LA VOZ Y LA ESPADA

 

 

 

VIC ECHEGOYEN

 

En nuestra página web: https://www.edhasa.es encontrará el catálogo completo de Edhasa comentado.

Diseño de la sobrecubierta: Estudio Calderón

© Ilustraciones de interior: Vic Echegoyen

Primera edición: febrero de 2020

Primera edición en e-book: marzo de 2020

© Vic Echegoyen, 2020

Publicada con acuerdo con Meucci Agency

© de la presente edición: Edhasa, 2020

Diputación, 262, 2º 1ª

08007 Barcelona

Tel. 93 494 97 20

España

E-mail: info@edhasa.es

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita descargarse o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra. (www.conlicencia.com; 91 702 1970 / 93 272 0447).

ISBN: 978-84-350-4763-0

Producido en España

«He sido creada para el peligro,

y también para la ternura».

Carta de Julia d’Aubigny Maupin, 1703

Notas

1 Cagona.

2 Juego de palabras con el apellido d’Aubigny y «aubaine», que significa en francés «suerte» u «ocasión inesperada».

3 Los «moscones» y los «corderitos» eran espías a sueldo de La Reynie, que actuaban en las calles («volando en libertad») y dentro de las cárceles («encerrados en el redil») de París, respectivamente.

4 El coesre era el sobrenombre del reyezuelo de la Corte de los Milagros de París.

5 «Seguridad y esplendor», lema de una medalla acuñada por Luis XIV para describir la ciudad de París durante los años del mandato de Nicolás de la Reynie como superintendente de la policía.

6 «El genio de los castrados».

7 «¿Lully? ¿De verdad? ¡Pero qué honor, señor! Me llamo Juan Francini; soy el marido de Catalina Lully, la hija del gran Juan Bautista Lully, el genio! Estupendo, vengo de París de camino a Florencia, y...».

8 Nombre de un rey legendario de Numidia y apodo de este cantante de ópera.

9 Para mayor gloria del rey.

10 «Resurjo con más fortaleza de mis cenizas»: lema de una medalla que representa al ave fénix, acuñada en 1696, meses después de la destrucción de Bruselas por orden de Luis XIV, para celebrar la voluntad de reconstruir la ciudad.

11 «¡Maldición! ¡Hembra sin vergüenza, volved aquí inmediatamente!».

Dedicado a mi madre,

María von Grosschmid,

que me hizo amar la música

aun antes de enseñarme a hablar.

Capítulo XXIV

DISTANTIA IUNGIT GLADIOS

Renato d’Argenson, jefe de la policía de París

Versalles y París (1705)

–¿Dónde están la Maupin y el niño? –exclamé, golpeando con la palma de la mano la mesa de mi despacho en el Châtelet con tal violencia que las galeradas del Gran Tratado de la Policía del comisario Delamare se deslizaron al suelo–. ¡No se los puede haber tragado la tierra!

Hacía dos días desde que el cadáver de la marquesa de Florensac había salido en procesión hacia el convento de las Carmelitas; desde entonces, nadie conocía el paradero de los demás moradores del apartamento, a pesar de que hacía meses que dos moscones de la policía se turnaban día y noche para vigilarlos.

Su familia no me preocupaba; estaba al tanto de lo que hacían hora a hora. El día después de morir ella, su marido, el marqués, se había arrojado sobre su espada, errando el golpe lamentablemente. El cura Massillon había impedido el estropicio, y ahora el viudo se recuperaba entre los jesuitas. Yo sabía que Uzès había escrito inmediatamente a d’Albert para que volviera a París. Pero ¿dónde estaba el objeto del interés de todos?

El niño había desaparecido junto con la Maupin. Es más: alguien se me había adelantado y le había dado la noticia al rey, que acababa de hacerme pasar un cuarto de hora digno del purgatorio en su gabinete en Versalles: «Esta vez, no os dejéis engañar por sus trucos. No cometáis el error de vuestro predecesor. Quiero que me traigáis a la Voz aquí, delante de mí, y quiero verle la cara».

Su desaparición no era culpa mía, pues llevaba meses vigilándola. Desde que su criada se había ido de la lengua con un moscón, y sabiendo su intimidad con el duelista d’Albert, inmediatamente había apostado a mis hombres frente a su casa y había hecho traer a la criada, que se retorcía las manos y proclamaba la bondad de su ama, hasta que por fin accedió a hablar:

–Me tratan bien, señor. Pagan con puntualidad, no beben ni fuman opio, ni dan que hablar... Pero algo ha cambiado. Desde el Carnaval la cantante ya no deja entrar a nadie, salvo un médico. No sé qué le pasa. Antes apenas probaba los platos que traía de la cocina; pero desde que su hermana se vino a vivir con ella comen por tres...

Al igual que lo sabía todo de cada parisino, yo sabía todo de la Maupin: era viuda, sin hijos ni hermanas. De modo que solo podía estar ocultando a una persona, un embarazo, o ambas cosas. No un embarazo suyo, pues la veía con frecuencia en la ópera y lo habría advertido, sino de su «hermana». Una descripción de la dama, más la lista de las direcciones que daba a su cochero cuando salía alguna que otra noche, me reveló que se trataba de la marquesa de Florensac.

Ese dato redobló mi interés: había demasiados puntos en común entre la duelista examante del Elector y la desterrada examante del delfín, y ninguno me tranquilizaba. Si las dos eran espías y amantes de Maximiliano y el delfín, ambos enemigos del rey, eso explicaba la influencia que ellos habían hecho valer para liberar a d’Albert, y de paso entrometerse en asuntos que concernían a la seguridad del reino.

Tamborileé con los dedos, recordando la exhortación de La Reynie al cederme su puesto: «Visitad cada semana los hospicios vestido como un pobre; id a las cárceles y los cementerios, a las timbas y las tascas, a las parroquias, los prostíbulos y las reuniones de los protestantes. Hablad con los celadores y los presos, los jansenistas y los renegados, los desertores y los jugadores, y escuchad sus quejas, porque solo así podéis tomarle el pulso a la ciudad». Un consejo que yo había seguido al pie de la letra, recorriendo de incógnito esos lugares con la frecuencia con que visitaba Versalles; a ese hábito le debía un sinnúmero de pruebas, pistas y señales de alarma que habían contribuido a desbaratar más de un motín y más de una conspiración.

Aun así, ningún desvelo era suficiente. Al igual que La Reynie, yo era el blanco de las críticas tanto si actuaba como si omitía hacerlo, tanto si cabalgaba al frente de un regimiento de mosqueteros para dispersar a los revoltosos como si me abstenía de hacerlo; tanto si sancionaba como si mostraba clemencia. El canciller no me perdonaba que yo fuera la criatura del hombre que le había disputado el puesto, y jugaba a dos bandas: me acusaba de no castigar con rigor la irreverencia en las iglesias, los disturbios del teatro, el exceso de lujo, los bulos contra la autoridad y hasta el tamaño de las joyas que lucían las damas, para luego lamentarse ante el rey por mi severidad.

«Hagáis lo que hagáis no os lo agradecerán; al contrario, seréis el chivo expiatorio. Así que no perdáis tiempo con la morralla, salvo para utilizarla contra sus amos: buscad a quienes tiran de sus hilos en la corte, los bancos y los potentados. Donde hay dinero hay impunidad, y donde hay impunidad anida la corrupción», insistía mi predecesor. Por tanto, y sin descuidar a elementos como la Maupin, mis pesquisas apuntaban más bien al círculo de la marquesa, d’Albert, el Elector y el delfín, cuya cábala tanto inquietaba al rey.

No podía hacer vigilar constantemente al Elector o al delfín ni interceptar su correspondencia mediante nuestra Estafeta Negra, pero sí podía observar a las dos mujeres. Según la criada, el desliz de la marquesa se remontaba al día de Todos los Santos, a una visita suya a Meudon, y no había tenido contacto con su marido u otros hombres. Ergo, la marquesa estaba embarazada del delfín, y lo ocultaba al mundo y a su familia por temor a las consecuencias, pues sabía que, al hacerlo, cometía un delito contra la familia del rey.

–¿Sabíais que esas señoras son sospechosas de simpatizar con proscritos y traidores? –le dije severamente a la criada.

–¡Ay, señor, de eso no sé nada! Limpio las habitaciones, sirvo la comida y les entrego las cartas que llegan para ellas...

–¿Cartas, qué clase de cartas?

–No lo sé, señor; solo cartas, nada más.

–Eso lo veremos. ¿No sabéis que ayudar a espías a comunicarse con el enemigo os convierte en su cómplice? Está bien; calmaos. Si colaboráis con la policía y no me ocultáis información, lo tendré en cuenta y no os sucederá nada...

Esa tarde de marzo tomé una carroza y fui a Versalles a dar parte de la criatura, y avisé al rey de cuándo nacería. Desde entonces, apunté el nombre del remitente y el destinatario de cada carta que recibían o enviaban la Maupin y su amiga. Hasta entonces eran solo misivas de amor, pasquines y hojas de música; nada que justificara detener a la cantante o registrar su casa.

La fama de la Maupin y el rango de Florensac complicaban el asunto. No debía espantarlas antes de tiempo: si llegaban a sospechar cuán estrechamente se cerraba el cerco en torno de ellas antes de que yo obtuviera las pruebas que quería, todo habría sido en vano.

Llevaba meses tascando el freno, cuando la marquesa malparió y las cosas se precipitaron. Un cirujano denunció la anomalía del parto; tras leer su informe, lo hice llamar.

–Monseñor, hay algo que no entiendo, y no tiene que ver con la fiebre del puerperio –tartamudeó, y luego se detuvo–. Los síntomas coinciden con los efectos que provocan el rejalgar y el oropimente, o una intoxicación por un exceso de azafrán.

Lo miré de hito en hito: el hombre sudaba, y no era para menos. Las ordenanzas no permitían laxitud en la preparación, el comercio y la administración de compuestos que incluyeran minerales, químicos, insectos o víboras si esas sustancias provocaban malestar o enfermedad, aunque su efecto se retardara en el tiempo. Más de un boticario había pagado su incuria en la horca.

–¿Queréis decir que alguien provocó deliberadamente la muerte de la marquesa? –dije, recalcando cada sílaba. ¡Peste, peste! Me sequé la frente con un pañuelo: el asunto se me iba de las manos. El rey me había advertido, con una franqueza que rozaba la amenaza: «No me importa si fue un accidente o una fiebre, d’Argenson; pero que no se mencione la palabra “veneno”. Es mi familia, y no debe haber ni asomo de sospecha»–. ¿Es eso lo que decís, señor cirujano? Esa acusación tendrá consecuencias. ¡Hablad!

–Monseñor, solo digo que nunca he visto un caso así. No encaja con ninguna enfermedad, ni en sus síntomas ni en su evolución. Puede haber sido la Naturaleza. Pero no lo creo así, señor, y por tanto no puedo jurarlo. Ni por mi oficio ni por mi fe... –Armándose de valor, añadió–: ni aunque me sometan a la «interpelación».

Se refería al interrogatorio por todos los medios para extraer una confesión. El cirujano demostraba una rectitud a toda prueba, y actuaba movido por los escrúpulos: lo creí.

En ese momento me dieron una copia de la carta que la Maupin había enviado a d’Albert un día después de morir la marquesa; era un lamento sin fin por la pérdida de su amiga, protestas de amistad hacia el conde, aunque su tristeza y su desesperación la empujaran a reflexionar sobre sus pecados y a renunciar al mundo, etcétera, etcétera.

A punto estuve de morder el señuelo, y reí entre dientes: ¿la Maupin, monja? No sabía qué me escamaba más, si la diva que daba la espalda a su legión de admiradores, o la duelista que renunciaba a batirse. «Los criminales no se redimen ni se transforman, solo mudan de plumaje cuando la oportunidad lo permite», decía La Reynie, quien había aprendido para su pesar lo que valían los propósitos de enmienda de esa mujer.

–Algo está tramando; veamos qué responde d’Albert, y si se traga el bulo –dije. El conde no tardó en escribirle, aunque su respuesta llegó cuando el pájaro ya había volado–: «Reflexionad, ¿es que queréis poner a prueba mi religión, o mi corazón? ¿Queréis obligarme a aprobar vuestra decisión sin hacer caso de la infelicidad que me causa? ¿No veis que solo podéis cumplir vuestro deseo a costa de mí y con ello me robáis la paz?». ¡Bah! Payaso...

Releí la carta y reflexioné; d’Albert no apoyaba la renuncia al mundo que la Maupin insinuaba, pero tampoco trataba de disuadirla: solo le respondía con circunloquios y evasivas. Mi instinto me decía que su reacción, al igual que el lamento de la cantante, era una engañifa y una coartada para despistar.

–¿Y bien? –pregunté vivamente cuando Duval regresó de su ronda de indagaciones.

–Nadie sabe de ella desde hace semanas en la ópera ni en las salas de armas que frecuenta. Tampoco la han visto en el mercado, ni se esconde en una casa protestante. O realmente se ha esfumado en el aire, o todo lo contrario. Puede que nunca haya salido de su casa y todavía siga escondida allí dentro, monseñor.

No lo creía así, pero si aún quedaba una probabilidad tenía que comprobarlo. Fuimos allí, pero no había nadie, salvo un casero que, a regañadientes, nos guio hasta el apartamento de la Maupin y lo abrió con su llave.

Era como si un vendaval hubiese arrasado su morada: el salón, una alcoba, las salas de baño y el estudio eran un desorden de cajones abiertos, objetos volcados y ropa desperdigada por el suelo. Pasé la mano por al barniz de un escritorio: no había polvo, pese a la sequía y al viento cargado de arena que asolaban París. Olisqueé el aire y capté el humillo de cirios que no se habían enfriado. Quien viviera allí había abandonado la mansión precipitadamente hacía apenas unas horas.

–Haced un inventario –ordené–. Buscad cartas, documentos, joyas y todo lo que pueda guardar relación con un bebé.

–¡Monseñor! –llamó uno, parado ante una puerta. Me asomé. Si el resto de la casa era un caos, había al menos una alcoba donde reinaba el orden. Más que una alcoba, parecía un templo: la cama estaba sembrada de flores, las cortinas estaban echadas, y a la luz de cuatro cirios que se consumían en las esquinas de la cama vi un óleo en la pared sobre la cabecera.

Era un retrato de mujer. Parecía una sirena de mármol, con ojos del color del carbón y una melena que caía en rizos como la espuma de mar hasta el regazo. Yo había visto a esa mujer una vez en la ópera y otra en una velada de juego. Era la amante del delfín que tantos quebraderos de cabeza me ocasionaba. La madre del niño; la cómplice de la Maupin.

–He encontrado esto –dijo, y salí a un balconcito que daba al patio de atrás. Habían colgado varios pañales, así como sábanas que exhibían la sombra de una mancha que había calado toda su superficie. Alguien había muerto desangrado. Palpé un pañal: pese al calor, conservaba un resto de humedad.

–El niño está vivo. Se han ido hace menos de una hora. Registrad toda la casa, de la bodega a la buhardilla, el jardín y la leñera; mirad también en el pozo. Preguntad por ellas en las casas de los vecinos.

–Ya lo hemos hecho, monseñor –terció Rivière–. La marquesa de Vances, que vive al lado, su ayudante Raphaely y el resto de sus servidores no las han visto desde hace días. El marroquinero Bauchet, que vive al lado, jura que tampoco las ha visto entrar ni salir, aunque sí ha visto arder las lámparas del apartamento.

–Tiene que seguir en París, monseñor –añadió Duval–; solo hace dos días que murió la marquesa, pero el Mercurio y la Gaceta ya han publicado la noticia y los dos hablan de una «muerte fulminante». La gente se preguntará qué hay detrás. No creo que haya tenido tiempo de escapar. Más bien creo que se esconde en casa de algún amigo...

–No; esta vez va a tratar de huir –afirmé. Duval iba a responder, cuando irrumpió en la casa otro guardia con un papel que me tendió enseguida–. ¿Qué es esto?

–La lista que pedisteis de los viajeros que intentan salir de la ciudad con un pase, y el lugar donde han sido controlados. Ésta es de ayer, y ésta es de hoy hasta las cinco de la tarde –dijo, y me las dio. Las repasé en diagonal, para ganar tiempo. Al comprobar la de ese día, lancé una maldición.

–Aquí. «Juan Maupin, inspector de aduanas». ¡Imbéciles! ¡Es un pase de su marido, que murió hace años! Mi coche, ahora mismo: decidle a Rivière que me siga con media docena de hombres. ¡Al Puente Real!

Atardecía. A esa hora, los muelles eran un hervidero de comerciantes, mayoristas y estibadores que trasegaban entre el río y el embarcadero, discutiendo con los aduaneros, cargando y descargando mercancías en las chalanas, mientras los pescadores colgaban sus redes para secarlas. El sol se ponía; había que apresurarse. Dos palabras al oído del oficial de la torreta de vigilancia bastaron para que cediera su lugar a uno de mis hombres, que dirigió el señalizador de espejos hacia la otra orilla. Un minuto después, empezó a destellar.

–Las barcazas de viajeros han partido –dijo, mientras descifraba las señales–, y no hay ningún viajero con un bebé que corresponda a la descripción, señor. Falta por zarpar una gabarra, Andrómaca, que saldrá a las ocho del muelle del Puente Nuevo para Le Havre.

Anochecía; llegamos cuando estaban a punto de levantar la pasarela.

–¡Alto en nombre del rey! –gritó Rivière, y nos precipitamos hacia la embarcación. Un hombre se asomó.

–¿Qué quiere el rey de mi barca? –preguntó con acento de Bretaña: a todas luces era el patrón.

–Lleváis un pasajero. Una mujer disfrazada de hombre que tiene un bebé. Que baje ahora mismo –ordené. Mis hombres estaban detrás de mí.

–¿Dice quién? –replicó el tipo, haciéndose el bobo. Tomé nota del nombre de la embarcación y de aquel salvaje.

–Orden del rey –repetí–. Así que entregadme al pasajero.

Nenni –respondió el hombre–. Hombre que paga, hombre que llevo. Veinte libras por alma. ¿Podéis pagar el pasaje, vos y vuestros hombres? Entonces, ¡largo!

Y desapareció bajo cubierta. Con un gesto indiqué a Rivière que subiera a buscarla. Obedeció, seguido de los guardias, y los vi bajar por la escalerilla al interior de la barcaza. Un minuto después volvieron a subir retrocediendo de espaldas, con las armas en alto. Los rodeaban seis hombres cuyas espadas apuntaban a la garganta de mis soldados.

–Yo que vos no insistiría –dijo uno de ellos tranquilamente–. Tiene un pase como emisario del extranjero, y la guardia los ha dejado pasar. El pasaje está pagado y todo está en regla.

–¿Emisario del extranjero? –rebatí–: ¿De quién, si se puede saber?

–Del Elector Maximiliano de Baviera –respondió otra voz en cubierta. Torcí el cuello hacia la cubierta y reconocí a d’Albert, acodado sobre la barandilla con gesto de indolencia–. Os recuerdo que soy ministro del Elector en Francia y gozo de todas las consideraciones de un embajador. Así que, a menos que pretendáis provocar un incidente diplomático, os conviene dejarnos pasar.

–Imposible. Tengo orden de arresto contra un pasajero, por rapto. –Chasqueé los dedos, y un guardia que seguía a mi lado metió la mano en el bolsillo y extrajo un papel.

–¿De veras? ¿A quién ha raptado?

–Eso no os incumbe. Pero ya que preguntáis, al niño que lleva consigo. Dejaos de engaños, conde: sabéis que su familia lo busca, y que es mi deber devolverles a la criatura. Apartaos, y dejad que mis hombres cumplan mis órdenes.

Los hombres que mantenían en jaque a mis guardias no se movieron.

–¡Guardias! –exclamé, y me volví de nuevo hacia su cabecilla–. ¿Sabéis con quién estáis hablando?

El hombre que mandaba a los espadachines saludó con afectación:

–Con el señor marqués de Argenson, superintendente de la policía. Pero, como veis, no vendrá nadie. No culpéis a la guardia; ha recibido la orden de que no intervenga, y no lo hará.

–¿La orden de quién?

–La mía; o la de mi hijo, que tanto da –dijo alguien al pie de la pasarela, y me volví bruscamente. Detrás de mí, el conde de Armagnac me observaba sin mover un músculo, apoyado en su bastón; a su lado, una mujer de unos treinta años que cojeaba tenía su brazo enlazado en el del anciano–. El escudero mayor de su majestad. Pero lo sabéis de sobra, ¿verdad? Retiraos, marqués; os lo pido amistosamente.

–Imposible –repetí, mirando por el rabillo del ojo a mis hombres. Eran solo seis tipos contra seis guardias del rey: teníamos las de ganar–. Haced salir a la mujer y al niño, y terminemos de una vez.

Arriba, el cabecilla voceó «¡A mí, maestros!», y los hombres cerraron filas al instante. En ese momento oí pasos detrás de mí, y me volví a tiempo de ver cómo un grandullón se acercaba por el muelle dando zancadas, arremangándose la camisa. Al llegar a mi altura, agarró del pescuezo al soldado parado a mi lado y, sin más, lo tiró al agua.

–¡Os arresto por desacato a la autoridad, y por atacar a un agente del rey!

–¿Eh? ¿Qué decís, señor? No os entiendo –dijo el hombretón, ladeando la cabeza para mirarme con calma. Su aspecto de carnicero y su vozarrón me sonaban. De pronto, caí en la cuenta de que era el cantante que compartía casa con el inspector de aduanas Maupin. Meses atrás, me lo había llevado al Châtelet una noche, pero no había logrado que revelara dónde se escondía la mujer. Ahora, lamenté no haber tirado lejos la llave de la mazmorra.

El guardia chapoteaba en el agua. Uno de los hombres de la barca le lanzó una soga, lo pescó y lo devolvió a tierra con una patada. Las risotadas de los hombres resonaban en la cubierta. Una figura apareció entre ellos, espada en mano, y callaron. La reconocí al instante.

–Julia Maupin, os arresto en nombre de su majestad por haber raptado al hijo de la marquesa de Florensac. Entregaos y dadme al niño, o no respondo de vuestra vida.

–¿Su hijo? Os equivocáis. Ese bebé nació prematuramente, muerto, y está enterrado con su madre. Preguntadle a la criada de mi casa o a la cocinera; preguntadle al duque de Uzès. El niño que viaja conmigo es mi hijo. Tengo aquí el pliego que da fe de su adopción, y que es un expósito abandonado hace dos días en la capilla del palacio de Armagnac.

«Por supuesto, faltaría más», pensé, y apreté los dientes: como todos esos pajes y pupilas que pululaban en su casa y en la escuela merced a su generosidad, que no distinguía entre bastardos o hugonotes.

–Estos caballeros son testigos de que el niño está a mi cargo –continuó la Maupin–, y si os oponéis a que viaje con él, les pediré que nos defiendan. Dos caballeros de la casa del rey y seis maestros de armas contra seis guardias: ¿de veras queréis intentarlo, marqués?

–Quiero hablar con vos. A solas. Estoy desarmado –añadí. Arriba, los hombres la rodearon con sus armas, como una empalizada. Ella hizo un gesto; se apartaron, y subí a cubierta. Bajé la voz, aunque hubiera apostado a que todos aquellos duelistas sabían de sobra quién era el bebé; es más, se divertían desafiando mi autoridad–. Escuchad, señora, los dos sabemos la verdad. No podéis ir lejos; ningún puerto de Francia o Europa os acogerá, y menos aún al niño. Vuestro pase no os servirá de nada. Sabéis que el rey no olvida. Tarde o temprano sus servidores darán con vos e iréis a la horca.

–Os equivocáis –repitió ella, sin sonreír y sin bajar la espada–. Sucederá exactamente al revés. Dejad en paz a mi hijo, marqués. Retirad a vuestros hombres y volved al Châtelet. Por mi parte, no volveré a la ópera ni regresaré a París. Viviremos apartados del mundo, y no volveréis a oír hablar de nosotros. El niño crecerá lejos de aquí, donde nadie nos conoce, y yo lo protegeré como ni vuestros hombres ni su padre pueden protegerlo; lo sabéis muy bien.

–El rey no lo aceptará.

–El rey lo aceptará si vos lo convencéis. Dejad que os lo explique... Ésta es la otra cara del asunto: si intentáis detenerme, estos señores proclamarán la identidad del niño en todo París. ¿Creéis que el rey os perdonará el escándalo? Tratad de quitarme al bebé y me veré obligada a vendérselo a los ingleses, a los españoles, a los holandeses..., al mejor postor. Haré lo mismo con las cartas de amor que recibió la marquesa y que tanto comprometen al delfín. ¡Sabéis que lo haré! No tengo nada que perder; pero vos y su majestad, sí. Francia está en guerra: ¿cuánto creéis que pagarán sus enemigos para apoderarse de un bastardo del hijo del rey y forzarlo a negociar la paz?

Qué es lo que pagaría el rey para impedirlo; ésa era la pregunta, y los dos lo sabíamos. Lo que ella proponía era una vergüenza, y no debía aceptar; pero negarme equivalía a colocar al rey y a su heredero literalmente entre la espada de la Maupin y la pared.

–Entiendo. ¿Cuánto queréis por el niño y por vuestro silencio? –le espeté. Me lanzó una mirada de desprecio.

–¿Es que todavía no me conocéis, marqués? Guardaos vuestro dinero. No quiero nada del rey ni del delfín, ni hoy, ni nunca. Solo quiero al niño y mi libertad; nunca tendréis bastante dinero para comprarlos.

Tenía razón; empezaba a darme cuenta de que no la conocía en absoluto. Rumié su respuesta, calculando su alcance para mis adentros, tratando de anticiparme a sus planes.

–¿Adónde iréis donde no llegue la justicia del rey? –quise saber por fin. Sonrió: sabía que había ganado.

–No preguntéis, marqués. Igual no os servirá de nada, y cuanto menos sepáis, mejor para vos. Os aseguro que ni siquiera mis amigos saben dónde voy, ni tendrán más noticias de mí. Os doy mi palabra. No habrá rumores ni sospechas, y no volveremos a estorbar a nadie. Será como si nunca hubiéramos existido..., como si nos hubiéramos marchado al otro mundo.

Abrí los ojos.

–No lo diréis en serio –murmuré.

Abajo, alguien carraspeó.

–Ya es hora –dijo Armagnac, consultando su reloj de bolsillo–. La marea no espera. Bajad, monseñor, y dejad que me despida de mi pupila.

A regañadientes, volví a bajar. El conde subió, apoyándose en la mujer que lo acompañaba, mientras el grandullón se quedaba abajo. Ella agitó la mano una vez. Arriba, oí un «¡Saludad!», y el taconeo de seis pares de botas cuadrándose simultáneamente. Después me llegó un murmullo: «Adiós, Jansenio; dale las gracias a Max»; «Ve con Dios, Chiripa»; «Cuidadme a Gastón, muchacha». Uno a uno, los hombres bajaron por la pasarela.

El patrón mandó desplegar las velas. Su sombra cayó sobre la cubierta, y ya no vi más. Despacio, la gabarra se deslizó río abajo, alejándose de París hacia Le Havre en dirección al mar.

* * *

–¿La Nueva Francia? ¿Estáis seguro de lo que decís, marqués? –La voz del rey subió una octava.

–Con vuestra venia, sire, a pesar de todas mis diligencias...

–¿Estáis diciendo que se lleva a mi nieto sin que todos esos agentes que me cuestan una fortuna hayan podido impedírselo... y que se lo lleva a la Nueva Francia?

Me incliné sin osar responder, admitiendo mi derrota, y recé por que no quisiera saber adónde se dirigía. Porque yo no lo sabía y, aunque no fuera así, no importaba. La Nueva Francia ocupaba casi la mitad del continente norteamericano y se extendía desde Luisiana, junto al Caribe, hasta el círculo del Ártico en el Canadá. Para encontrarla no bastarían ni los ejércitos del rey Luis, ni todos los ejércitos de Europa.

–¿Me vais a explicar, al menos, cómo ha conseguido burlaros? ¿Con qué medios y qué papeles y con la ayuda de quién?

Enrojecí, pero no había forma de negar lo que sabía. Para ganar tiempo, contesté:

–Con la renta que le paga uno de sus amantes; con el pase de su finado marido, el aduanero, y de otro amante que goza de inmunidad. Con la ayuda de varias espadas a sueldo y de... de personajes con tal rango en la corte, que suplico a vuestra majestad que no me obligue a nombrarlos, aunque solo sea por la seguridad del reino y vuestra paz de espíritu –dije significativamente.

Si exigía que revelara sus nombres no tendría más remedio que mentarle al conde de Armagnac, al escudero mayor del reino, al jefe de los maestros de armas de Versalles, al Elector de Baviera y al conde d’Albert. Recé para que comprendiera que realmente no tenía ningún interés en averiguar cuáles de sus fidelísimos confidentes y aliados eran en realidad cómplices de la Maupin y habían contribuido deliberadamente a que le birlara a su nieto.

–¿De veras? ¿Así lo creéis? –musitó, meditando. Guardó silencio, cavilando sobre todo el asunto. Me guardé de decir nada, y hasta de moverme. Para mi estupefacción, noté que la sombra de una sonrisa dulcificaba la severidad de su rostro. Quizá, en el fondo, sentía tanto alivio como yo–. ¿Qué pensáis vos, marqués?

–Que todo este embrollo hubiera podido haber terminado en un desastre que no habría satisfecho a nadie, sire, y con la venia de vuestra majestad, la criatu... el problema está en manos de alguien que, por una vez, merece la confianza que habéis tenido que depositar en ella.

–Por una vez –repitió el rey, frunciendo el ceño–. Bien está, marqués; me disgustaría que la cabeza de la Voz y la Espada hubiese terminado en una pica en la plaza de La Grève.

No osé responder: desde que había desaparecido el niño, era mi cabeza la que me imaginaba en la punta de una pica.

–Por si acaso, en adelante, seguiremos con algo más de atención las novedades que nos lleguen de nuestras colonias. Echaremos de menos a la Voz, aunque no a la Espada. ¡La Nueva Francia! Entonces, eso significa que no volveremos a verla, ¿verdad, marqués?

–Por su bien y por el nuestro, espero que no, sire –respondí de todo corazón, y me incliné.

Bibliografía

Abdelazer, or the Moor´s Revenge, Aphra Behn, Evergreen Review, Inc, 2009.

Bibliographie de la Belgique, ou Catalogue Général des Livres Belges publiée par la Librairie Nationale et Étrangère, C. Muquardt, Rue de l’Empereur, 8, 1839.

Biographie universelle des musiciens et bibliographie générale de la musique, Vol. IV, François-Joseph Fétis, Librairie de H. Fournier, París, 1837

Chanson Populaire en France (16e et 17ème siècle), J. B. Weckerlin, Garnier Frères Lib.-Èd., París, 1887 .

Correspondance de Roger de Rabutin, Comte de Bussy, avec sa famille et ses amis (1666-1693), Éd. Charpentier, París, 1859.

Dieux et Divas de l’Opéra, Roger Blanchard y Roland de Candé, Éd. Plon, 1986.

El Mercurio Galante, 1690-1705 (esp. 1687, descripción de «El veredicto del sol»).

French Opera in Print and on Stage in Antwerp: Three Generations of Antwerp Book Publishers and Their Opera Librettos (1682-1714), Timothy de Paepe, Vol. 15 (2009), Journal of Seventheeth-Century Music (disponible en línea).

Histoire de la police – G. Nicolas de La Reynie, 1er Lieutenant de Police de Paris, VV.AA, Liaisons, nº 139, 1 de mayo de 1967.

Histoire du théatre français à Bruxelles au XVIIème et XVIIIème siècle, Liebrecht, Henri, Société des Bibliophiles et Iconophiles de Belgique, Bruselas, 1923.

Insultos, maldiciones y juramentos en la lengua española del siglo XVII, Cristina Tabernero Sala, Revista de Lexicografía, XVI, GRISO-Universidad de Navarra, 2010.

Kulturgeschichte der Menschheit: Europa im Zeitalter der Könige (14), Will und Ariel Durant, Ullstein, 1882.

Kulturgeschichte der Menschheit: Vom Aberglauben zur Wissenschaft (13), Will und Ariel Durant, Ullstein, 1882.

L’ancienne chanson populaire en France, J. B. Weckerlin, Garnier Frères Lib.-Éd., 1887.

L’affaire des poisons: Crimes, sorcelleries et scandale sous le règne de Louis XIV, Claude Quétel, Ed. Tallandier, 2015.

La Major, Cathédrale de Marseille, Casimir Bousquet, Ve. Marius Olive Lib-Éd., Marsella, 1857.

La Maupin (1670-1707): Sa vie, ses duels, ses aventures, G. Letainturier-Fradin, Éd. Flammarion, 1904, París.

La police sous Louis XIV, Pierre Clément, Quai des Grands-Augustins, 1866.

La vie quotidienne en France à la fin du Grand Siècle, d’après les archives du Lieutenant de police Marc-René d’Argenson, Ed. Hachette, París, 1965.

Le bombardement de Bruxelles en 1695 (Épisode de l’histoire de cette ville), Alphonse Wauters, Reink Books, 1848 (2017).

L’épée et les femmes, Édouard de Beaumont, 1882.

Le Chevalier De Lorraine Et La Mort De Madame, Marthe Bassenne, Ed. Plon, París, 1930.

Le livre des superstitions, Robert Laffont, Bouquins, París, 1995.

Le Maistre d’Armes ou l’Exercise de l’Épée Seule Dans Sa Perfection, Dédié à Monseigneur le Duc de Bourgogne, Sieur De Liancour, Ed. Daniel de la Feuille, París, 1692.

Les Huguenots: Cent ans de persécution 1685-1789, Charles Alfred de Janz, 2005 (Ebook 16849/Proyecto Gutenberg).

Les Nyert, exemple d’une ascension sociale dans la maison du Roi au XVIIe siècle, Mathieu da Vinha, Presses Universitaires de France, 2002/1 N1 214, DOI 10.3917/dss.021.0015

Mademoiselle de Maupin, Téophile Gautier, Éd. Michel Crouzet, Folio classique, 1973

Max Emanuel. Der blaue Kurfürst 1679-1726. Eine politische Biographie, Ludwig Hüttl, Múnich, Süddeutscher Verlag, 1976.

Mémoires du Marquis de Sourches sur le règne de Louis XIV, Éd. Hachette, París, 1882.

Memorias, Duque de Saint-Simon, Éd. Boislisle, París, 1897.

Monseigneur, Louis de France, dit Le Grand Dauphin, fils de Louis XIV, Jean-Pierre Maget, Université de Strasbourg, septiembre de 2010.

Neues Blumenbuch, Maria Sibylla Merian, Insel Verlag, 2013.

Nicolas de La Reynie, le premier «flic» de l´histoire de France, serie «Les préfets de police/Les super-flics de France», Historia, número especial, junio de 2017.

Paläste, Schlösser, Residenzen: Zentren europäischer Geschichte, Karl Müller Verlag, Erlangen, 1986.

Protestant exiles from France, chiefly in the reign of Louis XIV, The Rev. David C. A. Agnew, Universidad de Edimburgo, Vol. I, 3ª ed.,1886.

Rapports de police, Lettres du comte de Pontchartrain, secrétaire d’État à la Maison du Roi, au lieutenant général d’Argenson, Éditions Paleo, Clermont-Ferrand, 2016.

The affair of the poisons: murder, infanticide and satanism at the court of Louis XIV, Anne Somerset, Orion Publishing, Londres, 2015.

The Huguenots of Paris and the Coming of Religious Freedom, 1685-1789, David Garrioch, Cambridge University Press, 2014 (disponible en línea).

The lure and legacy of music at Versailles – Louis XIV and the Aix School, John Hajdu Heyer, Cambridge University Press, 2014.

The spada maestra, Bondì di Mazo, Schola Forum, Venecia, 1696/2016 (disponible en línea).

The Story of Opera, Richard Somerset-Ward, Harry N. Abrams Inc., Nueva York, 1998.

Traité Contenant Les Secrets Du Premier Livre Sur l’Espée Seul, Henri de Saint-Didier, París, 1686.

Glosario

Monedas de la época

Medio escudo, que valía 30 soles.

Denier: denario, moneda de la época.

Escudo: moneda de oro de la época. Un escudo valía entre 3 y 5 libras (según el valor asignado al metal correspondiente en su momento). Un escudo blanco (hecho de plata) equivalía a la cuarta parte de un escudo de oro; o sea, 15 soles.

Luis de oro: moneda de la época que valía entre 10 y 24 libras (según el valor asignado al metal correspondiente en su momento). También existe el «demiluis» (5 libras) y el doble luis (20 libras).

Liard: moneda de cobre. Un liard valía 3 denarios, o ¼ de soles.

Libra: una libra valía 20 soles o 300 denarios.

Medio escudo: equivalente a 30 soles.

Pistola: valía entre 10 y 12,5 libras.

Sol = (pl. soles) moneda de la época. Un sol valía 15 denarios.

Agradecimientos

Mi agradecimiento a mis dos agentes, Alberto y Silvia, que al igual que la protagonista de esta novela no se rinden jamás y siempre salen airosos; especialmente a Alberto, por ser el único lector beta que necesito. Sin el entusiasmo de ambos, esta novela no se habría escrito en seis meses.

Le estoy muy agradecida a Penélope Acero, mi editora en Edhasa, por haber adoptado en el acto y sin vacilar la historia de Julia.

Asimismo, gracias a mis antiguas editoras Lucía Luengo, de Ediciones B, y Patricia Chendi, de Sonzogno, que apostaron en su día por una novata desconocida al publicar mi primera novela, El lirio de fuego.

Por último, pero no en último lugar, gracias a mis compañeros lingüistas de Bruselas y Viena por su apoyo; a mis compañeros de pluma Javier Zamudio, Carlos Algeri, David Crespo y Cristina Vigo, por su camaradería; y a mis amigas Sonia Anllo, Teresa Blanco Marín (compañera de aventuras teatrales desde hace treinta años), Eva María Martín, directora del blog literario La Historia en mis Libros, y Raquel Martínez Gómez, por su lealtad y cariño pese a la distancia.

LA VOZ Y LA ESPADA

Epílogo

LA VOZ Y LA ESPADA

Renato d’Argenson, jefe de la policía de París

Versalles, julio de 1705

El curso de los astros marca el transcurso de los días y las noches para todos los mortales, salvo para reyes y artistas. Los reyes, porque dictan cuánto vale el tiempo; los artistas, porque no tienen ni idea de su valor.

Un rey no espera; es ajeno a su naturaleza. Sobre todo, si ese rey es Luis XIV, monarca ungido por Dios desde los cinco años de edad, y lleva sesenta sentado en el trono.

En su impaciencia, como en la moda, la política, las costumbres y las queridas, el Rey Sol da la medida de las cosas. Todo sucede como su majestad dispone: si decide que el día comience a las tres de la madrugada, o que Venus asome en el cielo cuando lo hace Apolo, así ocurre. Y ni un reloj de los cientos que decoran Versalles se atreve a contradecirlo.

Mi predecesor como jefe de la policía de París, conocido por sus subalternos como el marqués de La Reynie, y por sus enemigos como El Tejón, me enseñó que cuando el rey conmina a alguien a que comparezca, o uno lo hace en el acto, o no vuelve a hacerlo jamás.

En mi oficio no existen noches, domingos ni fiestas de guardar. Mi audiencia con el rey discurre al ritmo de sus caprichos: puede durar cinco segundos o cinco horas, pero nunca es plato de mi gusto.

Aquella mañana, en la antecámara de su gabinete, ya habían desfilado ante mí viudas, abades de provincias, oficiales, el general Vendôme con un vaivén de caderas, dejando una estela de pólvora y perfume de jazmín, y hasta mi superior, el canciller Pontchartrain, que pasó rozándome pero sin mirarme siquiera, cuando siempre me hacía el favor de avisarme del humor del rey: un vistazo por el rabillo del ojo si estaba sereno, un parpadeo si había nubes y claros, un carraspeo si se avecinaba una tempestad.

Ese día, Pontchartrain salió con un ataque de tos como si se le hubiera atravesado en la garganta su cajita de rapé, y salió a escape sin parar mientes en los peticionarios que lo seguían como rémoras. Ya estaba avisado: aguardé como alma en el purgatorio, mientras la antecámara se iba vaciando y el sol de julio empezaba a cocerme en mi banco de madera. A todas luces, el rey estaba a solas desde hacía un rato; cuanto más se demoraba en recibirme, más me convencía de que el asunto era de cuidado.

La puerta se abrió por fin y el ujier me hizo pasar, evitando mirarme. ¿Qué estaba sucediendo?

El rey estaba sentado ante su mesa de trabajo, donde habría cabido de sobra una mazmorra de la Bastilla. El calor que me pegaba la camisa al cuerpo no parecía afectarlo. Excepcionalmente, hoy no tenía la pierna apoyada en un escabel por culpa de la gota; ya era algo. Omitiendo el protocolo, cortó en seco mi reverencia con un gesto.

–¿Dónde están mis ojos y oídos cuando os necesito, señor superintendente? –preguntó de sopetón, y su peluca de tirabuzones osciló en su coronilla como si fuera a caérsele–. ¿Por qué soy el último en enterarme de lo que pasa en mi ciudad?

Hacía años que el rey no ponía los pies en «su» ciudad. El hedor, la inmundicia y los desórdenes de la capital le causaban tal horror que había decidido trasladar la corte a Versalles treinta años antes, reformando lo que había sido un pabellón de caza hasta convertirlo en una monstruosidad cuyo hedor, inmundicia y desórdenes no le iban a la zaga a los de París.

–Si en algo he defraudado la confianza de vuestra majestad, estoy seguro de que...

–¿Defraudado? ¡Fallado estrepitosamente! Una hora después de que un religioso me diera este aviso en la galería de los espejos... –Y crispó los dedos alrededor de un papel, agitándolo en el aire, me dicen que la Gaceta ya está husmeando en el asunto. Demorad su impresión, requisadla, haced lo que sea necesario; y también el Mercurio. Si esto trasciende...

Empujó el papel hacia mí con rapidez, como si quemara. Caminé alrededor de la mesa hasta quedar frente a la nota, y entrecerré los ojos para que no me distrajera el contenido: papel de calidad, quizás una hoja en blanco arrancada de un libro, a juzgar por la irregularidad de un borde, donde había estado cosido con hilo al volumen. Pasé al texto: tinta de sepia y caligrafía de mujer, por el caracoleo que remataba cada palabra. Escrita con prisa, pero sin tachaduras ni faltas de ortografía; sin firma ni sello que revelara el rango de la familia a la que pertenecía quien la había redactado. Aun así, la nota traslucía alcurnia, dinero... y miedo.

Abrí los ojos, y deletreé las palabras: «La Voz y la Espada ha desaparecido».

Sentí que se me cerraba la garganta. «La Voz y la Espada» había cruzado el camino del Tejón tantas veces, en una u otra de las dos cualidades que le habían valido el sobrenombre, que mi jefe la llamaba sencillamente la Peste, cuando no añadía otro epíteto. Pero hacía meses que la Voz no daba que hablar, así que yo había perdido la pista de sus víctimas y sus amoríos, que con frecuencia eran las dos cosas. ¿A quién le había partido el cráneo o el corazón esta vez?

Sin soltar el papel, miré de soslayo el ceño del rey. Ahora que lo pensaba, el silencio que se había hecho alrededor de una persona que era la comidilla de París desde hacía quince años debió haberme inquietado. Maldije mi ignorancia: por una vez, el rey sabía más que yo.

–La criatura ha desaparecido también –dijo, empleando un término que solo usaba para los bastardos de su familia–. Nadie sabe si vive o no, su paradero, o por qué la Voz se ha esfumado. Si se la ha llevado, hay que encontrarlos. ¿Qué pretende? ¿Quiere un rescate? ¿O un título de nobleza? ¡Averiguadlo!

–Bien, sire. –Incliné la cabeza, mordisqueándome el bigote. Por lo que sabía, la avaricia no se contaba entre los pecados de la Voz; ni el dinero ni el poder le interesaban.

–¡Traédmela! Utilizad los medios que necesitéis; un pelotón de la guardia, si hace falta.

Sacudí la cabeza: la Voz había demostrado que valía más que un pelotón. Si su motivo era vengarse del rey, todos los hombres de Luis XIV no bastarían para detenerla ni hacerla callar.

–Registrad su casa, y averiguad qué ha pasado. Y si ha muerto, examinad a fondo el cadáver. No me importa si ha sido un accidente o una epidemia, pero cuidad de que nadie mencione la palabra «veneno». ¿Oís, d’Argenson? Se trata de mi familia: no puede haber ni el asomo de una sospecha.

–Perfectamente, sire. –Me incliné aún más. ¡Peste, peste, peste! Nadie quería resucitar el escándalo de los envenenadores, que había salpicado a la familia del rey con sus abominaciones y había hecho encanecer a La Reynie en cuestión de meses.

–Y, esta vez, no os dejéis engañar por sus trucos. No cometáis el error de vuestro predecesor.

Enrojecí. Burlado ante sus hombres, humillado ante el rey y puesto en ridículo ante todo París, La Reynie jamás había olvidado esa lección.

–Quiero a la Voz de vuelta aquí, en el palacio. Delante de mí. Quiero verle la cara, ¿oís? Quiero ver y oír a la Voz... –Se irguió, y un amago de sonrisa suavizó su rostro, marcado por la vejez y el desencanto.

Solo había visto esa expresión en el monarca una vez, una noche en el palacio del Gran Trianón, años atrás... Entonces, el destino acababa de golpearlo en lo más hondo. Su hermano había muerto, y su heredero, el delfín, había sufrido una apoplejía que lo condenaba a un sillón con ruedas: jamás podría reinar. Por aquel entonces, la corte, los festejos y el palacio que adoraba habían perdido todo su encanto para el rey, hundido en la desesperación.

Y esa noche, la última en que La Reynie había visto a la Voz, cuando la familia del rey estaba aún sumida en el luto, la belleza de la Voz había hecho llorar de emoción a la señora de Maintenon, esposa del rey. A la vez, había obrado el milagro de hacer sonreír de nuevo a Luis XIV después de siete meses de duelo, ante el estupor de sus nobles y oficiales; sonreír, entusiasmarse y aplaudir de pie, con un brillo de esperanza en la mirada, y una expresión de felicidad que devolvió la vida a la corte y al reino.

Capítulo III

LA ESCUELA DE PAJES

Gastón d’Aubigny

Versalles (1684-1685)

Llegó el día en que los pajes debían demostrar la destreza aprendida durante ese año. Siguiendo la tradición, me senté en un escalón al pie del estrado de honor que ocupaban el escudero mayor con sus caballeros y, a su lado, su padre: mi amo, el conde de Armagnac, dominando desde su puesto la sala de armas y la pista de prácticas.

–¿Por qué no puedo ir yo también? –había protestado Julia ante mi negativa, después de meses de prácticas conmigo–. ¡He aprendido tanto, papá! Me lo prometisteis.

–Te prometí que podrías hacer la prueba cuando estuvieras preparada, pero no lo estás. ¿Quieres dejarme en ridículo? Sigue entrenándote, y mientras tanto dedícate al latín. ¡Ah! Y deja de hacer novillos en las clases de danza: no vayas a descuidarlas.

–¡La danza me aburre! ¿De qué me sirve un minué contra un bandido en un callejón?

–Si hubieras aprendido a bailarlo, señorita sabelotodo, sabrías que aumenta el equilibrio y la coordinación, así que también beneficia a la esgrima. ¿Por qué crees que Liancour insiste en que los pajes aprendan a bailar? Ya ves que todavía te falta bastante... ¡Bueno, bueno! Esta vez no puede ser. Quizás el año que viene; y entonces, si lo consigues, tendrás una espada hecha a tu medida –afirmé, y abrió ojos como albercas: yo sabía que ése era su sueño–. Te doy mi palabra. Sigue esmerándote, y lo conseguirás.

La promesa de la espada suavizó la decepción. Físicamente yo la había preparado a fondo, pero sabía que Liancour no le daría su aprobación, y quería ahorrarle esa vergüenza. A decir verdad, quería ahorrármela yo también.

No es que me faltara la fe en la valía de mi hija, porque la demostraba cada día. A diferencia de La Vallière, Fontanges y las demás queridas del rey, que galopaban en el parque a la mujeriega, mi hija montaba a horcajadas, y a pelo si se le antojaba, ejecutando todo tipo de acrobacias con la soltura y la naturalidad de una amazona. Ganaba a correr a más de un muchacho, trepaba como una ardilla, y sabía manejar un mosquete sin perder un ápice de su gracejo. Pero todo eso no bastaba, y en algún momento se daría de bruces con los límites de la realidad.

¿Por qué Dios la había bendecido con dones como la memoria, la voluntad de hierro y el tesón, pero la había privado de una madre que encauzara su corazón de mujer? ¿Por qué me la había encomendado a mí, un soldado, que sin querer podía destruirla en su afán por imitarme? ¿Por qué amaba la esgrima, justo aquello que su sexo ponía fuera de su alcance?

Tenía, además, otros motivos para prohibírselo, pero no podía mencionarlos sin que se pusiera hecha un basilisco. No era la fragilidad de sus piernas o de su muñeca lo que me preocupaba, sino su imprudencia, que desgraciadamente había heredado de mí, junto con mi talento para las armas. En un mundo fraguado por hombres, y para provecho de ellos, Julia era un peligro para sí mientras no madurara y aprendiera a controlar sus impulsos.

En eso, como en tantas flaquezas, era como yo. No temía a nadie, ni se arredraba ante la ferocidad de un contrincante. Al contrario: se crecía. A mi pesar, me había acostumbrado a que regresara a casa exhibiendo con orgullo los moratones causados por las trifulcas que no rehuía, siempre acompañados de una sonrisa de triunfo que resaltaba sus hoyuelos.

Su belleza era la de Emilia: la intensidad que transmitían sus ojos como carámbanos me encogía el corazón, y a veces me turbaba de una manera que no sabía explicarme.

La entrada de los pajes en la pista me hizo olvidarme de Julia, y observé con interés los preparativos de los muchachos. Iban cubiertos con los petos y las caretas que les protegían el torso y la cara, además de mangas con refuerzos y guantes de cuero.