ferreyra, natalia

el resto de los días / natalia ferreyra. - 1a ed. - río tercero : nudista, 2017.

libro digital, EPUB

archivo digital: descarga y online / isbn 978-987-1959-60-0

1. relaciones humanas. 2. amor. 3. historia de familias I. título.

CDD A863

ficha técnica
logo - martina carcavallo / mambostudio
corrección - LETTERA: eloísa oliva, lisa daveloza y emilia casiva
fotografía de tapa - juan cruz sánchez
diseño y dirección editorial - martín maigua


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Acerca de la autora

Natalia Ferreyra nació en 1980, en Córdoba. Es Licenciada en Comunicación Social y trabaja en comunicación, prensa y desarrollo de contenidos. En 2014 dirigió el documental La Hora del Lobo, que participó en distintos festivales de cine. Algunos de sus relatos fueron publicados en diversos medios de su ciudad. El resto de los días es su primer libro.

Otros títulos publicados:

despiértenme cuando sea de noche - fabio martinez (cuentos)
1027 - eloísa oliva (poesía)
el mundo no es más que eso - martín maigua (poesía)
vida en común - pablo natale (poesía)
casa de viento - antología personal - osvaldo bossi (poesía)
newton y yo - marcelo daniel díaz (poesía)
cielos de córdoba - federico falco (nouvelle)
unos días en córdoba - juan terranova (diario-crítica)
la pared - irene gruss (poesía)
el tiempo en ontario - eloísa oliva (poesía)
el loro que podía adivinar el futuro - luciano lamberti (cuentos)
orquídeas - margarita garcía robayo (relatos)
avenida de mayo - silvio mattoni (poesía)
K I K I 2 - cuqui (diario)
los pibes suicidas - favio martinez (novela)
los centeno - pablo natale (novela)
villa olímpica - carlos surghi (poesía)
romper la vida /antología existencial/ - alejandro schmidt
experimentos con seres humanos - carlos schilling (relatos)
razones personales - franco boczkowski (poesía)
la vertiente - sergio gaiteri (novela)
el asesino de chanchos - luciano lamberti (cuentos)
lima y limón - antonio jiménez morato (novela)
las noticias - hernán arias (novela)
el momento de debilidad - bob chow (novela)
donde empieza a moverse el mundo - carina radilov chirov (cuentos)
yo soy aquel - osvaldo bossi (novela)
la cabeza del monstruo - agustín ducanto (cuentos)
un oso polar - pablo natale (cuentos)
acá había un río - francisco bitar (cuentos)
EL ÁGUILA HA LLEGADO - bob chow (novela)
los niños de renoir - mariana robles (poesía)
viaje de omar - adrián savino (novela)
firket misión tropical - marcelo miceli (novela)

Las olas


Matías siempre baja a la playa temprano, dice que es la mejor hora para tomar sol y meterse al agua. Agustina logra despertarse del todo cuando arman la sombrilla. Recién ahí siente que el cuerpo volvió a posarse sobre la tierra y no hay nada que pueda hacer para disimularlo.

Ella se ocupa de Clara y él de Tomás. Se organizaron así porque si no terminan bajando a las doce del mediodía. Entre el desayuno, hacer que vayan al baño, ponerles protector, cargar los yogures, las lonas y los jueguitos para la arena, prepararse para ir a la playa es como organizar una mudanza.

Divididos en parejas funcionan mejor, aunque siempre es Matías el que termina primero con Tomás. Después, espera cinco, diez, hasta quince minutos, que Agustina termine con Clara. El resultado se repite todas las mañanas: las dos mujeres de la casa terminan enojadas sin saber qué hacer la una con la otra.

Agustina le acerca su hija a Matías, está lista, huele a loción solar y se queja porque la gorra le ajusta la nuca. Él agarra a los chicos de la mano, atraviesa la puerta, la deja abierta.

El portazo de Agustina hace eco y se alcanza a oír en varios pisos del edificio.

El diario bajo el brazo, el bolso que cuelga de un hombro. Descalzo y con los lentes puestos mira hacia arriba. Le gustaría poder descifrar la cantidad de rayos que salen del sol. Inventa un número, lo eleva a una potencia, lo multiplica. La luz lo encandila, lo marea. Aleja la vista del cielo y con los ojos llenos de lágrimas chequea que Tomás y Clarita sigan a su lado.

Sale un vecino, el mismo de hace dos temporadas, lo saluda, le habla de fútbol, de que siempre pasa lo mismo con los equipos chicos.

—Su señora, ¿no baja a la playa?

—Y, viste cómo son las mujeres. Hasta que se preparan… no bajan más.

Cruza la avenida y el kiosquero levanta la mano. Clarita lo toma del bolsillo de la malla y tira hacia abajo.

—Pa, papi, eso, un pidulín.

—Es temprano, hija. Los pirulines se comen a la tarde, después de dormir la siesta.

—Pedo tengo sed, quiedo un pidulín…

Matías saca una botellita de agua del bolso. Clarita agarra la botella, toma un sorbo, suspira.

—Ta fía papi, fía.

—Está rica, mirá, es la misma agua rica que tomamos en casa.

En el estacionamiento del balneario apenas hay cinco, seis autos. Se fija en los modelos, todavía no llegó el malón de turistas. Chequea la hora, nueve y diez, y siente orgullo de ser uno de los primeros en llegar a la playa. Clarita pide que la alce.

—Tratá de mirar el final del mar, hija.

—No veo, ta lejos.

Tomás dice que él sí lo ve, que ya lo descubrió. Matías le hace señas para que se calle, ya le explicó, hay que dejar que Clara descubra las cosas sola.

Cuando nació Clarita, Tomás pasó a ser para Matías tan grande como un adolescente. Con Agustina discuten siempre por lo mismo, ella le reprocha que lo trata diferente por el solo hecho de que existe alguien menor en la casa.

—Vamos a esperar a mamá en la sombra, así bajamos todos juntos.

Agustina viene arrastrando una reposera por la calle de arena. La camisola blanca se le mete entre las piernas, le marca la cintura. El viento le revuelve el pelo, se lo pega a la cara. Matías la mira de lejos, le repasa las facciones como si fuese una mujer que le resulta conocida pero no logra descifrar de dónde.

—Mami compame un pidulín. —Clarita intenta otra chance desde lejos.

—Ya le dije que después, a la tarde —dice Matías.

Agustina se une a la familia. Los cuatro bajan en hilera hacia la costa. En el medio, van los niños. Cruzan la zona de carpas, están todas desocupadas. Los empleados, en cuero y descalzos, desapilan sillas de madera. Uno de ellos le dice a otro que en la quince van seis, que ya están reservadas. Fuman, se pasan el cigarrillo entre ellos. Agustina frena para sacarse las ojotas, apoya los pies en la arena, el talón se hunde. Siente tibieza en el empeine. Matías y Clarita siguen de largo, Tomás frena, espera a su madre.

—No arrastres la toalla, hijito.

—Me cansa llevarla.

—A todos nos pasa lo mismo. —Se acerca, le saca la toalla y la carga en el cuello.

Cruzan la bandera, hoy es negra y con bordes amarillos.

—Má, ¿con esos colores me puedo meter?

—Apenas, en la orilla y de la mano de papá.

Agustina no se baña en el mar. Desde los doce años evita acercarse a lo profundo y desconocido. No se mete en ningún lado sin tener certezas sobre la profundidad y los desniveles del piso. Este año había pensado en romper la racha. Animarse, quebrar la fobia aunque sea por los hijos. El día que llegaron fue al puesto de turismo, pidió un mapa de la playa, consultó sobre la tendencia del oleaje, sobre el suelo marítimo. Las recepcionistas le dijeron que ni siquiera los bañeros tenían esas precisiones. Un hombre de pelo gris que esperaba ser atendido se acercó al mostrador y le dijo que la seguridad y el agua nunca iban de la mano.

Un verano, su padre intentaba atrapar mojarritas con una botella de cocacola en el río Anisacate. Ella y su hermano estaban parados en una piedra que parecía el caparazón de una gran tortuga. A lo lejos, escucharon alaridos. Una mujer de cincuenta años venía bajando por la montaña, agitaba la funda de una sábana. Se viene, se viene, gritaba. El padre de Agustina no tuvo tiempo para moverse, apenas levantó la cabeza, el agua lo chupó.

—¿Por acá te parece bien, Agus? —pregunta Matías, y deja caer el bolso.

—Está un poco mojada la arena.

—Sí, mejor, para que no se vuele.

Suelta los bultos y caen en línea recta hacia el suelo. Abre las reposeras, una la ubica hacia el sol, la otra mirando al mar. Clarita quiere ir al agua. Lo dice con repeticiones monótonas pero suaves.

—Yo quiedo id al mad, quiedo id al mad, ma, al mad quiedo id, mad…, ma, quiedo id.

—Esperá a que papá se acomode.

Tomás ya está sentado en la arena, hace huecos con la punta de un palo que encontró tirado.

—Qué vas a diseñar hoy, hijo.

—Una torre de panqueques.

—¿Como la que comimos anoche?

—Mucho más grande, grande, grande como la cancha de River.

Ella sonríe y gira la cabeza, busca a su marido con la mirada. Está absorto con la mano elevada hacia el cielo.

—Parece que hoy sopla del sur, a las cuatro de la tarde vamos a estar muertos de frío.

—¿Te ayudo?

—Y vos, ¿cómo lo ves?, ¿te parece que viene del sur?

—Es lo mismo, total, nunca se nos voló una sombrilla.

Matías dice algo en voz baja que ella no alcanza a escuchar. Agustina se para con las manos en la cintura. Él hace un hueco en la arena con la punta de la vara de la sombrilla. Tira el peso del cuerpo sobre la vara, apoya la panza y empieza a girar. La arena se levanta a los costados del hueco y le tapa los pies.

—Me parece que ya está —dice Agustina, pero él sigue girando.

—Falta, falta, viste que parece que viene más viento.

Ella le pasa el parasol abierto, él lo cierra, lo engancha en el mástil y recién ahí lo abre. La sombrilla queda perpendicular al mar, frena el viento y hace sombra sobre el diario que alguien dejó caer en la arena.

Matías se saca la remera, la ata a uno de los caños de la sombrilla. Agustina lo mira desde pocos metros de distancia. El tatuaje que tiene cerca del omóplato se va destiñendo, es una letra china que ni siquiera él sabe qué significa. Busca el bronceador en el bolso, se pone en los hombros, en la nariz, en la frente.

—Acordate de la panza, después te arde y no sabés por qué —dice Agustina.

Matías invita a su hija al agua.

—Vamos, vamos con papá.

Clarita empieza a correr hacia el mar.

—Tomi, ¿no querés ir con papá?

—No, tengo que terminar la torre de panqueques más grande del mundo.

Ella se pone los lentes y se deja hundir en la reposera. Mira las marcas de su bronceado. Busca los lunares del pecho, siente que con los años empezaron a reproducirse tiñéndole el cuerpo de un color que no es el de ella. Levanta la vista y ve a Tomi, tan alto y a la vez tan chiquito. Se para igual a su padre, con las rodillas hacia adentro y el pecho mirando hacia arriba. Va y viene del mar juntando agua en un balde amarillo, se pasa la mano por la frente, suda como si estuviera picando piedra en el medio de la puna.

Ya pasaron cinco años desde que lo tuvo. La maternidad le había alterado hasta las formas de emocionarse. La tristeza ya no aparecía en forma de llanto y las carcajadas podían significar todo lo contrario a lo que estaba acostumbrada. Se había amigado con el silencio, lo sentía poderoso, sincero, quizás, el único escenario donde se sentía viva.

Tomás en sus primeros balbuceos, Tomás y la papilla, Tomás y las ganas de volver a casa temprano para tenerlo en brazos, para sentir el olor a talco, y la búsqueda desesperada de su bebé por tenerla cerca.

Cinco años de Tomás, cinco años con Matías.

Cinco años sin Franco.




***

No hay noticia sobre él que no la haga dudar de todo. Cualquier dato se transforma en un microbio, en un virus que le hace sentir su vida como si fuera la de otro, como si su cuerpo levitara a pocos metros del piso y desde allí se observara. Ahí, sentada, en una playa de la costa de Buenos Aires, con dos hijos, y de otro hombre.

Lo último que supo de Franco es que se mudaría a la montaña. El dato bastó para que durante los mil doscientos kilómetros que hicieron hasta llegar a Villa Gesell estuviera dándole vueltas al tema en la cabeza. Mejor no averiguar si solo o con alguien, mejor no averiguar ni siquiera dónde.

Corre la traba de la reposera, se mueve hacia adelante, se fija que el cuerpo reciba de manera directa los rayos de sol. Se corre de lugar sin levantarse y tira el respaldo hacia atrás. Las rodillas quedan flexionadas mirando hacia el mar. De a ratos, gira la cabeza como si toda ella fuese una brújula fijada en tres puntos. Esposo, uno; hija en el agua, dos; hijo mayor, tres.

Matías esquiva las olas con Clarita en brazos, las carcajadas se propagan por el balneario. Agustina dibuja con los dedos gordos de los pies en la arena, traza círculos, les hace puntitos en el medio, los rodea con doble borde. Siente el muslo mojado, la piel hace sopapa con la tela y la obliga a cruzar y descruzar las piernas a cada rato.

Imagina a Franco en la ciudad, con este calor, cargando cajas y acomodando libros. Y sus cosas. Ahora se arrepiente de no haber ido a buscarlas. La idea siempre le había parecido absurda, algo así como desenterrar un muerto a los pocos días de haber asistido al entierro.

Matías grita desde el agua.

—Agus, andá preparando la toalla, ahí salimos.