image

DÍAS, MESES, AÑOS

YAN LIANKE

TRADUCCIÓN DEL CHINO Y NOTAS
DE BELÉN CUADRA MORA

image

TÍTULO ORIGINAL: image (NIAN YUE RI)

Publicado por

AUTOMÁTICA

Automática Editorial S.L.U.

Avenida del Mediterráneo, 24 - 28007 Madrid

info@automaticaeditorial.com

www.automaticaeditorial.com

Copyright © Yan Lianke 1997.

© de la traducción, Belén Cuadra Mora, 2019

© de la presente edición, Automática Editorial S.L.U, 2019

© de la ilustración de cubierta, Laura Romero 2019

Derechos exclusivos de traducción en lengua española:

Automática Editorial S.L.U.

ISBN: 978-84-15509-43-1

eISBN: 978-84-15509-60-8

DEPÓSITO LEGAL: M-24904-2019

Diseño editorial: Álvaro Pérez d’Ors

Composición: Automática Editorial

Corrección ortotipográfica: Automática Editorial

Impresión y encuadernación: Romanyà Valls

Primera edición en Automática: septiembre de 2019

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización de los propietarios del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluyendo la reprografía y los medios informáticos.

Contenido

  1. Portada
  2. Título
  3. Créditos
  4. Contenido
  5. Capítulo 1
  6. Capítulo 2
  7. Capítulo 3
  8. Capítulo 4
  9. Capítulo 5
  10. Capítulo 6
  11. Capítulo 7
  12. Capítulo 8
  13. Capítulo 9
  14. Capítulo 10
  15. Capítulo 11

1

El año de la sequía eterna, el tiempo quedó calcinado, convertido en cenizas. Al apretarlos entre las manos, los días tiznaban y abrasaban como el carbón, bajo una cadena de soles deslumbrantes que surcaba sin descanso el cielo. De la mañana a la noche, el anciano percibía el pardo olor a chamuscado de su pelo y, en ocasiones, al levantar las manos hacia el cielo, le llegaba al instante un hedor negro a uñas quemadas. Demonios con el tiempo, solía maldecir. Salió de la aldea vacía caminando sobre una soledad infinita. Vamos, Ciego, dijo entornando los ojos hacia el sol. Al oír sus pasos longevos y vastos, un perro sin vista lo siguió como una sombra.

El anciano avanzaba por el camino de la cresta del monte con los rayos solares crujiendo bajo sus pies. La luz resplandeciente caía en oblicuo desde la sierra oriental y se le clavaba como varillas de bambú en el rostro, en las manos, en las puntas de los pies. Notaba un calor penetrante en la cara, igual que si lo hubieran abofeteado, y quemazón en los surcos de las arrugas en torno al ojo y la mejilla que daban al sol, como si perlas al rojo vivo le circularan ocultas bajo la piel.

Iba a orinar.

Y a la zaga iba el perro ciego, también a orinar.

En el último medio mes, lo primero que el anciano y el perro hacían cada mañana al levantarse era caminar hasta un terreno en cuesta a ocho li1 y medio de la aldea para echar una meada. En esa pendiente de solana, el anciano tenía un maíz: un tallo solitario que chispeaba de verde aquel año estéril de sequía; el único que en los días cenicientos conservaba cierta humedad oleaginosa. La orina es abono y agua, y la planta encontraba cuanto le faltaba en los desechos que el anciano y el perro acumulaban durante la noche. Al pensar que el tallo tal vez habría crecido dos dedos en el crepitar de la pasada noche y que sus cuatro hojas podrían ahora ser cinco, el corazón le reptó erizado, una sensación suave y veloz le hinchió el pecho y en su rostro se dibujó una sonrisa de arrebol. Las hojas del maíz nacían de una en una. ¿Por qué las hojas de la acacia, del olmo o de la caoba, pensó, nacen de dos en dos?

Se giró. Dime, Ciego, preguntó al perro, ¿por qué las hojas de los árboles crecen de forma distinta a las de los cultivos? Posó la mirada en la cabeza del perro y, sin aguardar respuesta, se giró de nuevo y continuó su andar cavilando. Alzó la vista con la mano colocada a modo de visera sobre la frente y miró a poniente, en la dirección hacia la que apuntaban los rayos del sol. En lo alto del monte, sobre un terreno pelado, vislumbró a lo lejos una sombra entre violeta y pajiza, como una humareda densa de polvo rojo que se propagaba. El anciano sabía que se trataba del calor de la tierra que, tras descansar durante la noche, volvía a asomar cuando el sol llevaba un rato avivándolo. Al observarla de cerca, sobre la superficie se advertía un entramado de grietas, como si hubieran cocido la montaña y la hubieran hecho añicos a continuación, estrellándola contra el suelo.

Hacía tiempo que la gente había planeado su huida. Cuando el trigo se secó en los campos, las altas cumbres se volvieron áridas y el mundo entero se agostó, se evaporaron también las esperanzas de los campesinos. Con la sequía persistiendo hasta entrado el otoño, el cielo se encapotó de súbito con nubes negras y el retumbar de los tambores recorrió las calles de la aldea. ¡Siembra de otoño!, gritaban, ¡siembra de otoño! ¡El Cielo nos ordena sembrar! Ancianos y niños, hombres y mujeres lanzaban voces de regocijo como canciones que fluían en torrentes por la aldea, en una dirección y en otra, y se derramaban después por la montaña.

—Siembra de otoño.

—Siembra de otoño.

—El Cielo nos manda lluvia para que sembremos.

Los gritos abigarrados de viejos y jóvenes sacudieron la sierra entera. Los gorriones posados en las ramas echaron a volar despavoridos y chocaron en el aire, haciendo que se precipitaran del cielo plumas como copos de nieve. Las gallinas y los cerdos se quedaron perplejos a las puertas de sus casas, con rostros pálidos de estupor. Los bueyes amarrados en los establos intentaron zafarse de las ataduras, se abrieron los hocicos y lo mancharon todo con su sangre negruzca. Todos los gatos y los perros se encaramaron a los tejados para contemplar aterrados a los aldeanos.

Densas nubes cubrieron el cielo tres días enteros.

Y durante aquellos tres días, los aldeanos de Liujiajian, Wujiahe, Qianliang, Houliang, Shuanmazhuang y de toda la sierra de Balou sacaron las semillas de maíz que tenían a buen recaudo y aprovecharon para plantarlas antes de que llegara la lluvia.

Al cabo de tres días, el nubarrón se dispersó y un sol abrasador volvió a achicharrar los montes como fuego llameante.

Pasado medio mes, algunos aldeanos echaron el candado de sus casas, cerraron los portones de los patios, cargaron su equipaje y se marcharon, huyendo del hambre y de la sequía.

En los dos o tres días que siguieron, las gentes se fueron en oleadas para escapar de la tragedia. Se agolparon como hormigas en el camino de la cresta de la sierra para irse a otro lugar y el susurro de sus pasos se sucedió sin principio ni fin por la aldea, golpeando las puertas y las ventanas de cada casa.

El anciano partió con el último grupo de vecinos el decimonoveno día del sexto mes del calendario tradicional. Caminaba en medio de una docena de personas cuando alguien preguntó a dónde debían dirigirse. Hacia el este, replicó el anciano. ¿Qué hay al este?, preguntaron. Al este está Xuzhou, contestó, a unos treinta o cuarenta días de marcha; allí se vive bien. Así, se dirigieron al este. Un sol de justicia alumbraba el camino. Las nubes de polvo que levantaban al andar caían de tanto en tanto con un ruido sordo. Cuando hubieron cubierto ocho li y medio de distancia, el anciano se detuvo. Se acercó a la parcela familiar para echar una meada y, a su regreso, dijo:

—Seguid hacia el este.

—¿Y tú?

—En mi parcela ha brotado un tallo de maíz.

—¿Crees que eso te salvará de morir de hambre?

—Tengo setenta y dos años. Moriré de agotamiento al tercer día de marcha. Puestos a morir, prefiero hacerlo en la aldea.

Los aldeanos se fueron. La caravana se fue alejando, convertida en un borrón negro que desapareció lentamente bajo los rayos tórridos del sol como una sombra de humo y polvo. El anciano aguardó junto a la linde de la parcela hasta que no hubo un ser a la vista y entonces una honda soledad le sacudió el pecho. En aquel instante lo recorrió un escalofrío. Fue consciente de que en la aldea y en aquella parte de la sierra no quedaba nadie más que él, con sus setenta y dos años. El corazón se le vació de pronto y en su cuerpo arraigaron, como otoño sobrevenido, una desolación y una quietud sepulcrales.

1Unidad de longitud tradicional. Su valor ha variado a lo largo de la historia, aunque siempre en torno al medio kilómetro. En la actualidad equivale a 500 metros exactos.

2

Aquel día, cuando el sol hubo asomado por los montes orientales y su luz tornó del dorado al rojo, anciano y perro se encaminaron como venía siendo habitual hacia el terreno a ocho li y medio. El anciano divisó a lo lejos la parcela de un mu2 y un tercio y, en su centro, el brote de maíz, de un palillo de alto y tan verde bajo la luz incandescente que parecía rezumar agua. ¿Lo hueles?, se giró al perro ciego, huele estupendamente. El aroma húmedo y fresco del tallo se hacía notar a nueve o diez li de distancia. El perro levantó la cabeza, se restregó contra su pierna y corrió hacia la planta sin mediar palabra.

El hondo barranco que se abría al frente rebosaba calor y expelía un aire sofocante que abrasaba el rostro del anciano. Se quitó la camisa blanca, la arrugó haciendo una bola y se la pasó por la cara. Le llegó un intenso tufo a sudor de tres dedos de grueso. Este es buen abono, pensó, esperaré a que el maíz siga creciendo otro medio mes para lavar la camisa y cargaré el agua de la colada desde la aldea para que el tallo se dé con ella un festín que ni en Año Nuevo. Se colocó la preciada camisa bajo la axila y ante su vista surgió el maíz, con medio cuerpo de altura y cuatro hojas. La quinta hoja no había empezado a nacer como esperaba. Observó la planta con atención, le quitó algunas motas de polvo y el desencanto lo invadió por dentro.

El perro se restregó varias veces contra la pierna del amo y corrió alrededor del tallo una vez y luego otra. No te acerques tanto, Ciego, le dijo el anciano, y el animal se detuvo y dejó escapar unos ladridos de piel de lima mientras levantaba la cabeza, como si le urgiera hacer algo y no pudiera contenerse por más tiempo.

El anciano sabía que se aguantaba las ganas de mear. Fue hasta la acacia seca, a un lado de la parcela, y agarró una azada —allí solía colgar sus aperos cuando había terminado de usarlos—, se acercó al flanco occidental del maíz —el día anterior había sido el oriental— y abrió un socavón en la tierra. Venga, mea, dijo. Pero antes de que el animal terminara de evacuar, algo llamó de pronto su atención septuagenaria. Sintió un dolor desgarrador en los ojos y un vuelco en el pecho al ver en las hojas inferiores unos puntos redondos, como granos de trigo. ¿Se está secando? Por las mañanas vengo a orinar y al caer la tarde, a regar. ¿Cómo es posible que se esté secando? Mientras se erguía, reparó en el pis amarillento del perro y comprendió que aquellas manchas que parecían quemaduras no eran consecuencia de la sequía, sino de que la orina de perro era mucho más rica y tórrida que la de los hombres. Maldito seas, Ciego, te vas a enterar… El anciano le dio una patada y el animal aterrizó con un golpe seco cinco codos más allá, como un saco de grano. Si vuelves a hacerlo, te enteras, le dijo, ¿es que me quieres achicharrar la planta?

El perro se quedó inmóvil, sin comprender. Las cuencas de sus ojos, como pozos secos, se humedecieron en un instante.

Te lo tienes merecido, dijo el anciano. Lanzó una mirada de desprecio al animal, se acuclilló y examinó las manchas de las hojas, que relucían como el jade. Con gesto apresurado, retiró con la mano la blanca espuma del orín canino que la tierra no había terminado de absorber y excavó el barro húmedo, que lanzó a un lado. A continuación tapó el hoyo con la azada y aplastó la tierra. Anda, dijo al perro, vamos a casa a por agua. Si no diluimos esto pronto, en dos días me quemas la planta.

El perro enfiló el camino de la cresta seguido del anciano. El sonido cálido de sus pasos caía dibujando espirales en el aire, como hojas secas bajo el fuerte sol.

Sin embargo, al igual que el sonido de aquellos pasos, las desdichas del maíz como se iban, volvían. Fue el anciano a por agua, nacida ya la sexta hoja, cuando un pequeño torbellino de viento se levantó junto al pozo y echó a volar su sombrero de paja, que rodó a toda velocidad por la aldea, rula que te rula, mientras él lo perseguía.

El torbellino giraba como una criba cada vez más veloz, siempre una braza por delante del anciano, que fue tras él hasta la entrada de la aldea. Aunque en varias ocasiones llegó a rozar el borde, el soplo de aire era más rápido y lo dejaba atrás. Tenía setenta y dos años y sus piernas no eran las de antes. ¡Al carajo con el sombrero!, pensó. En esta aldea no queda nadie más. Puedo entrar en cualquier casa y buscar otro. El anciano se paró y alzó la vista. En lo alto del monte había una única choza, enhiesta como un templo junto al camino. El torbellino chocó contra su muro y se detuvo.

El anciano se acercó parsimonioso y pateó el torbellino debilitado. Se agachó a recoger el sombrero y lo despedazó, lo tiró al suelo y lo pisoteó con furia mientras gritaba:

—¡Eso para que corras!

—¡Y eso para que te vayas detrás de otro torbellino!

—¡A ver si la próxima vez te atreves a correr!

El sombrero acabó hecho trizas. Por primera vez en muchos días, un nuevo aroma a paja blanca impregnó el calor asfixiante y seco de la cresta del monte. El anciano hizo una bola con el sombrero, lo tiró al suelo, lo aplastó con el pie y le preguntó: ¿A que ahora no corres? No volverás a correr en tu vida. Bastante tengo con esta sequía para que encima vengas tú a fastidiarme, maldito seas. Resollando, dirigió la mirada a la parcela a ocho li y medio, con el pie ya quieto sobre el sombrero, y su soliloquio se interrumpió de pronto como se corta una cuerda.

Una nube de polvo rojo como una tapia traslúcida y ondulante se extendía por la montaña. El anciano se alarmó y comprendió al instante que aquello no era un pequeño torbellino, sino un vendaval. Quieto junto a la esquina de la casa y bajo un sol abrasador, el corazón se le hundió como si el muro que tenía a su espalda se le hubiera desplomado encima.

Echó a andar presto en dirección a la parcela a ocho li y medio.

A lo lejos, la tapia de polvo rojo se hacía más densa por momentos y daba sacudidas como una riada, como oleaje que anegara la sierra entera.

Se acabó, pensó el anciano. Me temo que con esto acaba todo.