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Título original:

THE REST OF THE STORY

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A., 2020

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

harpercollinsiberica.com

 

© del texto: Sarah Dessen, 2019

© de la traducción: Sonia Fernández-Ordás, 2019

© publicado por primera vez por HarperCollins Publishers Ltd

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Adaptación de cubierta: equipo HarperCollins Ibérica

 

ISBN: 978-84-17222-92-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Dieciocho

Diecinueve

Veinte

Veintiuno

Veintidós

Veintitrés

Veinticuatro

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

Para Leigh Feldman.

Aunque me fallen las palabras, tú nunca lo haces.

Gracias

PRÓLOGO

 

 

 

 

 

No tenía demasiados recuerdos y menos aún buenos. Pero estaba este.

—Cuéntame un cuento —le decía cuando llegaba la hora de irme a la cama pero no tenía sueño.

—Oh, cariño —contestaba mi madre—. Estoy cansada.

Siempre estaba cansada, de eso sí me acordaba. Sobre todo al atardecer, después de una o dos copas de vino, que la mayor parte de las veces se convertían en una botella entera después de quedarme dormida. Normalmente mi padre recogía antes de acostarse, pero cuando no estaba, las pruebas continuaban allí, a la luz del día, cuando bajaba a desayunar.

—No un cuento de hadas —le decía, porque al principio ella siempre me decía que no—. Un cuento de un lago.

Sonreía al escuchar esas palabras.

—¿Un cuento de un lago? Bueno, eso ya es otra cosa.

Era entonces cuando podía recostarme en mi almohada, abrazarme a George, mi jirafa de peluche, y relajarme.

—Érase una vez —empezaba, enganchándome una pierna con la suya o rodeándome el cuerpo con el brazo, porque acurrucarnos formaba parte de contar un cuento— una niña que vivía junto a un gran lago que parecía no tener fin. Los árboles de las orillas estaban cubiertos de musgo y el agua era fría y cristalina.

Ahí era cuando yo empezaba a imaginármelo. A visualizar los detalles.

—La niña adoraba nadar, adoraba a su familia y adoraba la casa vieja y destartalada con los suelos desnivelados y el pequeño dormitorio que tenía para ella sola en lo alto de la escalera.

En aquel momento de la historia, me miraba como para comprobar si me había quedado dormida. Pero eso no ocurría nunca.

—En invierno, el agua estaba fría, igual que la casa. Parecía como si el mundo se hubiera olvidado del lago, entonces la niña se ponía triste.

Ahí siempre me imaginaba a la niña observando a través de una ventana. Tenía una imagen para cada cosa, como si mi madre fuera pasando las páginas de un libro.

—Pero cuando llegaba de nuevo el buen tiempo, también aparecían forasteros y visitantes de todas partes. Y traían barcos con motores que hacían mucho ruido y flotadores de muchos colores y formas distintas, y abarrotaban las orillas noche y día llenando el aire con sus voces. —Pausa mientras cambiaba de postura, quizá también ella con los ojos cerrados—. Y esas noches, las noches de verano, la niña se sentaba en su dormitorio amarillo y contemplaba el lago y el vasto cielo repleto de estrellas y sabía que todo iba a salir bien.

Yo lo veía todo; la imagen creada en mi mente era tan vívida que casi podía tocarla. Así me iba entrando sueño, pero nunca tanto como para no preguntar qué pasaba después.

—¿Cómo lo sabía?

—Porque en verano, el mundo regresaba al lago —respondía mi madre—. Y era entonces cuando de verdad sentía que aquel era su hogar.

UNO

 

 

 

 

 

La boda había terminado. Pero la fiesta acababa de empezar.

—¡Es todo tan romántico…! —exclamó Bridget, mi mejor amiga, a la vez que alcanzaba el pequeño tarro de caramelos que había junto a su cubierto y lo miraba con ojos soñadores—. Como un cuento de hadas.

—A ti todo te parece como un cuento de hadas —respondió Ryan, mi otra mejor amiga, mientras hacía un gesto de dolor al inclinarse por enésima vez para frotarse los pies doloridos. Ninguna de las tres estábamos muy acostumbradas a ir tan arregladas, y menos todavía a los tacones—. Todos esos días jugando a princesas cuando éramos pequeñas te han echado a perder para siempre.

—Creo recordar a alguien que tenía auténtica fijación por Bella —dijo Bridget; volvió a dejar los caramelos encima de la mesa con un tintineo. Se sujetó el pelo corto y encrespado detrás de las orejas—. Y antes habías decidido que ser cínica y melancólica era mucho más guay.

—Era a mí a quien le gustaba Bella —le recordé. Cada una tenía su papel: ellas siempre discutían sobre los detalles de nuestro pasado común, yo era quien los recordaba todos. Había sido así desde que nos conocimos en el patio del recreo en segundo de primaria—. Ryan estaba loca por Jasmine.

—Es verdad —corroboró Ryan—. Y vuelvo a recordarte que no soy nada cínica ni melancólica, soy realista. No todas podemos ver el mundo como si todo fueran arcoíris y unicornios.

—Ni siquiera me gustan los arcoíris o los unicornios —farfulló Bridget—. Están hasta en la sopa.

—Lo cierto es —continuó Ryan— que, incluso con recuerdos monísimos de caramelos en las bodas, la tasa de divorcios en este país está por encima del cincuenta por ciento.

—¡Por Dios, Ryan! —exclamó Bridget, escandalizada. Ryan tenía razón en una cosa: era la persona más optimista que conocía—. Es horrible decir eso en la boda del padre de Emma.

—En serio —añadí—. Vaya manera de gafarme el futuro. ¿Acaso os parece que no tuve suficiente con el pasado?

Ryan me miró preocupada.

—Oh, mierda. Perdona.

—Estoy tomándote el pelo —le dije.

—Y yo odio tu sentido del humor —replicó—. ¿Te lo he dicho alguna vez últimamente?

No. Pero tampoco hacía falta. Todo el mundo parecía poner alguna pega a lo que yo encontraba gracioso.

—A pesar de las estadísticas —dije—, tengo el presentimiento de que papá y Tracy serán felices.

—Para mí siempre será la doctora Feldman —dijo mientras observaba la mesa de la tarta nupcial, donde la pareja en cuestión posaba para el fotógrafo con las manos colocadas sobre el cuchillo—. Me sigue costando hablar con ella sin tener la sensación de que tengo que abrir bien la boca.

—Ja —dije, aunque, como hija de dentista, había oído los mismos chistes miles de veces. ¿Para qué fue la reina de Inglaterra a ver a tu padre? Para que le pusiera una corona. ¿Cuál ha sido el mejor trabajo de tu padre? Extraerle la raíz cuadrada a un profesor de matemáticas. Si añadimos el detalle de que su madre se llamaba Dolores, el pitorreo estaba asegurado.

—No, lo digo en serio —insistió Ryan—. Hace un momento, cuando vinieron a saludar, estaba temblando por si se daba cuenta de que hoy no me pasé el hilo dental.

—Creo que hoy tiene cosas más importantes a las que atender —respondí mientras seguía mirando a los novios.

Mi flamante madrastra se reía a la vez que limpiaba la cara de mi padre restos de nata. Se la veía relajada, lo cual era un gran alivio después de más de un año viéndola hacer juegos malabares para compaginar los detalles sobre las flores, el vestido y el convite con su trabajo en la consulta, siempre a reventar de pacientes. Sin embargo, hasta en los momentos de máximo estrés, mantenía aquel semblante alegre que era su distintivo. Si mi madre era depresiva y gris, Tracy era todo luz y dulzura. Y sí, quizá también hilo dental. Pero hacía feliz a mi padre, que era lo que verdaderamente me importaba.

—Atención, abuela a la vista —advirtió Ryan en voz baja.

Rápido, enderezamos la espalda. Tal era el poder de mi abuela, quien se movía con una elegancia que no podías evitar intentar hacer lo mismo. Y además te avisaba si te estabas encorvando. Con una amabilidad exquisita, pero te lo decía.

—Chicas, estáis guapísimas —dijo cuando se acercó arrastrando el sencillo vestido de gasa rosa que le habían hecho a medida en Nueva York—. No salgo de mi asombro. ¡Parecéis princesas!

A Bridget se le iluminó el rostro. Pese a que Ryan y yo ya la habíamos dejado atrás, ella aún no había logrado superar la fase de querer ser Cenicienta.

—Gracias, señora Payne. Es una boda preciosa.

—¿Verdad que sí? —Mi abuela dirigió la mirada hacia la mesa de la tarta, donde ahora mi padre estaba dándole a Tracy un trozo de tarta—. Todo ha salido perfecto. Y no podría estar más feliz por ellos.

—Yo tampoco —dije; al oírme, sonrió y extendió el brazo para apoyar la mano en mi hombro. Cuando levanté la vista y nuestras miradas se cruzaron, me dio un suave apretón.

—¿No está ilusionadísima con el crucero? —le preguntó Bridget cuando los camareros empezaron a moverse entre las mesas sirviendo el champán para el brindis—. ¡Tengo entendido que va a ver las pirámides!

—Eso me han dicho —repuso mi abuela al tiempo que alcanzaba una copa de una de las bandejas y la miraba a contraluz—. Pero por muy ilusionada que esté, preferiría quedarme aquí para supervisar las obras. Aunque, por otra parte, viajar es bueno para el espíritu, ¿no?

Bridget asintió, aunque yo sabía de sobra que solo había hecho un viaje que mereciera llamarse así, a Disney World, hacía ya unos años.

—Sin embargo, las obras son aburridas —dijo—. El verano pasado reformamos el salón. Tuvimos ruido y serrín durante varios meses.

—Infravaloras las ganas que tiene de convertir mi cuarto en algo fabuloso, como un jardín zen o una salita elegante —dije—. Está contando los días.

—No es verdad —protestó mi abuela mirándome—. No te imaginas cuánto voy a echarte de menos.

De pronto se me hizo un nudo en la garganta. Sin embargo, puse todo mi empeño en seguir sonriendo cuando un hombre vestido con traje que pasaba a su lado la saludó y ella se volvió para hablar con él.

Había cambios para bien y para mal, y sabía que los que se avecinaban para mi abuela y para mí, sin duda, formaban parte de la primera categoría. Después de la boda, mi padre, Tracy y yo íbamos a vivir juntos en una casa que habían comprado en una urbanización desde donde podía ir andando al instituto. Mi abuela recuperaría por fin su piso, algo que, según aseguraba, le daba igual, pero en realidad yo sabía que no echaría nada de menos el jaleo y el desorden que implicaba compartirlo con su hijo y su nieta adolescente. Después de que mis padres se separaran y mi madre ingresase en la clínica de desintoxicación, necesitábamos algún sitio donde instalarnos, y se había ofrecido sin pensárselo dos veces. No importaba que yo causara desperfectos en forma de porcelana rota y suelos rayados cuyo arreglo supuso una cantidad de dinero que cubriría tranquilamente mi matrícula en la universidad; dijo que ni se nos ocurriera pensar en otra cosa. Su hogar era como un museo, donde cada detalle, desde las alfombras hasta las cortinas, había sido cuidadosamente valorado y elegido. Ahora tenía una bicicleta abollada en la puerta, además de un televisor de una pantalla enorme (mi abuela no veía la televisión). Después de la reforma que tendría lugar mientras navegaba tranquilamente por el Nilo, volvería a tenerlo todo para ella sola y hacer lo que quisiera. Y yo me alegraba.

También me alegraba por mi padre. Después de la montaña rusa emocional que había supuesto lidiar con mi madre, Tracy había sido el mejor de todos los cambios posibles. No recibía más de lo que daba, y no es que diera poco. Mi padre podía estar tranquilo sabiendo que podía llevarla a una cena de trabajo sin que lo pusiera en evidencia por beber demasiado o contar un chiste irreverente o subido de tono. Y si quedaba en ir a cualquier sitio a una hora determinada, allí estaba. Creo que eso era lo que yo más valoraba de ella. Estaba segura. Después de querer a una persona de la que no te podías fiar, te das cuenta de lo importante que es poder confiar en que alguien haga lo que dice que va a hacer. Es sencillo, se trata de no prometer algo que no puedes hacer o no vas a cumplir. Pero mi madre lo hacía todo el tiempo.

En nuestro nuevo hogar de Lakeview, en la urbanización Arbors, tendría mi propia suite con un dormitorio grande y espacioso, además de cuarto de baño propio y un pequeño balcón desde el cual se dominaba toda la calle. Todo un cambio después de vivir en un piso donde por la noche veía las luces de la ciudad y, aunque amortiguado, se oía el ruido de la calle a todas horas: el estruendo de los camiones de basura por la mañana, estudiantes borrachos de regreso a casa pasada la medianoche, sirenas y bocinas de coches. Sabía que lo iba a echar de menos, de la misma forma que echaría de menos los desayunos con mi abuela, repartiéndonos el periódico —ella leía las páginas de cultura, mientras que yo prefería las esquelas— y saliendo de casa para meterme de lleno en el mundo que bullía a mi alrededor. Pero los cambios eran buenos, como también decía mi abuela, sobre todo aquellos para los que estás preparada. Y yo lo estaba.

Pero antes, mi padre y Tracy se irían de viaje de novios a Grecia. Allí iban a alquilar un barco, solo para ellos, para disfrutar de su afición común a la vela con un recorrido por las Islas Griegas. Era la culminación perfecta de su relación, que, pese a su profesión compartida, no había comenzado en un escenario de ambiente dental. Por el contrario, se habían conocido en un encuentro en el Club de Vela Lakeview, que tenía lugar a domingos alternos en el lago Topper para practicar vela ligera mediante competiciones improvisadas. Lo sabía porque antes de que apareciera Tracy había tenido la desgracia de ser la primera compañera de vela de mi padre.

Yo odiaba navegar. Lo sé, lo sé. Por Dios, era mi segundo nombre —Emma Marina—, elegido porque la pasión de mi padre por las escotas y los timones había sido lo que hizo conocerse a mis padres en otro lago muchos años antes.. De todos modos, a efectos prácticos soy solo Emma. Emma, la que odia salir a navegar.

Mi padre lo intentó. Cuando tenía diez años, me apuntó a un campamento de vela. Solía quedarme siempre a la deriva por habérseme hundido la quilla de seguridad en el lago mientras los monitores intentaban darme ánimos a gritos a bordo de una motora. Pero navegar con otra persona era aún peor. Era muy probable que te gritaran por no sentarte donde debías o por tirar del cabo equivocado con los nervios. Hasta cuando mi padre juraba que me llevaba a navegar para «pasar un rato tranquilo y relajado», siempre había al menos un momento en que se ponía medio histérico y empezaba a trajinar todo acelerado intentando que el barco hiciera algo que no quería hacer; y sí, gritando.

A Tracy, sin embargo, no le importaba nada de esto. De hecho, desde el día que les tocó compartir embarcación en una competición improvisada, le devolvió los gritos, lo cual creo que fue una de las cosas que hicieron que mi padre se enamorase de ella.

Así que se iban a Grecia, a darse voces en el hermoso mar Egeo, y yo me quedaría con Bridget y su familia. Pasaríamos los días cuidando de sus hermanos, de doce, diez y cinco años, y yendo a la piscina de su urbanización, donde planeábamos conseguir un buen bronceado y coquetear con Sam y Steve Schroeder, los gemelos de nuestro curso que vivían al final de su calle.

Pero aún quedaban la boda y la fiesta en el Club de Campo de Lakeview, donde el salón de baile estaba decorado con luces resplandecientes y tul ondulante y nosotras, junto con otros doscientos invitados, acabábamos de terminar una cena formal. A pesar de la suntuosidad de la celebración, la ceremonia en sí había sido muy sencilla; yo había hecho de dama de honor de Tracy y mi abuela había sido la «abueladrina» (uno de los organizadores de la boda, un hombre muy elegante llamado William, se había inventado aquel término y parecía muy orgulloso de ello). Me habían dejado elegir mi vestido, lo cual estoy prácticamente segura de que fue la forma en que Tracy trató de restarle importancia, pero en realidad causó el efecto contrario; ¿a quién le apetece meter la pata al elegir la ropa cuando solo hay cuatro personas? Daba igual que fuera una persona nerviosa, siempre lo había sido, y que tener que tomar decisiones fuera mi kriptonita. Me entró tal pánico que terminé por comprar dos vestidos y no decidí cuál iba a ponerme hasta el último momento. Pero incluso en aquel instante, sentada a la mesa con mi vestido ajustado azul bebé de tirantes finos, pensaba en el vestido rosa de falda etérea que tenía en casa y me preguntaba si no habría sido mejor ponérmelo en lugar del que llevaba. Suspiré, luego despejé la mesa poniendo los cubiertos que quedaban encima de la servilleta y colocando la copa de agua en el sitio correcto.

—¿Estás bien? —preguntó Ryan.

Éramos amigas desde hacía tanto tiempo que conocía, casi mejor que yo, mis mecanismos para hacer frente a las situaciones difíciles. Siempre desordenada, me había dicho muchas veces que desearía tener también esa necesidad mía de mantener el mundo pulcro y organizado. Pero todo va bien hasta que ya no puedes parar, y yo había sido así casi desde que tenía uso de razón.

—Muy bien —respondí y apoyé la mano encima de la mesa en lugar de, como estaba a punto de hacer, alinear el centro de flores, el tarrito de los caramelos y la vela—. Una noche fantástica.

—¡Desde luego! —repuso Bridget. Otra vez su optimismo—. Por eso creo que debemos celebrarlo.

Levanté las cejas mirando a Ryan, quien se limitó a encogerse de hombros, claramente sin saber qué tramaba Bridget. Lo cual, según resultó, consistía en volvernos hacia la mesa de al lado, la cual estaba llena de higienistas de la consulta de mi padre que ahora habían invadido la pista de baile, y cambiarles la botella de sidra de nuestro cubitero por la suya de champán.

—Bridget —bufó Ryan—. ¡Nos van a pillar!

—¿Quién? Ya están todos achispados, no se darán cuenta. —Llenó rápidamente nuestras copas antes de hundir la botella en el hielo. Luego levantó su copa e hizo un gesto para que la imitáramos—. Por el doctor Payne y la doctora Feldman.

—Por papá y Tracy —dije.

—Salud —añadió Ryan.

Entrechocamos nuestras copas, Bridget con un entusiasmo algo desmedido que salpicó la mesa de champán. Las observé beber varios sorbos —Ryan entre muecas— y miré mi copa.

—¡Está buenísimo! —exclamó Bridget—. Aunque no bebas.

—Dice mi madre que brindar sin beber trae mala suerte —añadió Ryan—. Bebe aunque sea un sorbito.

Las miré sin decir nada. Sabían que no me gustaba beber, también sabían por qué. Con un suspiro, levanté la copa y bebí un sorbo. De inmediato, sentí un picor en la nariz y un cosquilleo en el cerebro.

—Puf —dije, y lo regué con agua en aquel mismo momento—. ¿Cómo os puede gustar esto?

—Es como beber chispitas —repuso Bridget mientras miraba la copa a contraluz, como había hecho mi abuela, y las burbujas nadaban hacia la superficie.

—Has hablado como una auténtica princesa. —Ryan volvió a llevarse la copa a los labios, la vació y volvió a llenarla—. Y mi madre dice que en realidad el champán no le gusta a nadie. Lo que gusta es la sensación que se tiene al beberlo.

—La sensación que tengo yo ahora mismo es que todo va a cambiar —dije. De pronto, al expresarlo en voz alta, sonó más concluyente que nunca.

—¡Pero para bien! —exclamó Bridget—. ¿No? Nueva madrastra, nueva casa y, antes, un verano lleno de posibilidades…

—Para vosotras —refunfuñó Ryan—. Yo voy a estar aislada en la montaña sin internet, con la única compañía de mi padre y unos cuantos frikis del teatro.

—¡Vas a pasar todo el verano en Windmill! Es uno de los mejores campamentos de teatro… —repuso Bridget.

—… donde seré la hija del director, así que todo el mundo me tendrá manía desde el primer momento —terminó Ryan—. Excepto mi padre.

—Chicas —dijo Bridget mientras volvía a sacar la botella del cubitero y nos llenaba las copas hasta el borde—, va a ser un verano genial para todas. Creedme, ¿vale?

Ryan se encogió de hombros y bebió otro sorbo. Observé mi copa, luego a mi padre, que estaba acompañando a Tracy hasta la mesa. Estaba sofocado y feliz, y al mirarlo sentí un torrente de cariño. Lo había pasado muy mal, primero con mi madre y después con el divorcio, me había criado prácticamente como un padre soltero incluso antes de quedarse solo, además sin dejar de trabajar a todas horas. Me alegraba mucho, muchísimo por él, también estaba ilusionada. Pero sus vacaciones en Grecia sería el tiempo más largo que estaríamos separados, si no me fallaba la memoria, y sabía que lo iba a echar mucho de menos. Los padres son siempre importantes. Y si solo tienes uno, se convierte en esencial.

Extendí la mano y moví el tenedor de postre y la cucharilla del café un poco hacia la derecha. Cuando Ryan me miró, creí que iba a volver a decir algo, sin embargo esta vez me sonrió en silencio. Luego volvió la cabeza hacia otro lado para que pudiera colocar tranquila también el centro de flores, el tarrito de caramelos y la vela.

DOS

 

 

 

 

 

Había oído un montón de palabras que la gente utilizaba para describir a mi madre antes y después de su muerte. «Preciosa» era una de las más frecuentes, seguida muy de cerca por «alocada» o su sinónimo más suave, «espíritu libre». También a veces «trágica», «dulce» y «llena de vida». Pero no eran más que palabras. Mi madre era mucho más que una combinación de letras.

Había muerto en 2013, el lunes siguiente al Día de Acción de Gracias. Precisamente lo habíamos pasado juntos mi madre, mi padre y yo, aunque llevaban casi cinco años separados. Un primer amor con el telón de fondo de un complejo turístico de un lago es un tema fantástico para una película o una novela romántica. Como prototipo para una relación estable y familiar, sin embargo, dejaba bastante que desear. Por lo menos en su caso.

Era tan pequeña cuando se separaron que no me acordaba de verlos discutir, ni de que mi padre nunca estaba en casa cuando salía de trabajar y dejaba que fuese mi madre quien se ocupara de mí. También había quedado perdido en mi memoria un aumento de la cantidad de alcohol que bebía mi madre y que terminó transformándose en adicción a los analgésicos después de sufrir una operación de muñeca y de descubrir la oxicodona. Cuando empecé a ser consciente de todo lo que pasaba, mis padres ya no estaban juntos y ella había asistido a desintoxicación. El mundo, tal como yo lo recordaba, era mi vida posdivorcio, que consistía en que mi padre y yo vivíamos con la abuela Dolores Payne en su piso en el centro de Lakeview y mi madre…, bueno, en cualquier sitio y en todos a la vez.

Como el estudio en el sótano de una casa de las afueras, tan pequeño que cuando abrías del todo la puerta de entrada, chocaba con la cama. O el rancho que compartió con otras tres mujeres en distintas etapas de desintoxicación, donde el sofá apestaba a tabaco a pesar del letrero de PROHIBIDO FUMAR que estaba colgado encima. Y además el motel en una zona residencial de la ciudad en la que aterrizó tras su última estancia en la clínica de desintoxicación, donde las habitaciones eran asquerosas, pero la piscina estaba limpísima. Aquel verano echábamos carreras buceando de un extremo a otro de la piscina, una y otra vez, y siempre me ganaba. Por supuesto, no sabía que aquel sería su último verano. Creía que seguiríamos así para siempre.

Aquel Día de Acción de Gracias cenamos en torno a la gran mesa de la abuela, con la porcelana y la cristalería de las grandes ocasiones. Mi padre trinchó el pavo (la guarnición la había encargado ya preparada en el club de campo) y mi madre trajo Pop Soda, su bebida no alcohólica favorita, y dos tartas de nuez envueltas en plástico que había comprado en la tienda. Más tarde repasaría aquel día una y mil veces. Aquel aspecto saludable de recién salida del tratamiento de desintoxicación, la piel luminosa, las uñas cuidadas y no mordidas hasta la raíz. Se había puesto unos vaqueros, una camisa blanca con una lazada en el cuello y unas zapatillas Keds blancas nuevecitas, pequeñas como las de una niña. Y la manera en que se pasó la tarde tocándome: acariciándome el pelo, besándome en la sien, atrayéndome hacia su regazo cada vez que pasaba junto a ella como si quisiera recuperar el tiempo pedido durante las semanas que había estado fuera.

Y también la química chispeante que seguía existiendo entre mi padre y ella, evidente hasta para una niña. Mi padre, por lo general una persona práctica y mesurada, se volvía más irreflexivo cuando estaba con mamá. Aquel día, ella le tomó el pelo cuando se sirvió una segunda y hasta una tercera ración de tarta, a lo cual él respondió abriendo la boca llena y sacándole la lengua. Un gesto tan divertido y tonto que me encantó. Mi madre lo hacía reír como nadie y sacaba a relucir un aspecto de él que yo envidiaba.

Ya estaba oscureciendo cuando bajé con ella en el ascensor cuando vinieron a buscarla. Durante mucho tiempo me molestó no ser capaz de acordarme nunca del nombre de aquella persona que la recogió en un indescriptible monovolumen de color gris. Al salir del portal, mamá se volvió hacia mí y apoyó las manos en mis hombros. Después se agachó, con su lápiz de ojos negro que era su distintivo y su máscara de pestañas como si se acabara de maquillar, como siempre, y me miró a los ojos, azules como los suyos. La gente siempre decía que nos parecíamos mucho.

—Niña Marina —dijo, porque siempre me llamaba Marina, no Emma—. Sabes que te quiero, ¿verdad?

Asentí.

—Yo también te quiero, mamá.

Sonrió y se cerró un poco más la cazadora. Siempre hacía más viento delante de aquel edificio; la brisa se abría paso entre los rascacielos y corría a atraparte.

—En cuanto me instale como es debido vendrás a dormir, ¿vale? Películas y palomitas, solo tú y yo.

Asentí de nuevo, deseando que todavía hiciera buen tiempo para poder bañarnos. Me encantaba la piscina de aquel motel.

—Ven aquí —me pidió; me abrazó y yo hundí la cara en su cuello y respiré su aroma, una mezcla de gel de ducha, laca y aire frío. Me estrechó contra su pecho, como siempre hacía, y me relajé en sus brazos. Cuando nos separamos, me guiñó un ojo. A mi madre le encantaba guiñar el ojo. Incluso ahora, cuando alguien lo hace, me acuerdo de ella—. Ahora sube; me quedaré aquí esperando hasta que entres.

Retrocedió un paso y le dirigí una última mirada, en la acera con aquellas zapatillas de un blanco inmaculado. Mi abuela se había puesto un traje de cóctel para Acción de Gracias y había insistido en que mi padre llevara corbata y yo un vestido, pero mi madre siempre seguía sus propias normas.

—Adiós —dije mientras tiraba de la pesada puerta del portal y entraba de nuevo.

—Adiós, mi pequeña —respondió.

Después se metió las manos en los bolsillos de la cazadora, dio un paso atrás y se quedó esperando a que yo entrara en el ascensor y apretara el botón. Seguía allí cuando entré y le dije adiós con la mano por última vez justo antes de que se cerraran las puertas.

Más tarde, intenté imaginar qué habría pasado a continuación, desde que se bajó del coche de su amigo hasta que llegó al motel, donde la piscina estaba vacía y su pequeño cuarto olía a comida que otras personas habían preparado y comido bastante tiempo atrás. La veía en la cama, quizá leyendo El libro grande, que formaba parte de su tratamiento, o escribiendo en uno de los cuadernos de espiral de la droguería donde siempre garabateaba las cosas que tenía que hacer. Por último, la veía dormida, acurrucada bajo una manta áspera mientras la luz del exterior se filtraba por los bordes de las persianas y los camiones pasaban rugiendo por la carretera interestatal que discurría cerca de allí. Quería mantenerla segura y a salvo en sus sueños; en mi mente, aún ahora, me retraigo y pienso en ella así. Como si se hubiera quedado allí para siempre, en el corto espacio de tiempo entre la noche y el amanecer, cuando te parece que solo has dado una cabezada de un minuto y, en realidad, has pasado horas durmiendo.

Lo que ocurrió en verdad fue que un par de semanas después, cuando yo ya pensaba en la Navidad y en los regalos y en Papá Noel, mi madre faltó a la reunión de aquella noche y se fue a un bar con unos amigos. Allí bebió varias cervezas, conoció a un hombre y se fue con él a su casa, donde juntaron el dinero que tenían para comprar heroína y seguir la fiesta. Ya había sufrido dos episodios de sobredosis; cada uno de ellos acabó en una temporada de desintoxicación para volver a empezar de cero. Aquella vez, no.

Hay noches en las que no puedo dormir e intento imaginar también esa parte de la historia. Quería verla hasta el final, sobre todo los primeros días, cuando no parecía real ni posible que se hubiera ido. Pero nunca había estado en aquel escenario y tampoco conocía los detalles, así que, por mucho que intentara visualizar aquellas últimas semanas y horas, era todo imaginación y conjeturas. La última imagen real que tenía de ella era en la acera mientras yo apretaba el botón del ascensor y le decía adiós con la otra mano. Adiós.