Primera parte

I

Buenas noches, Jane, fruto prohibido, flor de la moda, eterna promesa irresoluta. Buenas noches, niña de Europa, amazona en París, enorme boca de doscientas lenguas. Dejas al huir una herencia confusa y un nombre de bolso: qué epitafio tan certero. Tuya es la mano que mece los deseos de los hombres. Úsala bien, úsala mucho, úsala solo cuando sepas lo que quieres.

Buenas noches, Jane, yonqui de viernes, jardín del Edén encanecido. Te enamoraste de un patán violento y desbarrado. Sembraste dudas para recoger incertidumbre. Ya no hay mujeres como tú, que tienes rostro de escultura, como si hubieras nacido en Atenas y tu nariz fuera de mármol. «Quizás» es la frase que arrastras, ante nosotros, pobrecitos españoles, niños enfermos que ven cine extranjero en las sesiones golfas.

Buenas noches, Jane, viento del norte, arena húmeda, grito en el cielo. Yo soy la ola y tú la isla desierta. Guardo tus garras como surcos en el museo de mi espalda. Te conocimos en un país ajeno y te pintamos de francesa para soñarte mejor. Nos llevaste a un paraíso injustamente vedado. Solo quedó vivir en los chispazos sueltos.

Buenas noches, Jane, equis tumbada, interrogante que duerme boca arriba. Sabes a humo y a ginebra. Tu belleza no se acaba ni se extingue, simplemente se transforma: finisce sempre così. En mi pecho has dibujado un corazón adolescente. Guardaré tu recuerdo en el salón, junto a mis fotos de niño en pantalones cortos.

Buenas noches, Jane, vecina nueva, Frida por dentro, Venus por fuera, artefacto incomprensible que estalla entre las manos. Los que te quieren hablan maravillas. Escorzo cruel, sombra querida, muro infinito de las lamentaciones. Beberemos por tu ausencia igual que por tu vuelta, con la mano temblorosa y un vaso medio lleno. Que mi despido no interrumpa tu camino.

Buenas noches, Jane, ser de otra vida, visión, mito absoluto que ya vive en el pasado. El rencor es para los ineptos. Dormimos mejor solos. Buenas noches…

II

Buenas noches, Madrid. Hace un frío de pelotas. Parezco un ocho tumbado, ese tatuaje sin salida de las chicas con anhelos; realmente camino como en homenaje al infinito, dando vueltas en círculo y pasando siempre por el mismo punto. Qué cosas. Me azuza un aire violento, viento gélido que solo existe en las avenidas amplias. Viene dopado por la arquitectura. Conservo el calor gracias a mi largo abrigo nórdico, un abrigo bonito, oscuro, y sobre todo funcional. Si no fuera porque es de noche, me miraría en los escaparates de las tiendas.

Salgo de mi casa con prisa y por poco me dejo las llaves. No sé por qué, si realmente no voy a ningún sitio. Nadie me espera. Bajo la calle Génova, que parece tan importante, pero que es solo una calle. Conozco mucho la noche de Madrid. No las discotecas: la noche. La noche no es como la pintan los franceses. La noche de Madrid es un murmullo cruzado por camiones de basura.

Me paseo por pura inercia, como si rodara cuesta abajo. Al principio tenía objetivos aeróbicos, pero ya los he abandonado. Quería cansar los músculos para, llegado el momento, sentir el cuerpo pesado y feliz de los deportistas en la cama. Yo he sido deportista, también. Pero hay momentos en los que simplemente no tienes el espíritu. Ahora paseo como quien medita, como Siddhartha. Soy un pensador peripatético.

Por la Castellana un coche se salta algún semáforo. Lo lleva una niña que va a dar positivo. La música retumba. Sus amigas se ríen y se gritan para oírse. Si tuviera que apostar, creo que van a tener un accidente. Pero quién soy yo para decir nada. Estoy en la otra acera y, aunque no viene nadie, espero pacientemente al muñequito verde.

Me paro frente a la Biblioteca Nacional, que parece un monstruo enjaulado. Recuerdo pasear con ella, una noche como esta, y tener en la boca mil versos de Salinas y que ninguno saliera. Los dos solos, ante la torre de Colón, edificio oxidado, también feo, con su extraño aire de buque extraterrestre. El silencio de las madrugadas de invierno. La bandera de España tiesa, gigantesca, y mis manos de borracho frío en los bolsillos, no sobre las suyas.

En la noche hay disfraz, pero yo ya no disfruto del misterio. Me sé la trampa, el maquillaje, los juegos de luces, el ruido. Cuando un lugar pasa de ser hotel a casa, pierde su capacidad de seducción por el mero hábito. Lo mismo sucede en las parejas. Los que conocen la noche de los viernes la sienten como una mujer que se insinúa. Tiene cuatro almohadas, toallas limpias, dosel y minibar. Para mí es un pasillo. Me paso las noches paseando.

Hay que saber pasear. Si te alejas de las zonas de alterne, la noche es un prado. Madrid, un martes a las cinco de la madrugada, casi todo duerme. El hecho de tener horarios invertidos refuerza la impresión de llevarle la contraria al mundo, de spleen, de crápula, de dandi. Es una desgracia que, por mero peso estadístico, sea yo el equivocado. Dice Kierkegaard que la ansiedad es el mareo de la libertad. Pero mi libertad es muy liviana porque no cuesta nada, no he hecho nada para conseguirla, menos para merecerla. La ansiedad es como el peso de la ropa, que ya lo sientes como propio. Salvo cuando te desnudas.

Por otro lado, la tristeza sienta bien, sobre todo en la juventud. En la vejez es terrible y huele a cerrado, pero es que en la vejez todo es terrible. El andar melancólico, la distracción, la ausencia del cuerpo presente; todo eso me hace más guapo, más apetecible, más profundo. La tristeza es mi accesorio. Combina con el invierno, la noche y el viento que despeina el pelo largo.

Siempre paseo por el centro. No encuentro placeres en las autopistas ni en los grandes parques de la periferia. Aparcar bien es un alivio, sobre todo si eres conductor. Pero yo soy paseante. La personalidad de las ciudades está en el centro. El centro es la ciudad engalanada. No creo que el extrarradio de Madrid difiera mucho del de cualquier ciudad del sur de Europa, ni en los chalés ni en las barriadas. No me interesan. El paseante quiere fascinarse. Está en un diálogo íntimo con la ciudad. La Biblioteca Nacional me habla, y ahora que la han reformado le sale voz de niña. Los focos la tiñen de una extraña luz naranja. ¿Y si…? No. Quieto parao. A veces mejor no dar rienda suelta a la cabeza. Hasta el flâneur, que es una autoficción, tiene un poso de verdad. Si no, no se aguanta el personaje.

Yo vivo en el centro. En un piso grande. Solo. Quizás mi justificación sea producto de la pereza, de la comodidad. Así es mejor porque no tengo que dar explicaciones. Tam­­poco tengo problemas de verdad. Un problema de verdad sería no llegar a fin de mes o que te echaran del trabajo. Ya no tengo trabajo. Tampoco tengo meses. Que llegue la Semana Santa o el puente de la Constitución me viene dando igual. No altera en nada mi día. Si acaso despeja o comprime la ciudad, pero en esas fechas raras procuro no dar tanta vuelta y me quedo en casa escribiendo o viendo algo en la tele. Pido comida a domicilio y fumo hasta que todo empieza a oler a decadencia. Al final acabo abriendo las ventanas. No me gusta la suciedad. Quizás beba algo para dormir, pero casi nunca funciona. Incluso cuando no quiero, me veo arrastrado a la calle a pasear.

III

Para el paseante nocturno, el día es la vejez de la noche. Esto se ve claro en los clubs. La luz es el fin del placer. La vida se muere y sale al amanecer con los ojos entornados y la cara contraída. Las muchachas caminan con dificultad, hacen escorzos: solo faltaría alguna cadera rota para completar el paripé. Pero no todo el mundo se resigna. Los descabezados que van de after me recuerdan a Valentino. Viejos ultramorenos, con la piel colgandera y la braga náutica marcando paquete octogenario. Se niegan a renunciar a nada. Y me parece bien. Yo me siento un poco igual. La gente en los after no tiene constancia del futuro. Llega a dar la impresión de que el tiempo se congela, que no hay posibilidad más allá del submarino. Las persianas apagan el día y conservan los placeres en formol. La mañana se desangra poco a poco. Puede que solo sean drogas.

Los primeros que me sorprenden son los corredores. Yo he sido corredor matinal. Cuando madrugas para correr y bajas a la calle te embarga una sensación de superioridad, de estar haciendo bien las cosas. Visto desde fuera, son frikis. Me cruzo un hombre de patas duras y corte militar. Lleva un ritmo envidiable. La piel de la colleja le asoma sonrojada entre el pelo y la ropa. En las orejas tiene incrustados unos cascos atómicos, de corredor pro, y aunque no puede hacerme partícipe de su música imagino que es algo agresivo, pesado, duro. Como él.

Poco después, pasa una mujer. Ella tarda más en sacarme distancia. Tiene un trote descoordinado, el culo un poco gordo, las piernas embutidas en leggins temblorosos. Se nota que hace poco que empezó a correr, porque no muestra técnica ninguna. Aplaudo su esfuerzo. Peor que correr es empezar a correr. Justo cuando voy a perderla de vista, se detiene y arquea los brazos. No sé si habrá cumplido su rutina o si simplemente se ha dado por vencida. En cualquier caso, ha hecho deporte antes de ir a trabajar. Es un triunfo de la voluntad.

En esta misma ciudad se cruzan dos ciudades, como los señoritos y los pobres de los libros de Baroja. Yo, claro está, pertenezco a la primera, pero no llevo el rostro torpe y satisfecho de los borrachos y los novios. El frutero y el vampiro me resultan igual de lejanos, como autómatas que se mueven por unos resortes que no alcanzo a comprender. En esta madrugada está el pulso de la vida, Madrid, una villa inventada al borde del infarto. Qué cargado viene el aire matinal, y qué liviano sale de mis pulmones.

Llevo un tiempo largo sin dormir. A mi edad, todo se aguanta. No dormir te parte la cara, te la deja de mármol, y la Victoria de Samotracia es tremendamente bella y no tiene ni cara. Así nos paseamos por la vida, con la cara partida y la nariz desnuda apuntando muy lejos. Amo a las mujeres guapas de narices grandes. La nariz concentra la personalidad, es el núcleo del rostro, lo somete todo a su forma de espolón, se agranda cuando pasa el tiempo y hace de las caras de los hombres viejos un pimiento ensombrecido.

El insomnio confiere además una especie de lucidez. Creo que el insomnio, las resacas y la niñez tienen en común una misma capacidad de asombro. En España la gente duerme muy poco, puede que de ahí venga nuestra obsesión de molinos y gigantes, y esa manía un poco fea de montar trincheras hasta en el patio de vecinos. La siesta, que es una de las costumbres que exporta la imaginería cañí, es mentira, o como mucho medio mentira; guarda la misma relación que la ensaladilla con Rusia y las coles con Bruselas. Si sucede, normalmente viene a paliar una falta previa, a saber, la combinación de vida social y trabajo sin horarios.

Quiero creer que algún día podré dormir en paz, como un sueco. Me imagino un sueño cuadriculado, fuerte, blanco, un sueño recto, meramente funcional, una nutrición aséptica y tranquila. Sentir una bañera caliente y la soledad total de mi casa, ese silencio que nos invade mientras se desprende el vapor y el pecho se hunde para dentro. Sin sobresaltos, sin pasión. Sería un sueño que ningún poeta 2.0 podría entorpecer ni una lesbiana melancólica admirar. Tan pulcro, que la purpurina de la baba onírica no podría ni rozarlo.

IV

En el trasiego mañanero, surgen como setas jóvenes uniformados de chaqueta y chaleco. Me recuerdan que estoy haciendo algo mal, porque tengo su edad, pero no soy un adulto, no hago de adulto, sigo siendo un niño, ya grande. Lo sé porque van cansados, pero también electrizados, están experimentando la adrenalina del futuro, son una promesa cumplida, el muchacho que jugaba a ¿qué quieres ser de mayor? Llevan la palabra porvenir pintada en las legañas. No les culpo de nada. Dicen anglicismos, progresan y se les cae el pelo. A mí no se me está cayendo el pelo, por suerte, pero tampoco estoy progresando. Sus portátiles, todavía cerrados, van acumulando mails y encargos en el fondo de la tripa, y yo sigo mi paseo porque no tengo absolutamente nada que hacer. Fui uno de ellos, igual que ellos fueron dandis alguna vez.

El traje iguala, pero también señala. Quizás el traje imperativo no sea ideal para medirlo, pero el traje, como los calzoncillos, nos habla un libro entero del hombrecito que va dentro. En la vestimenta hay un resumen real de las personas, y raro es el caso en el que un defecto no se transmuta en corbata, ya sea el engreimiento con patitos o el descuido con el nudo. Hay para todos. Qué espectáculo tan desagradable el de la caspa en las hombreras. O las camisas moradas, grises, fucsia. Los lametazos de gomina que hacen del cabello un sistema montañoso. El dinero, claro está, moldea los gustos y los hábitos, pero la camisa blanca y el peine son recursos universales, patrimonio del buen gusto. Aun así, no es oro todo lo que reluce. También en la otra orilla hay galería de horrores. La tímida patilla gris que escapa al tinte. Dientes excesivamente blanqueados, que no son traje pero me resultan añadidos, pegatinas, un tuneo malicioso de peluca y rayos uva. Las pulseras que dan lustre a las muñecas, convertidas en lastre a una determinada edad.

Me fumo un cigarrillo, mal vicio que comparto con alguno de los jóvenes trajeados, una pequeña licencia que le conceden al futuro cáncer de pulmón que, con toda seguridad, ni se plantean de camino a trabajar. Están obsesionados con llegar, una vez que finalice su trayecto, al deporte de la consultoría. En el hormigueo de este martes no hay ni medio lujo, los jóvenes son todavía peones, por muy fulgurante que resulte su carrera. Toman el metro y se agarran a las barras, tienen cuidado de no meter el pie entre coche y andén. La mochila del colegio ha dado paso al maletín, costumbre de cuero que yo asociaba a los padres y que ahora llevan los chicos de mi edad.

Todavía hay gente que se casa joven, que se pone el pijama ante su mujer o su marido, que ya va cediendo el misterio a las pelotillas del batín. Todo con veintitantos, nosotros, que vamos a vivir cien años, y algunos ya instalados en la vida conyugal, en el baño común, en una sola pasta de dientes. Desconozco por completo ese artefacto, esa estabilidad, puede que no me considere digno, que tenga frío por dentro y no quiera contagiarlo. Hay en los miedos una cierta sinceridad, una certeza irracional que va creciendo y queda pegada como un lunar en los bordes de la cama. Por eso me sorprende recordar que yo estuve enamorado, sí, yo, y que también ansié de alguna forma anclar mi individualidad en algún puerto feliz. Cuando los muslos empiecen a ser blandos, no sé qué voy a hacer.

La calle se pega a los zapatos y yo tengo los míos cargados de paseo. Las mujeres trabajadoras llevan zapatos muy bonitos, y una melena larga, y una blusa clara bajo un abrigo grande color beige. Van igual de rápido que sus compañeros, mirando el móvil o pensando en alguien. Creo que las mujeres piensan más en alguien y los hombres en algo. Verlas tan elegantes, tan guapas, despierta en mí un apetito que creía olvidado, pero se desvanece según llega. Van echando vaho, esta mañana de martes en Madrid se ha despertado fría y a las mujeres les sale un humo neutro de la boca, aprietan el paso y cruzan la calle para llegar con decisión a sus puestos de trabajo. Ninguna se para a contemplar las vistas en el puente de Juan Bravo, pero es que tienen prisa. Yo no.

El amanecer está lanzando su último reclamo. Los taxis cruzan la Castellana y el mundo late como un tren. Creo que ya tengo sueño. Buenas noches.

V

El sol del mediodía invernal, patrimonio de la ciudad de Madrid, es el mayor de los gozos para el paseante que va. Cuando se convierta en bola de fuego no habrá quien lo quiera, pero ahora es una yema deliciosa. Me siento descansado. Voy subiendo hacia los bulevares, el nombre de nuestros abuelos para una calle con mil nombres.

Aquí no hay apenas hombres ni mujeres de traje. La mayoría estarán comiendo comida internacional en algún apéndice de su trabajo, puede que en el propio comedor si la compañía es grande. Han producido durante mi sueño. No creo que se alarguen mucho. Ya tocan los cafés. Los jóvenes dicen cortado o manzanilla, pero seguro que algún carroza sigue zurrándose un wiskito como postre oficioso. En nuestra generación las licencias están mal vistas, por eso todo el mundo es alcohólico de noche.

Me sorprende ver que todavía existan comercios de otra era. Al desviarme por una calle secundaria, me topo con una tienda de juegos de mesa. Tanto rococó con el código binario para que aún haya ajedrez, y Monopoly, y todas esas variaciones de estrategia que no alcanzo a comprender. La tienda está vieja y sucia, sobre todo soltera, como su dueño; su dueño tiene pinta de estar soltero porque, a pesar de ser casi calvo, va muy despeinado. Qué raros se vuelven los hombres sin el suavizante de la convivencia. La ausencia, me digo, sienta bien a mi edad, y sumo una piedrecita más en el zapato.

El hombre me ha seguido con la mirada. Aguanta sentado, centrado en su ordenador, las piernas cruzadas en una postura rara. Incluso esa modernidad, el ordenador, es una modernidad pasada, un aparato fondón y gris con el Windows 2000. Estamos los dos solos, así que hago el paripé de que busco algo, aunque en realidad no quiera nada. Veo nombres que no me suenan, juegos a los que no jugué de pequeño, hasta en esta patria de la edad soy extranjero.

¿Cuánto venderá este hombre? No quiero seguir más en la tienda. Es una ventana a la vida de un calvo despeinado, es frustrante, es una experiencia fea, no es lo que nos habían prometido cuando nacimos en España. El cristal de la puerta tiene la misma suciedad que la cubertería vieja. Mugre mate. He visto que en el fondo hay un rincón de segunda mano, con Trivial de los noventa, y es como sentir a cien abuelos muertos. Me voy ya, me voy ya. Suena la campanilla de la puerta y alcanzo a oír un «muchas gracias».

Desde fuera me giro y veo su pantalla del ordenador. Está jugando al solitario. No haré bromas con esto. Yo he tenido mucha suerte.

Sigo mi paseo y este sol divino vuelve a reconfortarme.

El sol me va diciendo cosas, me susurra cuando se refleja en las jarras de cerveza, joyería que las terrazas cuelgan en las calles concurridas. Hasta en la esquina más infecta de Madrid hay una terraza y gente sentada tomando bebidas en las mesas. La oliva seca y dura de Andalucía viene a morir a Madrid, serrada hasta el hueso por alguna dentadura grande, tirados sus restos al fondo del cenicero blanco, entre agua y colillas. ¡Querido poeta, has fumado tanto, y sin embargo la poesía la tenías justo debajo, no en los pulmones! Mil ejemplos más: la patata pasada, ya ni crujiente; el embutido fino pero áspero; el boquerón, con su piscina de vinagre redimiendo la carne menuda; cualquier arquitectura con mayonesa que se sirva sobre pan, tan malo el pan como su premio; los alardes de las tabernas regionales, que traen pulpos de piscifactoría; ese arroz decolorao que aguanta un torbellino; el pimiento, las ponzoñas, las tortillas de huevina; todo coronado por el tercio de Mahou, tregua helada, emperador romano de las barrigas fuertes.

La terraza es gata, una parte de nuestro escaso patrimonio, porque Madrid como región no es nada; es España, simplemente un marco. El chotis, los chulos y las chulas, todo esto lo sacamos a pasear un día como por darnos el gusto del folklore, y luego a lo nuestro, lo importante de verdad, las tradiciones son para los otros, para nosotros el futuro.

Qué felices hemos sido en esas terrazas. Tú no Jane, pero yo sí. Cómo me gustaría sentarme con un amigo en cualquier terraza de Madrid y compartir una cerveza, y esos aperitivos torpes que son como la historia del país. Así se entiende una ciudad. Y la vida.

VI

He seguido paseando hasta Chueca, tan tranquilo. El jardín multicolor me recuerda un poco a Almodóvar, todo es almodovariano, las trans se llaman Paca o María Dolores, tienen ese costumbrismo de baldosín y gotelé. Conviven con las nuevas generaciones, más dispersas, que hacen cosas en inglés, se llaman en inglés, se buscan en inglés, se denuncian en inglés. Por suerte, en Madrid en general lo costumbrista mola porque no hay arraigo asociado a la costumbre. Los locales más pintones tienen nombre de señora de pueblo: para el urbanita desaforado no hay nada más guay que una señora de pueblo. Al final, como le pasaba a Lorca, la tradición se convierte en vanguardia.

¿Qué será de los señorones de antes, esos que pululan por la Cava Baja los domingos? Esas calvas, esas panzas, esas grasas saturadas de verdad… ¿Quién los sustituirá cuando mueran? La generación de nuestros padres es mucho más joven que ellos a su edad. Aunque conozca a algún muerto en vida, la gente no quiere ser vieja. Este sol, ya un poco renqueante por la tarde, cada vez verá menos señores. Perdemos una España, pero ganamos otra.

Camino distraído y casi me derriba un musculado hombre en calzoncillos. Al tropezar, caigo en que no es real, tan solo un anuncio de suplementos. En la calle Hortaleza, otros tantos como él posan en fila, con botes llenos de polvo y proteínas. Es una estética que no entiendo, la del levantador de pesas. Cuestión de gustos.

Por lo demás, la tarde menguante está tranquila, anaranjada, así que a los culturistas de anuncio les va naciendo un aire melancólico. Se les marca la nostalgia en los abdominales. Ando en otra dirección, vuelvo más al barrio barrio. De los balcones de las calles estrechas cuelgan guirnaldas, banderas, reivindicaciones. Los edificios siguen un patrón sencillo: Chueca está pintada de los colores de Madrid, esos colores terrosos, entre rojo y gualda, curioso guiño, la paleta que en Roma es un tsunami de belleza y aquí tan solo un discreto encanto.

Voy fijándome en la gente, claro, apartándome de todo. Me gusta la sofisticación de la ropa que veo, me gusta la preocupación, me disgusta la afectación, el exceso visual, la tropelía. Al final, el buen gusto, que es la seducción más alta, vive de insinuar, no de explayarse. Recuerdo de mi pasado que la red social funciona así: conozco hasta las sábanas de Kendall Jenner, pero no la sensación de acostarme a su lado. Es un morbo infinito.

Me ha nacido un sorbo de miel caliente, pensando en Kendall, pero rápidamente se me escapa de la boca. La acción me agota. Yo no he venido a «hacer» nada. He venido a mirar a otros hacer. Puedo porque tengo tiempo y ninguna necesidad de hacer algo con él. El mundo es un gran escenario puesto en marcha para mí. Lo sigo con deleite, con asco, con indiferencia; la única indiferencia mayor es la que tengo reservada para mí. Soy un observador, parte de y al margen de, un auténtico rebelde, pasivo e improductivo, una acera rota de Madrid, un niño frívolo y bien vestido que respeta siempre las señales de tráfico. Tan pasado de moda estoy que no descarto que me conviertan en un club de alterne. Sí, tendría buen nombre para eso.

VII

En un atardecer violento, de colores rosas y amarillos, me siento en el mirador de Moncloa. Contemplo el mazacote gris y decadente al que llamaban Arco de la Victoria. Los adolescentes que hacen skate y astillan sus tablas contra los muros son el símbolo del progreso, del fin de la España fea, colonizada con desdén por un anglicismo peleón y el italianísimo grafiti. Si algo me provoca el monumento es fascinación. Por lo cutre que es.

Las parejas de adolescentes vienen aquí a darse el lote. Cuento por lo menos una docena de bocas, unas contra otras, en ese ir y venir de las lenguas quinceañeras. Se besan como haciendo deporte, y se nota quién lleva más años practicando. Las primeras veces los niños sufren por patanes. Las niñas, por nerviosas. Pero a través de las bocas ajenas es como se va conociendo el mundo. A través de la boca ajena se conoce la propia, lo mismo pasa con el cuerpo (el siguiente tema), y así hasta la convivencia, verdadera vara de medir, sistema decimal de la miseria.

Viéndolos así, desde fuera, recuerdo los grandes hitos de mi adolescencia, auténticos abismos que han devenido en chistes. La adolescencia es como el nacionalismo: absorbe todo lo demás, reduciéndolo a la nada, a la insignificancia; es la primera etapa consciente y por eso elimina el pasado, y el futuro; tapa el sol con el presente, con la intensidad, con la pura adrenalina del cambio. La novedad de los hechos eclipsa su propio peso, por eso todos vemos la adolescencia como una caverna platónica, unos dramas diminutos proyectando sombras monstruosas. Una etapa tan marcadamente trágica acaba siendo, por la fuerza, cómica. Así es como la recuerdo. Así es como la viví.