capaz de llamar a las cosas por su nombre. Si fuera más enérgico, seguro que las ausencias de los profesores serían menores y algunos alumnos estarían más controlados.

Elisa se sentó a mi lado y, antes de que comenzase a hablar el director, me preguntó qué tal estaba, si me dolía mucho, por qué no me había quedado descansando y cosas así. Me recordó un poco a mi madre, en el mejor sentido. Creo que incluso tuvo que hacer esfuerzos por no tomarme de la mano y acariciarme el hombro. Estaba de verdad preocupada por lo que me había ocurrido. Yo respondí que me encontraba bien y que no me dolía demasiado. El director ocupó su sitio y esperó a que la tutora acabara de interesarse por mi salud. A ella le expliqué que iba porque la semana próxima era la de exámenes y no quería perderme ninguna clase. Me di cuenta entonces de que a veces los pensamientos inútiles sirven para algo.

Pedro Aguado inició otro tipo de interrogatorio, diría que más policial. Creo que estaba asustado porque en su instituto ocurrieran cosas como esa. Sobre todo, después de la fama que había comenzado a extenderse por el pueblo.

–Te han dejado la cara hecha un cuadro. ¿Quieres contarme cómo fue?

No. No quería hablar de ello y no hablé. Eso es lo que os decía antes acerca de que el director es un blando. Hace preguntas como esa, que permiten la opción de sí o no, en lugar de ir al grano. ¿Quieres contármelo? Sí. Pues empieza. Es que no puedo. Él no es de los que entienden estas sutilezas. Tuve ganas de responderle que si no se lo había contado a mi padre o a mi madre por qué iba a contárselo a él, pero afortunadamente me salió la vena educada:

–Hay poco que contar. Me golpearon y ya está.

–Pero seguro que reconociste a quien te pegó.

Seguro. Cómo no iba a conocerlos. El de las botas reforzadas, cuya suela estaba tatuada en mi cara, fue mi compañero de clase en primaria. Conozco su nombre completo, el de sus padres y el de sus dos hermanas. Sé dónde vive e incluso una vez vino a mi fiesta de cumpleaños. Tenía muchos datos sobre él y otros dos chicos que le acompañaban; sin embargo, no conocía a dos más. Eso lo sabía yo, pero también podían suponerlo muchas personas, incluidos Aguado y otros profesores, más la policía municipal. Mientras yo me calentaba pensando en el cinismo de los adultos, él me miraba a los ojos y jugueteaba con el bolígrafo que los directores tienen encima de la mesa. Como al final se hizo un silencio incómodo, yo respondí:

–No.

–No me lo creo, Rubén. Estoy seguro de que sabes quién ha sido. Y sé también que la culpa en parte la tiene Wilson.

–¡Wilson no tiene nada que ver con esto!

–Allá tú. Yo no sé muy bien los líos que os traéis los dos, pero tus padres harían bien en atarte corto. Y me parece mentira que un chico como tú...

¡Mierda! No era la primera vez que el tipo me soltaba ese rollo infumable. Es cierto que acabé primaria con las mejores calificaciones y que hice primero con todo sobresalientes. Es verdad que segundo se torció y que en tercero estuve a punto de repetir. Pero ahora, en cuarto, las cosas volvían a su cauce, en parte gracias a Wilson. Seguro que Aguado y otros profesores no me habían perdonado lo de las huelgas ni un par de asuntos más. ¡Estaba harto de que sacasen a relucir mis buenas notas de hace un montón de años! Y si de alguna manera se lo perdono a mis padres, porque tienen sus motivos, el sermón me resultaba insoportable en un individuo como Aguado.

Yo estaba indignado y en estos casos sé cómo responde mi cuerpo, porque mi madre me lo ha dicho y lleva razón. Me voy escurriendo de la silla hasta adoptar una postura casi grosera y, luego, suelto cualquier barbaridad. Creo que la tutora fue consciente de eso, porque ella también se rebulló en su butaca con el sermón y atajó:

–Déjame, Pedro... Es posible que Rubén esté aturdido todavía y tenga que pensar qué va a hacer. Está aquí porque la semana que viene comienza los exámenes. Lo importante es que los haga y luego ya se lo pensará...

Yo estaba casi horizontal en la silla, con los hombros a la altura del respaldo. Sentía tanta furia que incluso pensé que, si alargaba el pie debajo de la mesa, golpearía al director en la entrepierna. Como si hubiera adivinado mis intenciones, él echó hacia atrás su sillón de ruedas, cruzó las piernas y preguntó:

–¿Vas a denunciarlos?

–No.

–Harías bien en denunciarlos, por tu bien pero también por el bien de todos. Estas cosas no pueden quedar impunes.

No respondí. Pensé en por qué no lo denunciaba él, u otras personas que también tenían responsabilidades de mantener el bien de todos. No sé si Aguado comprendió mi decisión, y me importa un bledo si la entendió o no. Cambió de tema e inició otro discurso:

–Está bien. Esperaremos unos días. Pero recuerda que dentro de nada va a convocarse un consejo escolar y que algunas personas están citadas para rendir cuentas. Va a haber sanciones severas. No me gustaría que tu nombre apareciera en esa lista, después de lo que te ha ocurrido. Así que los próximos días harás bien en no acercarte demasiado a ese Wilson...

¡Ya no pude más! Aunque sé cómo funciono, no puedo evitar responder así. Me erguí sobre el respaldo y espeté con la voz grave que suelo utilizar cuando estoy irritado:

–Que yo sepa, esto no es una cárcel ni usted es el alcaide. Yo me veré con quien me dé la gana, en la calle y en el instituto...

La mano de Elisa se posó en mi brazo, pidiéndome control. Una vez más me recordó a mi madre. Me callé, diciéndome que en lo sucesivo no pronunciaría ni una palabra más, y así fue. Ni siquiera cuando Aguado me preguntó en un tono más persuasivo:

–¿Necesitas algo? ¿Quieres que llame a los médicos municipales?

Me levanté de la silla. El director no se movió, pero la tutora se puso de pie y abrió la puerta. Hizo lo que pudo para tranquilizarme:

–Ve a clase... O mejor, vete a dar una vuelta, relájate y luego subes al comienzo de la segunda hora. ¿Tengo hoy clase contigo?

–A cuarta.

–Bien. Luego nos vemos. Si necesitas algo en la hora del recreo, estaré en la sala de profesores... Y, si no, búscame.

Elisa cerró la puerta cuando salí. Deliberadamente, me quedé unos segundos allí. Escuché cómo el director y la tutora discutían, pero no oí nada de lo que se dijeron. Sentí acrecentada mi simpatía hacia la mujer, en la misma medida que crecía mi desprecio por el hombre y lo que representaba.

La cara me ardía, pero no solo la zona de la herida. Estaba seguro de que mi rostro había enrojecido, como ocurre cuando me lleno de ira. Además, me dolían los dientes de apretar las mandíbulas. Comenzaba a dudar si había hecho bien o no en ir al instituto. Mi desafío era hacia los bestias que me atacaron, porque tarde o temprano se enterarían de que yo había pasado por allí esa mañana. ¡Malditas las ganas que sentía de desairar al director o a los profesores! Ahora, cuando había hecho esfuerzos inauditos por enderezar el curso...

Dudé si volver o no a casa, pero me dije que entonces mi madrugón no habría servido de nada. Mi fugaz aparición podría haber sido interpretada en un sentido contrario al que pretendía. Pero no soportaba el ambiente opresivo de aquellos muros, ni las miradas subrepticias del conserje y de alguna de las secretarias a través de la cristalera de la oficina. Salí de allí y, a la puerta del instituto, eché de menos un pito. No suelo fumar. El humo me sienta fatal y me irrita los ojos. Incluso es posible que un cigarro hubiera desatado no sé qué reacciones en el interior de mi cráneo herido. Pero en ese momento deseé un pitillo más que otra cosa en el mundo. Y que conste que hablo del legal y socialmente admitido tabaco de estanco.

Caminé por la acera, bajo la lluvia. Desde allí vi los ventanales del instituto, enormes cristaleras enmarcadas en vigas de hierro pintadas de rojo sobre un fondo gris claro. Pensé que en ese instante varios centenares de compañeros soportaban pacientes las clases, las más de ellas tediosas e inútiles. En poco tiempo, sin embargo, muchos estarían liberados de esa obligación. Decenas de ellos, al año siguiente, no volverían a pisar los muros de una escuela, y construirían sus vidas con los frágiles cimientos adquiridos durante muchos años de esfuerzo: algo de matemáticas, un poco de lengua, conocimientos sobre animales y plantas, chiquilladas sobre arte o dibujo... Dice Wilson que soy un escéptico y que eso es fatal a mi edad, pero qué me van a contar a mí sobre la utilidad de las clases. Luis... Pero no tengo ganas ahora de hablar de él. Ni de Wilson. Y apenas sobre mí.

No sé quién podrá estar interesado en esta historia. Me han pedido que la cuente y esto es lo que hago, pero estoy seguro de que no servirá a nadie. Ni siquiera me servirá a mí, y eso que me han dicho que sí, que me será útil. Bah.