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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 131 - febrero 2020

 

© 1996 Suzanne Brockmann

Un auténtico príncipe

Título original: Prince Joe

 

© 2003 Suzanne Brockmann

Pasión a ciegas

Título original: Night Watch

Publicadas originalmente por Silhouette® Books

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2006 y 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-192-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Un auténtico príncipe

Prólogo

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Pasión a ciegas

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Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Un auténtico príncipe

 

 

Suzanne Brockmann

Prólogo

 

 

 

 

 

Bagdad, enero 1991

 

Fuego amigo.

Se llamaba amigo porque provenía de bombarderos y lanza misiles estadounidenses, pero al teniente de la unidad de operaciones especiales de la Armada Joe Catalanotto no le parecía amigo en absoluto. Amistosa o no, una bomba estadounidense seguía siendo una bomba, y destruiría indiscriminadamente cualquier cosa que se pusiera en su camino. Cualquier cosa, o cualquier persona, que se encontrara entre los bombarderos y sus objetivos militares corría un serio peligro.

Y ese pelotón de la Armada estaba definitivamente entre los bombarderos y sus objetivos. Estaban más allá de las líneas enemigas, junto a una fábrica de munición.

Joe Catalanotto, comandante del pelotón Alpha, levantó la vista de los explosivos que estaba colocando con Blue y Cowboy junto a la pared de la embajada de Ustanzia. La ciudad se iluminaba a su alrededor, los disparos y las explosiones encendían el cielo nocturno. Todo parecía irreal.

Salvo que era real. Era muy real y peligroso. Incluso aunque el pelotón Alpha no fuera alcanzado por fuego amigo, Joe y sus hombres corrían el riesgo de encontrarse con soldados enemigos. Si los capturaban, los equipos de operaciones especiales eran tratados a menudo como espías y ejecutados tras ser torturados en busca de información.

Pero ese era su trabajo. Para eso era para lo que se entrenaba a los soldados de la Armada. Y todos los hombres del pelotón de Joe llevaban a cabo sus tareas con precisión y seguridad en sí mismos. No era la primera vez que tenían que realizar una misión de rescate en zona de guerra. Y, desde luego, no sería la última.

Joe comenzó a silbar mientras manipulaba los explosivos y Cowboy, también conocido como alférez Harlan Jones, de Fort Worth, lo observó con incredulidad.

–Cat trabaja mejor cuando silba –explicó Blue a través del micrófono instalado en el casco–. Me volvió loco durante el entrenamiento, hasta que me acostumbré. Será mejor que tú también te acostumbres.

–Genial –murmuró Cowboy entregándole a Joe parte de la mecha.

Le temblaban las manos.

Joe levantó la cabeza y miró al joven. Cowboy era nuevo en el pelotón. Estaba asustado, pero combatía el miedo y apretaba los dientes. Puede que le temblaran las manos, pero el chico estaba haciendo su trabajo.

–Los ataques aéreos te dan miedo, ¿eh, Jones? –dijo Joe gritando para ser oído. Se oían sirenas y alarmas por todas partes. Y, por supuesto, el ruido de las bombas estadounidenses, que destruían los edificios a su alrededor. Sí, estaban en medio de una maldita guerra.

Cowboy abrió la boca para hablar, pero Joe no le dejó.

–Sé cómo te sientes –gritó Joe mientras daba los últimos toques a los explosivos que abrirían un agujero en el muro de la embajada–. Puedo saltar al agua helada desde un helicóptero, puedo saltar en paracaídas desde treinta mil pies de altura, puedo nadar kilómetros, incluso puedo enfrentarme a un activista religioso. Pero esto, tengo que decirte, chico, meterse en Bagdad con las bombas cayendo del cielo me da miedo a mí también.

–¿Miedo? –dijo Cowboy–. ¿A usted? Señor, si hay algo en el mundo que le dé miedo a usted, aún no se ha inventado.

–Trabajar con armas nucleares –dijo Joe–. Eso sí que me da miedo.

–A mí también –añadió Blue.

–No creo que haya un solo soldado en la Armada que no tenga miedo a desactivar armas nucleares.

–Hecho –dijo Joe satisfecho sonriendo ligeramente. Abrirían el agujero en la pared, entrarían, sacarían a los civiles y estarían a medio camino del punto de extracción en menos de diez minutos. Y cuanto antes, mejor. Lo que le había dicho al alférez Jones no era mentira. Odiaba los ataques aéreos.

Blue McCoy estaba de pie y transmitió el mensaje a los demás con gestos, por si acaso no habían oído a Joe con el ruido de las explosiones.

El suelo tembló cuando una bomba de veinte kilos aterrizó en las inmediaciones. Blue miró a Joe y sonrió al escuchar a Cowboy maldecir en voz baja.

Joe se rio y encendió la mecha.

–Treinta segundos –dijo a Blue, que indicó la cifra con los dedos para que el resto del pelotón lo viera. Todos se dirigieron al otro lado de la calle para resguardarse.

Joe pensó que, cuando una bomba iba a explotar, siempre había un momento, por pequeño que fuera, en el que todo parecía ralentizarse. Observó los rostros de sus hombres y pudo ver la adrenalina en sus ojos y en sus mandíbulas apretadas. Eran buenos hombres y, como siempre, él iba a hacer todo lo posible por que saliesen con vida de esa ciudad. Más que vivos, iba a hacer que salieran intactos.

A Joe no le hizo falta mirar el segundero de su reloj para saber que se acercaba, a pesar de que el tiempo parecía haberse alargado infinitamente.

Fue una gran explosión, pero él apenas la escuchó por encima de las demás explosiones de mayor intensidad que se sucedían por toda la ciudad.

Antes de que el polvo se asentara, Blue se puso en camino, atravesando la calle, siempre alerta ante posibles francotiradores. Entró el primero por el pequeño boquete que habían abierto en el muro de la embajada de Ustanzia.

Harvard se ocupaba de la radio y les hizo saber a los de apoyo por aire que estaban entrando. Joe habría apostado a que los de las fuerzas aéreas estarían demasiado ocupados como para prestar atención al pelotón Alpha. Pero Harvard estaba haciendo su trabajo, al igual que el resto del pelotón. Eran un equipo. Siete hombres, siete de los mejores y más brillantes, entrenados para trabajar y luchar juntos, hasta la muerte, si fuese necesario.

Joe siguió a Blue y a Bobby hasta el sótano de la embajada. Cowboy iba detrás, Harvard y el resto del equipo se quedaron vigilando.

Dentro todo estaba oscuro. Joe sacó sus gafas de visión nocturna justo a tiempo. Estuvo a punto de chocarse con Bobby y de romperse la nariz con el fusil que su compañero llevaba colgado a la espalda.

–Espera –dijo Bob.

También se puso sus gafas, al igual que Blue y Cowboy.

Estaban solos allí, acompañados únicamente por las arañas y las serpientes, y lo que fuese que se arrastrase por el suelo.

–El plano está mal. Se supone que debe haber unas escaleras –murmuró Blue caminando hacia delante para echar una ojeada. Tenían un verdadero problema.

Joe sacó el plano de la embajada del bolsillo de su chaleco, aunque lo había memorizado previamente. El plano que tenía en sus manos era el de un edificio completamente diferente. Probablemente fuese la embajada de Ustanzia en cualquier otra ciudad, en algún país al otro lado del mundo. Alguien la había fastidiado.

Blue lo observaba y Joe supo que el oficial estaba pensando lo mismo que él. El genio que se hubiese encargado de los planos iba a pasar un día muy desagradable la semana siguiente. Quizá antes. Porque el comandante y el oficial en jefe del pelotón Alpha de la unidad de operaciones especiales de la Armada iban a hacerle una pequeña visita.

Pero, en ese momento, tenían otro problema del que ocuparse.

Había tres pasillos que conducían hacia la oscuridad. Ninguna escalera a la vista.

–Wesley y Frisco –ordenó Blue–. Moved el culo y venid hasta aquí. Tenemos que dividirnos. Wes con Bobby. Frisco, quédate con Cowboy. Yo voy contigo, Cat.

Blue le había leído el pensamiento a Joe y había hecho lo más inteligente. Con excepción de Frisco, que se encargaba de vigilar a Cowboy, el nuevo, Blue había emparejado a todos de la mejor manera. Él y Joe se mantendrían juntos. De hecho, Blue y Joe volvieron a revivir la Semana Infernal. Los tipos que pasaban juntos la Semana Infernal, un duro entrenamiento de una semana de duración para poner a prueba a los soldados, se mantenían unidos. De eso no cabía duda.

Wesley y Bobby tomaron el camino de la izquierda. Frisco y Cowboy, el de la derecha. Joe y Blue siguieron adelante, aún con las gafas de visión nocturna puestas, como si fueran dos extraterrestres.

Caminaban en silencio y Joe podía escuchar la respiración de todos los demás por los auriculares del casco. Él se movía lentamente, con cuidado, comprobando que no hubiese trampas ni indicio de movimiento delante de ellos.

–Un almacén –escuchó decir a Cowboy por los auriculares.

–Lo mismo digo –susurró Bobby–. Aquí hay muchas latas y una bodega. No hay movimiento ni vida.

Joe captó el movimiento al mismo tiempo que Blue. Prepararon sus metralletas y se agacharon a la vez.

Habían encontrado las escaleras, que subían.

Y allí, bajo las escaleras, asustado y tembloroso como una hoja en un huracán, se encontraba el príncipe de Ustanzia, Tedric Cortere, utilizando a tres de sus ayudantes como escudos.

–No disparen –dijo Cortere en cuatro o cinco idiomas diferentes levantando las manos por encima de la cabeza.

Joe se enderezó, pero no bajó el arma hasta que todos los demás no levantaron las manos. Entonces se quitó las gafas de visión nocturna, parpadeando mientras sus ojos se ajustaban al brillo rojo de la linterna que Blue había sacado del bolsillo.

–Buenas noches, Alteza –dijo–. Soy el teniente de la unidad de operaciones especiales de la Armada Joe Catalanotto, y he venido para sacarlo de aquí.

–Lo hemos encontrado –dijo Harvard por radio tras escuchar el saludo de Joe al príncipe por los auriculares–. Repito, lo hemos encontrado y nos dirigimos a la salida.

Fue entonces cuando Joe oyó a Blue reírse.

–Cat –dijo Blue–, ¿Has visto a este tipo? Quiero decir que si lo has mirado bien.

Una bomba explotó a unos cuatrocientos metros de distancia en dirección Este y el príncipe Tedric se acurrucó más entre sus asustados ayudantes.

Si el príncipe hubiera estado de pie, sería de la misma altura que Joe, quizá un poco más bajo.

Llevaba una chaqueta rasgada de seda blanca. El atuendo era increíblemente llamativo. Estaba adornada con hombreras doradas y lucía una fila entera de medallas y ribetes en el pecho, por su valentía en los ataques enemigos, sin duda. Los pantalones eran negros y estaban mugrientos a causa del hollín y la suciedad.

Pero no fue el mal gusto en el vestir del príncipe lo que hizo que Joe se quedara con la boca abierta. Fue su cara.

Mirar al príncipe de Ustanzia era como mirarse en un espejo. Llevaba el pelo, oscuro, más largo que Joe, pero, aparte de eso, el parecido era increíble. Ojos oscuros, nariz grande, cara alargada, mandíbula angulosa, pómulos marcados.

Aquel tipo era idéntico a Joe.

1

 

 

 

Algunos años más tarde. Washington, D.C.

 

Todas las cámaras de televisión estaban grabando cuando Tedric Cortere, príncipe de Ustanzia, entró en el aeropuerto.

Una multitud de embajadores, ayudantes de embajador y políticos se acercaron hacia él para saludarlo, pero el príncipe se detuvo un instante para sonreír y dirigir un saludo hacia las cámaras.

Estaba siguiendo las instrucciones al pie de la letra. Veronica St. John, asesora de imagen profesional, se permitió respirar aliviada durante un instante. Pero solo un breve instante, porque conocía a Tedric Cortere muy bien, y sabía que era un perfeccionista. No había garantía de que el príncipe Tedric, hermano de la amiga y compañera de habitación de Veronica durante la escuela, fuese a quedar satisfecho con lo que viera aquel día en las noticias de la noche.

Aun así, tenía motivos para estar satisfecho. Era el primer día de su viaje de buena voluntad a Estados Unidos y estaba espectacular, desprendiendo su encanto personal y sus refinados modales. Se estaba acordando de mirar directamente a las cámaras de las noticias. Mantenía la barbilla baja y controlaba los movimientos de sus ojos. Y, gracias a Dios, para un hombre propenso a los ataques de ansiedad, parecía relajado y tranquilo.

Estaba dándole a la prensa lo que quería, el primer plano de un príncipe europeo, simpático, carismático y atractivo.

Soltero. Había olvidado la palabra «soltero» de la lista. Y, si Veronica conocía a las estadounidenses, y las conocía bien, pues ese era su trabajo, millones de mujeres verían las noticias aquella noche y soñarían con convertirse en princesas.

No había nada como la fiebre de cuento de hadas entre el público para reforzar las relaciones entre dos gobiernos. La fiebre de cuento de hadas y el petróleo recientemente descubierto bajo el suelo de Ustanzia.

Pero Tedric no era el único que jugaba con las cámaras de televisión aquella mañana.

Veronica vio cómo el senador Sam McKinley mostraba una sonrisa tan falsamente genuina y tan descaradamente dirigida a los periodistas que le dieron ganas de reír.

Pero no se rio. Si algo había aprendido durante su niñez y su adolescencia en tanto que hija de un hombre de negocios internacional que se trasladaba a un país diferente cada año, era que los diplomáticos y los representantes de gobierno, sobre todo la realeza, se tomaban a sí mismos muy en serio.

Así que, en vez de reírse, se mordió las mejillas por dentro al tiempo que se detenía varios pasos por detrás del príncipe, a la cabeza de la multitud de ayudantes, secretarios y consejeros que formaban parte del séquito real.

–Alteza, en nombre del gobierno de Estados Unidos –dijo McKinley con su marcado acento tejano mientras le daba la mano al príncipe–, me gustaría darle la bienvenida a la capital de nuestro país.

–Le saludo con el eterno honor y la tradición de Ustanzia –dijo el príncipe en inglés con un leve acento francés–, que también llevo en mi corazón.

Era su saludo típico. Nada especial, pero funcionaba bien con las multitudes.

McKinley comenzó a hablar y Veronica desvió la atención.

Podía verse a sí misma reflejada en las ventanas del aeropuerto, con su traje color crema y su pelo rojizo recogido con una trenza francesa. Alta, delgada y serena, su imagen osciló ligeramente al tiempo que un avión despegaba, provocaba un gran estruendo en la pista.

Era una ilusión. En realidad, ella estaba nerviosa y excitada, pues se decía que, si Tedric no seguía sus instrucciones y acababa mirando mal a la cámara, la culpa sería de ella. El sudor recorría sus hombros, otra señal más del estrés por el que estaba pasando. No, no se sentía fría ni serena, a pesar de la impresión que pudiera causar.

La habían contratado porque su amiga, la princesa Wila, sabía que Veronica estaba intentando que su negocio despegara. Por supuesto, había hecho trabajos pequeños y más detallados, pero esa era la primera vez en la que el riesgo era tan grande. Si Veronica triunfaba con Tedric Cortere, se correría la voz y tendría más trabajo del que podía imaginar. Si triunfaba con Cortere…

Pero a Veronica también la habían contratado por otra razón. La habían contratado porque Wila, preocupada por la economía de Ustanzia, reconocía la importancia de aquel viaje. A pesar de que enseñar al hermano de Wila a aparecer calmado y relajado ante las cámaras de televisión era el primer trabajo importante de Veronica como asesora de imagen, Wila confiaba en su amiga de toda la vida para llevar a cabo la tarea.

–Cuento contigo, Véronique –le había dicho Wila por teléfono la noche anterior–. La relación con Estados Unidos es demasiado importante. No dejes que Tedric lo estropee.

Hasta el momento, Tedric estaba haciéndolo bien. Tenía buen aspecto y sonaba bien. Pero era demasiado pronto para que Veronica se sintiera satisfecha. Su trabajo era asegurarse de que el príncipe siguiera sonando bien y tuviera buen aspecto.

A Tedric no le gustaba especialmente la amiga de su hermana pequeña, y el sentimiento era mutuo. Él era un hombre impaciente y con mal carácter, acostumbrado a que las cosas se hicieran a su manera. Demasiado acostumbrado.

A Veronica solo le quedaba la esperanza de que viera las noticias aquella noche y reconociera el éxito de la jornada. Si no era así, ella se enteraría, eso seguro.

Veronica sabía muy bien que, durante el viaje del príncipe por Estados Unidos, iba a ganarse el sueldo céntimo a céntimo. Porque, aunque Tedric Cortere fuese encantador en apariencia, también era arrogante y malcriado. Y exigente. Y, a veces, irracional. Ocasionalmente, no muy amable.

Pero conocía el protocolo. Estaba en su salsa cuando se trataba de galas y ceremonias, de fiestas y de cualquier otro evento social. Sabía todo lo que había que saber sobre ropa y moda. Podía distinguir la seda japonesa de la americana con un simple roce. Sabía de vinos y era un gourmet. Montaba a caballo, jugaba al polo y hacía esquí acuático. Contrataba a infinidad de ayudantes y consejeros para que le bailaran el agua y le proporcionaran la información necesaria para ser representante de su país.

Veronica observó cómo Tedric les daba la mano a los diplomáticos estadounidenses. Sonreía con encanto y ella prácticamente podía oír el sonido de las cámaras acercando el zoom para sacarle un primer plano.

El príncipe miró directamente al objetivo y sonrió más. Malcriado o no, con un cuerpo atlético y un atractivo rostro, lo cierto era que se trataba de un hombre guapo.

¿Guapo? No, pensaba Veronica. Llamarlo guapo no habría sido muy acertado. Más bien, el príncipe era imponente. Era una obra de arte. Tenía el pelo largo y oscuro y la cara alargada y delgada, con unos pómulos exóticos, herencia de los genes mediterráneos de su madre. Sus ojos eran de un marrón muy oscuro, enmarcados por unas pestañas increíblemente largas. Su mandíbula era angulosa y la nariz, fuerte y masculina.

Pero Veronica conocía a Tedric desde que ella tenía quince años y él diecinueve. Naturalmente, enseguida se había sentido atraída por él, pero le había llevado poco tiempo darse cuenta de que el príncipe no era en absoluto tan alegre y bondadoso como su hermana. De hecho, Tedric era más bien aburrido y siempre se mostraba preocupado por su apariencia. Pasaba gran cantidad de tiempo frente al espejo, haciendo que Wila y Veronica se rieran a carcajadas mientras se peinaba, flexionaba los músculos y examinaba la blancura de sus dientes perfectos.

Aun así, la atracción de Veronica hacia Tedric no había desaparecido por completo hasta una conversación que había tenido con él, cuando se dio cuenta de que, bajo su fachada encantadora, su rostro atractivo y su cuerpo perfecto, no había nada más.

Al menos nada en lo que ella estuviese interesada.

Aunque tenía que admitir que, hasta la fecha, su imagen romántica del hombre perfecto era alguien alto, moreno y guapo. Alguien con pómulos marcados y exóticos y ojos marrones. Alguien muy parecido al príncipe Tedric, pero con cerebro en la cabeza y un corazón que adorara a algo más que su propio reflejo en el espejo.

No estaba buscando a un príncipe. De hecho, no estaba buscando, punto. No tenía tiempo para romanticismos, al menos no hasta que su negocio despegara.

Cuando la banda comenzó a tocar el himno de Ustanzia, Veronica volvió a contemplar su reflejo borroso en la ventana. Un destello de luz desde la galería del nivel superior llamó su atención. Era extraño. Le habían dicho que el personal del aeropuerto restringiría el acceso a la segunda planta como medida de seguridad.

Giró la cabeza para mirar directamente hacia allí y se dio cuenta de que el destello que había visto era el reflejo de la luz que salía desde el largo cañón de un rifle, un rifle que apuntaba directamente a Tedric.

–¡Al suelo! –gritó Veronica, pero su voz quedó ahogada por las trompetas. El príncipe no podía oírla. Nadie podía oírla.

Corrió hacia el príncipe Tedric y hacia todos los dignatarios estadounidenses, sabiendo que corría hacia el peligro, no se alejaba de él. De pronto una idea pasó por su mente. Aquel no era un hombre por el que valiese la pena morir. Pero no podía quedarse parada y dejar que el hermano de su mejor amiga fuese asesinado. No mientras estuviera en su mano evitarlo.

En el momento en que sonaba un disparo, Veronica golpeó a Tedric con fuerza a la altura de la cintura y lo tiró al suelo. Fue un movimiento de rugby del que su hermano Jules habría estado orgulloso.

Se golpeó el hombro, se rasgó las medias y se arañó las rodillas al caer.

Pero le salvó la vida al príncipe de Ustanzia.

 

 

Cuando Veronica entró en la sala de conferencias del hotel, quedó claro que la reunión había empezado hacía tiempo.

El senador McKinley estaba sentado a un extremo de la mesa de conferencias. Se había quitado la chaqueta, tenía el nudo de la corbata aflojado y la camisa remangada. Henri Freder, el embajador de Ustanzia en Estados Unidos, estaba sentado a su lado. Otro diplomático y varios hombres que Veronica no conocía se hallaban sentados al otro lado. Junto a puertas y ventanas había hombres vestidos con trajes oscuros. Eran agentes de la FInCOM, guardaespaldas de la Comisión Federal de Inteligencia enviados para proteger al príncipe. Pero ¿por qué estaban ellos implicados? ¿Acaso la vida de Tedric seguía en peligro?

Tedric presidía la mesa, rodeado por una docena de consejeros y ayudantes. Tenía una bebida fría delante de él y hacía dibujos en la condensación del vaso.

Cuando Veronica entró en la habitación, Tedric se puso en pie y el resto de la mesa lo imitó.

–Que alguien le consiga una silla a la señorita St. John –ordenó el príncipe–. Inmediatamente.

Uno de los ayudantes se apartó enseguida de su silla y se la ofreció a Veronica.

–Gracias –dijo ella con una sonrisa.

–Siéntese –ordenó el príncipe mientras volvía a sentarse–. Tengo una idea, pero no puede llevarse a cabo sin su cooperación.

Veronica miró directamente al príncipe. Después de haberlo placado aquella mañana, se lo habían llevado. No había vuelto a saber nada de él desde entonces. Ni siquiera se había molestado en darle las gracias por haberle salvado la vida, y, al parecer, no tenía intención de hacerlo en ese momento. Ella estaba trabajando para él, por lo tanto estaba a su servicio. Puede que él esperara de ella que lo salvara. No consideraba que hubiera necesidad de mostrar gratitud.

Salvo que ella no estaba a su servicio. De hecho, el año anterior cuando la hermana de Tedric se había casado con su hermano, Jules, había sido la dama de honor. Ella y el príncipe eran prácticamente familia, y, sin embargo, Tedric seguía insistiendo en que lo llamara «alteza».

Veronica se sentó, acercó la silla a la mesa y el resto de hombres se sentaron también.

–Tengo un doble –anunció el príncipe–. Un estadounidense. Mi idea es que él se haga pasar por mí durante el resto de mi viaje. De ese modo, yo estaría a salvo.

–Perdón, Alteza –dijo Veronica inclinándose hacia delante–. Perdone mi confusión. ¿Su seguridad sigue siendo un problema? –miró al senador McKinley–. ¿No habían capturado al francotirador?

–Me temo que no –contestó el senador–. Y la Comisión Federal de Inteligencia tiene razones para creer que los terroristas volverán a intentar acabar con la vida del príncipe durante las próximas semanas.

–¿Terroristas? –repitió Veronica mirando primero al embajador y luego al príncipe.

–La FInCOM ha identificado al francotirador –contestó McKinley–. Pertenece a una organización terrorista suramericana.

–¿Por qué iban a querer terroristas suramericanos asesinar al príncipe de Ustanzia? –preguntó Veronica.

El embajador se quitó las gafas y se frotó los ojos.

–Probablemente como represalia por la reciente alianza de Ustanzia con Estados Unidos –dijo.

–La FInCOM ha confirmado que estos hombres en particular no se rinden fácilmente –dijo McKinley–. Incluso con altas medidas de seguridad, se espera que vuelvan a intentarlo. Lo que pretendemos hacer es encontrar una solución a este problema.

Veronica se rio. Se le escapó, no pudo evitarlo. La solución era evidente.

–Cancelen el viaje.

–No podemos hacer eso –dijo McKinley.

Veronica miró al príncipe Tedric que, por una vez, permanecía en silencio. Aunque no parecía contento.

–Se ha hecho demasiada publicidad del asunto –explicó McKinley–. Sabe tan bien como yo que Ustanzia necesita el apoyo de Estados Unidos para sacar partido a su petróleo. Pero la idea de un petróleo a un precio competitivo no es suficiente para asegurarse el dinero que necesitan. Y, francamente, las encuestas muestran que la preocupación pública por un país como Ustanzia es poca. Casi nadie sabe de su existencia, y los pocos que lo saben no quieren dar su dinero, eso seguro. No cuando sigue habiendo tantas cosas aquí en las que invertir.

Veronica asintió, pues sabía muy bien de lo que estaba hablando. Era una de las mayores preocupaciones de la princesa Wila.

–Además –añadió el senador–, podemos aprovechar esta oportunidad para atrapar al grupo terrorista. Y, desde luego, si son quienes creemos que son, tenemos que atraparlos.

–Pero, si sabe que va a haber otro intento de asesinato… –preguntó Veronica mirando a Tedric–. Alteza, ¿cómo puede arriesgarse a correr ese peligro?

–No tengo ninguna intención de correr ese peligro –dijo Tedric–. De hecho, me quedaré aquí, en Washington, en una casa segura, hasta que el peligro haya pasado. Sin embargo, el viaje continuará según lo planeado, pero mi lugar lo ocupará el hombre que se parece a mí.

De pronto las anteriores palabras del príncipe cobraban sentido. Había dicho que tenía un doble, alguien que se parecía mucho a él. Había dicho que era estadounidense.

–Ese hombre –dijo McKinley–, ¿cómo se llama?

El príncipe se encogió de hombros y dijo:

–¿Cómo voy a recordarlo? Joe. Joe no sé qué. Era soldado, un marine.

–Joe no sé qué –repitió McKinley intercambiando una mirada de exasperación con el diplomático de su izquierda–. Un soldado llamado Joe. Solo habrá unos quince mil soldados en las Fuerzas Armadas con el nombre de Joe.

El embajador, sentado a la derecha de McKinley, se inclinó hacia delante.

–Alteza –dijo pacientemente–, ¿cuándo conoció a ese hombre?

–Era uno de los soldados que me ayudó a escapar de la embajada en Bagdad –contestó Tedric.

–Un soldado de la Armada, un SEAL –murmuró el embajador–. No creo que tengamos problemas para localizarlo. Si no recuerdo mal, solo participó un equipo de siete hombres en aquella misión de rescate.

–¿Un SEAL? –preguntó Veronica echándose hacia delante–. ¿Qué es eso?

–Es un cuerpo de operaciones especiales –explicó McKinley–. Son una unidad de élite que puede operar en cualquier parte, agua, tierra y aire. Si ese hombre que tanto se parece al príncipe es realmente un SEAL, ponerse en el lugar del príncipe será pan comido para él.

–Pero era un individuo de origen popular –dijo el príncipe mirando a Veronica–. Ahí entraría usted. Enseñará a este Joe a parecer y a actuar como un príncipe. Podemos retrasar el viaje una semana. ¿No es eso lo que ha dicho usted? –preguntó a McKinley.

–Dos o tres días como mucho, señor –dijo el senador–. Podemos anunciar que tiene gripe y tratar de que el público mantenga el interés dando partes sobre su salud. Pero el hecho es que, tras unos pocos días, ya no será noticia y la historia acabará. No podemos permitir que eso ocurra.

Dos o tres días. Dos o tres días para convertir a un rudo soldado estadounidense en un miembro de la realeza. ¿A quién pretendían engañar?

El senador McKinley descolgó un teléfono para comenzar a buscar al misterioso Joe.

El príncipe Tedric observaba a Veronica atentamente.

–¿Puede hacerlo? –preguntó–. ¿Puede convertir a ese Joe en un príncipe?

–¿En dos o tres días?

Tedric asintió.

–Tendré que trabajar duro –dijo Veronica. Sabía que, si aceptaba entrar en ese plan tan descabellado, no podría despegarse de ese soldado ni un minuto. Tendría que entrenarlo a conciencia y estar preparada para advertir y corregir cada error–. Y, aun así, el resultado no está garantizado.

Tedric se encogió de hombros y se giró hacia el embajador Freder.

–No puede hacerlo –dijo llanamente–. Tendremos que cancelarlo. Prepare un vuelo de vuelta a…

–No he dicho que no pueda hacerlo –interrumpió Veronica inmediatamente–, Alteza.

El príncipe se giró hacia ella y arqueó una ceja.

Veronica podía escuchar en su cabeza la voz de Wila. «Cuento contigo, Véronique. La relación con Estados Unidos es demasiado importante». Si aquel viaje se cancelaba, las esperanzas de Wila para el futuro se evaporarían. Y no solo las de Wila. Veronica no podía olvidar a aquella niña pequeña esperando en Saint Mary’s…

–¿Y bien? –preguntó Tedric con impaciencia.

–De acuerdo –contestó Veronica–. Lo intentaré.

El senador McKinley colgó el teléfono con aire triunfante.

–Creo que hemos encontrado a nuestro hombre –anunció con una sonrisa–. Es el teniente de la Armada Joseph P. Catalanotto. Van a enviarme su foto por fax ahora mismo.

Veronica sintió una oleada de frío y calor al mismo tiempo. ¿Qué había hecho?, ¿en qué se había metido? ¿Y si no podía llevarlo a cabo?

La alarma del fax comenzó a sonar. Tanto el príncipe como el senador se pusieron en pie y atravesaron la sala hasta donde estaba el aparato.

Veronica se quedó en su asiento. Si no conseguía hacer ese trabajo, decepcionaría a su mejor amiga.

–Dios mío –dijo McKinley mientras se iba imprimiendo la foto–. Es imposible.

Arrancó la hoja de la máquina y se la entregó al príncipe.

Tedric contempló la imagen en silencio, atravesó la sala y entregó el papel a Veronica.

Salvando el hecho de que el hombre de la foto iba vestido de uniforme, con los botones superiores de la camisa desabrochados y las mangas remangadas, pasando igualmente por alto que tenía el pelo cortado ligeramente por debajo de las orejas, y si no se tomaba en cuenta que, en la imagen, esbozaba una ligera sonrisa, el hombre de la foto podría haber sido perfectamente el príncipe de Ustanzia. O, al menos, podría ser el hermano del príncipe.

El hermano más guapo del príncipe.

Tenía la misma nariz, los mismo pómulos, la misma mandíbula bien definida y la misma barbilla. Pero tenía un diente partido. Por supuesto, eso no sería un problema. Podía hacerse una funda en pocas horas.

Era más ancho que el príncipe Tedric. Más ancho y más alto. Más fuerte. Y parecía mucho más rudo. Muchísimo más. Si la foto reflejaba la realidad, Veronica iba a tener que empezar desde el principio con ese hombre. Iba a tener que enseñarle a sentarse, a levantarse y a caminar.

Veronica levantó la cabeza y vio cómo el príncipe la observaba.

–Algo me dice –dijo él con su elegante acento– que este trabajo es perfecto para usted.

Al otro lado de la habitación, McKinley descolgó el teléfono y marcó.

–Sí –dijo al auricular–. Soy Sam McKinley. El senador Sam McKinley. Necesito a un soldado de la Armada. El teniente Joseph… –consultó las notas que había tomado– Catalanotto. Necesito que venga a Washington y lo necesito para ayer.

2

 

 

 

 

 

Joe estaba tumbado en la cubierta de un barco alquilado, con las manos detrás de la cabeza, contemplando las nubes. Formas blancas y esponjosas en el cielo azul de California, en constante movimiento, que siempre cambiaban, nunca permanecían igual.

Le gustaba aquello.

Le recordaba a su propia vida, fluida y llena de sorpresas. Nunca sabía cuándo una de esas formas inofensivas iba a convertirse de pronto en un feroz dragón.

Pero a Joe le gustaban las cosas así. Le gustaba no saber nunca qué había detrás de la puerta, si una mujer o un tigre. Y, desde luego, en tanto que soldado de la unidad de operaciones especiales, había tenido bastante de ambas cosas.

Pero ese día no había ni tigres ni mujeres a la vista. Estaba de permiso, y había decidido pasar la jornada en el mar, en un barco de pesca.

La verdad era que no había pasado mucho tiempo en el mar últimamente. De hecho, en los últimos meses, había pasado justo noventa y seis horas en un barco de la Armada. Y había sido en el marco de un entrenamiento. Había pasado algunas de esas horas como instructor, pero también había sido alumno. Esa era una de las cosas en las que consistía ser soldado de operaciones especiales. No importaba el rango ni la experiencia, pues siempre tenían que seguir aprendiendo, seguir entrenando, ponerse al corriente de las nuevas tecnologías y metodologías.

Joe había adquirido el nivel de experto en nueve campos diferentes, pero esos campos siempre cambiaban. Como las nubes que flotaban sobre su cabeza. Justo como a él le gustaba.

Al otro lado de la cubierta del barco, vestidos de manera informal, Harvard y Blue discutían sobre quién había recibido la carta más deprimente en el correo semanal.

Él no había recibido correo, nada más que facturas. Eso sí que era deprimente.

Joe cerró los ojos y dejó que la conversación lo abstrajera. Conocía a Blue desde hacía ocho años y a Harvard desde hacía más o menos seis. Las voces de estos le eran tan familiares como su propia respiración.

A veces sentía un cosquilleo al pensar que, de su equipo de siete hombres, al que más apegado estaba Blue, después de al propio Joe, era a Daryl Becker, cuyo apodo era Harvard.

Carter «Blue» McCoy y Daryl «Harvard» Becker. El chico rebelde y de origen humilde y el afroamericano educado en la Liga Ivy. Los dos soldados, los dos mejores que el resto del equipo. Y los dos conscientes de que no había prejuicios en la unidad de operaciones especiales de la Armada.

A lo largo y ancho de la bahía, el agua azul del mar brillaba y se agitaba bajo la luz del sol. Joe respiró profundamente, llenándose los pulmones de aire fresco y salado.

–Oh, Dios –dijo Blue al pasar la segunda página de su carta.

–¿Qué? –preguntó Joe.

–Gerry va a casarse –contestó Blue pasándose los dedos por el pelo rubio, aclarado por el sol–. Con Jenny Lee Beaumont.

Jenny Lee había sido la novia de Blue en el instituto. Era la única mujer de la que Blue había hablado, la única lo suficientemente especial como para mencionarla.

Joe intercambió una mirada con Harvard.

–Jenny Lee Beaumont, ¿eh? –dijo Joe.

–Eso es –asintió Blue tratando de no expresar nada con el rostro–. Gerry va a casarse con ella. El próximo julio. Quiere que sea su padrino.

Joe maldijo en voz baja.

–Tú ganas –dijo Harvard–. Tu correo ha sido mucho más deprimente que el mío.

Joe sacudió la cabeza y se sintió agradecido por no tener relación con ninguna mujer. Claro, había tenido novias, pero nunca había conocido a nadie de quien no pudiera alejarse.

No era que no le gustasen las mujeres, por supuesto que le gustaban. Y las mujeres con las que salía solían ser inteligentes y divertidas, y tan dispuestas como él a no crear ataduras. Normalmente veía a su chica del momento durante los ocasionales permisos de los fines de semana y, a veces, por las noches, cuando estaba en la ciudad y de libranza.

Pero nunca, jamás, le había dado a una mujer un beso de buenas noches, o de buenos días, y después se había ido a la base y fantasear con ella del modo en que Bob y Wesley habían fantaseado con aquellas universitarias que habían conocido en San Diego. Ni del modo en que Harvard había suspirado por aquella bióloga marina hawaiana que habían conocido en Guam. ¿Cómo se llamaba? Rachel. Harvard todavía adoptaba una mirada de carnero degollado cada vez que su nombre salía a relucir.

La verdad era que Joe había sido afortunado y nunca se había enamorado. Y esperaba que su suerte lo acompañara. Vivía perfectamente sin tener que pasar por esa experiencia en particular.

Joe le quitó la tapa a la nevera con un pie y buscó en el agua con hielo hasta sacar una cerveza. Entonces se quedó de piedra.

Se levantó y escudriñó el horizonte atentamente.

Entonces volvió a escucharlo.

El sonido de un helicóptero a lo lejos. Entornó los ojos mirando hacia la costa de California, de donde procedía el sonido.

Harvard y Blue se pusieron en pie sin decir nada y se colocaron a su lado. Harvard le entregó a Joe los prismáticos que llevaban guardados en uno de los armarios.

Enseguida divisó al helicóptero, que no era más que un punto negro en el horizonte, pero se iba haciendo más grande a cada segundo que pasaba. Indiscutiblemente se dirigía hacia ellos.

–Chicos, ¿lleváis vuestros buscas? –preguntó Joe rompiendo el silencio. Él se había quitado el suyo después de que quedara empapado por el agua del mar.

–Sí –dijo Harvard mirando el busca que llevaba colgado del cinturón–. Pero no hay nada.

–El mío tampoco ha saltado, Cat –dijo Blue.

Por los prismáticos pudo ver que se trataba de un helicóptero del ejército, un Black Hawk, UH–60A. Su velocidad era de unos doscientos setenta kilómetros por hora. Se acercaba directamente hacia ellos, y deprisa.

–¿Alguno de vosotros está metido en algún lío que yo debiera saber? –preguntó Joe.

–No –contestó Harvard.

–Negativo –dijo Blue mirando a Joe–. ¿Y tú, Teniente?

Joe negó con la cabeza sin dejar de observar al helicóptero por los prismáticos.

–Esto es extraño –dijo Harvard–. ¿Qué tipo de emergencia será que no pueden avisarnos por busca para que regresemos al puerto?

–Una emergencia importante –dijo Joe.

–No creo que sea la tercera Guerra Mundial –comentó Blue, olvidando temporalmente sus problemas con Jenny Lee. Tuvo que levantar la voz para que lo oyeran a causa del ruido del helicóptero–. Si fuese así, no creo que malgastaran un Hawk para tres miserables soldados.

El helicóptero dio varias vueltas y finalmente de detuvo sobre ellos. El sonido de las hélices era ensordecedor, y la fuerza del viento hacía que la pequeña embarcación se zarandease de un lado a otro. Los tres soldados se agarraron a la barandilla para no perder el equilibrio.

Entonces lanzaron una escala desde la puerta abierta de la cabina del helicóptero. La escala también se movía de un lado a otro por el viento, y golpeó a Joe en el pecho.

–Teniente Joseph P. Catalanotto –anunció una voz distorsionada por un altavoz–. Su permiso ha terminado.

 

 

Veronica St. John entró en su suite y apoyó la espalda contra la puerta al cerrarla.

Eran solo las nueve en punto, pronto para los horarios de la vida diplomática. De hecho, si las cosas hubieran salido de acuerdo con lo planeado aquel día, aún seguiría en la recepción para el príncipe Tedric en la embajada de Ustanzia. Pero las cosas no habían salido según lo planeado, comenzando con el intento de asesinato en el aeropuerto.

Había recibido una llamada del presidente de Estados Unidos, agradeciéndole oficialmente haberle salvado la vida al príncipe. Ella no esperaba aquello. Una pena. Si hubiese esperado recibir una llamada del hombre de la Casa Blanca, probablemente habría estado preparada para pedirle ayuda para averiguar las hazañas personales de aquel teniente misterioso que tanto se parecía al príncipe de Ustanzia.

Ninguna de las personas con las que había hablado había sido capaz de ayudarla a localizar las carpetas que estaba buscando. El departamento de Defensa la había enviado a la Armada. Los representantes de la Armada le habían dicho que todos los archivos de los SEAL estaban en la División de Operaciones Especiales. La mujer que la había atendido en Operaciones Especiales se había mostrado tan secretista y poco servicial como lo habría sido la ayudante personal de James Bond. Ni siquiera le había confirmado que Joseph Catalanotto existiera, por no hablar de si el expediente de ese hombre estaba o no en la oficina de Operaciones Especiales.

Frustrada, Veronica había regresado al senador McKinley con la esperanza de que este pudiera utilizar su influencia para conseguir un fax con el expediente de Catalanotto. Pero al senador le habían dicho que, por razones de seguridad, los expedientes de los soldados de la Armada nunca se enviaban por fax. Ya había sido todo un logro conseguir una foto del teniente por esa vía. Si McKinley quería ver el archivo personal de Joseph P. Catalanotto, tendría que hacer una petición formal por escrito. Tras recibir la petición, pasarían tres días hasta que pudieran censurar la información que él y la señorita St. John no podían ver.

Tres días.

Veronica no aspiraba a conocer los secretos militares más oscuros del teniente Catalanotto. Lo único que le interesaba saber era de dónde provenía aquel hombre, en qué parte del país se había criado. Quería saber su pasado familiar, su nivel de educación, su cociente intelectual y los resultados de las pruebas psicológicas y de personalidad realizadas por las fuerzas armadas.

Francamente, quería saber hasta qué punto aquel soldado supondría un obstáculo para llevar a cabo el trabajo.

Hasta el momento, lo único que sabía era que parecía una versión más ruda y tosca de Tedric Cortere, que sus hombros eran muy anchos, que llevaba una pistola M60 como si fuera una barra de pan y que tenía una sonrisa agradable.

No tenía ni idea de si conseguiría engañar al público estadounidense para que pensaran que era un príncipe europeo. Hasta que no conociera a ese hombre, ni siquiera podía imaginar cuánto iba a tener que trabajar para transformarlo. Sería mejor tratar de no pensar en ello.

Pero, si no pensaba en eso, acabaría pensando en la niña que había en el hospital de Saint Mary’s, una niña pequeña llamada Cindy que le había enviado una carta al príncipe hacía casi cuatro meses, una carta que Veronica había rescatado del cubo de la basura de Tedric. En la carta, Cindy, de apenas diez años, le decía al príncipe que había oído que estaba planeando un viaje por Estados Unidos. Le había preguntado si iba a estar en Washington, D.C, para que fuera a visitarla, puesto que ella no iba a ser capaz.

Veronica había acabado puenteando al príncipe y recurriendo directamente al rey Derrick para conseguir que se incluyera a Saint Mary’s en la ruta oficial del viaje.

Pero todo el viaje habría de ser reestructurado y, probablemente, Saint Mary’s y la pequeña Cindy acabaran siendo olvidadas.

Veronica sonrió amargamente. No si ella podía evitarlo.

Se quitó los zapatos con un suspiro.

Le dolía todo el cuerpo.

Placar a un miembro de la realeza podía ser agotador, pensaba mientras sonreía. Tras el intento de asesinato, se había sentido con un torrente de adrenalina por el cuerpo durante unas seis horas. Después de eso, se había mantenido activa a base de café solo, fuerte y caliente.

En ese momento, lo que necesitaba era una ducha y dormir dos horas seguidas.

Sacó el camisón y la bata de la maleta que ni había tenido tiempo de deshacer y los echó sobre la cama de camino al baño. Cerró la puerta y abrió el grifo de la ducha mientras se quitaba el traje y la blusa. Mientras se quitaba los panties, vio un agujero en uno de ellos y los tiró directamente a la basura. Había llevado dos pares a lo largo del día. Los primeros, los que llevaba en el aeropuerto, habían quedado totalmente destrozados.

Veronica se lavó rápidamente sabiendo que, cada minuto que pasaba en la ducha era un minuto menos de sueño. Y, sabiendo que el teniente Joseph P. Catalanotto llegaría en cualquier momento a partir de media noche, iba a necesitar todo el descanso posible.

Aun así, no dejó de cantar mientras trataba de quitarse la tensión de los hombros con el agua. Cantar en la ducha era un hábito de su niñez. Tanto entonces como en la actualidad, esos eran de los pocos minutos que tenía para relajarse y no pensar. Comprobó la acústica de aquel baño en particular con una versión del último éxito de Mary Chapin Carpenter.

Cerró el grifo sin dejar de cantar y se secó con la toalla.

Su bata estaba colgada de la parte de atrás de la puerta, así que se acercó para ponérsela y paró de cantar a media nota.

Había dejado la bata en la habitación, sobre la cama. No la había colgado en la puerta.

–Efectivamente. No estás sola aquí –dijo una voz masculina desde el otro lado de la puerta.