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Siglo XXI / Historia de Europa / 10

Jacques Droz

Europa: Restauración y Revolución

1815-1848

Traducción: Ignacio Romero de Solís

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Tras la derrota de Napoleón Bonaparte, 1815 suscitó grandes esperanzas en las clases dirigentes europeas. Bajo la batuta del canciller austriaco Metternich, el poder hegemónico no solo creía haber acabado con el accidente revolucionario, sino que también intentó restaurar los regímenes absolutistas anteriores a la Revolución francesa. Aunque los grandes soberanos volvieron a empuñar las riendas del Estado gracias al movimiento general de reacción contra las «luces», el statu quo que defendían ya no era posible, su mundo estaba agonizante.

Jacques Droz, uno de los especialistas más reputados e influyentes en la historia de Europa, muestra a través de las dinámicas parlamentarias, la evolución económica y el desarrollo de las relaciones internacionales cómo el espíritu del Antiguo Régimen, a pesar de haber triunfado sobre el bonapartismo, se vio acorralado por el auge de los movimientos nacionalistas y los conflictos y cambios sociales derivados de la Revolución industrial hasta llegar en 1848 a su límite con las explosiones revolucionarias burguesas.

Jacques Droz fue uno de los más prestigiosos historiadores de Europa. Reconocido por su investigación en historia germánica y de las ideas políticas, publicó numerosos trabajos sobre historia contemporánea, entre los que destacan Le Socialisme démocratique (1945-1963), traducido al castellano con el título Historia del socialismo, Historie diplomatique de 1648 à 1919, Les révolutions allemandes de 1848, Le romantisme allemand et l’État, Histoire d’Allemagne, Le libéralisme rhénan, 1815-1848 y Contribution à l’histoire du libéralisme.

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RAG

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Título original

Europe between Revolutions, 1815-1848

© Publishers Wm. Collins Sons & Co Ltd., 1967

© Siglo XXI de España Editores, S. A., 1974, 2020

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.sigloxxieditores.com

ISBN: 978-84-323-1990-7

MAPAS

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INTRODUCCIÓN

El periodo que se extiende entre 1815 y 1848 aparece como una época conflictiva que opone a las antiguas clases dirigentes, ligadas a la sociedad del Ancien Régime, la ascensión de las nuevas fuerzas surgidas de la Revolución industrial y que se apoyan en el liberalismo para imponer su dominación.

Aparentemente, 1815 señala el triunfo de la reacción, que intenta imponer sus tendencias, sus tradiciones y sus fuerzas. Pero la Revolución francesa no trastocó en vano la estructura política y social de Francia, ni tampoco propagó en vano las nuevas ideas en los Estados más cerrados y aislados de Europa, gracias al empuje victorioso de los soldados de la Revolución y del Imperio. Los vencedores intentaron rehacer el mapa de Europa al amparo de una restauración; pero el Congreso de Viena no logró la estabilidad europea que los soberanos se prometían. Bajo el disfraz de la unidad de las concepciones políticas, el instrumento diplomático del que se esperaba la paz no logró suprimir las contradicciones de las ideologías. Una vez desaparecido el peligro, los intereses chocaron entre sí, y se desarrollaron las apetencias precursoras de sangrientos conflictos. No basta con detener las agujas que señalan el paso del tiempo y retroceder al momento de 1789; en realidad las nuevas ideas se infiltraron por doquier, las mentes se abrieron a nuevas concepciones, más universales. Las nacionalidades se afirmaron. Con las ideas de emancipación y de liberación sociales, el invasor francés difundió el concepto de nacionalismo.

En la lucha ideológica que libran sin cuartel los partidarios y adversarios del liberalismo, este va a acabar venciendo. Pero su victoria será la del egoísmo brutal. Dueño de la economía, dueño del poder, el burgués edifica su fortuna sobre la miseria de la mayoría; contribuye a la extensión de la depauperación. Ayudado por la Revolución industrial que se inició en 1785 y que se acelerará gracias a la aparición de los ferrocarriles, el desarrollo de la industria moderna y del capitalismo provoca la creación de un inmenso proletariado, a la par que, suscitado por la desesperanza material y moral que sufre esta clase, se afirma cada vez con más fuerza un movimiento doctrinal antiburgués, sobre todo después de 1840, en todos los países que se industrializan.

Este doble antagonismo es el contexto de la historia de Europa entre 1815 y 1848.

I. LA FILOSOFÍA DE LA RESTAURACIÓN

No cabe la menor duda de que la llegada de 1815 suscitó grandes esperanzas en las clases dirigentes europeas. Los diplomáticos congregados en Viena no solamente creían haber puesto punto final a la aventura revolucionaria e imperial, sino también intentaron restaurar, junto con el principio de la legitimidad, el respeto a los poderes establecidos así como el sentido de la jerarquía y de la autoridad. Los soberanos que vuelven a empuñar las riendas del Estado tras veinte años de pruebas pueden, en realidad, apoyarse sobre un movimiento general de reacción contra el individualismo, movimiento que invita a las elites a reconstruir la unidad de la intelligentsia y el gusto por la tradición contra los progresos del libre examen. Realmente, para ser más exactos, esta reacción contra las «luces» se había iniciado en el transcurso de las últimas décadas del siglo XVIII: en 1775, Claude de Saint-Martin, «el filósofo desconocido», publicó De los errores y de la verdad; en 1790, Edmund Burke escribió sus Reflexiones sobre la Revolución en Francia; en 1796, Joseph de Maistre publicó sus Consideraciones sobre Francia; y en 1799, Novalis presentó su meditación sobre Europa o Cristiandad, primera manifestación del romanticismo alemán. Pero solo en torno a 1815 comenzaron a rendir fruto estas obras.

El tradicionalismo surgió en Francia como resultado de una reflexión sobre la Revolución de 1789, considerada como una conspiración de la francmasonería y del iluminismo y de las experiencias de la emigración, que recondujo a la nobleza a la fe de sus padres. Joseph de Maistre, noble saboyano, y el vizconde de Bonald, gentilhombre de Rouergue, ambos emigrados, que se convirtieron, después de 1815, en teóricos del ultramontanismo, creían que la Revolución y, posteriormente, Napoleón fueron males enviados por la providencia para castigar el crimen de la incredulidad; se burlaron de las pretensiones racionalistas del siglo XVIII, a las que oponían las lecciones de la experiencia, y coincidieron en mostrar la impotencia del hombre para crear un gobierno, en señalar la futilidad de las constituciones escritas y la superioridad del empirismo sobre el razonamiento lógico. El hombre, afirman ambos, no puede crear nada nuevo en el mundo político ni en el mundo físico: «Puede, sin duda, plantar un pepino, hacer crecer un árbol, perfeccionarlo mediante injertos y podarlo de cien modos distintos, pero jamás se ha podido imaginar que pueda crear un árbol; ¿cómo ha podido, entonces, imaginarse que tuviese poder para crear una constitución?», escribe Joseph de Maistre. Y de Bonald afirma: «El hombre no puede dotar de una constitución a la sociedad política, como tampoco puede dotar de gravedad a los cuerpos o de extensión a la materia». El primero de ellos insiste, en su libro Sobre el papa, en el origen teocrático de los príncipes legítimos, que detentan su poder por delegación del único y verdadero soberano, el papa infalible; el segundo acentúa el carácter absoluto de la Revelación divina, que excluye de la vida social la libre discusión e incluso la tolerancia.

En Suiza, Ludwig von Haller publica, a partir de 1816, su Restauración de la Ciencia del Estado: «Los reyes legítimos –anuncia– son restaurados en sus tronos, lo mismo que restauraremos en su puesto a la ciencia legítima, la que sirve al soberano señor, y de cuya verdad da fe el universo». Apoyándose en el Derecho natural, también él reacciona violentamente contra el racionalismo del siglo XVIII. Asimila el Estado a una familia; el territorio nacional, a un bien personal del soberano; la autoridad, a la propiedad; la ley, a la gracia del príncipe; el impuesto y el servicio militar, a una asistencia consentida; la política, a la ciencia del derecho privado. Desde el punto de vista de Haller, el soberano reina no en virtud de una delegación, sino de un derecho, que le confiere la fuerza; no administra la cosa pública, sino sus propios negocios. El único límite de su poder es el respeto que debe a los demás propietarios; por ello, existe frente a él una pirámide de libertades y privilegios, pero en ningún caso se puede hablar de un contrato entre el soberano y sus súbditos.

Las tesis de los románticos alemanes son equivalentes. Opuesta al universalismo de las instituciones francesas, la escuela histórica del Derecho reacciona igualmente contra la disposición de los hombres de la precedente generación que carecían de «sentido histórico». Por esta razón, su fundador, el jurista Savigny, la emprendió en su libro, De la vocación de nuestro tiempo para la legislación y la Ciencia del Derecho, contra la pretensión de su colega Thibaut de dotar a Alemania de un Derecho uniforme: en su opinión, el elemento creador del Derecho, como el de la lengua y las costumbres, es el espíritu del pueblo (Volksgeist); por tanto es absurdo querer remodelarlo en función de la fantasía arbitraria de los hombres. Desde 1815, Savigny y Eichhorn prosiguieron, en la Revista de la Ciencia histórica del Derecho, en nombre de la costumbre y de la tradición, sus ataques contra los partidarios del Derecho natural. Los románticos, al experimentar, por otra parte, la cada vez más profunda influencia del catolicismo –en muchos casos son conversos– aportan una justificación teológica a las ideas de legitimidad, de jerarquía y de obediencia. Las últimas obras de Adam Müller, el teórico del Estado «orgánico», están dirigidas contra el liberalismo político y la economía materialista; tras establecer que la tierra no puede ser objeto, como los bienes muebles, de provecho material o de intercambios comerciales, Müller trató de demostrar que el trabajo solo tiene valor en cuanto servicio a la comunidad, que el crédito es un acto de fe en el Estado, y que el impuesto es una deuda sagrada que se debe saldar con devoción. Aún mejor que él, Baader, adversario de la economía liberal, presiente la evolución de una sociedad en la que los capitales se acumularán en algunas manos, dejando al margen de ellas a un ejército de proletarios animados de pasiones revolucionarias. La noción de Estado inspira las últimas obras de Friedrich Schlegel. Estos románticos tienen el sentimiento de que, si los valores sobre los cuales ha vivido la antigua sociedad deben ser preservados, únicamente la Iglesia puede hacerlo, y para ello hay que concederle la mayor independencia posible. Por eso el grupo de católicos vieneses formado en torno al redentorista Hofbauer se afana en destruir las últimas secuelas de la legislación josefinista. En cuanto al círculo de la «Mesa Redonda», reunido en torno a Joseph von Görres, gracias al apoyo del rey de Baviera, Luis I, formado por profesores de la nueva universidad de Múnich, preparó en la revista Eos las armas que, veinte años después, deberían devolver su libertad a la Iglesia de Alemania.

Del mismo modo, en Francia, Lamennais piensa que las fuerzas conservadoras deberían apoyarse en el vigor del sentimiento religioso, en un catolicismo popular y ultramontano. Por ello, en su Ensayo sobre la indiferencia en materias de religión (1817), intentó reagrupar a las inteligencias alejadas hasta entonces de toda religión revelada, en torno a una nueva apologética, basada en la certeza de que «no existe paz para la inteligencia más que cuando está segura de la posesión de la verdad». La admiración que profesa Lamennais por la Edad Media cristiana, en la que todos los occidentales estaban unidos por convicciones comunes, le lleva a la condenación radical del libre examen, defendido por Lutero y Descartes, y a la rehabilitación del principio de autoridad, del que depende el orden de las conciencias. «El mundo –escribe– es víctima de la multiplicidad de opiniones; cada cual solo quiere creer en él mismo, y solo se obedece a sí mismo. Restableced la autoridad y todo el orden renacerá de nuevo.» El problema de la certeza constituía, desde su punto de vista, el problema principal, por lo que acudirá a buscar su solución en el «sentido común», en el «consentimiento universal»; ahora bien, únicamente la religión católica es depositaria de esta unanimidad, al ser su universalidad garantía de veracidad. De este modo, siendo la Iglesia la única fuente de toda autoridad y de toda certeza, Lamennais deduce que es necesario que los Estados se sometan a ella, que lo temporal sea sometido de nuevo a lo espiritual. Los papas deben guiar y deponer a los príncipes vacilantes. Estas ideas teocráticas encontraron amplio eco en Francia y, fuera de Francia, en Bélgica y en Alemania. Mientras algunas personalidades alsacianas, como Liebermann y Raess, dan a conocer al público alemán, a través de la revista de Maguncia Der Katholik, los escritos de los teócratas franceses, el barón de Eckstein, muy vinculado a los románticos alemanes, propaga el pensamiento alemán en Francia a través de los periódicos ultramonárquicos y posteriormente en la revista Le Catholique, que él mismo publica en París entre 1826 y 1830. A los beneficiarios de la Restauración les parece necesario que el catolicismo despliegue sobre la vida de los pueblos, como sobre la de los individuos, su inmensa red de relaciones y de obligaciones, sin la cual la autoridad no podría revestirse de ese carácter absoluto, sacerdotal, que le garantiza la obediencia y el amor de los súbditos.

El protestantismo, minado por el espíritu del libre examen y contra el cual se han encarnizado los teócratas, no proporciona evidentemente las mismas garantías que el catolicismo romano. Pero el movimiento del «despertar» lo orienta, no obstante, hacia formas de pensamiento ortodoxas, incluso pietistas, que se adecuan a las exigencias de un pensamiento conservador. Son conocidos los servicios que en este campo realizaron en Inglaterra las sectas metodistas. En los países germánicos se alcanzó un resultado notable gracias a las agrupaciones de piedad, a los hermanos de Moravia, que no dejaron de dirigir la lucha contra el espíritu de las luces, y que confundieron la Revolución francesa con la Bestia del Apocalipsis. En el Estado prusiano, los representantes más eminentes de la aristocracia se reagruparon, a partir de 1815, en torno a los hermanos Gerlach, en el Maikäferei, a un tiempo religioso y patriótico, primer embrión del partido conservador. Este mismo grupo será el que, inmediatamente después de las Revoluciones de 1830, publicará el Berliner Politische Wochenblatt, al frente del cual se encuentra un converso católico, el bávaro Jarcke, el mejor teórico del Estado cristiano: contra las fuerzas disolventes del libre pensamiento, se precisa absolutamente la conjunción de todos los creyentes.

Sin embargo, en Alemania será Hegel quien dará mayor impulso a la filosofía política. Su pensamiento, opuesto a los «creadores de constituciones» del periodo revolucionario, muestra que solo pueden existir libertades dentro del Estado, y que este último, fuente única de Derecho, se define exclusivamente por su soberanía, y por tanto no reconoce otra voluntad superior a la suya. Únicamente en el Estado, dice Hegel, puede el hombre acceder a la moralidad más alta. Efectivamente, el Estado educa al individuo, lo pliega a la disciplina colectiva que le libera de las contingencias de su naturaleza animal y de sus elucubraciones estériles: lejos de disminuirlo, le permite completar su personalidad, integrándose en un organismo moral superior que le hace progresar en el sentido de lo universal y de la «libertad concreta». El Estado es una comunidad permanente, unánime, que no procede de una Voluntad general formulada como consecuencia de un contrato que emana de los individuos, sino que preexiste a ellos y los sobrevive; es la realidad absoluta y primordial, y el individuo solo tiene «sustancia», libertad, en tanto que es miembro del Estado. La Filosofía del Derecho, de Hegel (1820), describe al Estado de tal forma que el monarca, que encarna lo universal, toma sus decisiones con el concurso de sus funcionarios, y la representación de los Stände únicamente tiene por función hacer comprender a los pueblos las decisiones tomadas a mayor nivel. ¿Constituye esto una apología del Estado prusiano de su tiempo? La dialéctica de Hegel, sin duda, le prohíbe detenerse en la idea del «buen Estado», que para él solo puede ser considerado como una cadena de imperialismos sucesivos. Pero es difícilmente cuestionable que al usar la fórmula: «todo lo real es racional», Hegel prestara su apoyo a quienes justificaban su vinculación con los sistemas existentes; pese a su admiración inicial por la Revolución francesa, y a sus vínculos masónicos[1], que le habían puesto en relación con los elementos más progresistas de su época, adoptó, a medida que envejecía, una filosofía cada vez más conservadora. Y al mismo tiempo, desdeñador de la ley internacional, justificaba la «política de potencia»: el Estado que posee un nivel superior de organización y de cultura tiene el derecho de vigilar a las naciones «inferiores», porque la nación victoriosa ha dado, en virtud de su propia victoria, pruebas de su superioridad. Análogas consecuencias pueden extraerse de la obra de los grandes historiadores alemanes de esta época: de Niebuhr, cuya Historia de Roma magnifica las virtudes del campesino romano; y, sobre todo, de Ranke, el padre del «historicismo», que presenta la historia de los pueblos, «inmediatos con Dios», como una lucha entre las grandes individualidades políticas y subraya para cada Estado la necesidad de estar animado por una cierta voluntad de poder, garantía de su independencia: es la tesis de la primacía de la política exterior, que formulará en sus vastos estudios de historia diplomática, considerando que la vida internacional condiciona la organización política y las propias instituciones del Estado.

El hombre que encarnó, en opinión de sus contemporáneos, la política de la Restauración, fue el canciller austriaco Metternich, quien durante largos años imprimió su sello a la política europea. Realmente la formación de Metternich correspondía a la de un racionalista, no a la de un romántico; solo participó débilmente del entusiasmo de sus contemporáneos por las ideas de legitimidad y del derecho divino, y aún menos de las teorías ultramontanas, que escandalizaban ligeramente a su espíritu josefinista. Metternich era un hombre del siglo XVIII. La idea fundamental de su «sistema» es la del equilibrio, que tomó de su colaborador Friedrich von Gentz, el teórico de la lucha contra la Francia revolucionaria e imperial. Ante todo, según Metternich, existe un equilibrio en el interior de los Estados, en donde el orden social debe ser defendido contra las fuerzas de destrucción. Existe, además, un equilibrio entre los Estados, ya que estos últimos no deberían quedar abandonados a su inspiración particular, sino sometidos a una comunidad supranacional. Y si es cierto que «solo el orden confiere el equilibrio», nada resultaría más peligroso para la existencia de esos Estados que el desarrollo de los movimientos liberales y nacionales. Metternich se opone, por consiguiente, a cualquier transformación del estatuto político. Comparando la Revolución alternativamente a una hidra dispuesta a tragárselo todo, a un incendio, a una inundación y luego al cólera, hostil a la soberanía popular, a un régimen constitucional que no es sino la aplicación del principio «quítate de ahí para que me ponga yo», considera que la salud de la sociedad descansa sobre la conservación de las monarquías y sobre el respeto a una jerarquía aristocrática, «clase intermedia entre el trono y las capas inferiores del cuerpo social». Precisamente es esta fe en el equilibrio nacional e internacional la que le hace particularmente sensible a los intereses generales de Europa y determina su creencia en la necesidad de un concierto europeo, como algo superior a los intereses de cada Estado. La razón exige, pues, que las monarquías se unan para preservar a la sociedad de una subversión total. Como, a fin de cuentas, son los gobiernos los responsables de las revoluciones, estos no deben retroceder ante ninguna clase de medida preventiva. No solo es necesario que los soberanos estén de acuerdo entre sí ni que se reúnan con frecuencia en congresos para aprobar conjuntamente las medidas que deban adoptar, sino también que puedan intervenir, en caso de necesidad, en los países vecinos para restablecer el orden amenazado; deben constituirse en tribunales supremos políticos para actuar de policías internacionales contra la revolución. De la Santa Alianza –texto que el zar Alejandro I en un momento de misticismo ofreció a la firma de los soberanos de Europa, por el cual les invitaba, en tanto que «miembros de una misma nación cristiana», a gobernar en un espíritu de fraternidad y de caridad– Metternich intentó hacer la unión de las policías gubernamentales contra todos los innovadores. Al imprimir a la alianza europea su carácter antirrevolucionario y antiliberal, tenía el sentimiento muy claro de estar sirviendo, sobre todo, a los intereses de Austria, la potencia más vulnerable a las revueltas populares; pero, a la vez, actuaba como hombre consciente de la solidaridad de los destinos de Europa, de una Europa «que ha adquirido para mí el valor de una patria», escribía en 1824.

¿Lograron las clases dirigentes alcanzar sus objetivos? Contaban con el cansancio de los espíritus, pero también con la sumisión de las masas rurales y con la estrechez de la vida urbana e industrial. Pero precisamente será frente a la evolución de la vida económica donde se estrellará el espíritu de la Restauración. A las fuerzas del orden van a oponerse las fuerzas del movimiento. El desarrollo de la industria, que avanza desde Inglaterra hacia el continente, va a romper los marcos de la sociedad del Ancien Régime y lograr que la burguesía se constituya en el principal elemento de la nueva vida política. Ahora bien, esta burguesía, a la que la Revolución francesa aseguró su emancipación, está estrechamente ligada al liberalismo, en el cual ve la garantía de su influencia en el Estado. Los apoyos de la Restauración se verán forzados a doblegarse, con mejor o peor voluntad, ante las fuerzas morales surgidas de la Revolución industrial.

[1] Sobre este aspecto, véanse los estudios de J. D’Honat, Hegel en son temps (1968).