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VERSIÓN ORIGINAL

MEMORIAS LITERARIAS NARRADAS
A OLEG DORMAN

LILIANNA LUNGUINÁ

TRADUCCIÓN DEL RUSO Y NOTAS
DE YULIA DOBROVOLSKAIA Y
JOSÉ MARÍA MUÑOZ ROVIRA

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TÍTULO ORIGINAL: Подстрочник: Жизнь Лилианны Лунгиной, рассказанная ею в фильме Олега Дормана.

Publicado por

AUTOMÁTICA

Automática Editorial S.L.U.

Avenida del Mediterráneo, 24 - 28007 Madrid

info@automaticaeditorial.com

www.automaticaeditorial.com

Copyright © Oleg Dorman, 2010.

© de la traducción, Yulia Dobrovolskaya y José María Muñoz Rovira, 2019

© de la presente edición, Automática Editorial S.L.U, 2019

© de la ilustración de cubierta, David de las Heras, 2019

Derechos exclusivos de traducción en lengua española:
Automática Editorial S.L.U.

Este libro se ha publicado con la colaboración de la Fundación Mikhail Prokhorov y su Programa para la Ayuda a la Traducción de Literatura Rusa, TRANSCRIPT.

The publication was effected under the auspices of the Mikhail Prokhorov Foundation TRANSCRIPT Programme to Support Translations of Russian Literature

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ISBN:

eISBN: 978-8-4155-0957-8

DEPÓSITO LEGAL:

Diseño editorial: Álvaro Pérez d’Ors

Composición: Automática Editorial

Corrección ortotipográfica: Automática Editorial

Impresión y encuadernación: Romanyà Valls

Primera edición en Automática: febrero de 2018

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización de los propietarios del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluyendo la reprografía y los medios informáticos.

Índice

  1. Portada
  2. Título
  3. Créditos
  4. ÍNDICE
  5. PREFACIO
  6. CAPÍTULO 1
  7. CAPÍTULO 2
  8. CAPÍTULO 3
  9. CAPÍTULO 4
  10. CAPÍTULO 5
  11. CAPÍTULO 6
  12. CAPÍTULO 7
  13. CAPÍTULO 8
  14. CAPÍTULO 9
  15. CAPÍTULO 10
  16. CAPÍTULO 11
  17. CAPÍTULO 12
  18. CAPÍTULO 13
  19. CAPÍTULO 14
  20. CAPÍTULO 15
  21. CAPÍTULO 16
  22. CAPÍTULO 17
  23. CAPÍTULO 18
  24. CAPÍTULO 19
  25. CAPÍTULO 20
  26. CAPÍTULO 21
  27. CAPÍTULO 22
  28. CAPÍTULO 23
  29. CAPÍTULO 24
  30. CAPÍTULO 25
  31. CAPÍTULO 26
  32. CAPÍTULO 27
  33. CAPÍTULO 28
  34. CAPÍTULO 29
  35. CAPÍTULO 30
  36. CAPÍTULO 31
  37. CAPÍTULO 32
  38. CAPÍTULO 33
  39. CAPÍTULO 34
  40. CAPÍTULO 35
  41. CAPÍTULO 36
  42. CAPÍTULO 37
  43. CAPÍTULO 38
  44. CAPÍTULO 39
  45. CAPÍTULO 40
  46. CAPÍTULO 41
  47. CAPÍTULO 42
  48. CAPÍTULO 43
  49. CAPÍTULO 44
  50. CAPÍTULO 45
  51. CAPÍTULO 46
  52. CAPÍTULO 47
  53. CAPÍTULO 48
  54. CAPÍTULO 49
  55. CAPÍTULO 50
  56. CAPÍTULO 51
  57. CAPÍTULO 52
  58. CAPÍTULO 53
  59. CAPÍTULO 54
  60. CAPÍTULO 55
  61. CAPÍTULO 56
  62. CAPÍTULO 57
  63. CAPÍTULO 58
  64. CAPÍTULO 59
  65. CAPÍTULO 60
  66. CAPÍTULO 61
  67. CAPÍTULO 62
  68. CAPÍTULO 63
  69. CAPÍTULO 64
  70. CAPÍTULO 65
  71. CAPÍTULO 66
  72. CAPÍTULO 67
  73. IMÁGENES 1
  74. IMÁGENES 2
  75. IMÁGENES 3

PREFACIO

Este libro transcribe el relato de Lilianna Lunguiná sobre su vida filmado durante el rodaje de la serie documental Podstróchnik1. Llevé a cabo una corrección mínima, lo usual cuando se va a publicar una transcripción estenográfica, y añadí aquellos fragmentos que, por varias razones, no incluimos en la película, lo que aumentó el volumen del libro en un tercio.

Lilianna Lunguiná (1920-1998) es una célebre traductora literaria. Gracias a ella los lectores rusos conocieron a los personajes de Astrid Lindgren, descubrieron las novelas de Knut Hamsun, August Strindberg, Max Frisch, Heinrich Böll, Michael Ende, Colette, Dumas, Simenon, Vian o Romain Gary. Tradujo las obras teatrales de Schiller, Hauptmann e Ibsen y los cuentos de Hoffman y Andersen.

A principios de los noventa se publicaron en Francia las memorias de Lilianna Lunguiná, Les saisons de Moscou, que fueron todo un superventas; los lectores de la revista Elle la consideraron la mejor obra documental del año. Sin embargo, Lunguiná rechazó decididamente la opción de publicar el libro en Rusia. Creía que para sus compatriotas debería escribir un libro diferente, nuevo de principio a fin. Con los tuyos puedes y debes hablar de las cosas que los de fuera jamás entenderían.

Y así, un día aceptó afrontar este reto delante de la cámara. Creo que sus memorias en francés le sirvieron de borrador para el relato oral, que requirió varias sesiones. Durante el mes de febrero de 1997, junto con el cámara Vadim Iúsov y un equipo de rodaje reducido, fuimos a diario a casa de los Lunguín para escuchar y grabar la narración que luego se convertiría en la serie documental Podstróchnik.

La larga vida de Lilianna Lunguiná la llevó a diversos países, en un reflejo sorprendentemente profundo y exacto de la esencia del siglo XX; del siglo que confirmó que no hay una vida de todos, solo la de una persona. Que un grano sí hace granero. Que el ser humano no es un juguete sometido a las circunstancias, que no es víctima de la vida, sino una fuente del bien, inagotable y, por tanto, invulnerable.

Pocos en este mundo tienen la suerte de encontrar en su camino a personas como Lilianna Linguiná y su marido, el dramaturgo Semión Lunguín. Y, sin embargo, es muy probable que los demás, las otras personas, sean lo más importante en nuestra vida. Viendo a los demás nos formamos un concepto de la vida, de lo que es capaz el ser humano, de cómo puede ser el amor, la lealtad, la valentía, de si lo que leemos en los libros es verdad.

Tuve suerte de conocerlos y de quererlos. Presentar este libro es todo un honor para mí.

Oleg Dorman

Me llamo Lilia Lunguiná. Desde los cinco hasta los diez años, mientras viví en Alemania, me llamaban Líli Márkovich. Luego, entre los diez y los catorce, en Francia, me llamaban Lilí Markovích. Y cuando actuaba en las representaciones del teatro de marionetas de mi madre, era Lili Imali. Imali era el nombre artístico de mi madre, una palabra del hebreo antiguo que significa «mi madre». Así que he tenido muchos nombres. Y también muchas escuelas. Fui alumna —una vez las conté— de doce escuelas. Pero esta larga vida —el 16 de junio (de 1997) cumplo setenta y siete, da miedo incluso pensarlo, jamás creí que pudiera llegar a esta edad— no ha sido suficiente para aprender a presentarme con mi patronímico. Debe de ser un rasgo propio de nuestra generación, nos sentíamos jóvenes durante largo tiempo, nos llamábamos por los nombres de pila sin más, nos tuteábamos.

No obstante, setenta y siete años son muchos y ya toca hacer balance. Y no un balance provisional, como tituló la última parte de su libro mi marido Sima2, sino uno definitivo. Pero, por otro lado, ¿cómo hacer balance de una una vocación? ¿Cuál sería el balance de una vida? Creo que el balance de una vida es la vida misma. La suma total de todos los instantes vividos, felices, difíciles, desgraciados, deslumbrantes y oscuros; todo el conjunto de los minutos, horas y días; la esencia, digamos, de la vida, ese es el balance, no hay otra cosa que pueda resumir una vida. Por eso ahora me apetece recordar. Y mirar las viejas fotografías.

Recuerdo muy bien el momento en el que por primera vez comprendí que yo soy yo, es decir, que soy una unidad particular con respecto al resto del mundo.

Guardo una fotografía en la que estoy sentada sobre las rodillas de mi padre, la imagen reproduce ese momento preciso. Amaba mucho a mi padre, me mimaba muchísimo; hasta aquel instante yo me había sentido parte inseparable de él, del mundo entero, y de pronto fue como contraponerme a él, a todo lo que había alrededor. Supongo que esa fue mi toma de consciencia, la comprensión de que soy una individualidad, de que poseo una personalidad. Hasta ese momento, crecía sin más, digamos, siguiendo el programa genético, conforme a lo que me fue concedido desde el nacimiento. En cambio, desde aquel momento, en cuanto adquirí consciencia de mi contraposición al mundo, este empezó a influirme. Y lo que había en mí poco a poco comenzó a modificarse, a labrarse, a pulirse bajo el inflijo del mundo exterior, de la grandeza de la vida que había a mi alrededor. Dicho de otra manera, mi experiencia, aquello que vivía, las situaciones en las que me encontraba, las elecciones que hacía, las relaciones que surgían con la gente, en todo ello se sentía cada vez más la presencia del mundo que bullía en torno a mí. Por eso he pensado que al relatar mi vida no hablo de mí, no tanto de mí… Porque de entrada la propuesta me ha parecido absurda: ¿a santo de qué voy a hablar de mí? No me considero, por ejemplo, más inteligente que los demás…, y en general, no entiendo por qué debería hablar de mí misma. Pero de mí como de un organismo que incluyó, absorbió, elementos de la vida exterior, de la compleja, contradictoria vida del mundo circundante, así tal vez cabría intentarlo. Y es que en este caso se perfila la experiencia de otra vida, de la vida en grande, pasada por el filtro individual, es decir, de algo objetivo. Y siendo objetivo, tal vez resulte valioso.

La verdad es que a veces pienso que ahora, a finales del siglo, con tanta división y tantos bandazos por doquier, cuando nuestro país rueda hacia quién sabe dónde, la sensación es que se precipita a marchas forzadas hacia un abismo, por lo que quizás valga la pena salvaguardar el máximo de vestigios del pasado, de la vida que hemos vivido: del siglo XX e incluso, a través de los padres, del XIX. Tal vez cuanta más gente deje testimonio de aquella experiencia, más se logre salvar y finalmente pueda armarse con aquellos fragmentos un cuadro más o menos completo de una época a pesar de todo humanitaria, de una vida con rostro humano, como se dice ahora. Esto aportaría algo, serviría de alguna manera de ayuda al siglo XXI. Me refiero, claro está, a la suma de testimonios; el mío ni siquiera es una gota, sino una centésima parte de una gota. De pronto siento el deseo de participar como sea en esa gota. De esa manera sí que puedo intentar relatar algo de mí, de lo que he vivido y de cómo lo he vivido.

Si, como dicen (bueno, yo, en cualquier caso, así lo creo), una obra artística, un libro, una película, debe transmitir un mensaje —y, probablemente, un testimonio también tendría que comunicar algo—, me gustaría formular mi «mensaje» ahora mismo. Antes que nada, quisiera subrayar que se ha de tener esperanza y creer, que incluso las peores situaciones pueden mostrar inesperadamente su otra cara y conducir a algo bueno. Les mostraré cómo en mi vida y más tarde en la nuestra, la que compartimos mi marido Sima y yo, muchas desgracias se volvían una suerte increíble, una riqueza, trataré de enfatizarlo para recordarnos que no podemos rendirnos a la desesperación. Porque sé cuanta desesperación habita actualmente en las almas. En definitiva, que hay que creer, hay que tener esperanza, y con el tiempo muchas cosas pueden desvelar que, en realidad, tienen un signo distinto del que aparentan.

1Traducción interlineal

2Sima (Semión Lunguín) (1920-1996), dramaturgo y guionista soviético; sus guiones, escritos siempre en colaboración con Iliá Nusínov, son la base de más de veinte películas filmadas entre 1960 y 1991. N.d.A.

1

Bueno, por norma general —es un tópico que debo formular en voz alta ya que también a mí me ocurrió—, el interés hacia los padres tarda en despertar. Antes surge el distanciamiento, la afirmación de la personalidad propia y el deseo de vivir una vida individual, aislada, independiente. Hay tanto entusiasmo por esta vida que los padres importan poco. Es decir, los quieres, cómo no, pero, en cierto modo, no constituyen un elemento de la vida de tu alma. En cambio, con el tiempo se perfila más y más el interés por los orígenes y apetece entender de dónde sale todo, averiguar qué hacían los padres, qué los abuelos, etc., etc. Se consolida con los años. Lo observo en mis hijos, en ellos, poco a poco, ya en una edad madura, empieza a surgir una especie de interés hacia su padre y su madre, hacia su padre, que ya se ha ido… Pero yo recorrí el mismo camino, y solo en mi juventud empecé a hacerle preguntas a mi madre. Por tanto, todo lo que cuente sobre mi abuela y mi abuelo no serán mis recuerdos, sino los recuerdos de los relatos de otras personas.

Mi madre y mi padre eran, ambos, de Poltava. Siempre tuve ganas de visitar esa ciudad, muchas veces pedí a mi tía, la prima de mi madre, esposa del famoso académico Frumkin3, que viajase conmigo a Poltava, habría podido enseñarme dónde estaba su casa, pero finalmente la cosa no cuajó. Bastante después (llevaríamos Sima y yo unos treinta y cinco años de casados) por un capricho del destino aterrizamos allí. Sima había sufrido varias neumonías graves, los médicos dijeron que deberíamos buscar un lugar con un clima que no fuera caluroso, pero sí templado y estable. Mi amiga Flora Litvínova, la madre del famoso disidente Pável Litvínov4, nos recomendó el pueblo de Shishakí, a setenta kilómetros de Poltava. Hay un río maravilloso allí, el Psel, y un pinar, es un sitio muy bonito. Sin pensármelo dos veces —esa clase de decisiones solía tomarlas a bote pronto—, le pedí a Flora que nos buscase una casa y nos fuimos para allí. Así, por pura casualidad, llegamos a Poltava.

Es una simpática ciudad de provincias, en el centro hay varios pomposos edificios gubernamentales. Los arrabales, por lo visto, no cambiaron su apariencia, ese aspecto tan poco usual de las chozas de barro: a diferencia de las de los pueblos, tenían muchos soportes de madera, por eso transmitían una sensación de solidez, si bien eran casas achaparradas, de una sola planta y con las ventanas pequeñas, que más parecían graneros que construcciones habitables. Creo que en la época en la que mis padres vivieron allí, casi toda Poltava, excepto el centro, tenía ese aspecto. Imagino una de esas casas blancas (todas son muy blancas porque las encalan dos veces al año, en primavera y en otoño, y siempre relucen de blancura), y, en ella, a mi madre, María Danílovna Libersón. En casa la llamaban Mania.

Sé que su casa era de dos plantas. La inferior era de madera, la superior, de adobe. La planta baja albergaba la farmacia, que no era una simple botica: por alguna razón, mi abuelo también vendía allí juguetes. En la farmacia había una gran sección de juguetes.

El abuelo no solo era dueño de la farmacia, también era el farmacéutico, el químico, pasaba todo su tiempo haciendo experimentos en el laboratorio, pero además, le encantaban los juguetes. Encargaba por correspondencia las últimas novedades de Europa, de los Estados Unidos. Dicen que los clientes venían incluso desde Kiev. Buscaban el último grito. Su mayor afición eran los juguetes mecánicos, sobre los que nuestro hijo Pável, mucho tiempo después, cuando a los seis años lo quisimos llevar a la primera exposición de juguetes en Moscú, dijo: «No me interesan». En cambio a mi abuelo los juguetes mecánicos le interesaban sobremanera.

Además, mi abuelo tenía una medalla al valor por salvamento de ahogados: se lanzó al agua y rescató a alguien que se ahogaba. Y también lideró la milicia popular hebrea de autodefensa durante los pogromos.

Mi padre —Zinovi Iákovlevich Markóvich, Ziama para los suyos—, era uno de los ocho o nueve hijos de una familia judía pobre. Fue el único que accedió a los estudios superiores. Sus padres, mis abuelos, no aparecen por ninguna parte en los relatos familiares. En mi vida estuvo presente su hermano, un funcionario soviético de rango bajo. Íbamos a su casa y ya en Moscú recuerdo unas comidas interminables. Posteriormente su hijo fue arrestado por trotskista y murió en la cárcel. No sé nada más de nadie por la línea familiar de mi padre.

Lo de mi madre y mi padre fue un romance de colegio. Mi madre se graduó en el gimnasio de Poltava; mi padre, en la escuela técnica especializada en ingeniería. Guardo el diario secreto de mi madre en el que describe cómo el 6 de junio de 1907 celebraron la graduación en la terraza de su casa. Fue una celebración entre amigos, tres chicas y tres chicos, una nota habla sobre sus planes de vida, increíbles, románticos y sublimes.

El relato sobre mis padres vendrá más tarde, así como el de Rebeca, una amiga de mi madre de una belleza extraordinaria, pero ahora preferiría referirme brevemente a los demás.

Milia Ulman se fue a Moscú, se graduó en la universidad y fue profesora de Historia en un centro de enseñanza para los obreros.

Siunia, amigo de mi padre, se fue a Palestina y acabó siendo catedrático y jefe del departamento de Química en la Universidad de Jerusalén.

Misha, otro amigo de mi padre, se hizo socialista cuando empezó la guerra, escribió a Plejánov5 para preguntarle si un socialdemócrata debía ir o no a la guerra. La respuesta fue afirmativa, tenía que alistarse, sin falta. Plejánov, a diferencia de Lenin, estaba convencido de que había que defender Rusia. Misha fue como voluntario a la guerra y perdió la vida.

Mi padre y mi madre tuvieron que separarse. Después de los pogromos de 1907, la familia de mi madre se fue a Alemania. Vivieron allí dos o tres años y se mudaron a Palestina. Pero mi madre no aguantó la separación. Dejó a sus padres en Jaffa y regresó a Rusia en busca de mi padre. Él, mientras tanto, se había graduado en la Escuela Superior de Minería de San Petersburgo.

3Aleksandr Frumkin (1895-1976): fisicoquímico soviético, académico, autor de estudios fundamentales de la fisicoquímica moderna. N.de laT.

4Pável Litvínov (1940): miembro destacado del movimiento por los derechos humanos, formó parte de la llamada «manifestación de los siete», en la que siete personas se sentaron en la Plaza Roja con pancartas contra la invasión soviética de Checoslovaquia. La acción se celebró el 25 de agosto de 1968 y fue reprimida en cuestión de minutos. Todos los participantes fueron condenados. En 1974 Litvínov emigró a Estados Unidos. (N.de laT.).

5Gueorgui Peljánov (1856-1916): filósofo, teorético y propagandista del marxismo ruso, fue uno de los fundadores de Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia. Tras el II Congreso del partido y su enfrentamiento con Lenin, lideró la fracción moderada – menchevique. N.d.T.

2

Tras el fracaso de la Revolución de 1905, en torno a 1908 y 1909, una ola de tremenda desesperación aplastó a los jóvenes. Afectó, en primer lugar, a la juventud urbana, sobre todo en San Petersburgo. Comenzó la plaga: el bacilo de los suicidios. Eran masivos. Los chicos jóvenes no sabían qué hacer con su vida, ni a qué agarrarse. Daba la sensación de que en el país se habían dado por perdidas todas las perspectivas de futuro, todas las esperanzas de algún tipo de cambio, de cualquier avance. Y en aquel preciso momento, mi madre, que era estudiante de los Cursos de Educación Superior Femenina, de pronto publicó en dos o tres rotativos el texto siguiente, a modo de carta abierta: «Muchachos y muchachas solitarios, os invito a venir a mi casa. Cada jueves, a partir de las cinco, abro las puertas de mi habitación. Tomaremos juntos té o café, hablaremos, entablaremos amistades. Tal vez entre todos logremos que la vida sea más llevadera».

Desde el punto de vista de las costumbres, de las normas propias de la época, era un acto valiente y extraño que no pasó desapercibido. Se llegó a publicar un libro titulado El círculo de los solitarios, y hace poco, leyendo las cartas de Blok6 me topé casualmente con una mención al respecto, unas palabras dedicadas a la proeza de la estudiante María Libersón. Fue sorprendente e interesante leerlo: comprendí que mi madre desde bien pronto había intentado conectarse a la vida grande. Lejos de refugiarse en su pequeño círculo, quiso abrirse a la gente, lo cual, por descontado, me comlacía.

De la carta de María Libersón a Aleksandr Blok:

La ponencia de ayer me mostró una vez más la inmensa profundidad de la cuestión de la soledad y hasta qué punto está presente en la sociedad actual.

Aleksandr Aleksándrovich, ¿es quizá la barrera fatal entre los intelectuales y el pueblo tan impermeable porque una barrera aún más sólida aísla ahora a cada uno de los intelectuales? ¿A lo mejor el intelectual no encuentra el camino hacia el pueblo porque está infinitamente solo? ¿No será el único camino hacia el alma popular la lucha contra la soledad y el aislamiento de los intelectuales?

Usted mismo invocaba ayer a los suicidas que confirman su tesis de que vivir así es muy difícil, casi imposible.

Sean cuales sean las causas que hacen al hombre rechazar la vida, en el momento del suicidio está, sin lugar a dudas, profundamente solo.

Entiendo que ya en esa época entre ella y mi padre había un amor grande. Pero entonces empezó la Primera Guerra Mundial, mi padre se fue al frente, según se decía, por «alistamiento voluntario»; en realidad el servicio militar era obligatorio y lo llamaron a filas. Cayó prisionero. Pasó casi cuatro años en cautiverio en Alemania, por lo que después hablaba alemán muy bien. Guardo las postales que envió mientras fue prisionero de guerra.

Mi madre durante la guerra organizó una guardería para los niños judíos cuyos padres habían sido movilizados. Era la primera guardería con pensión completa de cinco días, es decir, los niños se hospedaban allí, se los llevaban a casa solo el fin de semana. En sus diarios describe con un cariño infinito a aquellos niños y niñas, lo dificultoso que fue reunirlos; cómo sus madres, pese a vivir en la extrema pobreza, muriéndose de hambre, tenían miedo de separarse de sus hijos; cómo las convencía. Cuenta la historia de la guardería día tras día, dedica palabras a cada pequeño. Es conmovedor, me costó contener las lágrimas mientras leía acerca de los pequeños Judit y Moshés, que al principio eran para mí completamente abstractos y de quienes mi madre escribía con tanto amor: Moshés por primera vez ha pronunciado bien tal palabra, Judit ha esculpido su primera figurita. Registraba todo aquello, mi madre lo percibía como increíblemente importante, lleno de significado, así que el trabajo en la guardería (contaba con dos ayudantes) parecía una actividad muy poética. Como si cultivase plantas exóticas. Cada uno era un ejemplar único, a cada uno lo regaban con un agua especial según un sistema individualizado y, poco a poco, a medida que avanzaba el diario, los niños embellecían: uno cantaba, otro bailaba, un tercero esculpía o recitaba versos. Apocados, oprimidos al principio, los niños se transformaban en pequeñas flores criadas con afecto.

Y claro, quedé cautivada. Gracias a los diarios, vi a mi madre desde una perspectiva distinta, fuera de lo cotidiano, no a mi madre que me pregunta a qué hora estaré en casa, si me he puesto la bufanda o si me he acabado las albóndigas… A decir verdad, mi madre no era diestra en los quehaceres cotidianos, solo sabía organizar las fiestas. Poner la mesa para una comida festiva, cocinar algo especial, componer sin falta el menú en verso, eso sí, ahí estaba en su elemento. La monotonía del día a día no le interesaba. Era una persona de… natural festivo.

Mi padre regresó del cautiverio, como todos, hacia finales de la guerra, en 1919. Según parece, fue entonces cuando mis padres enlazaron definitivamente sus vidas. Dado que en algún momento mi padre se había afiliado a un partido obrero judío, no al Bund7, sino a otro, uno que en 1917, cuando llegaron al poder, se fusionó con el Partido Comunista y acabó siendo miembro del Partido Bolchevique. Por tanto, enseguida llegó su primer nombramiento, el de responsable del Departamento Urbano de Instrucción Pública en la ciudad de Smolensk. Mis padres se mudaron allí, les facilitaron la vivienda —una celda en el convento de Smolensk, convertido en residencia para trabajadores en comisión de servicio— y allí, el 16 de junio de 1920, nací yo.

6Aleksandr Blok (1880-1921): célebre poeta ruso. N.d.T.

7Bund (del yiddish: federación): la Unión General de Trabajadores Judíos de Lituania, Polonia y Rusia fue el movimiento político judío que surgió a finales del siglo xix en el Imperio Ruso. El bundismo seguía las ideas del marxismo, rechazó la revolución bolchevique tachándola de usurpadora y se pronunció en contra del sionismo. N.d.T.

3

Puesto que mi padre era uno de los pocos bolcheviques con estudios superiores, y dado que, en cierta medida, Lunacharski8 y él se conocían, a los seis meses de mi nacimiento Lunacharski lo reclamó en Moscú y lo uno de los subjefes del Comisariado de Instrucción pública. Así fue como nos instalamos en el bulevar Srétenski, en un edificio enorme, en una vivienda de quince o veinte habitaciones en la que veinte amas de casa compartían la misma cocina, y que, en nuestra habitación, tenía una chimenea gigantesca en la que, desde que tengo memoria, siempre se ponían a secar las cabezas esculpidas de pan negro: cabezas de marionetas. Las marionetas me acompañaron a lo largo de la etapa moscovita y posteriormente. Mi madre era aficionada al teatro de marionetas y quiso fundar su propio teatro. El pan negro era del todo incomestible, húmedo y pegajoso, y mi madre lo usaba como plastilina, como arcilla.

En general, en mi madre primaba el interés por las artes teatrales aplicadas. Había organizado el primer teatro de títeres cuando todavía vivía en San Petersburgo, en la guardería. En Moscú conoció a Efímov, un titiritero y escultor formidable.9 Su mujer y él publicaron un buen libro. Era animalista. Por cierto, sus obras aún se exponen, era un pintor muy bueno, pero lo arruinó Serguéi Obraztsov10, su aprendiz, que incluso se puede decir que también era aprendiz de mi madre porque ella comenzó a colaborar con los Efímov antes. Más tarde destruyó a todos, dejaba las cosas claras: «O trabajáis conmigo, para mí, u os aplastaré». Y cumplía sus amenazas sin remisión.

Cuando cumplí dos años, mi madre me llevó a Berlín, a una pensión alemana donde vivimos con mi abuela. Casi no lo recuerdo, pero, a juzgar por las cartas que mi madre escribía a mi padre, la abuela no paraba de criticarla por cómo me vestía, cómo me peinaba y cosas así.

Algunas citas de las cartas que mi madre envió desde el balneario Berkenwerder en septiembre de 1922:

«Las relaciones con mamá continúan siendo más bien frías, resulta que nuestros enfoques sobre cualquier cosa son completamente distintos. Tampoco sabe cómo acercarse a Lilit. Aquí va un ejemplo de sus estrategias pedagógicas. “Liusia —este nombre le gusta más—, ¿quieres una chocolatina?”.“¡Dame chocolate”, grita alegre Lilit. “No puede ser, no me queda, pero mañana sí que compraremos”. “¡Dame chocolate!”, chilla Lilit. “¿Por qué se lo ofreces si no te queda?”, pregunto sorprendida. “¿Qué pasa, no se puede preguntar? Debe ser una niña educada y comprender qué significa la palabra ‘no’”. Y luego un sermón de dos horas sobre lo mal educada que está Lilit. Además, Lilit no solo no tiene derecho a gritar, lo cual para los seres tan pequeños es una necesidad, sino que tampoco tiene derecho a reír en voz alta, enseguida la llama al orden: “Cállate, no hagas ruido, estás molestando a los demás”. Debe andar derecha y ser una doncella bien criada. A pesar de todas mis protestas, Débora Solomónovna entabla con Lilit tertulias teológicas. Hoy Lilit me ha dicho: “Pero no pasa nada, mamá, Dios te ampara”. He querido saber cómo entiende ella la palabra “Dios” y le he preguntado: “¿Qué cosa es Dios? No lo conozco”. “Dios es… lo entiendo pero no sé cómo decírtelo —ha respondido Lilia—. Espera —se ha parado a pensar—. Dios es un nombre, nadie lo ve, sirve para rezar”. Lo he apuntado literalmente. Lilit pregunta por ti todos los días: “¿Dónde está mi papá?”, es la primera pregunta de la mañana. “¿Qué, te doy una chocolatina?”, le he preguntado. “Dame a mi papá”, me ha dicho. Una memoria tan larga es sorprendente en esta pequeñaja, en una cría de tan corta edad».

Y otra nadería:

«Querido amigo Ziama. Hoy hace dos meses exactos desde que nos fuimos de Moscú, aunque a mí me parece que fue hace mucho, mucho tiempo. Es otoño y estoy un poco triste, como ocurre cada otoño, pero pensar en que pronto veré a mi amado hace latir alegremente mi corazón. Para él guardo muchas palabras cariñosas y muchos besos cariñosos, es extraño, pero debo confesar que no lo quiero como a un marido a quien conozco desde hace una eternidad, sino como a un novio del que estoy enamorada. Lo digo en confianza porque es embarazoso declararse ante un hombre que tiene una hija tan grande: dos años y cuatro meses menos seis días. Su hija, tan mayor y tan hermosa, también está enamorada de su papá y me pregunta a diario: “¿Cuándo nos iremos con papá Ziama?”»

A finales de 1924 mi madre y yo fuimos a visitar a la abuela a Palestina. Viajamos en barco desde Odesa. Recuerdo dos episodios graciosos, es lo único que me quedó de aquel viaje.

Egipto tenía fama por vender frutas escarchadas de una calidad y una prestancia extraordinarias. Mi madre compró dos cajas colosales para regalar. Cuando llegamos, resultó que las cajas estaban vacías. Durante el día que tardamos en llegar de Egipto a Jaffa, las termitas se las zamparon y no dejaron ni las pepitas. Eso es lo primero que recuerdo, lo segundo es la llegada del barco a Jaffa: por alguna razón, en la zona de desembarque no había escala. Agarraban primero el equipaje y luego a los pasajeros y los tiraban abajo, unos botes grandes se acercaban al barco, no había un embarcadero en condiciones. Nos agarraron a mi madre y a mí y nos tiraron, en el bote esperaba de pie un árabe encargado de cogernos. Eso sí que se me quedó grabado. Entonces el abuelo ya había muerto, la abuela vivía con su hermana, tía Antka, en un chalé de seis habitaciones que se consideraba pequeño, aunque para mí era grande. Se llamaba «Villa Lili». En honor a la nieta. Había seis plataneros y doce naranjos: un jardín.

El abuelo, a su llegada a Palestina, ganó dinero enseguida ya que inventó un método para desalar el agua de mar. Primero construyó un laboratorio y después una planta modesta. Con lo que ganó, compraron aquella casa y se instalaron.

Era primavera. Flotaba un olor intenso a cáscara seca de naranja, mandarina, limón: resultó que era el aroma de los arboles floreciendo. Qué delicia, aún lo recuerdo. Y también me acuerdo de las aceras de madera. En aquella época, Tel Aviv aún era un sitio medio pantanoso, para drenarlo plantaron eucaliptos por todas partes y entre ellos montaron unos pasadizos que acabaron conformando una especie de aceras. Los eucaliptos absorben el agua con una fuerza brutal.

Y no recuerdo nada más de aquel viaje, ni siquiera cómo regresamos, si en barco o no, no me acuerdo, ahí mi memoria está en blanco.

Cuando tenía tres o cuatro años, mi padre me compró una cabrita. Fuimos juntos al mercado a comprar una col (había un mercado grande en la plaza frente a la estación de trenes Bielorússki), vi una cabra pequeña de color blanco y me quedé prendada. Me puse a suplicar, decía que no quería separarme de ella. La abracé, me acuerdo muy bien, rodeé su cuello con los brazos y mi padre no se supo resistir. Y así, con una cabrita blanca, nos presentamos ante mi madre. La primera noche la alojaron debajo del escritorio de mi padre y yo insistí en dormir con ella, abrazándola, debajo mismo del escritorio. En fin, durante dos o tres días, perturbando a los vecinos, estuvo vagando por las habitaciones; eran unos pisos lujosos, seguramente de unos ricachones de antes de la Revolución, que luego fueron convertidos en las horribles viviendas compartidas para los funcionarios del Comisariado de Instrucción Pública. Es decir, unas quince o veinte habitaciones con un solo cuarto de baño, un solo retrete, una sola cocina y, para animar aún más el ambiente, aparece una cabrita que a la cuarta noche empezó a comerse los libros. Me recuerdo a mí misma llorando a moco tendido cuando mis padres se la llevaron a una guardería. Es un recuerdo mío, personal, muy claro.

También es extraño, pero recuerdo cómo por las mañanas mi padre cantaba mientras se afeitaba y mi madre le decía: «deja de cantar, no puedo concentrarme». Mi madre entonces trabajaba para varios centros de educación infantil y por las mañanas redactaba los informes. Y mi padre respondía —es curioso que la memoria guarde estas cosas—, le decía: «no cantaré, pero algún día te dirás: “qué pena que ya no cante, qué bueno sería si cantase”». Lo recuerdo, recuerdo esta frase: «qué bueno sería si cantase». Otro recuerdo son los paseos en trineo por el bulevar Srétinski, Moscú cubierta de nieve, lo recuerdo porque después ya no vería la nieve, en Berlín no nevaba.

8Anatoli Lunacharski (1875-1933): político soviético, bolchevique, estudió filosofía en la Universidad de Zúrich. Fue crítico literario, periodista y dramaturgo. Entre 1917 y 1929 desempeñó el cargo de Comisario del Pueblo de Educación de la RSFS de Rusia. N.d.T.

9Iván Efímov (1878-1959): escultor soviético. El matrimonio compuesto por Efímov y su esposa, Nina Simonóvich-Efímova (1877-1948), es considerado el fundador del teatro de marionetas en la URSS. N.d.T.

10Serguéi Obraztsov (1901-1992): titiritero soviético, comenzó la carrera teatral en los años 20. En 1930 creó su propio teatro, que aún existe y es considerado el teatro de marionetas más grande del mundo. A lo largo de su carrera recibió varias condecoraciones estatales. Popularizó el teatro de marionetas en Rusia y en otros países. Entre 1976 y 1984 ejerció como Presidente de la Unión Internacional de la Marioneta. N.d.T.

4

En 1925 se decidió que había que empezar a establecer vínculos comerciales con Occidente, comprar máquinas e industrializar el país. Muchos miembros del partido con estudios superiores fueron enviados a trabajar al extranjero. Mi padre, como ingeniero titulado que dominaba perfectamente el alemán, tuvo que dejar su puesto en el Comisariado de Instrucción Pública y trasladarse a Berlín en calidad de lugarteniente de Krestinski, que entonces pasó a ejercer de representante plenipotenciario y después de viceministro de Exteriores. En 1937 Krestinski lo arrestaron y fusilaron. Su mujer, médico jefe del Hospital infantil Filátov, pasó muchos años en los campos. Con la hija de Krestinski, a la que también arrestaron después, íbamos a la misma escuela rusa adjunta a la embajada. Mi madre fue nombrada directora de la escuela, también era tutora de una clase, enseñaba dibujo y organizó un teatro de marionetas.

De aquel primer año escolar tengo un solo recuerdo vivo. Una vez vino a vernos Gorki. Ya en 1921 había emigrado de Rusia y vivía en Sorrento. Era muy alto, cargado de espaldas, de ojos azules y cejas enmarañadas. Los niños, uno por uno, le recitamos sus versos. Gorki besó a cada niño en la frente y, como solía ocurrirle, lloró de emoción.

En mi memoria, Alemania se funde en un eterno día infantil. Alemania era la infancia. Jugaba con muñecas, soñaba con el carrito de juguete que mi padre rehusaba comprar por una cuestión de principios: me había comprado la cabrita, pero consideraba que el carrito era impropio, demasiado burgués para una niña soviética. Pero yo seguía soñando, es mi sueño no realizado.

En dos ocasiones vino mi abuela. Me llevaba a la cafetería y me compraba unos bombones especiales, de piña al chocolate, que, a saber por qué, nadie más me compraba.

En Alemania me había convertido en una niña alemana. Estudié en la escuela de la embajada solo el primer año, después fui a un colegio alemán normal y corriente, aprendí a escribir con caligrafía gótica, leía fácilmente los libros infantiles impresos con esta tipografía. Es un tipo de letra muy especial, creía que se me habría olvidado. No obstante, hace poco vi un libro y pude leerlo.

Solíamos llevar unos álbumes donde unas a otras nos escribíamos versos tontuelos. Aún conservo el mío. Esta, por ejemplo, es una nota en alemán: «Si piensas que no te quiero y solo juego contigo, coge un candelero y alumbra mi pecho amigo». O bien: «Si tras muchos, muchos años este álbum vuelves a abrir, recuérdanos como antaño en nuestro alegre ir y venir». Notas así.

Había que sentarse con las manos encima de la mesa, el colegio alemán es riguroso. Era un colegio femenino, los niños y las niñas entonces estudiaban por separado. A la hora del patio, claro, había juegos tontos de niñas… Yo iba de buena gana. No me producía emociones negativas. Todos iban al cole. En general, en aquel momento me apetecía ser como los demás, vivir como todos, no destacar. En realidad, más tarde también sentí lo mismo, ya lo contaré. La cuestión es que entonces era fácil.

Cada verano íbamos a algún sitio. Fuimos dos veces a Salzburgo, fuimos también a Suiza, a París: mi primera vez en París fue al cumplir los siete años.

Recuerdo que mi padre por alguna razón se marchó de París a Niza mientras que mi madre y yo viajamos a Biarritz, a la costa sur; en la estafeta de correos mi madre le compuso un verso gracioso para que viniese cuanto antes a reunirse con nosotras.

¿Cómo explicar cómo era mi madre? Estaba llena de carnavaladas, de bromas, de juegos. Tenía una vena lúdica muy fuerte. Una habitación asquerosa alquilada en un hotel o en cualquier sitio, mi madre la convertía en un abrir y cerrar de ojos en algo particular: allí dejaba caer su pañuelo de seda, allá cambiaba de lugar un mueble, compraba un sencillo jarrón, unas flores y todo cobraba vida. El interiorismo era su don, deseaba ver a su alrededor cosas bellas y jugar. Desde niña, mi madre rimaba con mucha facilidad y componía versos graciosos. Compuso, por ejemplo, este epitafio:

Muerta yo, lleno de versos mi bloc heredarás.

Lo mirarás un día de reojo y pensarás:

«Qué maja era mi gata, tan coqueta (no sé por qué pero yo llamaba a mi madre “gata”),

de alma vagabunda, algo poeta,

de líricos maullidos pensativos,

lo suyo eran los puntos suspensivos.

Alma felina amante de las rimas y las latas de sardinas,

odiaba los chistes triviales y las espinas.

La nata montada prefería con creces,

con una gota de licor a veces.

Ebria solo de sueños fantasiosos,

Los otros gatos le parecían sosos».

Y etcétera, etcétera, en ese plan. Lo escribía de un tirón, sin pararse a tomar aliento.

Y también recuerdo cuando fuimos a la estación de trenes, mi padre vino a Biarritz, qué alegría. El mar, las rocas, una maravillosa vida alegre y libre de preocupaciones. Una vida como la de los demás. Todos viajaban en verano y todos explicaban después dónde habían estado…

Pero se acabó. Normalmente pasábamos las vacaciones en Suiza o en Francia, en alguna parte. De repente mi padre decidió pasar sus vacaciones en Rusia, ver cómo funcionaban las máquinas que compraba.

Mi madre le exhortaba a que no lo hiciese. Parecía que le diera miedo. En general, la Rusia soviética la asustaba, algo que en adelante influyó en nuestro destino. Hubo una llamada, alguien le pidió a mi padre que se reuniese con él. Mi padre quiso saber quién era, pero el hombre le dijo: «No puedo revelar mi identidad». Mi padre se negó a verse con él. Pasados dos días, volvió a llamar y le dijo: «está en juego el bienestar y la vida de su familia». Entonces mi padre aceptó la cita en un café. El desconocido, que era ruso, dijo sin presentarse: «No debe ir a Rusia, no le dejarán salir de allí».

Mi padre le contó esa conversación a mi madre, lo recuerdo. Él creía que era una trampa, que los comunistas estaban comprobando si era de fiar. Y concluyó: «No me queda otra, debo ir». Y se fue.

El día que mi padre tenía que volver de vacaciones, fuimos a la estación de trenes a buscarlo: no estaba en el tren. Llamó al día siguiente y solo dijo: «No me esperéis». Al cabo de un par de días nos entregaron una carta que nos hizo llegar aprovechando el viaje de alguien. En la carta nos decía: «No volveré a Berlín, tenéis que regresar para reuniros conmigo».

A mi padre lo detuvieron cuando ya había subido al tren. Aparecieron dos hombres, comprobaron sus papeles y lo sacaron del tren. Era la táctica favorita de los agentes de la GPU11: prenderte en el último momento y delante de todo el mundo. Un golpe que no solo hacía sufrir a la víctima, sino también a los testigos. Mi padre dio por sentado que estaba arrestado, pero no, tan solo le quitaron el pasaporte para viajar al extranjero y le informaron de que a partir de ese momento trabajaría en Rusia.

No tenía dónde vivir. Se alojó con su hermano, el que he mencionado antes. Tenía una habitación pequeña, en ocho metros cuadrados vivían él, su mujer y su hijo (hasta que este fue arrestado), no había espacio para otra cama, ni tan siquiera para un colchón, durante cuatro años mi padre durmió en el escritorio. Ponían algo encima del escritorio y allí dormía mi padre. Por descontado, no teníamos a dónde volver. Pero no se trataba solo de esto. Mi madre tenía miedo de regresar.

11GPU u OGPU: Gosudárstvennoe Politícheskoe Upravlenie pri NKVD RSFSR(Directorio Político Unificado del Estado) fue la policía secreta, la sucesora de la Checa. N. de T.

5

Vivíamos en Hohenzollernplatz, en un apartamento de alquiler. En aquella época, era una zona ajardinada. Vivíamos en una casa pequeña de dos plantas en la que ocupábamos cuatro habitaciones de la planta baja; las ventanas daban al jardín. Una vez se nos coló un ladrón. Me desperté y oí a mi madre hablar con alguien. Miré y vi a un chico joven, estaba de pie detrás de la cabecera de la cama. Por la puerta entreabierta del balcón entró en una de nuestras habitaciones, mi madre entabló una conversación con él.

Hace un año y medio estuve con Sima en Berlín y fuimos allí. No queda nada, ni el jardín ni las casitas, por todas partes levantaron unos edificios de ocho o nueve plantas. No encontré ni una huella de mi infancia alemana.

Hasta mi último año allí había vivido una vida infantil, infantilmente amodorrada. Era como si mi alma aún no viviese. Después apareció mi primera amiga del alma, Ursula Hoos, una niña judío-germana de una familia muy rica. La primera vez que fui a su casa, descubrí, para mí inmensa sorpresa, que Ursula ocupaba un apartamento propio de tres habitaciones: un dormitorio, una habitación para estudiar y otra para jugar. Cuando nos llamaban a comer, entrábamos en un comedor que era increíblemente monumental, algo que existía solo en Alemania: los pesados cortinajes, las pomposas arañas de luz, la mesa de unos doce metros de largo en la que cada comensal se sentaba a un metro de distancia del otro. Su padre era un Junker12 de puro linaje ario y su madre venía de una familia judía. Hoos es un apellido propio de la nobleza alemana.

Recuerdo que cuando me presenté ante sus padres, la madre de Ursula dijo: «Lilia ha venido de la Unión Soviética, pero es judía y es una niña muy maja y avispada». Fue entonces cuando por primera vez sentí que ser judía es algo especial, aunque en modo alguno entendía si bueno o malo.

Quise una barbaridad a Ursula. Supongo que fue la primera manifestación de la búsqueda del amigo, de la amistad que en adelante ocuparía un lugar tan importante en mi vida.

Y también empecé a leer. Hasta entonces había leído poco y mal. Me acuerdo de que Ursula me decía: «Para qué te voy a pasar los libros si de todos modos no te los acabarás a tiempo». Y de repente salté a otro nivel. Recuerdo el libro con el que ocurrió. Era una traducción alemana de Karin Michaëlis, una maravillosa escritora danesa a la que muchos años después yo también traduciría y editaría. Tiene un libro para niños: Bibi. Pues bien, con ese libro aprendí a leer rápido y con afán.

Bibi, de Karin Michaëlis, vino conmigo a Moscú, nunca me he separado de ese libro en… ¿cuántos años?, diría que hace unos sesenta y cinco que me acompaña. Su trama es, muy a la usanza de entonces, la del viaje de una niña. La niña recorre una provincia tras otra. Una especie de relato geográfico que presenta Dinamarca y a la vez sus costumbres diversas; y tengo para mí que su lectura despertó mi pasión por el peregrinaje, por lo nuevo. En fin, muy buen libro y muy buena escritora, Karin Michaëlis.

Así, el alma comenzó a vivir no solo de amistad, sino también de lectura. El segundo libro que leí y que consolidó definitivamente mi afición fue Doctor Dolittle, traducido del inglés. Lo que Chukovski convirtió en el doctor Aybolit. No es un personaje que Chukovski inventara, simplemente reescribió la historia en verso, en realidad es una novela en inglés en varios volúmenes. Es muy entretenida cuando tienes nueve o diez años. Gracias a estos dos libros que leí mi mundo se amplificó.

Hubo otro fenómeno que impulsó mi despertar. Quiero hablar de ello porque fue un elemento muy importante en mi formación. He dicho al principio que la vida exterior fue lo que me formó. Estábamos en 1930. En las calles de Berlín comenzaron las manifestaciones: hitlerianas y comunistas. Salían en grupos poco numerosos, de cincuenta, de cien personas, iban con pancartas, con banderas. Muy a menudo las marchas concluían en refriegas. Eran de escasa importancia, lo recuerdo perfectamente, pero dejaban una sensación de malestar. La calle dejó de ser tranquila, fuera siempre pasaba algo. En definitiva, mi madre se daba cuenta de que seguir en Berlín era imposible. La emigración rusa se precipitó hacia París en aquel momento. Por su parte, mi madre decidió primero ir a ver a mi abuela a Palestina. Pero no fuimos solas.

La propietaria de la casa en la que alquilábamos habitaciones tenía un hijo, se llamaba Ludwig y primero se hizo amigo mío. Era un joven muy guapo, creo que mi madre le llevaba unos cinco años, a mí me galanteaba muchísimo. Me llevaba a los cafés infantiles, a los títeres, al cine, en fin, cada dos o tres días Ludwig me invitaba a algún sitio, yo lo quería mucho. Después me di cuenta de que empezó a almorzar con nosotras… que si tal y que si cual… Y después mi madre me dijo que se iba unos días a Hamburgo; Ludwig desapareció los mismos días. Cuando mi madre regresó, me dijo que había decidido casarse con Ludwig, que se había divorciado de mi padre y que ahora Ludwig era mi nuevo papá. En un santiamén pasé del amor al odio.

Mi madre estaba enfadada con mi padre por haberse ido a Moscú a pesar de la advertencia. Vio en su decisión desdén por la familia, por mí, por ella. Regresar le daba miedo: no había a dónde. Y a su lado, de repente, apareció un periodista joven, un chico encantador. Se le subió a la cabeza. Más tarde lo pagó caro.

12Antigua nobleza terrateniente alemana. N.d.T

6

Así pues, nuestro trío: mi madre, Ludwig y yo, nos dirigimos a Palestina. Creo que fue el único período de mi vida en el que en vez de una buena niña fui un niño malo. Lo hacía todo al revés. Recuerdo el estado de rabia que me dominaba.

Además, por un lado estaba Ludwig, y por el otro, Ursula Hoos. Estaba desesperada porque me separaban de ella, porque la perdía. Continuamente, durante todo el tiempo en el barco, le escribía unas cartas infinitas con esa estúpida letra gótica.

Tiempo después —mi madre y yo ya nos habíamos mudado a París— intenté localizar a Ursula, pero toda su familia desapareció sin dejar rastro cuando los nazis llegaron al poder. Me dolió mucho.

Cuando llegamos a Palestina, me portaba tan mal con Ludwig que mi madre se negó incluso a vivir conmigo en casa de la abuela. Me dejaron con la abuela y ellos alquilaron un piso.

Los eucaliptos de Tel Aviv ya se habían convertido en unos árboles exuberantes que cubrían por completo las calles, gracias a su sombra se podía pasear por ellas a pesar del calor.

Mi cometido era librarme de Ludwig. Resulta curioso, soy esencialmente una persona benévola y apacible. Pero aquello era una crisis en toda regla. El único recuerdo agradable de aquella visita son los concursos de castillos de arena. Tel Aviv tiene una playa maravillosa, de arena y muy ancha. Allí era donde organizaban los concursos. De repente mostré dotes excepcionales para la arquitectura y gané el tercer premio. Fue colosal. Mi primera alegría por un acto creativo. Sentí que era capaz de hacer algo que los demás pudieran encontrar bueno e interesante. En contraste con mi desmesurada negatividad en lo relativo a Ludwig, aquello tenía un valor especial.