Vendida

 

PATRICIA McCORMICK

 

 

 

 

 

 

 

Para Paul.

UN TEJADO DE CHAPA

 

–Una estación lluviosa más y nos quedaremos sin tejado –dice Ama.

Mi madre está subida en una escalera de troncos, examinando la cubierta vegetal de nuestra casa. Yo estoy de pie en el suelo, dándole prendas de ropa recién lavadas para que las ponga a secar al sol de la tarde. No se ve ninguna nube. No va a haber lluvia, ni una gota de lluvia en muchas semanas.

Pero no sirve de nada decírselo a Ama. Contempla la ladera del monte, los arrozales en terraza que descienden como escalones hasta la aldea de abajo. Contempla los resplandecientes tejados de chapa de los vecinos, y ellos parecen devolverle la mirada con un guiño cruel.

Un tejado de chapa significa que la familia tiene un hijo que trabaja en el horno de ladrillos de la ciudad. Un tejado de chapa significa que, cuando vienen las lluvias, el fuego no se apaga y los niños no enferman.

–Déjame ir a la ciudad –le digo–. Puedo trabajar para una familia rica, como Gita, y mandarte el dinero que gane.

Ama me acaricia la mejilla y siento el roce de su palma callosa, áspera como la lengua de una cabra recién nacida.

–Lakshmi, hija mía –dice–. Tienes que seguir yendo a la escuela, diga lo que diga tu padrastro.

Me gustaría decirle que, últimamente, mi padrastro me mira con los mismos ojos con que mira los pepinos que estoy cultivando frente a nuestra casa. Los observa, sacude la ceniza de su cigarrillo y entorna los ojos.

–Más te valdría venderlos para sacar un dinero –dice siempre.

Cuando los mira, lo que ve son cigarrillos, cerveza de arroz, un chaleco nuevo.

Yo veo un tejado de chapa.

ANTES DE QUE GITA SE FUERA

 

Dibujábamos rayuelas en el camino de tierra que iba de su casa a la mía y jugábamos saltando a la pata coja. Nos cepillábamos el pelo la una a la otra, cien pasadas cada vez, e imaginábamos nombres para los hijos y las hijas que íbamos a tener. Nos tapábamos la nariz cuando pasaba a nuestro lado la mujer del jefe de la aldea, recordando el día en que había soltado un cuesco mientras caminaba toda ufana hacia la fuente.

Frotábamos la muesca del pupitre para darnos suerte antes de recitar las lecciones en la escuela. Nos tirábamos puñados de barro en las largas tardes que pasábamos encorvadas en los arrozales, y una vez lloramos de risa cuando Gita le dio sin querer a su orgullosa hermana mayor en la coronilla.

Y en el otoño, cuando los rebaños de cabras bajaban a la aldea tras pasar el verano en las praderas del Himalaya, nos escondíamos entre los carrizos para espiar a Krishna, el chico de ojos gatunos y soñolientos con el que estoy prometida.

Ahora que Gita se ha marchado a la ciudad para trabajar de criada en casa de una señora rica, su familia tiene un pequeño sol de cristal que cuelga de un cable en mitad del techo de su casa, un juego nuevo de cacerolas para su madre, unas gafas para su padre, un vestido de novia de brocado para su hermana mayor y dinero para pagar la escuela de su hermano pequeño todos los meses.

En casa de Gita es de día hasta cuando es de noche. Pero a mí me parece que es de noche incluso cuando el sol está en lo más alto, porque ya no tengo a mi amiga.

LA NUEVA ALUMNA

 

Cada mañana, mientras hago mis tareas –escurrir el agua del arroz, moler las especias, barrer el patio–, Tali, mi cabrita blanca y negra, me sigue sin despegarse de mí.

–Qué cabra más boba –dice Ama–. Cree que eres su madre.

Tali frota la cabeza contra la palma de mi mano y bala como diciendo que está de acuerdo. Así que le enseño todo lo que sé.

Froto el piso de tierra endurecida con un trapo empapado en agua de estiércol y le digo: «Esto mantendrá la casa fresca y alejará a los malos espíritus». Le enseño cómo amarro una vasija llena de agua a la cesta que llevo a la espalda y cómo subo por el camino empinado que va de la fuente a mi casa sin derramar ni una gota. Y cuando me froto los dientes con una ramita de árbol nim, Tali me imita y mastica otra ramita, tan solemnemente como lo haría un monje.

Cuando llega la hora de ir a la escuela, le preparo a Tali una cama de paja en un rincón soleado del porche. Luego le doy un beso entre las orejas y le digo que estaré de vuelta a la hora de comer.

Ella mete su hocico rosado en el bolsillo de mi falda, en busca de algún grano de arroz que se haya quedado entre los dobleces, y luego escarba en la paja y se tumba para dormir la siesta, convertida en un montoncito de huesos y piel.

–Qué animal tan raro –dice Ama siempre–. Piensa que es una persona.

Debe de tener razón, porque un día de la semana pasada, mientras estaba en clase, oí el tintineo de una campanilla, y cuando levanté la mirada vi que mi cabrita manchada daba vueltas por el patio de la escuela balando de angustia.

Cuando por fin me vio al otro lado de la ventana, pegó un balido de indignación: estaba ofendida por no haber podido ir conmigo a la escuela. Atravesó el patio trotando, apoyó las pezuñas en el alféizar y se quedó mirando con curiosidad y atención cómo la profesora acababa de dar la clase.

Cuando acabó la mañana y las dos emprendimos la subida hacia casa, Tali echó a trotar alegremente delante de mí con su chata cola muy alta.

–La semana que viene empezaré a enseñarte las letras –le prometí.

ALGO BONITO

 

Todas las mañanas, Ama se encorva para atizar el fuego de la cocina, y luego se agacha para hacerme las trenzas antes de ir a la escuela. Durante el día, mientras se afana por la ladera de la montaña cargada con un cesto asegurado por una cuerda sujeta a su frente, Ama se inclina bajo el peso de su carga.

Y por la noche, mientras le sirve la cena a mi padrastro, Ama se arrodilla a sus pies.

Ama tiene la espalda encorvada incluso cuando trata de enderezarse para observar el cielo en busca de nubes.

La gente que vive en nuestra montaña, en este puñado de casas de barro rojo que se aferran a la ladera, adora a la diosa que habita en su cima con forma de cola de golondrina. Rezan a esa diosa de frente fiera y noble, de pecho amplio y generoso, de faldas nevadas que se extienden sobre nuestras cabezas.

Es una diosa bella, poderosa y magnífica.

Pero para mí, mi Ama –con su pelo negro como ala de cuervo, entrelazado con tiras de tela roja y cuentas, su piel color canela y sus orejas siempre acompañadas del alegre tintineo del oro– es más bella todavía.

Y su espalda esbelta, que carga con todos nuestros problemas, pero también con todas nuestras esperanzas, es aún más bonita.

LA DIFERENCIA
ENTRE UN HIJO Y UNA HIJA

 

Mi padrastro tiene un brazo que pende marchito junto a su costado. Se lo rompió de niño, y sus padres no tenían dinero para pagar al médico. Ahora su pobre brazo impedido le causa grandes dolores durante los meses lluviosos, y lo llena de vergüenza.

Casi todos los hombres de su edad se marchan de sus casas y permanecen lejos durante meses para trabajar en fábricas o con cuadrillas de peones en ciudades muy lejanas. Pero mi padrastro dice que nadie querría contratar a un manco.

Así que todos los días se echa aceite aromático en el pelo, se pone su chaleco y un reloj que dejó de funcionar hace mucho tiempo y sube la ladera de la colina para jugar a las cartas, hablar de política y beber té con los ancianos.

Ama dice que aun así tenemos suerte de que haya un hombre en la casa. Dice que debemos honrarlo y alabarlo, respetarlo y agradecerle que accediera a acogernos tras la muerte de mi padre.

Así que yo cumplo mi papel de hija diligente. Le llevo el té por las mañanas y le froto los pies por las noches. Hago como si no me diera cuenta de que se ríe con sus amigos de la casa de té cuando alguno empieza a hacer bromas sobre la diferencia que hay entre tener un hijo y casarse con una viuda que ya tiene una hija.

Los hombres de la tienda de té dicen que un hijo siempre será un hijo, pero que las hijas son como las cabras. Hay que mantenerlas mientras sean capaces de dar leche y mantequilla, pero cuando llega el momento de hacer un estofado no merece la pena llorar por ellas.

MÁS ALLÁ DEL HIMALAYA

 

Cuando amanece, nuestra casa, que está encaramada en lo alto de la ladera, se enciende con la luz del sol, mientras las de la aldea siguen cubiertas por la larga sombra azulada de la montaña hasta bien entrada la mañana.

A mediodía, los campos resecos se alegran con los vestidos de las mujeres, rojos como las flores de Pascua que bordean los senderos. Los bebés se balancean en sus mochilas de mimbre, y las lagartijas toman el sol junto a sus agujeros.

Al caer la tarde, las flores doradas de las calabazas se cierran, borrachas de sol, mientras los jazmines abren sus esbeltas gargantas para sorber la brisa del Himalaya.

Por la noche, los hogares de las casas sueltan briznas de humo impregnadas del olor de las cenas familiares, y la oscuridad envuelve la tierra, salvo en las noches de luna llena. En esas noches, la ladera y el valle que se abre debajo se inundan de una mágica luz blanquecina: es el resplandor de las nieves perpetuas que cubren las cimas de las montañas. En esas noches me remuevo inquieta en mi cama del altillo, preguntándome cómo será el mundo que se extiende más allá de mi aldea.

CALENDARIO

 

En la escuela hay un calendario en el que mi joven profesora de cara redonda como la luna llena marca los días con un lápiz rojo.

Pero en la montaña, el tiempo se mide por el trabajo y las penas de las mujeres.

En los meses fríos, las mujeres suben a los lomos de la montaña para rebuscar madera. Sacan comida de sus cuencos, se la dan a sus hijos y tratan de olvidar los quejidos de sus propios estómagos.

Esa es la estación en la que entierran a los niños que mueren de fiebres.

En los meses secos, las mujeres recogen cestas de estiércol y lo moldean haciendo bloques que secan al sol para usarlos como combustible. Atan tiras de trapo alrededor de los ojos de sus hijos para que no les entre el polvo que levanta el viento en el seco lecho del río.

Esa es la estación en la que entierran a los niños que mueren de tos.

En los meses lluviosos, remiendan las paredes de tierra de sus casas y mantienen el fuego encendido para que las gachas del día anterior duren hasta la cena del día siguiente. Observan cómo el río se convierte en una bestia rugiente. Extraen sanguijuelas de los pies de sus hijos y les dan té para prevenir la diarrea.

Esa es la estación en la que entierran a los niños a los que no pueden llevar al médico porque es imposible cruzar el río.

En los meses fríos, preparan comidas especiales para las festividades. Elaboran cerveza de arroz para los hombres y escuchan cómo hablan de política. Enseñan a los niños que han sobrevivido al paso de las estaciones cómo fabricar tinta para el curso que empieza con el jugo negro azulado del anacardo oriental.

Esa es también la estación en la que las mujeres beben el jugo negro azulado del anacardo oriental para deshacerse de los niños que llevan en el vientre, niños que, si nacieran, serían enterrados en la siguiente estación.

OTRO CALENDARIO

 

Según las muescas del baúl de la dote de Ama, ella tiene treinta y un años y yo tengo trece. Si mi hermano pequeño no muere antes de las festividades, Ama grabará una muesca para él.

Entre mi nacimiento y el de mi hermano pequeño hubo otros cuatro bebés. Ninguno tiene muescas en el baúl.

UNA CONFESIÓN

 

Cada uno de mis pepinos tiene un nombre.

El más pequeño se llama Muthi, que significa «puñadito». A él es al primero que doy de beber cada día.

Junto a él está Yeti, el más grande de todos, que se llama así por el monstruo peludo de las nieves. Yeti crece tan rápido que el pobre Muthi se encoge bajo una hoja a su lado, lleno de respeto y temor.

También está Anatha, que tiene forma de serpiente; Bajai, que parece una nudosa abuelita; Vishnu, que es esbelto como una gota de lluvia; y Naazma, el más feo, que se llama igual que la mujer del jefe de la aldea.

Hay uno que lleva el nombre de mi gallina y tres que se llaman como sus pollitos, otro para Gita y otro para Ganesh, el dios elefante que retira todos los obstáculos.

Los trato como si fueran mis hijos.

Pero a veces, si no tengo mucha agua en la vasija, le escatimo un poco de agua a Naazma.

LA PRIMERA SANGRE

 

Esta mañana me he despertado muy temprano, antes incluso de que las gallinas empiecen a rebullir, y me he dado cuenta de que algo ha cambiado en mí.

Durante días he sentido que mi cuerpo maduraba. Es una sensación especial, casi dolorosa, distinta de todo lo que he experimentado hasta ahora. Y ya antes de ir a la letrina para comprobarlo, sé que he tenido mi primera sangre.

Ama se pone muy contenta cuando se lo digo y dispone todos los preparativos para mi encierro.

–Tienes que estar oculta durante siete días –me dice–. Ni siquiera el sol puede posar en ti los ojos hasta que estés purificada.

Antes de que rompa el día, Ama me conduce apresuradamente hacia el cobertizo de las cabras, donde pasaré una semana apartada de todos.

–No salgas por nada del mundo –dice–. Si tienes que ir a la letrina, cúbrete la cara y la cabeza con el chal. De noche –me dice–, cuando tu padrastro se haya marchado y el niño esté dormido, volveré y te contaré todo lo que necesitas saber.

TODO LO QUE NECESITO SABER

 

–Hasta hoy –me dice Ama–, podías ir y venir tan libre como una hoja arrastrada por el viento.

Pero a partir de ahora tendrás que comportarte con modestia, agachar la cabeza en presencia de los hombres y cubrirte con el chal.

No mires nunca a los ojos de los hombres.

No te quedes nunca sola con un hombre que no sea de la familia.

Y nunca mires las plantas de pepino o calabaza si estás sangrando. Si lo haces, se pudrirán.

Cuando te cases –me dice Ama–, solo podrás comer cuando tu marido haya quedado satisfecho. Entonces comerás lo que haya dejado.

Si suelta un eructo al acabar de comer, es señal de que le ha gustado tu comida.

Si de noche viene a ti, debes ofrecerte a él, porque tal vez así puedas darle un hijo.

Si tienes un hijo, dale de mamar hasta que tenga cuatro años.

Si tienes una hija, dale de mamar durante una sola estación. De este modo empezarás a sangrar de nuevo y podrás concebir un hijo.

Si tu marido te pide que le laves los pies, haz lo que dice y luego bebe un sorbo del agua que quede.

Le pregunto a Ama por qué.

–¿Por qué hemos de sufrir tanto las mujeres? –digo.

–Es nuestra suerte –responde ella–, siempre lo ha sido. Resistir ya es un triunfo –dice.

ESPERAR Y OBSERVAR

 

Durante siete días con sus noches permanezco acurrucada en la oscuridad del cobertizo de las cabras, soñando con el futuro. Entierro la nariz en el pelaje de Tali y respiro hondo su olor –tallos tiernos de hierba, rayos de sol de la tarde, polvo de la montaña– e imagino mi vida con Krishna.

Ama dice que tengo que esperar hasta el año que viene, cuando visite al astrólogo para fijar la fecha de nuestro casamiento. Pero yo me iría mañana mismo a vivir con él en las montañas, si pudiera.

Podríamos comer berros y beber nieve derretida, y dormiríamos a la luz plateada de la montaña. Y algún día colgaríamos una tira de tela de la rama de un árbol para meter en ella a nuestra niña recién nacida, que se dormiría con los balidos de las cabras como única nana.

Pero hasta que eso ocurra, me contentaré con observarlo.

Cuando ganó la carrera del chico más rápido de la aldea, yo estaba allí observándolo. Y también cuando metió una lagartija en la taza de té de la maestra. Estaba en la fuente cuando los demás chicos se rieron de él por ir a buscar agua para su madre, y la primera vez que fumó y tosió hasta que se le saltaron las lágrimas, yo lo espiaba desde la esquina de la tienda de Bajai Sita.

Cuando pasa a mi lado en la aldea, a Krishna le da vergüenza y no se atreve a levantar sus ojos soñolientos de gato.

Pero yo pienso que tal vez él también haya estado observándome.

EL PRESAGIO DE LA ESTACIÓN SECA

 

El viento que sopla desde las llanuras se llama Lu.

Se pasa el día dando vueltas sobre sí mismo, ardiente e inquieto, lanzando puñados de tierra al aire y convirtiendo en barro la saliva de mi boca.

También llora toda la noche, traspasando con su aliento febril las grietas de nuestra casa y diciendo su nombre una y otra vez. Luuu, gime el viento para pregonar su llegada. Luuuuuuu...

CINCUENTA DÍAS SIN LLUVIA

 

Las hojas de mis pepinos tienen los bordes secos. Ama y yo debemos recorrer el sendero de la montaña veinte veces cada día para ir a la fuente de la aldea, y luego esperamos en fila a que nos llegue el turno de recoger agua para nuestro arrozal.

Mi padrastro dormita a la sombra vestido solo con unos calzones, demasiado acalorado para subir la ladera hasta llegar a la casa de té donde sus amigos juegan a las cartas.

El niño no lleva nada puesto.

Hasta las lagartijas jadean por el calor.

TIRANDO

 

Hoy el jefe de la aldea ha anunciado que iban a racionar el agua.

Esta noche, Ama y yo hemos frotado los cacharros de la cena con una mezcla de tierra y ceniza para limpiarlos.

SESENTA DÍAS SIN LLUVIA

 

Las plantas de arroz están marrones y resecas, cubiertas de polvo. El viento arranca de cuajo las más débiles y las lanza por la ladera de la montaña.

Tali se arrastra hasta el lecho seco del arroyo y posa el hocico en la orilla, buscando con la lengua algo de agua inexistente.

Los ojos del niño tienen costras de tierra. Grita sin rabia, llora sin lágrimas.

TAL VEZ MAÑANA

 

Hoy, como ayer y anteayer y el día anterior, el cielo es de un azul implacable.

Hoy, como todos los días desde hace muchos, el agua del arrozal está todavía más baja y las plantas aún más mustias.

Miro cómo Ama hace una ofrenda a la diosa con pétalos de caléndula, polvo de kumkum y un puñado del poco arroz que nos queda, y le reza pidiendo lluvia. Pero la única agua que cae sale de los ojos de Ama.

Limpio una vez más la cara del niño con un trapo húmedo. Cuando Ama pasa a mi lado, le toco el borde de la falda.

–Tal vez mañana, Ama –le digo.

Mi padrastro se levanta de la cama.

–Si no vienen pronto las lluvias –dice–, tendrás que vender tus pendientes.

Ayer, anteayer o el día anterior, Ama habría dicho:

–Nunca.

Y también habría dicho:

–Son para Lakshmi. Serán su dote.

Pero hoy agacha la cabeza como las plantas del arrozal y dice:

–Tal vez mañana.

LO QUE FALTA

 

A la mañana siguiente me levanto antes de que el sol aparezca sobre la montaña y camino hasta la fuente de la aldea. Mis pies levantan minúsculas tormentas de polvo a cada paso que doy.

Cuando llego a casa, veo que la cama de mi padrastro está vacía. «Estará detrás, en la letrina», pienso. Antes de que salga y empiece a darme órdenes, me escabullo hasta mi huerto para ofrecer el primer riego del día a mis sedientos pepinos. Levanto la hoja bajo la que suele esconderse Muthi.

Pero lo único que veo es un tallo solitario que se curva como si estuviera sorprendido.

Tampoco está Ananta la serpiente, ni el gordo Yeti. Ni ellos, ni ningún otro.

Por la cabeza me ronda una sospecha que de pronto se impone claramente: mi padrastro se ha llevado los pepinos para vendérselos a Bajai Sita, la vieja tendera. Entonces también comprendo por qué su cama está vacía. Ha debido de pasarse la noche jugándose el dinero de los pepinos en la casa de té. Jugando y perdiendo.

Cuando Ama sale de la casa y rehúye mis ojos, sé que mis sospechas son ciertas.

Ama coge la vasija que tengo entre las manos y echa el agua en las pocas plantas de arroz que quedan vivas. Nos amarramos las vasijas a la espalda, comenzamos a caminar hacia la fuente; no comentamos nada de lo que falta.

CUANDO VINO LA LLUVIA

 

Olí la lluvia antes de que cayera.

Sentí que el aire se volvía espeso como la masa del roti y vi cómo las hojas del eucalipto volvían hacia arriba su envés plateado para dar la bienvenida al agua.

Las primeras gotitas desaparecieron en el polvo. Luego empezaron a caer gruesos goterones que explotaban al tocar el suelo.

Ama salió de la casa, cubriéndose la cabeza con el chal. Luego fue apartándose lentamente los pliegues de tela de la frente y, como las hojas del eucalipto, levantó su cara expectante hacia el cielo.

Yo eché a correr por el patio, desaté la cuerda de Tali de la estaca a la que estaba sujeta y la llevé hasta el arroyo. Ella apenas sacó la lengua, como si no pudiera creérselo. Entonces, muy poco a poco, un hilillo de agua lodosa bajó brincando por el cauce.