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EL ABUELO

ALEKSANDR CHUDAKOV

TRADUCCIÓN DEL RUSO Y NOTAS
DE YULIA DOBROVOLSKAYA
Y JOSÉ MARÍA MUÑOZ ROVIRA

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TÍTULO ORIGINAL: Ложится мгла на старые ступени.

Publicado por

AUTOMÁTICA

Automática Editorial S.L.U.

Avenida del Mediterráneo 24 - 28007 Madrid

info@automaticaeditorial.com

www.automaticaeditorial.com

Copyright © Alexander Chudakov estate

© de la traducción, Yulia Dobrovolskaya y José María Muñoz Rovira, 2016

© de la presente edición, Automática Editorial S.L.U, 2016

© de la ilustración de cubierta, David de las Heras, 2016

Derechos exclusivos de traducción en lengua española:

Automática Editorial S.L.U.

Published by arrangement with ELKOST Intl. Literary Agency.

Este libro se ha publicado con la colaboración del Instituto para la Traducción

Literaria, Rusia.

Published with the support of the Institute for Literary Translation, Russia.

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ISBN: 978-84-15509-35-6

eISBN: 978-84-15509-54-7

DEPÓSITO LEGAL: M-36677-2016

Diseño editorial: Álvaro Pérez d’Ors

Composición: Automática Editorial

Corrección ortotipográfica: Automática Editorial

Impresión y encuadernación: Romanyà Valls

Primera edición en Automática: noviembre de 2016

Primera reimpresión: mayo de 2017

Segunda reimpresión: abril de 2019

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización de los propietarios del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluyendo

la reprografía y los medios informáticos.

Índice

  1. Portada
  2. Título
  3. Créditos
  4. Índice
  5. 1. QUIÉN SE ATREVE A ECHAR UN PULSO EN CHEBACHINSK.
  6. 2. LOS PRETENDIENTES A LA HERENCIA.
  7. 3. PUPILA DEL INSTITUTO PARA SEÑORITAS NOBLES.
  8. 4. LA CUARTA OLA SIBERIANA.
  9. 5. KLAVA Y VALIA.
  10. 6. ¿PESCARÍAS CON ANZUELO AL LEVIATÁN, SUJETARÍAS SU LENGUA CON CUERDAS?
  11. 7. CABALLERO DE LA GRAN MEDALLA DE ORO DEL GRAN DUQUE.
  12. 8. EL GENIO DE LA ORTOGRAFÍA VASIA OCHENTA Y CINCO.
  13. 9. LOS BAÑOS PÚBLICOS Y SUS ALREDEDORES.
  14. 10. EL CABALLO COOPERATIVO NIÑO O LA TORTUGA DE NAPOLEÓN.
  15. 11. LOS BUEYES.
  16. 12. LA ECONOMÍA NATURAL DEL SIGLO XX.
  17. 13. EL HOMBRE QUE NO COME.
  18. 14. CAVADORES Y MARINEROS.
  19. 15. EL RINCÓN DE LAS VIUDAS.
  20. 16. LA ONU.
  21. 17. EL HIMNO DE LA UNIÓN SOVIÉTICA.
  22. 18. LA NOVIA DEL CONDE STRÓGANOV.
  23. 19. DOS INGENIEROS DE MINAS.
  24. 20. GASTELLO, EL PILOTO HEROICO.
  25. 21. ESAS CAMPANAS DEL ATARDECER.
  26. 22. EL LAGO.
  27. 23. OTRAS CANCIONES.
  28. 24. EL NAUFRAGIO DEL TITANIC.
  29. 25. LOS PELMENI DE VLADÍMIR ILICH LENIN.
  30. 26. LOS CARACTERES ADQUIRIDOS SE HEREDAN.
  31. 27. WOLF MESSING, EL CONDE SHEREMÉTIEV, EL BARÓN UNGERN Y OTROS.
  32. 28. LA BELLEZA ES LA REVOLUCIÓN.
  33. 29. LOS PERROS.
  34. 30. EN MOSCÚ.
  35. 31. REUNIÓN DE AMIGOS.
  36. 32. EL CONFITERO FEDERAU Y EL CATEDRÁTICO RESENKAMPF, EL ESTUFISTA.
  37. 33. A PRUEBA DE TODO.
  38. 34. KAZHEKA EL VIDRIERO.
  39. 35. LAS CARPAS DEL ESTANQUE OBISPAL.
  40. 36. MAMÁ.
  41. 37. PADRE.
  42. 38. Y TODOS ELLOS HAN MUERTO.

1. QUIÉN SE ATREVE A ECHAR UN PULSO EN CHEBACHINSK

El abuelo era muy fuerte. Cuando, envuelto en su camisa descolorida, arremangada hasta los hombros, trabajaba en el huerto o acepillaba un mango de pala, Antón murmuraba para sus adentros algo así como: «Las bolas de los músculos rodaban bajo su piel» (a Antón le encantaban las expresiones librescas). Pero incluso ahora, cuando el abuelo ya había dejado atrás los noventa años, la bola de marras rodaba escondiéndose luego debajo de la manga recogida de la camiseta cada vez que alargaba la mano para coger el vaso de la mesita de noche. A Antón se le escapó una sonrisa.

—¿Te ríes? —dijo el abuelo—. ¿Tan flojo me ves? Viejo es ahora, y sin embargo antes fue joven1. Podrías preguntarme como aquel personaje de ese escritor vagabundo2 vuestro: «¿Qué, te mueres?». Y yo te replicaría: «¡Sí, me muero!».

Ante los ojos de Antón surgía aquella mano del abuelo, la del pasado, cuando solo con los dedos enderezaba los clavos o el hierro laminado. O, más concretamente, aquel brazo apoyado en el borde de la mesa del banquete con el mantel puesto y la vajilla apartada, ¿era posible que hiciera ya más de treinta años?

Ocurrió en la boda del hijo de Perepliotkin, que acababa de regresar de la guerra. De un lado de la mesa se sentaba el herrero Kusmá Perepliotkin en persona, del otro acababa de levantarse con sonrisa confusa, aunque no sorprendida, Bondarenko, el jifero, cuya mano, hacía un momento, había sido estampada contra el mantel por el herrero, concluyendo así la competición que ahora se conoce como arm wrestling y en aquellos tiempos se practicaba sin nombre alguno. No había por qué sorprenderse: en el pueblo de Chebachinsk ningún brazo se le había resistido a Perepliotkin.

El abuelo ajustó cuidadosamente al respaldo de la silla su americana negra de lana boston, la superviviente del terno hecho por encargo antes de la guerra, vuelta del revés en dos ocasiones pero todavía presentable (era inconcebible: mamá aún no había llegado a este mundo y el abuelo ya iba presumiendo de aquella americana), se remangó la camisa blanca de batista, la última de las dos docenas traídas en 1915 de Vilna. Fijó con dureza el codo sobre la mesa y hundió su mano en la enorme y ancha palma del herrero.

Una mano negra, con cagafierro inveterado, nudosa, entrelazada toda ella de venas que más que humanas parecían las de un buey. «Venas como sogas se han hinchado en sus brazos», formuló Antón. Otra mano, la mitad de gruesa, blanca. Antón recordaba aquellas manos mejor que las de su madre y conocía la férrea dureza de sus dedos, que sin ayuda de la llave desenroscaban las hembrillas de las ruedas carretiles. Solo tía Tatiana, la segunda hija del abuelo, tenía los dedos igual de fuertes. Deportada durante la guerra (como «familiar de traidor a la patria») a una aldea perdida y con tres niños de corta edad, se ganaba la vida como ordeñadora en una granja. Entonces ni se había oído hablar de equipos eléctricos para ordeñar, y en ciertos períodos tía Tatiana ordeñaba a mano hasta veinte vacas al día, dos veces al día cada una. Un amigo moscovita de Antón, especialista en cárnicos y lácteos, decía que eran cuentos chinos, que aquello era imposible, y sin embargo, era verdad.

Los invitados ya habían vaciado las primeras pilas de botellas de aguardiente casero, el ambiente era ruidoso.

—¡Venga, el proletario contra el cuello blanco!

—¿Perepliotkin? ¿El proletario?

Perepliotkin —Antón lo sabía— procedía de una familia de granjeros ricos desterrados.

—Ya, como si Lvóvich fuera un ejemplar de cuello blanco soviético.

—No te equivoques, la aristócrata es su vieja. Él salió a los popes.

El árbitro voluntario comprobó si los codos estaban alineados. Comenzaron.

La bola rodó hacia arriba, desde el codo hasta el fondo de la manga remangada, luego rodó un poco hacia abajo y se paró. Las sogas del herrero resaltaron debajo de la piel. La bola del abuelo se alargó ligeramente y ahora se asemejaba a un huevo gigantesco. Las sogas del herrero se tensaron más aún, se veían los nudos. La mano del abuelo comenzó a acercarse lentamente hacia la mesa. Para aquellos que como Antón estaban a la derecha de Perepliotkin, la mano de este ocultó por completo la del abuelo.

—¡Kusmá, Kusmá! —gritaban los espectadores.

—El entusiasmo es prematuro —Antón reconoció la voz chirriante del profesor Resenkampf.

La mano del abuelo dejó de ladearse. Perepliotkin miró sorprendido. La mano del abuelo comenzó a remontar poco a poco, más y más hasta que los dos puños volvieron a estar verticales, como si los minutos anteriores no hubieran transcurrido.

Las manos vibraban apenas perceptiblemente como si fueran una doble palanca conectada a un motor potente. Adelante y atrás. Atrás y adelante. De nuevo un poco hacia atrás. Y ahora un poco adelante. Y otra vez quieta, vibrando.

La palanca doble de repente recobró la vida. Comenzó a inclinarse. ¡Pero la mano del abuelo esta vez estaba encima! No obstante, ya a una ínfima distancia de la mesa, la palanca volvió a moverse hacia arriba. Luego se quedó inmóvil en posición vertical durante un buen rato.

—¡Empate, empate! —gritaron primero de un lado y después del otro de la mesa—. ¡Es un empate!

—Abuelo —aventuró Antón acercándole el vaso de agua—, entonces, en aquella boda, después de la guerra, podrías haber tumbado a Perepliotkin, a que sí.

—Qué más da.

—¿Y eso?

—¿Para qué? Para él era una cuestión de orgullo profesional. ¿Qué sentido tiene dejar a un hombre en una situación incómoda?

El abuelo desdeñaba la práctica de cualquier tipo de gimnasia ya que no le veía ninguna utilidad, ni personal ni doméstica; más vale partir por la mañana tres o cuatro leños, o palear el estiércol. Su yerno, el padre de Antón, se mostraba de acuerdo aunque se basaba en un argumento científico: ninguna gimnasia proporciona un ejercicio físico tan versátil como el proceso de cortar leña: ahí participan todos los grupos de músculos. Sesudo y empapado de folletos, Antón pregonó que los especialistas consideran que la práctica del trabajo físico deja ciertos músculos fuera de juego y que después de cualquier trabajo se debe hacer gimnasia. El abuelo y el padre se rieron con ganas: «¡Lo suyo sería poner a tus especialistas en el fondo de una trinchera o en lo alto de una hacina y dejarlos allí trabajando durante al menos medio día! Pregunta a Vasili Illariónovich, que se ha tirado veinte años en las minas viviendo al lado de las barracas de los obreros, allí todo está a la vista, pregúntale si ha visto a un solo minero haciendo ejercicio después de su turno»; Vasili Illariónovich no lo ha visto.

—Vale, abuelo, Perepliotkin era herrero. ¿Y tú? ¿De dónde sacabas tanta fuerza?

—Verás. Soy de una familia de sacerdotes, de pura cepa, de antes de Pedro el Grande, o incluso de más atrás.

—¿Y qué?

—Pues que, como diría tu Darwin, se trata de la selección artificial.

En el proceso de admisión al seminario conciliar se aplicaba una regla no escrita: no admitir a los débiles, a los de poca estatura. Ya que quienes traían a los niños eran los padres, también los miraban a ellos. Los que en el futuro llevarían a la gente la palabra de Dios tenían que ser bellos, altos, fuertes. Estos, además, suelen tener el timbre bajo o de barítono, un detalle no sin importancia. De tal tipo se elegían. Y así había sido durante mil años, desde los tiempos de san Vladimiro Sviatoslávich el Grande.

En efecto, el padre Pável, protoiereus3 primero de la catedral de la ciudad de Gorki4, y otro hermano del abuelo que había ejercido el sacerdocio en Vilna, y un tercero, sacerdote en Zvenígorod, eran todos hombres altos, robustos. El padre Pável purgó una condena de diez años en los campos de Mordovia trabajando en la tala de árboles, y ahora, a sus noventa años, estaba sano y vigoroso. «¡Hueso de pope!», decía el padre de Antón sentándose para la pausa del pitillo mientras el abuelo continuaba, sin prisas y casi sin hacer ruido, deshaciendo con el machado los troncos de abedul. Pues sí, el abuelo era más fuerte que el padre, y eso que el padre no era poca cosa —fibroso, resistente, vástago de pequeños propietarios de tierra—, no daba su brazo a torcer ni a la hora de la siega, ni en el arrastre de troncos. Y era el doble de joven; el abuelo entonces, después de la guerra, cuando ya había cumplido los setenta, aún tenía el pelo castaño oscuro, apenas se veían canas en su densa cabellera.

El abuelo nunca se había puesto enfermo. Pero dos años atrás, cuando su hija menor, la madre de Antón, se mudó a Moscú, de pronto comenzaron a ennegrecérsele los dedos del pie derecho. La abuela y las hijas mayores lo exhortaban a que fuera al hospital. No obstante, últimamente el abuelo solo hacía caso a la pequeña, y como ella no estaba, pues nada, no fue al médico: a los noventa y tres años es absurdo perder tiempo con galenos, así que dejó de enseñar el pie diciendo que ya se le había pasado.

Pero en modo alguno se le había pasado y cuando al cabo el abuelo mostró la pierna todos lanzaron un grito: la negrura estaba a medio camino de la rodilla. Pillada a tiempo, la cosa se habría limitado a la amputación de los dedos. Pero llegado a ese punto, tuvieron que cortar la pierna hasta la rodilla.

No hubo manera de que el abuelo aprendiera a caminar con muletas, acabó decumbente; descarrilado del ritmo habitual seguido durante medio siglo de completa jornada diaria de trabajo en el huerto o en tareas caseras, se afligió y se debilitó, se volvió irritable. Se enojaba cuando la abuela le traía el desayuno a la cama, agarrándose a las sillas se empeñaba en llegar a la mesa. La abuela, sin pensar, le traía las dos botas de fieltro. El abuelo le gritaba, así Antón averiguó que el abuelo sabía gritar. La abuela metía medrosamente una bota debajo de la cama, pero a la hora de comer o de cenar, todo empezaba de nuevo.

El último mes el abuelo flaqueó más aún y ordenó escribir a todos sus hijos y nietos para que vinieran a despedirse y «de paso resolver ciertas cuestiones de herencia».

Antón se sorprendió al leer en la carta del abuelo aquello de las cuestiones de herencia. ¿Qué herencia?

¿El armario con un centenar de libros? ¿El vetusto sofá procedente de Vilna y que la abuela llamaba causette? Bueno, también estaba la casa. Pero era vieja, decadente y ruinosa. ¿Quién la querría?

Pero esas cosas nunca se saben. De entre los parientes residentes en Chebachinsk, al menos tres podían tener ciertas aspiraciones de heredar.

1Cita de la alegoría El león envejecido del poeta ruso Aleksandr Sumarókov (1717-1777).

2Escritor vagabundo: el personaje alude a Maksim Gorki.

3Título que se otorga a un sacerdote como recompensa en la Iglesia Ortodoxa Rusa, normalmente protoiereus es el padre superior de una iglesia.

4Ahora Nizhni Nóvgorod.

2. LOS PRETENDIENTES A LA HERENCIA.

En la vieja que le saludaba desde el andén le costó reconocer a su tía Tatiana Leonídovna. «Los años han dejado una huella imborrable en su rostro» —recitó para sí Antón.

Entre las cinco hijas del abuelo, Tatiana era considerada la más bella. Fue la primera en casarse, lo hizo con el ingeniero de caminos Tatáev, hombre honesto y fogoso. Hacia la mitad de la guerra abofeteó al jefe de tráfico ferroviario. Tía Tatiana nunca concretaría el porqué, limitándose a decir: «Bueno, era un canalla».

A Tatáev se le privó inmediatamente de su exención de leva en tiempo de guerra y lo enviaron al frente. Le tocó la unidad de alumbrado con reflectores; una noche, por error, en vez de al avión enemigo iluminó a uno soviético. Los del SMERSH5 estaban en guardia, lo detuvieron allí mismo, pasó la noche arrestado en la covacha y por la mañana lo fusilaron bajo la inculpación de acciones subversivas premeditadas contra el Ejército Rojo.

Poco después del fusilamiento de Tatáev, enviaron a su mujer y a sus hijos: Vova de seis años, Kolia de cuatro y Katia de dos y medio, a la cárcel de deportación en la ciudad kazaja de Akmola6; cuatro meses esperaron la sentencia y finalmente la mujer fue confinada en el sovjós Smoródinovka de la región de Akmola, viajaron hasta allí en coches de paso, en carros, montando toros, a pie, chapoteando en los charcos de abril con sus botas de fieltro, no disponían de otro calzado: habían sido arrestados en invierno.

En el pueblo de Smoródinovka tía Tatiana encontró trabajo de ordeñadora, y eso fue una bendición puesto que cada día, en una bolsa escondida a la altura del vientre, traía leche a los niños. No le correspondía ninguna cartilla de racionamiento dada su condición de miembro de familia de traidor. Los instalaron en el establo para terneros aunque prometieron cambiarlos después a una choza cuya habitante, otra confinada, estaba en las últimas; cada día enviaban a Vova, la puerta no tenía cerrojo, entraba y preguntaba: «¿Señora, no se ha muerto usted aún?». «Todavía no —contestaba la señora—, ven mañana». Cuando por fin falleció, los alojaron en la choza a condición de que tía Tatiana enterrase el cuerpo; y así, con ayuda de dos vecinas, en una carretilla de mano transportó el cadáver al cementerio. La nueva paisana se enganchó al pértigo, una vecina empujaba la carretilla, que cada dos por tres se encallaba en la mantecosa tierra negra de la estepa y la otra aguantaba el cuerpo envuelto en arpillera, mas la carretilla era pequeña y el bulto todo el rato se deslizaba hasta el barro, el saco pronto se volvió negro y pegajoso. Detrás del catafalco se estiraba el séquito fúnebre: Vova, Kolia y Katia, rezagada. No obstante, la felicidad no duró mucho: tía Tatiana rechazó las pretensiones del director de la granja y de la choza los mudaron otra vez al establo, aunque a otro, algo mejor que el primero: allí llegaban los terneros recién nacidos. Se podía vivir: el espacio resultó amplio y cálido, las vacas no parían cada día, había pausas de uno, de dos días, para el 7 de noviembre incluso hubo regalo: ni una paridera en cinco días, todo ese tiempo no entraron extraños en el recinto. Dos años vivieron en el establo, hasta que una nueva ordeñadora chechena le clavó un tridente al rijoso director cerca del montón de estiércol. La víctima, para evitar el jaleo, no fue al hospital, el tridente llevaba restos de estiércol y una semana más tarde el director murió a causa de una sepsis generalizada: la penicilina no aparecería por aquellos pagos hasta mediados de los cincuenta.

Durante toda la guerra y los diez años posteriores tía Tatiana trabajó en la granja, sin festivos ni vacaciones, daba miedo ver sus manos, toda ella estaba en los huesos, casi transparente.

1946, el primer año de la posguerra, fue de total carestía. La abuela solicitó por escrito el regreso a Chebachinsk del hijo mayor, Vova, que, una vez concedido el permiso, vivió con nosotros. Era callado y nunca se quejaba de nada. En una ocasión se hizo un buen corte en la mano, se metió debajo de la mesa y, allí sentado, se dedicó a recoger las gotas de sangre en la palma; cuando se le llenaba, vertía cuidadosamente la sangre a una grieta en el suelo. Enfermaba a menudo, le administraban sulfamida, por eso su chorrito de orina dejaba un rastro rojo sobre la nieve, cosa que me daba mucha envidia. Me llevaba dos años pero entró en el primer curso de primaria; yo, en cambio, desde el principio había sido admitido en el segundo, y ahora ya estaba en el tercero, por lo cual me pavoneaba sobremanera ante Vova. Como el abuelo me había iniciado muy temprano en la lectura, me mofaba del hermanito que leía silabeando. Pero no duró: pronto aprendió a leer, y a finales del curso escolar sumaba y multiplicaba mentalmente mejor que yo. «Salió a su padre», suspiraba la abuela, «ese hacía todos los cálculos sin echar mano de la regla logarítmica».

Faltaban cuadernos; la maestra dijo que comprasen a Vova un libro, cuanto más blanco fuese el papel, mejor. La abuela compró El compendio de la historia del Partido Comunista Bolchevique en la tienda donde vendían el queroseno, los vasos y jarrones de la planta vidriera local, los rastrillos y taburetes de la planta manufacturera igualmente local; tenían también ese libro, llenaba todo un estante. El papel era de primera; Vova perfilaba sus garabatos y «elementos de letras» directamente encima del texto impreso. Antes de que el texto desapareciera para siempre debajo de los «elementos» de malicioso color violeta, lo leíamos atentamente y después nos examinábamos entre nosotros: «¿Quién iba de uniforme inglés?». «Kolchak7». «¿El tabaco de dónde venía?». «De Japón». «¿Quién se fugó pusilánimemente?». «Plejánov». Vova dividió El compendio en dos y en la segunda mitad de su improvisado cuaderno, donde comenzaba el famoso capítulo cuatro8, escribió: «Rimetica». Allí hacía las operaciones. Sin embargo, la maestra dijo que para la aritmética había que tener un cuaderno especial, de modo que padre dejó a Vova el fascículo de Crítica del programa de Gotha9, un aburrimiento, tan solo el arranque del prefacio, obra de un académico, era bueno, en verso, aunque escrito todo seguido, en línea: «Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo»10.

Vova estudió en nuestra escuela solo un año. Cuando se marchó yo le escribía cartas a Smoródinovka. Por lo visto debía de haber en ellas algo vituperioso y jactancioso, ya que pronto Vova me envió en respuesta una carta-acróstico que se descifraba así: «Inglés se cree el tonto Antón». Se componía con las letras capitales de versos como estos: «Insoportable y fatuo, No seas tan así. Galleas y te burlas. La fatuidad te pierde. El no va más te crees porque aprendes inglés. Si cuando me respondas sigues en ese plan…», etc. Me quedé atónito. ¡Vova, que apenas hacía un año leía silabeando, yo era testigo, ahora escribía poesías, y encima acrósticos, que yo ni siquiera sospechaba que existían! Mucho más tarde la maestra de Vova diría que en sus treinta años de profesión no recordaba a ningún otro alumno tan hábil. En Smoródinovka Vova cursó la escuela secundaria y luego la profesional de tractoristas y conductores de vehículos agrarios. Cuando acudí por la carta del abuelo, todavía vivía allá con su esposa-ordeñadora y cuatro hijas.

Tía Tatiana se mudó a Chebachinsk con sus otros hijos; padre los trajo de Smoródinovka en un camión junto con la vaca, una auténtica Simmenthal que ni en broma habrían abandonado; todo el viaje la vaca mugía y golpeaba los cuernos contra la zaga del camión. Después padre colocó al segundo hijo, Kolia, en la escuela de operadores de cabinas de cine, lo cual tampoco era nada fácil: a consecuencia de una otitis infantil mal curada se quedó duro de oído, por suerte, en la comisión de ingreso había un exalumno de padre. Una vez comenzada la carrera de operador de cabina de cine, Kolia mostró una excepcional viveza: vendía entradas falsas que clandestinamente le producían en la imprenta local, en las funciones en sanatorios para tuberculosos exigía que los enfermos pagasen. Resultó un granuja de primera. Solo le interesaba el dinero. Se buscó una novia rica, hija de la estraperlista local Mania la Trafagona. Tras la boda Kolia se compró una moto, la suegra no se prestó a financiar un coche.

Katia vivió el primer año en nuestra casa, pero luego hubo que cortar: desde los primeros días sisaba dinero. Robaba con muchísima destreza, no había manera de esconderle nada: encontraba los billetes en el costurero, en los libros, debajo de la radio; no lo cogía todo, solo una parte, pero tampoco nimia. Mamá se llevaba las dos pagas, la suya y la de padre, a la escuela dentro de la cartera, que dejaba a buen recaudo en la sala de profesores. Privada de sus ganancias, Katia comenzó a birlar las cucharillas de plata, los pantis, una vez robó una lata de aceite de girasol de tres litros que le había costado a Tamara, la otra hija del abuelo, medio día en la cola. Mamá la ayudó a entrar en la escuela de medicina, lo cual tampoco era sencillo (era una pésima estudiante), de nuevo se resolvió gracias a los exalumnos. La enfermera titulada en tareas de bribonería nada tenía que envidiar a su hermanito. Practicaba inyecciones ilegales, hurtaba medicamentos del hospital, procuraba certificados falsos. Los dos eran mezquinos, mentían sin cesar, tanto si se trataba de cosas importantes como de naderías. El abuelo decía: «Del total de la culpa les corresponde no más de la mitad. Los pobres pueden ser honestos hasta cierto límite. Experimentaron la indigencia extrema desde la niñez. No existen los indigentes éticos». Antón creía al abuelo, pero Katia y Kolia le caían mal. Ahora tía Tatiana vivía en un cuchitril encima de la sala de proyección que los responsables del cine habían adjudicado a su hijo. Seguro que si alguien tenía buenas razones para codiciar la casa de los abuelos, ese era Kolia.

La hija mayor, Tamara, que siempre vivió con los padres y se quedó soltera, era una criatura bondadosa, humilde, y ni siquiera sospechaba que podía optar a algo. Encendía la estufa, cocinaba, lavaba la ropa, fregaba el suelo, llevaba la vaca al hato. Desde el pastizal el pastor guiaba al rebaño solo hasta los alrededores del pueblo, allí las dueñas recogían sus bestias, las vacas listas iban a casa solas. Nuestra Zorka era lista, aunque a veces tenía sus caprichos y se escapaba a la otra orilla del río, o incluso más lejos, hacia los barrancos. Era preciso encontrarla antes de que anocheciera. Salían a buscarla tío Leonid, el abuelo e incluso mamá. Yo lo intenté como tres veces. Nadie sabía dar con ella. Excepto Tamara. A mí este don suyo me parecía sobrenatural. Padre explicaba: Tamara sabe que SE DEBE encontrar a la vaca. Y la encuentra. Aquello no me quedaba muy claro. Trabajaba días enteros, solo los domingos la abuela le daba permiso para ir a la iglesia, y a veces, bien entrada la noche, ella sacaba un cuaderno en el que copiaba con letra tosca los relatos infantiles de Tolstói, pasajes de cualquier libro de texto que hubiera en la mesa o el libro de oraciones, lo más frecuente era una víspera: «Permíteme, Señor, pasar el sueño de esta noche en paz». Los niños en la calle se mofaban de ella. Yo no lo hacía, le dejaba los cuadernos, más tarde le traía blusas de Moscú. Aunque después, cuando Kolia se hizo con la casa y la encerró en un geriátrico en la lejana ciudad de Pavlodar, me limité a algún que otro envío por correo; pensaba ir a visitarla, tampoco era un mundo, tres horas en avión desde Moscú, pero jamás lo hice. De ella no quedó nada: ni sus cuadernos, ni sus iconos. Solo una foto donde mira a la cámara mientras escurre la ropa. En quince años no vio ni una cara entrañable, a ninguno de nosotros, a los que tanto amaba y a quienes dirigía sus cartas diciendo: «Mis más queridos todos».

El tercer pretendiente era tío Leonid, el hijo menor del abuelo. Antón lo conoció más tarde que a otros tíos y tías: en el treinta y ocho lo llamaron a filas, luego comenzó la Guerra de Invierno (acabó enviado allí por sus dotes de buen esquiador, era el único de todo el batallón de Siberia que lo había confesado), luego la Gran Guerra Patria, luego la guerra japonesa, luego lo trasladaron desde el Extremo Oriente al occidente extremo a combatir a las tropas de Stepán Bandera. No regresó hasta el cuarenta y siete. Decían: Leonid es un suertudo, estuvo en transmisiones y ni un solo rasguño; aunque un par de veces sufrió conmociones cerebrales. Tía Larisa opinaba que eso hizo mella en su capacidad mental. Y no solo se refería a aquella manera de hablar a trompicones, sino también al entusiasmo infantil con que jugaba con los sobrinos de corta edad a combates navales y a cartas; se afligía mucho cuando perdía, así que hacía trampas escondiendo los naipes en las cañas de sus botas.

De la guerra regresó con el carnet del Partido, no obstante, en casa lo supieron solo después de que alguno de sus nuevos compañeros de faena en los ferrocarriles comentara a la abuela que Leonid había sido expulsado hacía poco por no haber pagado siquiera una vez la cuota del Partido. Regresó luciendo condecoraciones, solo de las Medallas al Valor tenía tres. A Antón, más que cualquier otra, le gustaba la medalla «Por la toma de Kö-nings-berg». Si contaba cosas, por alguna razón solo hablaba de la Guerra de Invierno.

De la siguiente guerra tío Leonid jamás decía nada, si intentaban sacarle algo sobre el qué o el cómo, apenas respondía con su peculiar forma de expresarse: «Qué ni qué… Arrastraba. La bobina». Y no evidenciaba ningún sentimiento. Tan solo en una ocasión Antón lo había visto emocionarse. Nikolái, el hermano mayor de Leonid, que había acabado la guerra en el río Elba, vino de Sarátov para las bodas de oro de los viejos. Entre otras cosas, Nikolái contó que en vez de bobinas y cables los americanos usaban el enlace por radio. Tío Leonid, que normalmente no levantaba la mirada del suelo, alzó la cabeza, quiso decir algo, luego bajó de nuevo la vista, sus ojos se llenaron de lágrimas. «¿Qué te pasa, Leo?», se pasmó tía Larisa. «Los chicos me dan pena», dijo tío Leonid, se puso en pie y se fue.

La guerra llevó al tío Leonid hasta Berlín. «¿Dejaste tu firma en el Reichstag?». «Los chicos firmaron». «¿Y tú por qué no lo hiciste?». «Ya no había. Espacio en el muro. Abajo. Dijeron: eres robusto. Uno se subió encima. De mis hombros. Y otro encima de él. Aquel firmó».

Pronto se casó. La novia era una viuda con dos hijos, y aunque a la abuela esto incluso la complacía hasta cierto punto: «Pobres, han de vivir como sea». Lo que no le gustaba era otra cosa: la mujer de su hijo fumaba y bebía, él, en cambio, ni siquiera a lo largo de todos sus años en el Ejército se había aficionado al tabaco, y tampoco probaba el alcohol (en el trabajo le creían baptista: «No quiere beber y encima jamás suelta blasfemias»). «Bueno, es comprensible —decía tía Larisa—. El hombre estuvo diez años en la guerra. El cuerpo tiene sus límites». Pocos años después, en busca de gangas, su mujer se marchó al Norte, dejó a Leonid con los niños y resultó que para siempre; él encontró a otra, que también fumaba y bebía como una cuba en comparación con la primera. Borracha perdida, murió congelada. De ella le quedó otro hijo. Tío Leonid se casó de nuevo, su tercera mujer también estaba muy unida a la botella. Aunque eso no le impedía parir puntualmente cada año.

Por mor de sus avatares matrimoniales, el tío siempre vivía en tugurios, durante una temporada hasta residió con toda su prole en una casa-cueva que había cavado él mismo (Antón, dando rienda suelta a su fantasía, contaba a su amigo Vasia Gaguin que la cavó con pala de zapador) y que había afianzado con las traviesas usadas que le habían asignado en ferrocarriles. Cuando renovaban los raíles, él trasladó a hombros aquellas traviesas, una a una, a cinco kilómetros del sitio («para su isba humilde arrastraba troncos, solitario11»), sin duda era fuerte, todo un hijo de su padre. «Haber pedido el camión —refunfuñaba la abuela—. Guriy, ese que trabaja donde tú, trajo los maderos en el camión oficial». «Lo pedí. Y nada —contestaba, siempre entrecortado, tío Leonid—. No pesan tanto. Los cañones. Al sacarlos. Del barro. Pesaban mucho más». Tío Nikolái, capitán de artillería durante la guerra, que justo entonces vino de visita, tras pasar por su casa se interesó por el hecho de que hubiera doble capa de traviesas: «¿Acaso te preparas para un ataque aéreo?», le preguntó. «Son las que me asignaron. Llévatelas todas. Dijeron».

Las cosas como son, tío Leonid necesitaba la casa más que nadie.

5SMERSH: Departamentos de contrainteligencia en la Unión Soviética formados durante la Segunda Guerra Mundial. La palabra SMERSH es la abreviatura del eslogan ruso traducible como «Muerte a los Espías».

6Actualmente, Astaná, capital de Kazajistán.

7Aleksandr Kolchak (1874-1920), marino y militar ruso, desde 1918 lideró el movimiento antibolchevique (el Movimiento Blanco) durante la Guerra Civil y dirigió en Siberia un gobierno opuesto al de Vladímir Lenin (Directorio de Omsk). En sus acciones políticas y militares Kolchak contaba con el apoyo de Gran Bretaña.

8El capítulo 4 del Compendio histórico del Partido Comunista Bolchevique, publicado en 1938, es famoso porque lo redactó o al menos firmó Stalin.

9Obra de Karl Marx (1818-1883) escrita en 1875.

10Cita del Manifiesto del Partido Comunista, de Karl Marx y Friedrich Engels.

11Cita de un célebre poema de Nikolái Nekrásov (1821-1877), poeta y dramaturgo ruso, populista y defensor de las libertades cívicas; gracias a ello, en la Rusia soviética la obra de Nekrásov era ampliamente conocida.

3. PUPILA DEL INSTITUTO PARA SEÑORITAS NOBLES.

Aún en la estación de Chebachinsk, Antón preguntó a tía Tatiana: ¿por qué el abuelo no para de mencionar el dichoso asunto de la herencia? ¿Por qué simplemente no se lo lega todo a la abuela?

Tía Tatiana se lo explicó: desde que al abuelo le amputaron la pierna, la abuela se había trastornado. No lograba recordar que no había que llevarle las dos botas y se volvía loca buscando la que faltaba. No paraba de hablar de la pierna cortada, decía que había que enterrarla. Y últimamente había decaído por completo: no reconocía a nadie, ni a los hijos, ni a los nietos.

—Pero de su «merci beaucoup» nunca se olvida —añadió, inexplicablemente irritada—. Ya lo verás.

El tren llegó con mucho retraso, así que cuando Antón entró en la casa, el almuerzo estaba en su apogeo. El abuelo permanecía en su rincón, tumbado tras la cortina; ir a saludarlo era como hacer una visita aparte. La abuela se sentaba en su sofá de mimbre à la Louis Quatorze, aquel famoso, de Vilna, salvado mientras huían de los alemanes todavía en la Primera Guerra. Su espalda mantenía esa rectitud increíble que, de entre todas las mujeres del mundo, solo consiguen las pupilas de institutos para señoritas nobles.

—Buenas tardes, bonjour —dijo cariñosamente la abuela y tendió la mano en un gesto majestuoso—. ¿Qué tal el voyage? Por favor, encárguense del cubierto para el convidado.

Antón se sentó sin apartar la vista de la abuela. Ante ella, como siempre, se situaba su cubertería personal de nueve piezas: aparte de la cuchara, el cuchillo y el tenedor de toda la vida, incluía los utensilios especiales para el pescado, el cuchillo para la fruta, el curvado y diminuto yatagancillo que a saber qué uso tendría, el tenedor bidente y algo entre cucharilla de té y espátula semejante a una pala cuadrada en miniatura. Los objetos se distribuían en un aparatoso soporte de plata. Olga Petrovna intentó acostumbrar a sus hijos al manejo de aquellos utensilios, después lo intentó con sus nietos y más tarde con sus bisnietos, pero no tuvo éxito con ninguna generación pese a recurrir en sus enseñanzas al supuestamente divertido juego de las preguntas y las respuestas, definición por otra parte algo engañosa ya que tanto de las preguntas como de las respuestas siempre se encargaba ella misma:

«¿En qué reside la semejanza entre el pescado y el melón? Ni uno ni otro se pueden comer utilizando el cuchillo. Para el melón siempre se emplea la cucharilla de postre».

«¿Qué pescado se puede comer con el tenedor? Solo el arenque marinado».

«¿Qué se puede comer con las manos? Cangrejos y langostas. Grévol, pollo o pato se comen siempre con tenedor y cuchillo».

No obstante, con las manos no comíamos langostas sino pollos, royendo los huesos hasta dejarlos bien limpios, y luego —¡qué horror!— los chupábamos. La abuela nunca se rebajó hasta esos niveles, lo cual sabía mejor que nadie el gato Nerón, experto en ronroneos y bostezos que solo se despertaba para recibir su hueso de manos de ella: en cada hueso, como había aprendido, tras el repaso a cuchillo y tenedor siempre quedaba alguna que otra delicia. La abuela siempre utilizaba cada una de las nueve piezas. Por descontado, los cubiertos más habituales también los manejaba con una destreza inconcebible: la pasta fina enrollada sobre su tenedor en un gesto ligero, casi imperceptible, parecía la bobina de Tesla. Aparte de los utensilios de mesa ella tenía otros objetos de uso especial, por ejemplo, las pinzas tubulares con mangos de marfil para ensanchar los guantes de baile; Antón no tuvo la suerte de verlas en acción.

—Sírvase. ¿No le habrán dado un aro de servilleta vacío?

Antón liberó la servilleta; se acordaba bien de cómo la abuela reprobaba los modales de la casa de un vicegobernador donde la doncella llevaba el delantal sin almidonar, los sirvientes eran casi niños y encima desastrados, los cuchillos y tenedores eran de plata alemana, y las servilletas, en vez de ceñidas por sus anillos, se colocaban en la mesa dobladas en cono, como en los restaurantes. A decir verdad, los convidados correspondían colgándoselas del cuello. El vicegobernador era un advenedizo, uno de aquellos que salieron a la luz después de la revolución más primeriza, vamos, todo un villano, que Dios nos guarde.

—Pruebe el licor.

Antón sorbió el cassis casero, desde la infancia conocía la inscripción de aquella copa de plata, girándola se podía leer el siguiente diálogo: «Vinito, complace a mi boquita. / Tú mandas, cielito».

—Jamás comenzaban por el champán —dijo de pronto la abuela—. Primero servían vino de mesa. ¡La tertulia debe animarse poco a poco! El champán, en cambio, enseguida se sube a la cabeza. Bueno, en los tiempos que vivimos es justo lo que se busca.

El almuerzo fue excelente, la abuela y sus hijas eran cocineras de altísimo nivel. Todavía en Vilna, a finales de los noventa, el padre de la abuela, Piotr Semiónovich Náloch-Dlusski-Sklodowski, perdió su hacienda en una partida de cartas jugada en la Asamblea de la Nobleza, la familia se mudó a la ciudad y cayó en la pobreza, entonces la madre organizó los «Almuerzos familiares». Las comidas debían estar a la altura: ¡los huéspedes, jóvenes solteros, abogados, profesores, funcionarios, eran gente de lo más decente! El abuelo, acabado el seminario conciliar, esperaba plaza. Había dos formas de obtener parroquia: casándose con la hija del párroco o tras la muerte de este. La primera opción por alguna razón no convencía al abuelo, la espera de la segunda se presentaba como indefinidamente larga; durante todo ese tiempo, el consistorio, que el abuelo llamaba a la antigua «el dicasterio», desembolsaba los gastos de pensión del candidato. El abuelo ya llevaba esperando dos años y estaba harto de alimentarse en los comedores («todas esas cantinas, esos comedores populares rusos son infames, siempre ha sido así, incluso antes de los bolcheviques»); vio el anuncio en el Mensajero de Vilna y se presentó el mismo día. Le invitaron a comer, sin pagar, por supuesto, la primera vez la bisabuela ofrecía a todos almorzar gratuitement, ¡un hombre honrado tiene derecho a estar seguro de que no le dan gato por liebre! Olga, recién graduada por el instituto para señoritas nobles, en pleno aprendizaje del arte culinario, ayudaba a su madre. Tanto Olga como los almuerzos le gustaron al abuelo hasta tal punto que fue a comer allí cada día de aquel año, que acabó desembocando en propuesta de matrimonio. En Chebachinsk los platos de la abuela, aquellos consommé de volaille, canapé, salsa à la Soubise daban para más de un chiste fácil, padre solía puntualizar que en el restaurante Nacional las albóndigas eran más suaves («claro que lo son, con tanto pan añadido»), así que Antón esperaba que Moscú le abriera el séptimo cielo gastronómico… Sin embargo, ahora, cuando ya había visitado otras capitales, reconocía que en ningún otro sitio había comido mejor que en casa de la abuela. De boca de la abuela oyó por primera vez las palabras priázhentsi, mnishki, utribka, púndiki, aquellos manjares que más tarde encontró en las obras de Gógol descubriendo que para el mítico escritor no eran exóticos: hoy han devenido señas de su extraño mundo en la percepción de los lectores rusos; a medida que la distancia se alargue la extrañeza irá creciendo.

Durante el segundo plato la abuela siempre entablaba una tertulia mundana.

—Para mi gusto hoy hace un tiempo precioso. ¿Sería usted tan amable de pasarme la sal? Muy agradecida.

Los famosos utensilios volaban en sus dedos; sin mirar, ella devolvía con precisión cada uno al soporte correspondiente. Alargando la mano con parejo automatismo le quitó a Antón un pedazo de pan de los dedos y lo depositó a su izquierda, en un platito vacío, sin función aparente hasta entonces: no se debía morder el pan del pedazo, sino consumirlo desmenuzándolo antes en cachitos.

—¿Por qué dicen —susurró Antón a tía Tatiana— que nuestra yaya está tocada? La veo igual que siempre.

—Espérate.

—Un día espléndido —continuó Olga Petrovna—, que ni pintado para un paseo en carruaje… —Una nube pasó por sus ojos, añadió—: O bien, en auto. El sol es casi otoñal, no es imprescindible el velo. En la casa de campo serviría un sombrero panamá. ¿Hace mucho que saliste de Sarátov? — cambió de pronto la abuela de tema.

—¿De Sarátov? —repitió Antón algo perplejo.

—¿Acaso no vives con tu familia? Bueno, por otro lado eso ahora está de moda.

La abuela había confundido a Antón con Nikolái, su hijo mayor, que vivía en Sarátov y también tenía que venir.

La tertulia volvió a centrarse en el tiempo y la comida, todo cobró de nuevo un aire simpático y mundano.

Al servirse el té, Antón cayó en la cuenta de que, si bien recordaba perfectamente que la tarta debe comerse sosteniendo la cucharilla con la izquierda, se le había olvidado por completo hacia qué lado ha de estar orientada el asa de la taza cuando se vierte la infusión y hacia qué lado mientras se toma, tan solo sabía que la abuela le daba mucha importancia.

Uno de los comensales hizo tintinear la cucharilla removiendo el azúcar; La abuela, Olga Petrovna, se estremeció como si la hubiesen pinchado. Preocupada, observó la mesa:

—¿Y el postre? Creo que hemos preparado… ¿cómo se llama?, esa cosa a base de frutas.

—¡Compota! Fue anteayer —dijo agitando las manos tía Tamara—, ¡la cocimos anteayer!

—Yaya, ¿serías tan amable de contar —Antón decidió ampliar la charla mundana— cómo fue el gran baile en el Palacio de Invierno?

—Sí. El Gran baile. Sus Majestades…—La abuela se interrumpió para enjugarse morosamente los ojos con el pañuelo bordado.

—No, no —se alarmó Tamara—, no se acuerda.

El almuerzo llegó a su fin; Tamara ayudó a la abuela a levantarse; Olga Petrovna la miró sorprendida pero, inclinando la cabeza, pronunció:

—Le agradezco su ayuda, querida abuela, es muy amable por su parte.

Una espesa niebla velaba su mundo, todo se había desplazado y se había marchado: la memoria, el pensamiento, los sentimientos. Solo una cosa quedó intacta: su educación noble.

La abuela no se jactaba de su nobleza, lo cual era bastante natural en los años cuarenta, aunque tampoco la ocultaba, cuando se daba el caso subrayaba, implacable, la distancia social que la separaba del pueblo, por ejemplo, si oía que alguien se había vendado la mano herida con la telaraña polvorienta acumulada en un rincón del cobertizo y tras infectársele la herida había acabado muerto por septicemia.

—¿Qué esperar de ellos? ¡Plebe!

En realidad, su vida en poco se diferenciaba de la de esa plebe o incluso era más dura, pasaba más tiempo en contacto con la suciedad porque no solo lavaba la ropa para once personas, sino que además no escatimaba fuerzas blanqueándola y almidonándola; después la colada se quedaba un día entero colgada en el patio, flameada por el viento o endurecida por el frío; los manteles, toallas, sábanas y fundas olían a viento y a flor de manzano o bien a nieve y a sol de invierno; Antón no ha vuelto a encontrar una ropa de tan viva frescura ni en las casas de los académicos en los Estados Unidos, ni en los hoteles de cinco estrellas de Baden-Baden. No fregaba el suelo una vez a la semana, sino un día sí y otro no; no dejaba pintar el suelo de su habitación, Tamara lo raspaba a cuchillo; no existía un placer mayor que pisar descalzo en verano el suelo recién raspado y seco, sobre todo allí donde se hallaban las cálidas manchas amarillas del sol. A diario apaleaba las mantas en el patio, había que hacerlo entre dos, así que la abuela, sin una pizca de piedad, interrumpía a cualquiera que estuviera en casa; y mientras propinaba a la manta una sonora tunda decía:

—¡Ayer mismo las sacudimos! ¡Y ya ves cuánto polvo! ¡Ya te puedes figurar cómo será en la ciudad con las mantas, que se pasan años sin airearlas!

Siempre era ella quien hacía las camas: hechas por los demás resultaban poco estéticas; la madre, por motivos pedagógicos, insistía en que Antón se encargase de su cama, pero la abuela lo reprobaba: tonterías tolstoyanas, un joven de buena familia no debe ocuparse de esas cosas. Con las nietas la abuela fue menos indulgente. Un niño todavía puede permitirse cierta dejadez en el cuidado de las manos. ¡Pero una muchacha! Le toca lavárselas varias veces al día. ¡Y mezclando agua y colonia!

—¿Y por qué esto afecta solo a las muchachas?

La abuela giraba la cabeza en un gesto sorprendido, de lado y hacia arriba:

—Porque a las damas se les besa la mano.

En ocasiones la abuela entablaba tertulias dedicadas especialmente a cuestiones de etiqueta mundana, empleaba el famoso sistema de preguntas y respuestas.

«¿Puede una señorita acudir a un convite con sus padres? Solo si el anfitrión o quien haga las veces de tal como pariente del mismo tiene hijas».

«¿Puede una señorita quitarse el guante? Puede y debe, el de la mano derecha, en la iglesia. Nunca el de la mano izquierda, ¡resultaría ridícula!».

«¿Posee una señorita tarjeta de visita? No. Escribe su nombre en la tarjeta de la madre. El joven, claro está, dispone de tarjetas personales desde la infancia temprana».

Lo de las tarjetas era un lío: al no encontrar a los dueños en casa, dejaban la tarjeta doblada hacia arriba por el lado izquierdo, en caso de visita de pésame o por cuaresma se precisaba doblar la tarjeta por el lado derecho y hacia abajo.

—Antes de la guerra comenzaron a rasgarlas un poco por el doblez —La abuela levantaba, indignada, las cejas y la cabeza—. Aunque eso ya era pura decadencia.

—Yaya —preguntaba Antón ya en su época de estudiante—, ¿cómo es que en toda la literatura rusa no hay nada sobre estas costumbres? Doblar por aquí, por allá, izquierda, derecha, abajo…

—¿Acaso esperabas que te lo explicara vuestro vagabundo? —se entrometía el abuelo, que no dejaba caer en saco roto la oportunidad de soltar una pulla contra el escritor proletario.

Antón se callaba ingeniosas réplicas en las que hubiesen salido a relucir el conde Tolstói o Pushkin con su rancio abolengo, aunque a veces intentaba cuestionar la necesidad de una etiqueta tan alambicada. El abuelo objetaba con vehemencia subrayando el pragmatismo de las reglas de etiqueta.

—El hombre ofrece a la dama la mano derecha. En consecuencia, ella se encuentra en la parte más cómoda de la acera, a salvo de empujones. Del mismo modo, en la escalera la dama también queda en el lado preferente, donde el pasamanos.

La abuela continuaba el tema y explicaba cómo se ha de disponer la cristalería en los banquetes de gala: a la derecha del cubierto va la copa para el vino tinto, le siguen la copa para el agua, la copa para el champán, la copita para el madeira; las copas de vino y agua se ponen una al lado de la otra, la copa de champán va delante, y la copita, al otro lado de las copas de vino.

Durante la guerra e inmediatamente después, florecieron en codos, rodillas y traseros insólitos parches de colores, la gente se acostumbró y no prestaba atención. Al parecer, todos menos la abuela; ella zurcía los agujeros con tanto arte que el arreglo solo se veía a contraluz; ante un parche especialmente chillón o tosco, solía decir:

—¡Remiendan la batista con cáñamo! ¡Plebe!

Sin embargo, justo esa plebe era ahora su esfera social, en primer lugar debido a la cartomancia. La abuela echaba las cartas casi a diario. Dos hijos que combatían en la guerra, una hija exiliada, un yerno fusilado, otro en el frente, una sobrina y su hija en el territorio ocupado, el hermano del marido en los campos de trabajos forzados: no faltaban asuntos que consultar. Las vecinas venían a que les echara las cartas, el padre lo desaprobaba. Aunque cuando vio la película A las seis de la tarde después de la guerra, donde cantaban «Preguntad a las cartas sobre nosotros, el rey de diamantes ese soy yo», dijo: «Adelante. Si hasta hay canciones que hablan de vosotras…».

En el bazar la abuela conoció a la familia Popénok, que se había demorado y a punto de caer la noche no podía hacer los cuarenta kilómetros hasta su aldea, Uspeno-Iúrievka. Por supuesto, les invitó a pasar la noche; a partir de aquel día los Popénok siempre se alojaban en casa de los Savvin cuando venían al bazar. La abuela se justificaba arguyendo que le vendían barato las ocas, tan solo a cincuenta rublos. Aunque tía Larisa contaba riéndose que una vez por casualidad los había visto vender las mismas ocas en el bazar a cuarenta y cinco rublos. Su caballo, huelga decirlo, se pasaba toda la noche masticando el pienso de los Savvin, devorando el equivalente a cinco raciones diarias de la vaca, esto también se comentaba entre risas.