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BEATRIZ OSA

Beatriz Osa (Madrid, 1979) es periodista. Tras pasar por la Cadena SER, la revista Zero y Telecinco, desde el 2006 está en La Sexta, donde ha trabajado en Informativos y en el programa Más vale tarde. Actualmente edita Expediente Marlasca, siguiendo toda la información de sucesos, con un interés especial en dos secciones: «Caso Cerrado» y «Tras la pista», por la que fue premiada en el 2016 por la Fundación QSD.

 

Todos llevamos dentro un investigador. No hay nadie que no desee resolver los enigmas que la vida le plantea y que no observe el mal que le circunda con cierta curiosidad. El mal nos perturba, sí, pero necesitamos saber de él, entenderlo, descubrir qué lo provoca y, en definitiva, saber si es solo cosa de otros o si también podría ser cosa nuestra.

La novela policíaca, y más aún la negra, desmenuzan el mal y a sus protagonistas, con supuestos inventados por los que pululan personajes ficticios. Ofrecen historias de mentira que, casi siempre, tienen su origen en casos reales.

En la colección que dirijo y prologo, la realidad, más atrevida que cualquier fantasía, más imprevisible y sorprendente, demuestra su preeminencia al lector y le ofrece la posibilidad de enfrentarse a ella cara a cara. Algo que sería imposible sin la sagaz pluma de expertos en el más verdadero noir, capaces de relatar con aterradora meticulosidad y a ritmo de novela, pero sin una gota de ficción, los episodios más oscuros y sobrecogedores de la crónica negra.

Pasen, lean y desenmascaren a los malvados. Pero procuren no equivocarse al sacar sus conclusiones porque, como decía Jacinto Benavente, «lo peor que hacen los malos es obligarnos a dudar de los buenos».

Marta Robles

Directora de la colección

OLOR A MUERTE
EN PIOZ

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OLOR A MUERTE
EN PIOZ

– Beatriz Osa –

Colección dirigida y coordinada por
Marta Robles

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Primera edición: febrero del 2020

Para Josep Forment, siempre con nosotros

© Beatriz Osa, 2020

Directora de la colección: Marta Robles

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Impresión:

ISBN: 978-84-17847-28-9

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A Marcos, Janaína, María Carolina y David

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¿Cómo determinamos que una persona tiene una intención específica —de matar—? No podemos abrirle la cabeza y mirar dentro. No podemos hacerle una fotografía del cerebro en ese preciso momento.

ALEXANDRIA MARZANO-LESNEVICH,
Nada más real que un cuerpo

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– Índice –

Prólogo

Antes de...

1. Sauces, 594

2. Los de provincias

3. Un grito sordo

4. La ciudad donde nace el sol

5. El quinto elemento

6. Los tres monos sabios

7. Un futbolista entre erasmus

8. La furia del juez

9. La máscara de Patrick

10. Tic tac

11. El 17

12. Tenemos que hablar de Marvin

13. Las manos de Patrick

14. El regreso

15. Una historia de perversos

16. Boy

17. Puño y letra

18. Una celda de cristal

19. «Yo no soy malo»

20. Cuatro urnas y un funeral

21. Abogados del diablo

22. Sin odios ni afectos

23. A dos metros de Patrick

24. Testigos cercanos

25. Un micrófono abierto

26. Anatomía de un crimen

27. Un cerebro de coartada

28. Un hombre de un solo destino

29. Sin punto final

Después de...

Es de justicia

– Prólogo –

ESPECIALMENTE MALVADOS

El caso que van ustedes a leer a continuación es uno de los más aterradores de nuestra historia reciente. Prepárense a sufrir con la crónica negra del espantoso asesinato perpetrado por Patrick Nogueira, un tipo con hielo en las venas, que asesinó a sus tíos y primos en un chalé de Pioz (Guadalajara) y, tras desmembrarlos, introdujo sus cadáveres en unas bolsas de basura que precintó con cinta americana mientras, foto a foto y mensaje a mensaje, se lo contaba todo a un amigo, en directo, a través de WhatsApp. ¿Qué fue lo que lo impulsó a matar? Beatriz Osa desmenuza en este libro, con impactante maestría, el comportamiento de este psicópata asesino, el quinto condenado en España a prisión permanente revisable, antes, durante y después de los hechos. Y digo psicópata y no enfermo mental, como trató de argumentar la defensa durante el juicio, porque la diferencia entre una cosa y otra determina el comportamiento consciente o inconsciente. No hay más que recordar alguna de las frases del tristemente célebre Albert Fish, el vampiro de Brooklyn, uno de los más famosos asesinos en serie norteamericanos de todos los tiempos («No soy un demente, solo soy un excéntrico»), para saber que los psicópatas no son locos, sino seres humanos especialmente malvados. El trabajo de Osa, extraordinario en la minuciosidad, la documentación, la investigación y la exposición, se refuerza con su tan singular como sorprendente capacidad narrativa y con su cuidada e impactante prosa. El relato, repleto de impagables referencias históricas, literarias y cinematográficas, revela a una escritora lúcida, madura y llena de recursos que nadie sospecharía que firma su primera obra. Beatriz Osa es un auténtico hallazgo para esta colección, que nos deparará, con toda seguridad, impagables sorpresas en los próximos años, dentro y fuera de ella. No pierdan de vista su nombre. Aunque sé que no lo harán tras leer el desarrollo de este espeluznante suceso, tan bien contado que es imposible abandonarlo desde su primera página.

MARTA ROBLES

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ANTES DE...

Imagine que un día un familiar no le recoge a la hora acordada y que esa noche, y al menos las tres siguientes, no dormirá a la intemperie, pero sí tendrá que hacerlo en otra casa, lejos de los suyos. Imagine que, por un momento, en esa lejanía rumia su soledad hasta observarla desde la negritud del abandonado. Y ahora, imagine algo más: que decide que esa sensación no puede quedar así, que nadie lo puede tratar de esa manera, que alguien deberá pagar por ello. Y, una vez llegado a ese punto, imagine que toma una decisión. Una descabellada. ¿Sería capaz de matar a alguien porque no lo acoge en su casa? Esa fue una de las muchas preguntas que se planteó ante el jurado que juzgó a Patrick Nogueira.

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– CAPÍTULO 1 –

SAUCES, 594

El olor a muerte es imborrable y caprichoso. No el de las primeras horas, cuando el latido y la respiración acaban de extinguirse, sino el que lo embarga todo a medida que avanza la descomposición. Para el olfato experto es inconfundible. Basta con que una brisa de azufre roce la memoria para que el resto de los sentidos se pongan también en alerta al reconocerlo. Intenso, penetrante, dulce y fétido a la vez. Quien lo ha olido sabe que volverá a olerlo, aunque nada a su alrededor se esté pudriendo y sin que la combinación de putrescina y cadaverina flote siquiera en el aire. Es una huella química única que, en cambio, el olfato profano tardaría días o incluso semanas en poder identificar.

En Pioz transcurrió exactamente un mes hasta que los vecinos de la urbanización La Arboleda hallaron una explicación al porqué de ese hedor insoportable que se había instalado en sus casas y que todavía algunos hoy recuerdan al paso del 594 de la calle Sauces. Entonces, en los albores del crimen, solo acertaban a relacionarlo con el agua estancada en la piscina y con el visible abandono de la vivienda. Sabían que estaba recién alquilada, que el casero vivía en O Porriño, Pontevedra, y que desde el final del verano estaba inmersa en un silencio sepulcral. Pero nadie podía imaginar lo que en realidad encerraba aquel olor.

La noche del 17 de septiembre del 2016, Wilmar y Julián se repartían la ronda. Uno estaba en la garita de entrada; el otro recorría en coche la urbanización y su perímetro. La Arboleda es un lugar tranquilo, rodeado de pinos, olivos y encinas, que se levantó a principios del 2000 como gran ciudad dormitorio de La Alcarria. Pero la crisis la había dejado a medio gas, ocupada por escasos vecinos residentes y demasiados temporales, de los que pasan allí únicamente sus tiempos de descanso. El resto del año, aquello era un páramo de ladrillo situado a cincuenta y cinco kilómetros de Madrid, veinticinco de Guadalajara y tres de Pioz, el pueblo más cercano. Hasta los malos pasaban de largo. Por eso, Wilmar y Julián no estaban preparados para lo que les iba a deparar una noche en la que el único encargo que habían recibido era el de seguir el rastro de aquel foco nauseabundo.

El 594. Ese era, sin ninguna duda. No había luces, ruido y nadie contestaba al timbre. Si querían avanzar en sus pesquisas, necesitaban el visto bueno del casero. Y lo obtuvieron más rápido de lo previsto, como si al otro lado también estuvieran esperando su llamada. Aun así, Wilmar y Julián no sabían muy bien dónde buscar. El olor que les servía de guía por la parcela apenas los dejaba respirar. A su manera, iban dando palos de ciego. Por la parte de atrás de la casa, en la zona de los contenedores, junto a la piscina, en el garaje... Todas las ventanas estaban cerradas, menos la del salón. Retiraron la mosquitera, alzaron a pulso la persiana y apoyaron la linterna en la repisa para observar el interior. Fue entonces cuando dieron con lo que buscaban. En una esquina, apiladas sobre lo que parecía un líquido viscoso y rodeadas de un reguero de moscas muertas, estaban seis bolsas de basura (ver página A).

A las 22:40 horas, según consta en el primer folio del atestado número 78/2016, la patrulla del puesto de la Guardia Civil de Horche iniciaba una inspección ocular tras la alerta dada por dos vigilantes de seguridad de La Arboleda. El lugar elegido, el volumen de las bolsas y ese olor putrefacto que manaba del interior de la casa les hizo sospechar que podía tratarse de algo más. Y a esa hora solo tenían un número al que llamar. Guadalajara celebraba sus fiestas patronales y sus calles olían a la pólvora de los fuegos artificiales cuando Óscar Ortigado, médico forense de guardia, atendió la llamada:

—Buenas noches...

—Sí, verá, le llamamos de la Guardia Civil. Hemos encontrado unos huesos y no sabemos si son de humanos o de animales.

—¿Perdona? ¿Cómo que no sabéis? Pues volved a llamar cuando tengáis algo más de información —reclamó. Y colgó.

Cinco minutos después, la llamada es mucho más persuasiva. Viene de arriba, la maquinaria ha seguido su curso. Al otro lado está Fernando de la Fuente, el titular del Juzgado de Instrucción número 1 de Guadalajara:

—¿Te ha llamado la Guardia Civil?

—Sí, pero me dicen que no saben de qué son los restos.

—Sí, ya sí... Son varias bolsas con restos de personas, al menos más de una. Tenemos que ir la comisión judicial entera.

Pasada la medianoche, el ala este de la urbanización La Arboleda se convirtió en la zona cero de una investigación policial a la que asistieron unos pocos vecinos curiosos, con la nariz tapada y el desvelo del trajín policial. Sobre el terreno, un bregado agente de la Policía Judicial tomó la iniciativa. Manolo Rodríguez, con veinte años de experiencia en el Cuerpo y gran parte en el laboratorio de Criminalística, asumió un cometido aquella noche: preservar a toda costa el mayor número de pistas. Todavía desconocía la magnitud del hallazgo, pero en esas bolsas precintadas solo había cabida para el horror. Y a él le tocaba asumir su papel.

Como si todos se deslizaran por una cuadrícula imaginaria, los agentes se movían con minuciosidad, marcando y revisando, pero sin tocar ni retirar nada: ni la manguera sin recoger ni la sombrilla volcada ni ese zapatito de niño tirado sobre una baldosa. Su única obsesión era la de poder habilitar un camino que llegase hasta el punto donde se encontraban las bolsas de basura, pero sin poner en riesgo ninguna de las posibles pruebas. Parecían moverse por un campo de minas que recorrían con sumo cuidado, enfundados en sus trajes de plástico. Ortigado era uno de ellos. Y, durante las dos horas que los agentes tardaron en trazar la ruta, esperó paciente, con los guantes y la mascarilla puestas, aguardando la indicación del juez: «Vas a pasar tú y me vas a decir si los restos son humanos y cuántos hay».

Ser médico forense no te otorga una coraza de indiferencia ni te protege del impacto que causa la muerte. Menos aún si eres de los que todavía siente el peso del fonendo. Y, en el fondo, a Óscar Ortigado le gustaba escuchar el latido del corazón y poder salvar vidas, como cuando ejercía de médico de familia en el Samur de Guadalajara antes de ocupar un puesto temporal en el Instituto Médico Legal de la provincia, en donde entró para un mes de prácticas que se alargaron primero a dos y, de un plumazo, se convirtieron en seis años. Un tiempo en el que había visto de todo, aunque nada de la envergadura de lo que halló en esas bolsas de basura durante una madrugada que aún hoy recuerda como si fuera ayer. «Cogimos una bolsa al azar», revela de aquel instante en el que a su lado solo estaba Manolo, el guardia civil que había trazado el sendero hasta las bolsas. «Un héroe», recalcó Ortigado con admiración, «porque es de esos agentes aparentemente invisibles que se convierten en imprescindibles». Era quien sujetaba la linterna mientras él rajaba una de las bolsas por un costado, sin deshacer ni tocar el nudo, como se lo había pedido expresamente la Guardia Civil con la intención de preservar cualquier posible prueba y sopesando que allí pudieran encontrar alguna huella dactilar.

Huele a podredumbre y la habitación está apenas iluminada por la luz que entra del exterior. A fin de preservar al máximo la escena, aún no han accionado siquiera el interruptor del salón, pero Ortigado no lo necesita para distinguir lo que tiene ante sí: una pierna enfundada en un vaquero, luego una pelvis, luego... la nada. Solo puede certificar que se trata de una persona descuartizada. Si es hombre o mujer, o dónde está el resto de su cuerpo, lo desconoce. Aunque no es el único que empieza a echar cuentas sobre el número posible de víctimas que hay en esa habitación.

A tan solo unos pasos, justo detrás de él, hay un carrito de bebé. Lo han visto todos, como la mancha de una manita al subir las escaleras o el pequeño colchón encajado en el suelo del armario de la habitación de matrimonio (ver página A). En el cuarto de al lado, en el último cajón de una mesilla de noche, hallan cuatro pasaportes con el escudo de Brasil en su cubierta. Pertenecen a David Américo Campos Nogueira, de año y medio, a María Carolina Campos Nogueira, que estaba a punto de cumplir los cuatro años, y a dos adultos, Janaína Santos Américo, de treinta y nueve años, y Marcos Campos Nogueira, de cuarenta. En ese preciso instante, el levantamiento de cadáver cobró otra dimensión para Ortigado: «Si había tenido la sensación de que unas bolsas pesaban más que otras, allí mismo fui consciente de que dentro de ellas estaba la familia entera».

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– CAPÍTULO 2 –

LOS DE PROVINCIAS

Cuando se le pregunta a un investigador cuál fue ese pálpito inicial o qué elementos le permitieron apuntar hacia un sospechoso la respuesta oficial quizás disguste al oído hecho a Poirots, Colombos y Nicks Stokes: «No hay hipótesis que valga. Solo sabemos que tendremos que ir acumulando pruebas hasta llegar a él». Es la firmeza habitual con la que responde el capitán Barca. Sus seis años al frente de la Policía Judicial de Guadalajara no dejan grietas posibles a la especulación o la fabulación propia de un CSI, pero asume que a su alrededor la información bulle igualmente. ¿Quién pudo hacerlo? ¿Por qué? ¿Volverá a actuar? En aquellas primeras horas, en la vuelta a casa de la comitiva judicial, se escuchó la hipótesis que más titulares ocupó los días siguientes: «Esto es un tema de sicarios, un ajuste de cuentas. Y los asesinos ya no están ni en España». Era palabra de juez. Aunque en realidad ninguno de los presentes en aquel coche se plantease otra hipótesis posible. Con las bolsas a buen recaudo en el sótano del tanatorio de Guadalajara, a ellos no les quedaba nada más que hacer en Pioz, por ahora.

El capitán Barca aún tenía a los suyos trabajando. Desde que la patrulla de Horche dio la alerta, habían seguido el protocolo a rajatabla. El mismísimo Paul Leland Kirk, autor en los setenta de uno de los manuales más prestigiosos de la investigación criminal y forense, los habría puesto de ejemplo. Sabían que todo lo que el asesino hubiese tocado serviría de prueba silenciosa en su contra. Y que solo por el hecho de que ellos no encontrasen esos testigos mudos, o los interpretasen adecuadamente, podrían perder líneas de investigación posteriores y hasta pistas cruciales. Por eso, incluso el camino trazado para llegar a las bolsas reproducía, sin desviarse ni un milímetro, los pasos que había dado la patrulla de Horche. Querían evitar que cualquiera de sus pisadas policiales pudiese tapar las del asesino o asesinos. (ver página A).

Entre sus tareas, Manolo asumía la de ser un muro de contención. «Durante los preparativos tuve que sujetar al juez para que no entrase antes de tiempo», rememora con una sonrisa el guardia civil. Nada comparable al rictus que habría puesto de presenciar algunos de los estropicios más sonados de nuestra crónica negra en los que por la impaciencia de algunos, la ignorancia de otros o la simple dejadez se habían pisoteado y manoseado escenarios donde acababa de producirse un crimen. ¿Quién podría imaginar que alguien manipulase objetos y cuerpos aún calientes para que las cámaras de televisión grabasen a placer? Pues eso justo fue lo que ocurrió en el cortijo sevillano de Paradas la tarde del 22 de julio de 1975, horas después de que se cometiese uno de los crímenes más sangrientos que se recuerdan, el de Los Galindos, con cinco víctimas para las que más de cuatro décadas después no se ha hallado un culpable. Cierto es que entonces jugaron otros factores en contra, pero hoy sería impensable traspasar siquiera la barrera de un cordón policial.

Los de provincias iban a estar a la altura. El capitán Barca era consciente de que en esas primeras veinticuatro horas, cruciales en cualquier investigación, estaban solos. Luego llegarían los apoyos, los méritos compartidos y hasta el cuestionable intento de un juez de guardia de Madrid de apropiarse de toda la instrucción. Pero, en ese momento, ellos estaban al mando. Guadalajara contaba a mitad del 2016 con uno de los índices de criminalidad más bajos de España. Habían caído los hurtos, el tráfico de drogas e incluso el número de viviendas desvalijadas. Y las dos muertes violentas de principios de año estaban resueltas, tanto el crimen machista en Galápagos como el asesinato de un hombre en Azuqueca de Henares que se saldó con tres detenidos. Un balance a la baja que, intuían, acababa de dispararse exponencialmente en la casilla de asesinatos. En el 594 de la calle Sauces la noche iba a ser larga, como corroboró después el contador de la compañía hidroeléctrica que daba suministro a la zona. El 17 de septiembre se registró el primer pico de consumo en un mes. Exactamente, treinta y un días después de que alguien también hubiese estado despierto en aquella casa hasta muy tarde.

A la mañana siguiente, el equipo volvió con refuerzos. Por delante tenían tres escenarios en paralelo: interrogatorios, inspección ocular y autopsias. Y en todos debía estar presente la Policía Judicial de Guadalajara. El relevo en Pioz lo dieron el capitán Barca y el agente Rodríguez. De nuevo, Manolo abrió su maletín de recogida de muestras: cinta adhesiva, pinzas, varillas de algodón... Todo lo que podía esconder a simple vista una prueba material fue embadurnado con suero fisiológico. No quedó pomo ni picaporte por hisopar. Solo en esta primera inspección se recogieron un centenar de indicios biológicos y aún no había aterrizado el ECIO (Equipo Central de Inspecciones Oculares) enviado desde Madrid. Tampoco los médicos forenses de Albacete, los mandamases del IML (Instituto de Medicina Legal) que dan cobertura a este apéndice castellano de La Mancha.

Ese domingo, el tanatorio de Guadalajara podía olerse desde la carretera. Un hedor tal que aireó las quejas de quienes velaban a sus muertos, ajenos por completo al origen de aquella molestia que manaba del sótano. Óscar Ortigado tenía ante sí las seis bolsas de basura precintadas. «He visto todo tipo de muertos y muertes, accidentes de tráfico y atropellos por tren. Esto era distinto a todo lo demás.» En la mesa de autopsias tenía la parte inferior de dos cuerpos seccionados a la altura de la pelvis. Uno de ellos lo había visto al rajar la bolsa en el chalé y encajaba con el contenido que abrió a continuación, y que en el informe preliminar quedó registrado como un torso de varón. El otro era de mujer. Dos cadáveres descuartizados que alguien había guardado por partes, en sendas bolsas y estas, a su vez, en otras dos más. Una triple capa de plástico que, más allá de la intencionalidad con la que lo hubiera hecho el asesino, había retrasado el que los gases de la putrefacción fueran detectados mucho antes.

La regla básica de la ciencia forense es concisa. Bajo tierra un cuerpo tarda más en descomponerse que fuera de ella. Al aire libre se seca, acartona y por último se momifica. Un estado que conserva poco del glamur faraónico y mucho de las muertes que se suceden sin que nadie del entorno, ni vecinos puerta con puerta, se percaten de ellas. En el caso de Pioz, los cadáveres se descomponían en una burbuja hermética, encapsulados bajo tres capas de plástico verde y bañados en sus propios fluidos. Con lo que ninguno de los cadáveres podía ser identificado al cien por cien. Lo más reconocible eran las alianzas doradas que portaban. De ahí que, si ellos eran el matrimonio, el forense se limitó a constatar lo evidente: «Quedaban dos bolsas por abrir y yo solo pensaba en que ahí estaban los niños», recuerda Ortigado, al que nada en su trayectoria lo había preparado para el impacto que le produjo el interior de aquellas bolsas. En una, su pequeño ocupante todavía usaba pañal cuando le quitaron la vida. En la otra, una niña de cabello rizado aparecía tal cual le habían dado muerte, encogida en posición fetal. De los cuatro cuerpos, solo el del hombre presentaba signos de defensa; con él se habían ensañado especialmente. Los cortes del cuello parecían de tortura y una de las lesiones, a la altura de la nuez, se asemejaba a un impacto de bala, a un tiro de gracia. En ese estado, solo los rayos X podían confirmar si se trataba de una herida de arma blanca o de un proyectil, pero era domingo, día de libranza, y en el tanatorio no había técnicos disponibles. La autopsia se aplazó al día siguiente con la hipótesis del ajuste de cuentas cobrando fuerza y con otra maquinaria voraz tomando posiciones.

Casi veinticuatro horas después del macabro hallazgo en La Arboleda de Pioz, la noticia ocupaba todos los titulares con datos concretos: dos adultos descuartizados, dos menores degollados y una alerta vecinal por el mal olor que había forzado la presencia policial. La prensa detallaba que la urbanización tenía vigilancia solo en una de las entradas. La otra quedaba al descubierto, sin cámaras de seguridad y en el camino más directo hasta la carretera comarcal. Para cuando el capitán Barca dio por terminada su larga jornada y se sentó ante el televisor, descubrió con estupor que él y los suyos tenían, al parecer, una línea de investigación clara. Según la prensa, la Guardia Civil buscaba a un grupo de violentos sicarios. Pero, al escucharlo, el hombre que comandaba la investigación que nombrarían Operación Arvoredo —arboleda en portugués— solo acertó a decir en voz alta un «¡madre mía!». Mientras no muy lejos de allí, empezaba a fraguarse la furia de un juez que no tardaría en estallar. Los casos mediáticos conllevan numerosos engorros para quienes pretenden cazar con sigilo. Y este era uno de esos casos en los que iba a costar silenciar el exceso de ruido. Por el número de víctimas, sus edades, la brutalidad empleada, la escenografía y hasta la nacionalidad. ¿Por qué habían asesinado a toda una familia? ¿Se escondía un mensaje detrás? ¿Cómo es que nadie había escuchado nada? Para los periodistas solo había que lanzar las preguntas y esperar a que alguna voz acreditada les diese la respuesta que buscaban. Así pasó cuando el delegado del Gobierno en Castilla-La Mancha, José Julián Gregorio, comentó que «todo hace indicar que se trata de un ajuste de cuentas» y que la familia había llegado a Guadalajara «huyendo» de Brasil. También cuando un experto en sicariatos brasileños aseveró con rotundidad que nadie del gremio podría estar detrás de los crímenes, pues, aun teniendo pocas líneas rojas, una de ellas consistía en no matar a niños. Con lo que, si algo dejaban entrever las especulaciones de unos y otros era que el auténtico asesino parecía no tener límite alguno.

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– CAPÍTULO 3 –

UN GRITO SORDO

Como quien marca la hora bruja, en las diligencias de la Operación Arvoredo se pueden leer esas doce cero cero que señalan el momento en el que los testigos empezaron a desfilar por las dependencias de la Policía Judicial de Guadalajara, a partir del lunes 19 de septiembre del 2016. Antonio Vicente Zaplana, alicantino y dueño de una inmobiliaria de Pioz, fue el primero en presentarse ante los agentes. Diligente y puntual. No todos los días lo citan a uno por el hallazgo de cuatro cadáveres encontrados en una propiedad alquilada con el sello de su empresa:

—Marcos vio otras dos casas antes de escoger la del 594 de la calle Sauces —aclara al arrancar su declaración—. Le gustó porque tenía piscina y así podían jugar sus hijos.

¿Dijo algo más? ¿Qué cantidad fijaron? ¿Cómo le pagó el futuro inquilino? ¿Qué día fue? ¿Le llamó algo la atención el comportamiento del brasileño? Cualquiera de esas preguntas las pudo pronunciar alguno de los dos agentes que lo entrevistaban, pero ninguna consta por escrito. Como si se tratase de un relato sin parones, Antonio prosiguió:

—El contrato se firmó el 18 de junio a nombre del dueño, José Pedro Luceño, pactando seiscientos cincuenta euros de alquiler y otros seiscientos cincuenta de fianza, de los que dejó a deber ciento treinta que abonaría más adelante. —Aunque Marcos nunca saldó esa deuda ni pagó los meses siguientes, ni por transferencia ni en efectivo—. Eso es lo que me llamó la atención, que pagase en metálico, en billetes de veinte y cincuenta euros, muy usados, como si los hubiese tenido escondidos en algún sitio. Además, olían a humedad.

La sospecha es sibilina. Tanto que en ocasiones se la rodea de un halo de misterio o profecía que, a la postre, no tendrá nada que ver con la realidad. Además, es persistente al margen de la veracidad que tenga. De ahí que la entrevista a un testigo pueda entrañar un riesgo aún mayor que el interrogatorio al principal sospechoso, pues si este último no tiene por qué decir la verdad, el primero, por muy honesto o colaborador que intente ser, tenderá a reconstruir hechos o a rellenar recuerdos. De entrada, ningún testigo prevé que lo que está contando en sede policial quizás tenga que repetirlo delante de un juez de instrucción o de un tribunal. Y es ahí donde, demasiadas veces, se notan los aderezos que se han incorporado de una versión a otra sin mayor intencionalidad que la de ser útil a la investigación. Pero a Antonio le tocó declarar en el juicio dos años después de los hechos y lo hizo con una versión ampliada por el paso del tiempo: «Personalmente, no me cuadró que sin tener coche se mudasen a Pioz. Ese no es nuestro tipo de cliente. Y la forma de pago también me pareció rara. Veía que tenía prisa en alquilar y que quería estar aislado. Hablé unas tres o cuatro veces con él, de muchas cosas. Pero, en resumen, siempre les dije a mis comerciales que ese nuevo inquilino no me gustaba».

Juan León estaba, como cada mañana desde hacía ocho meses, sentado en la garita de la urbanización La Arboleda de Pioz, vigilando los dos accesos que le quedaban a izquierda y derecha. De aquellas, los vigilantes podían moverse del puesto de control y no tenían la obligación de apuntar la matrícula de cada coche que pasaba, como sí lo tienen que hacer en la actualidad. Entonces solo paraban a los vehículos que creían sospechosos o registraban el nombre de los nuevos vecinos, como pasó el 9 de julio del 2016, el día que una familia de brasileños se mudó al 594: «Yo estaba cuando llegaron y les dejó el taxi en la puerta. Me contaron que acababan de alquilar una casa». Ante la Guardia Civil, Juan relató que los vio cargar con unas maletas grandes y una sillita de bebé, pero que desde ese día siempre vio a Marcos «caminando solo, con la cabeza gacha y el sombrero calado, como si pretendiera evitar que le vieran el rostro». La sospecha también es engañosa, pues es capaz de elevar un instante anodino a la categoría de trascendental. De ahí que Juan también les contase a los agentes que recordaba haber visto un día a Marcos «muy inquieto» porque el taxi que había pedido no se había presentado, y eso a él le llamó la atención ya que el brasileño siempre iba andando a todas partes o en transporte público.

La Arboleda queda en lo alto de un monte bajo que linda con la transitada carretera CM-2004, donde se encuentra la parada de autobús más cercana, a un kilómetro de distancia de la urbanización. Y a otros dos más está el supermercado al que Marcos siempre iba a pie, y volvía igual, cargado con las bolsas de la compra. Si algo dejó claro el vigilante es que, como digno ocupante de su puesto, tenía muy controladas las rutinas de sus vecinos: «Por eso fui el primero que echó de menos a la familia, porque cada día yo hablaba con él», apuntaría al tiempo Juan León, como quien reivindica su sitio olvidado en la historia. Marcos recurrió al vigilante cuando se le estropeó la depuradora de la piscina, como le reveló que esa vez iba a aprovechar el paro para estudiar tanatopraxia; quería aprender a maquillar cadáveres. Fue la última conversación que mantuvieron antes de que Juan se ausentara por vacaciones. Para cuando volvió, a finales de agosto, nadie parecía saber nada de la familia brasileña. El único que creyó haber escuchado algo extraño fue Francisco Mojío, el vecino del 593, cuyo chalé adosado quedaba separado del 594 por un muro de piedra, chapa y arizónicas.

—Yo escuché un grito desgarrador, como de un hombre.

—De un adulto, de género masculino, escribieron los agentes—. Pero no le di más importancia porque pensé que sería una discusión familiar.

—¿Recuerda el día o la hora?

—Entre las doce y la una de uno de los tres primeros fines de semana de agosto que estuve en casa. Y después de ese grito ni un ruido más. Ni siquiera volví a oír a los niños jugar.

Solo quienes sabían de la sordera de Francisco dudaron. Aunque, en ese momento, el asesino era el único que sabía que los crímenes no se habían cometido en fin de semana, sino un miércoles por la noche.

La mañana del jueves 18 de agosto, Florin Stoian, repartidor de pan a domicilio, descubrió con sorpresa la barra de pan de leña que el día anterior había dejado en el buzón del 594. Le extrañó que no lo hubieran avisado de que pensaban ausentarse, teniendo en cuenta que dos días antes había estado allí: «Me atendió una mujer morena, que recogió el pedido sin abrir la puerta. Eran una tarta y unos bollos», puntualiza en su declaración. Y, al no tener ninguna orden contraria, durante casi un mes Florin hizo el mismo ritual: cada mañana dejaba una barra de pan recién hecha y recogía intacta la del anterior, hasta que el 18 de septiembre el chalé se llenó de guardias civiles.

El dinero también es otro gran delator, sobre todo cuando falta. A José Pedro Luceño, gallego de sesenta y un años, le debían mil trescientos euros del alquiler de agosto y septiembre, con lo que no estaba de humor para seguir siendo cordial con sus inquilinos, a los que había llegado a invitar a su casa de O Porriño como muestra de su buen facer. Pero estaba harto de esperar un pago que no llegaba y escribió reclamándolo: «A ver, Marcos, me tienes que pagar del uno al cinco, ese fue el trato... Porque si no, mal empezamos». Y ese fue uno de los mensajes de WhatsApp que Luceño mostró como prueba a los agentes del Equipo contra el Crimen Organizado de Galicia, que lo entrevistaron en apoyo a los de Guadalajara que dirigían la investigación.

—A mí me escribió el 30 de agosto para decirme que tenía problemas para pagarme —les contó el casero— y que había pedido dinero a su madre y a un prestamista. Aunque lo más raro de su mensaje era la manera de escribir.

Luceño mostró así una cadena de mensajes en los que, primero, él y Marcos mantenían una conversación afable, pero casi telegráfica:

07/08/16 –13:45 –Ola

07/08/16 –13:45 –Pedro

07/08/16 –13:45 –Soy

07/08/16 –13:45 –Marcos

07/08/16 –13:45 –Este

07/08/16 –13:46 –Mi

07/08/16 –13:46 –Numero

07/08/16 –13:46 –Nuevo

07/08/16 –13:46 –Buenaas tarde

07/08/16 –13:47 –Buenas y calurosas tardes, Marcos. Ya lo he guardado.

Pero en menos de un mes, la conversación pasó a ser mucho más fluida. Ante los agentes, el propio Luceño calificó los siguientes mensajes del brasileño como «extenso». Literalmente decían así:

30/08/16 –13:00 –Pedro, me gustaria saber si es posible pagarte el mes solo en el final. Mes pasado yo no tenia como pagar y fui a un prestamista y tengo que pagarlo. Mi madre me va a enviar dinero creo que por el dia 20 y como el prestamista pone custos adicionales cada dia tengo que pagar el mas temprano posible.

No había que ser un lince para notar que algo fallaba. La sospecha esta vez era ineludible. Si bien parecían mensajes escritos por manos distintas, también podría ser que se tratase de la misma y que, entonces, ese cadáver que todavía estaba oficialmente sin identificar no fuera el de Marcos Campos Nogueira. De entrada, la fecha de su último mensaje era posterior a la data que calculaban de la muerte, sobre mediados de agosto. Visto así, quizás el brasileño seguía vivo. Con esa duda en el aire, el cabo primero Ángel Gordón se incorporó a la investigación. Sevillano de nacimiento, llevaba once años en la judicial de Guadalajara y era el jefe de Grupo de Delitos contra las personas. Por su mesa pasaban al año un sinfín de desapariciones, homicidios y asesinatos. «Yo aglutinaba toda la información que me entraba y la plasmaba en diligencias. Casi todos los tochos de este caso los he hecho yo.» En concreto, los 216 folios en los que se recopilaron todas las actuaciones que llevaron a cabo en tan solo dos semanas. Un tiempo récord: «Antes del cierre del atestado estaba tan agotado que me fui cuatro días de retiro a Sevilla porque no podía más», recuerda. Aunque no fue el único afectado. Los dos técnicos de rayos X que realizaron las radiografías de los cadáveres de Pioz cursaron baja al día siguiente. No habían visto algo así en toda su carrera; ellos solían radiografiar cuerpos vivos y, sobre todo, enteros. El forense Ortigado recuerda también que fue la autopsia más larga que había practicado hasta la fecha. A sus doce horas etiquetando muestras, la Guardia Civil sumó cerca de cuarenta en la escena del crimen. En menos de cuarenta y ocho horas habían llegado los refuerzos de Madrid y de Albacete: el IML, el ECIO y la UCO. Las siglas de los especialistas, la artillería pesada, los encargados de resolver el misterio: ¿quién o quiénes eran los asesinos del 594? ¿Y quiénes las víctimas? La última pregunta no tardaría en tener respuesta. Y, al otro lado del Atlántico, en la ciudad brasileña de João Pessoa, una mujer gritaría desconsolada en la calle.

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– CAPÍTULO 4 –

LA CIUDAD DONDE NACE EL SOL

Todavía hoy, en estos tiempos de inmediatez, dos puntos separados por más de seis mil kilómetros de distancia pueden sentirse a años luz. Sobre todo, si la muerte ha llegado de forma violenta e impera la cautela ante unos cadáveres aún por identificar. Por eso, a los Campos Nogueira y a los Santos Américo nadie los avisó de que cuatro de sus seres queridos podían ser los cuatro difuntos que ocupaban las cámaras frigoríficas del Instituto Médico Legal de Guadalajara. La noticia les golpeó por Internet.

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