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JIMMY GIMÉNEZ-ARNAU

Si preguntan por ahí, los que me conocen les dirán que vine al mundo hace 76 años en medio del océano, que fui un niño itinerante y feliz y que una juventud desenfadada no hizo otra cosa que afianzarme el desparpajo infantil, al tiempo que sembraba en mí el amor por las palabras, que siempre respeté, y por las letras en general. Creativo y audaz en grado sumo, contraje la enfermedad del matrimonio con total inconsciencia en la treintena y ello me emparentó, durante poco tiempo afortunadamente, con una tribu histórica de la que ya no guardo ni el recuerdo. Sin rastro de hipocresía, porque es vicio que desconozco, afirmo que saqué partido de espectáculos propios y ajenos cuando las circunstancias lo toleraron. Di a la imprenta 14 libros, viajé por el mundo y me empeñé también en cuanta exploración capaz de abrir la mente se me puso a tiro. Ejercí el periodismo en modalidades diversas, pero siempre con la condición de divertirme, que el humor es, sin duda, lo más notable de mi carácter.

Soy constante solo cuando escribo y mi coherencia la reservo únicamente para el amor de Sandra y para los amigos. Les confieso, además, que hace tiempo que no siento la necesidad de irme a ninguna parte.

 

Irreverente y provocador, porque no entiendo otra forma de estar vivo, añado a los requisitos esenciales de la condición humana el rechazo absoluto a permitir que la rutina y la ordinariez de la costumbre se asomen a mis días. Salvaguardar el asombro, mantener alerta la curiosidad, explorar sin limitación todo cuanto aparezca ante los ojos y, si no se dan las circunstancias, salir corriendo y no mirar atrás han sido las motivaciones de mi viaje por el mundo. Así lo cuento para ustedes en estas páginas que hilvanan episodios y memoria; con ellas espero despertarles, al menos, la sonrisa. Porque el buen humor es siempre bálsamo adecuado para todo contratiempo y garantía de supervivencia cuando vienen mal dadas. Sin arrepentimientos ni innecesarias disculpas, verán que sigo apostando doble o nada por seguir vivo. Si gano, lo celebro; la otra opción queda descartada, pues siempre pensé que el que no arriesga es porque ya está muerto. Así que recuerden conmigo si lo desean, no renuncien a nada y deseen cuanto esté a su alcance. El truco está en no aburrirse nunca, que la vida es placer.

La vida jugada

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La vida jugada

 

© 2020, Jimmy Giménez-Arnau

© 2020, Arzalia Ediciones, S.L.

Calle Zurbano, 85, 3º-1. 28003 Madrid

Diseño y fotografía de la cubierta: Luis Brea

Diseño del interior y maquetación: Luis Brea

ISBN: 978-84-17241-61-2

Producción del ebook: booqlab.com

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotomecánico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso por escrito de la editorial.

www.arzalia.com

Índice

Prólogo, por PILAR EYRE

Nota del autor

Cuando me aburro, me voy

PRIMERA PARTE

I. Primeros pasos por el mundo

INTRO: Un recuerdo

  1. Dilemas de un feto en altamar

  2. El hijo del diplomático

  3. Si alguna vez me pierdo…

  4. De Madrid al cielo inglés

  5. Los Rosales

  6. Segunda estancia en Uruguay

  7. Las cenizas familiares

II. Licenciado por partida doble

  8. Verano en el trópico

  9. Desembarco en la universidad

10. Balance de un primer año

11. Hombres con lengua de insomnio

12. Adiós a las armas

13. De docentes y mujeres

III. De la universidad a Yo, Jimmy

14. Ganarse la vida

15. Escribir

16. Amar

IV. Aquel Jimmy

17. Algo que nace

18. «Me enamoraré de ti algún día»

19. La tribu

20. Como Dios mandaba

21. La vida en común

22. La muerte silenciosa del amor

23. Respirar de nuevo

xxs

SEGUNDA PARTE

I. Segunda juventud

24. Puerto Vaguedad

25. Ibiza: diez barras y un privée

26. Entre las islas, Londres

II. La fama de un personaje

27. Las malas compañías y Neón en vena

28. Las nupcias que nunca existieron

29. Adiós, Leticia, adiós

III. La audiencia se dispara

30. Pantallas, micrófonos y algunos libros más

31. La caja lista

32. Al otro lado de las cámaras: Sandra

Apéndice viajero

 I. Viajero empedernido

II. Los otros viajes

Breve apunte histórico:

Enrique Giménez-Arnau en Hendaya

 

A mis mejores amigos.
A Sandra, mi mujer,
y a mi perra Beltza.

 

El éxito es la capacidad de ir de fracaso en fracaso
sin perder el entusiasmo.

SIR WINSTON CHURCHILL

Prólogo, por Pilar Eyre

Golfo. Crápula. Niño mal de casa bien. Canalla. Mujeriego. Vividor. Playboy. Gamberro y desalmado. Durante cincuenta años, la leyenda en torno a Jimmy Giménez Arnau no ha hecho más que acrecentarse en un caso único de supervivencia: ¡ser golfo en los años setenta y seguir pareciéndolo en 2020 es algo digno de estudio! Aunque el propio Jimmy reconozca que hay mucha exageración en las historias que se le atribuyen, confiese que «la fama se hace de verdades y mentiras, y a mí me importa poco separar unas de otras», lo cierto es que estas memorias tan atípicas están llenas de aventuras extravagantes, algunas peligrosas, casi todas divertidas, como si de un personaje de Conrad se tratara. Descarnado, cínico y al mismo tiempo tierno, con mucho sentido del humor, escritor elegante y con muy pocas ganas de pintar de héroe, Jimmy consigue conmovernos hasta el tuétano con su prodigiosa manera de manejar el lenguaje y contar su vida extraordinaria.

Conocí a Jimmy un frío día de octubre de 1982. Él quizás no lo recuerde, pero la noche en que Felipe González ganó las elecciones se subió al coche en el que yo iba con el fotógrafo Fernando Abizanda, viejo amigo suyo —¿quién no es amigo de Jimmy?—, y, circulando por ese Madrid hecho bosque de puños alzados, me fui quedando prendada de sus palabras, de su sonrisa —¡yo no había visto a nadie sonreír como él!—, de la bondad innata de su corazón, de esa mezcla irresistible de estricta educación de internado inglés y chulería simpática y maliciosa de chicuelo de barrio, de esa camaradería cómplice que tiene con las mujeres. ¡Era el hermano que hubiera querido tener! ¡Chispeaban, como ahora, sus ojos vivísimos!

Todos lo conocíamos porque había sido el marido de una nieta de Franco, pero, es curioso, de eso me olvidé enseguida porque Jimmy era como el flautista de Hamelin, capaz de llevarte al infierno prendida de sus palabras, y su boda con Merry no dejaba de ser una anécdota más de una biografía deslumbrante. Que no se preocupen los lectores porque habla de ese matrimonio, detalla lo que jamás ha contado con precisión quirúrgica, menciona a su hija con descarnada lucidez, también relata la verdad de su detención por drogas en las puertas de televisión, cómo afectó eso a su carrera, y sus tormentosas relaciones familiares, sus parejas y sus amores contingentes… Todo está aquí, porque Jimmy se abre en canal con una sinceridad apabullante. Escribe de viajes, de los reales y de los otros, de grupos musicales, de libros, de artistas —deliciosa la anécdota de Carmen Maura—, del joven periodista que fue, del animal televisivo que sigue siendo. De dinero y de ruina. Pero es también el retrato de un joven inteligente y culto, cosmopolita y sofisticado en un país que no lo era en absoluto. Es un canto a la amistad, que atañe a perros y seres humanos, una lección de urbanidad y cortesía del último dandi de España…, y también un poema de amor a Sandra, sobrio, viril y auténtico.

Lo cursi, lo mediocre, el tópico, lo banal están ausentes de este libro. Que funciona, asimismo, como gran crónica social de una época, porque por estas páginas se pasean desde Tippi Hedren a Sara Montiel, de Norma Duval a Polanski, incluyendo a todos los miembros de la familia del Caudillo. La vida jugada nos ofrece tanto y de una forma tan arrebatadora que, para mí, ha sido un auténtico placer leerlo y un honor escribir este prólogo. No esperen los lectores un libro nostálgico, está cargado de futuro porque, como bien dices, querido Jimmy, los mejores años son los que nos quedan por delante.

PILAR EYRE

Nota del autor

Dios y Zeus nos libren de que estas páginas sean confundidas con unas memorias al uso. Pues más bien son un resumen de estímulos. Desde que el mal de Alzheimer se puso tristemente de moda, supe que dos maravillosas cualidades que regían mi mente, exactitud y prontitud, empezaban a derrapar. Pero mi editor, Ricardo Artola, atento al ruinoso estado mental que me consumía y viendo que mis huesos también protestaban, me presentó a una suerte de lazarillo entrenado en aguantar achaques, capaz también, cuando la ocasión lo ha requerido, de enderezar el rumbo de mis recuerdos —que a menudo derivan por la pendiente amable de la divagación— y de recuperar con ellos ya disciplinados el hilo de una historia. Ni que decir tiene lo agradecido que estoy a tan nobles y valientes amigos, editor y capataz de firme fusta, porque hay que tener mucho valor para seguir apostando por mí.

Cuando me aburro, me voy

Empiezo este libro de igual forma que, en 1981, empecé aquel mamotreto sobre la tribu de los Franco titulado Yo, Jimmy. Entonces dije que lo crucial para mí era vivir. Por ello, esté con quien esté, o donde quiera que esté, cuando me aburro, me voy. Sin retorno. Hoy, 2020, casi cuarenta años más tarde, sigo en mis trece: no aguanto el aburrimiento. Así que prepárense a leer unas páginas que nacen con la pretensión de ser divertidas y en las que me he propuesto ir hilvanando recuerdos y algo de imaginación. Supongo que no pretenderán que lo cuente todo ni que todo sea como lo viví; me quedo con las palabras de Molière cuando afirmó que quien lo cuenta todo aburre.

Antes de dictar, pues no merecía ser escrito, lo que pasé con aquella tribu, yo ya había publicado mis dos libros de poemas: Cuya selva (bendecidapor el genial Carlos Edmundo de Ory) y La Soledad Distinta (apadrinada por el no menos fabuloso Rafael Alberti). Y mi primera novela Las islas transparentes, finalista del Premio Nadal, me introdujo en las letras por la puerta grande. Quien domina la métrica, como yo lo hago, siempre será bienvenido en el mundo de la literatura.

A lo que iba: inicié Yo, Jimmy —best seller que alcanzó 36 ediciones— con una anécdota que manifiesta de lo que soy capaz cuando quiero largarme de un entorno soporífero. Lean y verán que no miento.

Otoño en Taipéi. La capital de Taiwán, la antigua Formosa, me abrumaba con su tedio y su calor. Era la hora en que se maquillan las chinas y los espías nazis se duermen en los cafés, cuando el sol asume esa roja tonalidad con la que se apaga la tarde en Oriente.

El taxista que me condujo al aeropuerto olía a sudor mezclado con aceite de soja. Constantemente, como un poseso, cambiaba la radio de frecuencia. El ruido de las ondas sonaba a masacre en un gallinero. Los efluvios del conductor, más su estúpida manía por desequilibrar la red de emisoras, hacían crecer mi aburrimiento, el cual, para sosegarse, necesitaba que alcanzásemos el avión.

Salir de Asia resulta tan difícil como salir de África negra. A última hora, siempre surge un requisito raro, extrañas barricadas que levanta ante ti la burocracia oriental. Aquel tórrido viernes de otoño no iba a ser menos. El aduanero, con un acento inglés hamacado en bambúes, fue explícito:

—No puede abandonar Taiwán. En su pasaporte no figura el sello de salida de la Oficina de Emigración de Taipéi.

Bastaba ver al agente para saber que era insobornable; no había nada que hacer. Hube de recomponer mi actitud. Le cambié las constantes y, sin responder a su código, le dije que quería hablar con el jefe de aduanas con toda urgencia, pues no podía perder el vuelo. El aduanero no se opuso a mi petición. Con la ironía del que manda a alguien a no conseguir nada, me indicó el modo de llegar a las oficinas del edificio.

Ascendí por unos escalones, atravesé un corredor abandonado a grasientos anuncios de aviación y apareció, al fondo, un despacho cuyas puertas permanecían abiertas. Con más prisa que seguridad, penetré en aquella estancia de aire agrio. Una vieja pegaba sellos o pólizas, no sé, no tuve tiempo para fijarme en su vicio. Los ojos de un gran sapo de unos ochenta kilos se habían posado en los míos como lapas. Era el jefe de aduanas, no le cabía otro aspecto. Antes de que pudiera cerrar su abanico, me incliné sobre su mesa y le dije en tono casi secreto:

—He de hablar con usted, a solas. Se trata de un asunto personal y privado.

Un gesto suyo mandó salir a la vieja, que lo hizo al instante.

Para empezar, había logrado crear un ambiente. El misterio que cautiva a los chinos. Compartir situaciones confusas les da placer. Dicho cacique, empanado en rutina, parecía interesarse por lo que le pudiera contar. Solo faltaba involucrarle en mi drama. Y eso fue lo que hice. De nuevo, me adelanté a sus pensamientos. Esta vez, perforando su intimidad, le solté:

—¿Está usted casado?

—Sí, desde hace diez años, ¿por qué le interesa?

Sin responder a su pregunta, volví a preguntar:

—¿Su mujer le es fiel?

—¡Por supuesto que sí! ¡Siempre lo ha sido! —dijo, poniéndose de pie y subrayando con una gota de histeria su afirmación.

Aquella fidelidad confesada resultaba perfecta a mis planes. El chino empezaba a transpirar incertidumbre, no iba a costar mucho llevarle al huerto. Bastaba con que yo improvisase una historia de infidelidad que pudiera sucederle a él en cualquier momento, algo que contuviera los elementos de un drama, para que, sin dudarlo, se desdoblase y participara en mi caso como un solo hombre. Le dije, como quien se confiesa a un hermano:

—Tengo que ir a Tokio, esta noche, sin falta. Sospecho que mi mujer está teniendo un asunto con mi mejor amigo. Quiero cogerlos juntos. Según he sido informado, ahora están en el hotel Okura, dale que dale.

Al jefe de aduanas se le retorcieron las tripas. Vivía mis cuernos como si fueran suyos. Su desdoblamiento, de manual psiquiátrico, mostraba comprensión hacia mí y una terrible indignación ante el suceso que deshacía mi vida. El chino ya se había entregado. Sin ocultar su ira por la cabronada que mi mujer y el fraternal amigo me estaban brindando en Tokio, hizo la siguiente pregunta:

—Si los sorprende juntos, ¿qué les hará?

Como era menester, no le repuse y volví a trasladarle la pregunta:

—¿Qué haría usted?

—¡Matarlos! ¡Hay que matarlos! —repuso con voz de ansiedad, abanicándose fuerte.

—Yo no sé si llegaría a tanto, pero quiero cogerlos juntos, ¿usted me comprende?

—¡Claro que le comprendo! ¡Usted no puede esperar!

—Pero existe un problema. Hoy es viernes, me falta un sello y… la Oficina de Información de Taipéi no abre hasta el lunes.

—¡No se preocupe y venga conmigo! —terminó, adquiriendo una velocidad al andar que no correspondía a su peso de morsa. Él ya era yo, había asumido mi tragedia y quería vengarla.

Me acompañó hasta la puerta de embarque, deseando suerte a mi misión de rescate y castigo. Nos estrechamos las manos, tan fuerte que todavía me duelen los dedos. De haberse enterado de que yo por entonces era soltero, no sé qué me habría ocurrido. La que debió armarle a su china esa noche tuvo que ser de marca mayor, pues hablamos de un energúmeno.

Cuando me sofoca un entorno, invento lo que sea con tal de poder seguir disfrutando de la vida. Por eso, cuando me aburro, me voy.

Primera parte

I

Primeros pasos por el mundo

INTRO
Un recuerdo

Principios de los cincuenta, Seaford. Un pueblo pequeño entre Eastbourn y Brighton, condado de Sussex, Inglaterra. En el gimnasio del colegio Ladycross, donde llevo interno ya unos meses, los mismos que hace que no la veo, mi madre espera con aire cohibido y las piernas muy juntas. Viste con clase, lo propio en una mujer de su condición; esposa de diplomático, de profesión: sus caprichos. No sabe una palabra de inglés. En realidad, más que mostrar timidez, se diría que es la viva imagen de la inseguridad y el terror. Salta a la luz —así lo imagino— que no domina la situación. Una presencia diminuta perdida entre los más de cincuenta metros de longitud de aquella sala cuyas paredes se cubren de espalderas. Aquí y allá, barras asimétricas, colchonetas, anillas, plintos y cuerdas de nudos que cuelgan del techo y por las que ascendemos como macacos en celo en nuestra clase diaria de educación física.

Mi familia me ha enviado a este precioso rincón del litoral inglés para que me eduquen, porque he sido considerado, con total acierto, como el lector tendrá oportunidad de apreciar en breve, un salvaje. Lo soy. Lo era y, en cierta medida, lo sigo siendo hoy, aunque esa es otra historia. Volvamos a aquella mañana brumosa y feliz como casi todas las de aquellos días, porque he de aclarar que yo fui muy feliz entre los muros de aquella prestigiosa institución académica destinada a desbrozarme en idioma ajeno, idioma que, si en principio me resultó extraño, en poco tiempo llegué a considerar tan mío como el castellano. Gracias a que de pequeño viví siempre contento y libre, aún hoy es muy raro verme triste.

Mi madre me aguarda. Ya me han avisado de su visita. Han ido a buscarme al campo de rugby donde mis compañeros y yo practicamos el arte de atizarnos golpes una y otra vez, con constancia aprendida y eficacia indudablemente británica. Miss Elsey trata de llamar mi atención, quiere decirme algo; la he visto de reojo, pero no va a resultarle fácil arrancarme de allí. Aún soy muy pequeño, pero el deporte es mi pasión. Estoy disfrutando y quiero seguir haciéndolo. Finalmente, logra que me acerque y me anuncia la llegada de mi madre. Ahora sí, lo dejo todo y camino dócil y emocionado de su mano hacia el dormitorio. Van a prepararme de arriba abajo para el encuentro: ducha completa y frotando a fondo para quitarme el barro, ropa de domingo y el peine que penetra sin piedad en una maraña rebelde donde aún queda algún que otro pegote de tierra. Me han acicalado con esmero antes de mandarme a presencia materna.

Puedo imaginarme ese tiempo de espera al detalle. Truchy —Inés es su nombre, pero todo el mundo que conozco se dirige a mi madre por su apodo— fuma de manera compulsiva. Como siempre. Cada vez está más nerviosa, se levanta, pasea, se vuelve a sentar porque es consciente de que conviene esconder su completa falta de seguridad, la vergüenza que le genera su incapacidad para manejarse con soltura en según qué circunstancias. Pero no sabe cómo disimular el pánico que siente: a lo mejor nadie ha ido a llamar al pequeño salvaje, quizá se han olvidado de ella en el gym. Tal vez le han dado alguna indicación que, por supuesto, no ha comprendido. ¡Mierda de idioma!

El reloj sigue corriendo, hace ya casi una hora que está allí, en aquel gimnasio que ha recorrido a pie y con la imaginación al menos en una docena de ocasiones. Podría encender el siguiente Chester con el resto aún ardiente del anterior, si no fuera porque el ademán le impediría accionar, con el fin de alumbrar el pitillo de estreno, esa joya de mechero que es su Dunhill, regalo de mi padre, cuyo sonido todavía hoy escucho si cierro los ojos. El mechero de mi madre: elegante, sofisticado y frío al tacto. Como ella.

Se arregla el peinado, se coloca el lazo de la blusa, abre el bolso y extrae por enésima vez un espejo de carey. Se mira, se retoca, lo guarda… Los nervios destrozados.

Finalmente, la puerta de aquel gimnasio inmenso de mi infancia se abre. Veo a mi madre. Mi madre me ve. Se levanta. Me lanzo corriendo hacia ella. Mientras me aproximo sin parar de correr, casi soy capaz de saborear por adelantado el placer del abrazo inminente. Un segundo antes de llegar a tocarla siento el impacto de una tremenda bofetada sobre mi rostro. Me paro en seco. Tengo apenas siete años y el mundo se me acaba de caer encima. En ese mismo momento decido que esa señora ha dejado de ser mi madre. Ya no la quiero.

1
Dilemas de un feto en altamar

Nací a bordo del trasatlántico español Cabo de Hornos, un buque de la compañía Ibarra, cuando navegaba entre Santos y Montevideo. Latitud 29º-39’/S, longitud 49º-06’/O, viento SW/5. Por eso soy naonato. Da fe mi DNI, que reza «Alta mar» y añade en línea inferior: «Buenos Aires». Mera convención esto último, porque de respetar la ley del derecho marítimo que explica que el pabellón de un barco rige la mercancía, habría que concluir que yo, como mercancía venida al mundo en plena navegación, soy español. Si me apuran, bilbaíno, pues en los astilleros de Bilbao se construyó el Cabo de Hornos, que, no obstante, recibió bautismo en Sevilla.

Desde aquella marejada no he parado de moverme. Fui parido el 14 de septiembre de 1943, en plena Segunda Guerra Mundial, cuando británicos y estadounidenses liberaron Sicilia, e Italia, con tal de zafarse del fascismo, cambió de frente y dejó en la estacada a sus colegas del Tercer Reich.

Nadie me preguntó si quería nacer; a un feto en altamar no se le tiene en consideración. Quien dijo ser mi madre y juró haberme parido en el camarote 124 de primera clase tampoco tuvo la suerte de apretarme contra su pecho. En el pasar de los años deduje o supe que la desdichada, debido a un océano muy embravecido, parió un feto cadáver, un niño muerto, que nada tendría que ver conmigo, pues yo nací vivo y coleando en la bodega donde se hacinaba el pasaje de tercera. Volveré más adelante sobre un episodio que en buena parte es responsable de esa insania secular que algunos miembros de la familia siempre me han atribuido y que responde, según ellos, a una imaginación calenturienta, cruel y desbordada.

Antes de venir al mundo, como siendo feto hay poco que hacer, con tal de no aburrirme me dediqué a escuchar cuanto ocurría en el exterior del vientre de mi madre. Dejemos para más adelante resolver su filiación, noble o plebeya, y asumamos que las cosas fueron como dicen que fueron: que me parió la jovencísima esposa de un diplomático en ruta a su primer destino y no una vicetiple a la que mi padre se habría ventilado en un descuido de soltero, nueve meses antes, entre humedades de camastros no tan refinados como aquel camarote 124.

La relación de mis padres había surgido en Roma, ciudad donde ella estudiaba. Seamos doblemente indulgentes: por un lado, dando por aceptado y sin volver al asunto, de momento, que, en efecto, se trata de mi madre, y, por otro, concediendo el calificativo de «estudios» a una somera formación que proporcionaba un asomo de cultura y una pátina de viajadas a las niñas bien de la época. Un bachillerato en las Irlandesas y poco más… En la capital italiana, mi padre, técnico comercial, actuaba como tutor de aquella joven caprichosa y voluble que, además de juventud, lo tenía todo en la vida. El padre de mi madre, el abuelo José Puente, que adoraba a su hija, había sido un opulento empresario —pues para cuando la niña estaba en Roma ya estaba muerto— que desde su fábrica madrileña, situada entonces en lo que luego sería El Corte Inglés del paseo de la Castellana, surtiría de somieres y camas a todo el territorio nacional. Con una producción que llegaría a ser floreciente, aquel futuro solo se truncaría tiempo después cuando las circunstancias, en concreto la incapacidad de los varones de la familia, pusieran punto final a un negocio saneado y más que prometedor. Los Puente conocían a los Giménez-Arnau, mi familia paterna, más que respetable, aunque no tan prometedora en lo económico, que había hallado en el riguroso mundo del derecho y la notaría casi su segundo apellido. En virtud de esta amistad mi padre fue encargado de vigilar de cerca los pasos de aquella joven promesa de frivolidad que era mi madre, en calidad de tutor.

La primera reacción de mi padre, un señor serio y cabal, cuando comenzó a relacionarse con Inés Puente en Roma fue pensar que estaba completamente loca; probablemente nunca hasta entonces se había topado con un ser más mundano, extravagante y antojadizo, capaz de entrar en una zapatería y encargar veinticinco pares en apenas un pestañeo. Pero lo cierto es que sus reparos iniciales debieron de ceder con rapidez; ya se sabe que el roce hace el cariño, sobre todo el roce entre tutor y tutelada, que de aséptico se convirtió poco después, cuando coincidieron ya de vuelta en Madrid, en noviazgo, con temprano compromiso de boda. Antes de cumplir los diecisiete, mi madre contrajo matrimonio con José Antonio Giménez-Arnau, de treinta. Corría el mes de febrero del año 42.

Pero volvamos a este accidentado viaje en barco que realizan un año y medio más tarde y que me llevará por vez primera a tierras americanas. Nuestro destino es Buenos Aires. Mi padre se dirige a tomar posesión de su primer puesto en el extranjero como diplomático. Vendrán muchos otros después que se mezclan en mi memoria en una bruma de recuerdos y sensaciones que van trazando mi infancia: Dublín, Montevideo, vuelta a Madrid, otra vez América… Mi padre ha preparado las oposiciones al cuerpo con la ayuda de su hermano, mi tío Ricardo —que también nos acompaña en el viaje—, en buena parte durante la luna de miel con mi madre, cuyo vientre en el momento de embarcar —e independientemente de que sea o no yo quien lo ocupa— apunta a los siete meses. Pongamos que soy yo, que desde su interior oigo hablar de un tal Pepe Bulnes, un conde que terminará siendo mi padrino y que va como embajador de España a la capital de Argentina, al que acompaña mi padre como secretario de embajada.

Aún tan inexperto y tan poco dotado como estoy, no termino de entender por qué un viaje que, en principio, tendría que haber durado cuarenta días se está prolongando tanto. Finalmente, se alargará más de dos meses, y la razón, luego me enteraría, tuvo que ver con la guerra: el Cabo de Hornos se vio obligado a permanecer fondeado en Port Spain, Trinidad, por culpa de los submarinos alemanes que rondaban por aquellas aguas. Bien es cierto que nosotros llevábamos bandera española, éramos neutrales; pero no podría decirse que el régimen patrio hiciera muchos ascos a Hitler —de hecho, en más de un puerto de paso nos increparon al grito de «¡espías!» y «¡fascistas!»—, así que el control de los oficiales británicos en busca de sospechosos era imprescindible: andaban subiendo y bajando del barco y eso nos retrasó. Y es que ya en aquellas fechas algunos jerarcas nazis, en vista de cómo pintaba la guerra, estaban huyendo de Alemania con la intención de empezar sus nuevas vidas en el paraíso latinoamericano. En todo caso, a mi madre la dejaron tranquila porque estaba embarazada; a tío Ricardo y a mi padre también, porque eran diplomáticos, a pesar de lo cual ellos se prestaban a colaborar y se entrevistaban sin mayor problema con los oficiales que lo requirieran. Y con mi abuela Petra —que se hacía llamar Lala porque no le gustaba su nombre—, madre de la embarazada, que también venía con nosotros en este primer viaje, precisamente en previsión de un alumbramiento adelantado, nadie se metía. Para eso era una señora de edad, por más señas viuda de un franquista que cinco años atrás había entregado su vida ante las hordas rojas, si bien no en el frente, sino en barroca defensa del honor familiar. Aunque hay quien ha sostenido después que en realidad el abuelo Pepe murió a manos de un falangista, quiero pensar que una vez más las cosas fueron como yo las cuento y no como sostienen las malas lenguas. La muerte del cabeza de familia Puente tuvo lugar en San Sebastián, en el año 38, donde acudió para obligar a su hijo José Vicente a aceptar el reto de un anarquista que le había insultado y que le citó para dirimir las diferencias como se hacían las cosas entonces, con las armas. El hijo decidió que no recogería el guante de esa provocación, y el padre asumió la reparación de la honra de su apellido en el más rancio sentido calderoniano —el insulto, en cuestión, era «hijo de puta»—, y sin pensárselo se plantó en la capital vasca dispuesto a enfrentar al desclasado. Y resultó que el desclasado le clavó un puñal, le atravesó el hígado y lo mandó a mejor vida. También moriría en la guerra, por cierto, solo que fusilado, uno de los hermanos de mi padre, el tío Joaquín, y ese sí, con toda seguridad, a manos de los comunistas —que armados de tenazas le arrancaron sus muelas de oro— y en Santander.

Durante la detención del barco en Port Spain, la más larga de cuantas sufrimos, el pasaje no estaba autorizado a descender a tierra. Aquellas largas horas de espera mi madre las aprovechó para aprender los rudimentos del bridge, un juego en el que terminó convirtiéndose en una auténtica fiera, una vez que dio rienda suelta a sus cualidades más despiadadas.

Por fin salimos de Port Spain, a continuación, tocamos en Bahía, en Río y en Santos, donde subieron al barco una carga de plátanos con destino a Buenos Aires. Entre Santos y Montevideo, en el golfo de Santa Catalina, de aguas muy movidas, con marejada impresionante, nazco yo. Y donde toco tierra por vez primera es en Buenos Aires. Y al hilo del feliz suceso que es mi llegada a este mundo, no tengo más remedio, a riesgo de apuntalar una vez más las razones familiares de mi proverbial falta de juicio, que ofrecer otra posible explicación para esa confusión extraordinaria que rodea mi nacimiento. ¿No habré nacido en realidad en Santa Caterina, el célebre orfanato brasileño, donde la que dice ser mi madre quizá me ha comprado, después de que su feto muerto haya sido arrojado por la borda del Cabo de Hornos?

2
El hijo del diplomático

No importa. Ya no importa. Ahora estoy aquí, en este Buenos Aires opulento donde mi familia pasará algo más de tres años, donde nacerán mis hermanas Paloma y Mónica y al que ilumina el brillo incipiente de una estrella en ascenso deslumbrante e imparable: Juan Domingo Perón. El tiempo, las imágenes y las personas se me desdibujan, pero en medio de esta película de trazos distorsionados rescato un recuerdo, quizá uno de los primeros de mi vida, seguramente aderezado por lo que otros hayan contado o lo que yo haya creído oír al respecto. Quién lo sabe. Tan leve es la memoria. Me veo en un parque de Palermo, un lugar idealizado donde a los niños nos llevan a jugar; allí pasamos las tardes entre ponis, criadas que nos cargan con paciencia y una naturaleza exuberante que nos da la vida. Me están dando la merienda. Una papilla que devoro con ganas. Tanto que no basta una sola cuchara que del cuenco se dirija a mi boca cargada de alimento con rítmica cadencia, la práctica habitual con otros de mi especie y condición: porque yo soy un niño ansioso. Mi hambre no se aplaca en ese gesto sencillo. Hacen falta dos cucharas y, sospecho, una gran habilidad para sobrellevar la situación, porque mientras una recoge el alimento y lo conduce a mi boca la otra apenas acaba de depositar una porción de la merienda entre mis labios, que, sin terminar de relamerse, se abren ávidos de nuevo para recibir la siguiente dosis. Si no me embuchan más papilla, todo es pataleta. Soy la avidez encarnada en el cuerpo de un bebé de incierta concepción. Y quien se encarga de alimentarme maneja las cucharas como las varillas de un tambor que redoblan alternativamente sin perder un solo instante. Lo peor es que, terminada mi ración, los ojos y las manos se me van veloces a la merienda ajena. Tenía yo entonces una manera salvaje de alimentarme, pero a pesar de eso siempre fui un niño muy delgado. Delgado, pero muy guapo.

Hay otra imagen de mi Buenos Aires niño: tiene que ver con Agustín de Foxá, el escritor, periodista y también diplomático, y sobre todo con Eduardo, Teddy, Sainz de Vicuña, miembro de una de las sagas de empresarios más prósperos de nuestro país —artífices de la introducción de la Coca-Cola en España—, a quien he de agradecer que me quitara el miedo a los hipopótamos. Porque ¿se puede vivir con miedo a los hipopótamos? Soy de la opinión de que los miedos, cuanto más lejos, mejor; eliminado tan tempranamente el que tuve al mamífero africano —que sospecho no sería el único de aquellos días—, creo que hoy ya no me quedan muchos. Imagino que el episodio podría haber sucedido más o menos como relataré a continuación. Me veo en el zoológico, al que acudía a menudo con mi padre. Nos acompañan sus dos amigos citados. Teddy, que se percata de que aquellos inmensos animales me aterran, me coge de la mano y juntos nos acercamos a la laguna donde chapotean aquellas moles.

—¡Hipopótamo, a la caseta! —exclama con voz tronante.

La bestia obedece. En ese mismo instante yo pierdo el miedo a los hipopótamos y en mi imaginación infantil Eduardo Sainz de Vicuña le ha ganado la partida a Dios.

El año 46 se acaba y mi madre, mis hermanas y yo nos embarcamos rumbo a España. Mi padre permanece en tierras bonaerenses y nos seguirá apenas unas semanas más tarde: una breve estancia en Madrid antes de poner proa hacia nuestro siguiente destino, Dublín, donde el cabeza de familia —una familia que crece con esforzada velocidad, como crecían buena parte de ellas entonces— nos precede.

Así que llego a la capital. Por vez primera y por poco tiempo. Es el lugar donde, sin haber cumplido tres años, morirá Paloma, que siempre fue mi hermana preferida. Teniendo en cuenta lo breve de su existencia, es fácil hacerse una idea de mis sentimientos hacia los demás hermanos, los que la sobrevivieron, Mónica, Patricia, Ricardo y José Antonio, que quizá, dependiendo del humor —porque lo de ajustar cuentas no va conmigo—, desfilen por estas páginas más adelante. Ya se verá.

Durante este intermedio madrileño recalamos en el número 104 de la calle Hortaleza, la casa de la abuela Lala donde tantas otras veces, a partir de ahora, volveré a pasar largas temporadas, jornadas desbordantes de alegría que, con mis días de Montevideo e Inglaterra, componen lo más feliz de mi diario infantil.

Desde Hortaleza llegamos a Irlanda cuando estoy cerca de cumplir los cuatro años. Tragedia por tragedia, ya en el mismo aeropuerto mi madre informa al flamante secretario de embajada de la muerte de Manolete el día anterior, 29 de agosto de 1947, y mi padre le cuenta que el barco que traía nuestras cosas desde Buenos Aires ha naufragado y gran parte de las pertenencias familiares se han perdido. Ella es puro desconsuelo, pero yo, que no entiendo el alcance del desastre, porque las pérdidas materiales nunca me han afectado exageradamente, solo tengo una pregunta: «¿Se ha salvado el capitán?». Esto sí es tener buen fondo, no me negarán.

La estancia será también breve en Dublín, porque enseguida mi padre volverá a saltar de destino, de nuevo a América. Pero si hurgo entre mis recuerdos irlandeses soy capaz de ver cómo me lleva en coche al colegio cada mañana, muy temprano; luego, a su salida de la oficina, me recoge y regresamos juntos a casa. Y enseguida anochece, porque apenas hay horas de sol en este extraño país hacia el que me ha quedado, desde entonces, un cariño tristón. Todos los colegios a los que he asistido a lo largo de mi vida me han gustado, y del que me acogió en Dublín, completamente desdibujado, conservo sin embargo una sensación íntima muy nítida de bienestar: sé que prefería permanecer recogido entre las paredes de sus aulas que en mi casa, donde la presencia de mi madre, siempre con sus regañinas, me incomodaba. Sospecho que tras su experiencia bonaerense no se encontraría ella muy a gusto en latitudes tan brumosas, aunque tampoco me hace falta buscar razones objetivas para la proverbial brusquedad de su trato.

No es una época de abundancia. De hecho, existe racionamiento en las islas para algunos productos básicos como el azúcar, restricciones que, si bien afectan de lleno a la población civil, el cuerpo diplomático también padece, aunque menos, como es lógico —y no precisamente porque, como sostienen las lenguas desalmadas, el pueblo llano siempre haya tenido el umbral del dolor más alto—. Nosotros recibimos una cantidad fija de azúcar, pongamos que un kilo al mes, y se valora como si fuera oro. Es azúcar morena y, cuando veo el pequeño paquete con la ración mensual sobre la mesa de la cocina, no se me ocurre otra cosa que abrirlo, depositarlo en el suelo y hacerme pis sobre tan valioso manjar. ¿Por qué lo hice? Yo era un niño y no necesitaba motivos para hacer las cosas. Tiempo después, una aprendiz de psiquiatra —más guapa que profesional— explicaría aquel comportamiento infantil que yo le había relatado aludiendo a una pulsión oculta que me habría inducido a unir mi oro, mi orina, con lo más preciado que existía entonces, el azúcar. Puedo asegurar que cuando compartió conmigo la interpretación de aquel episodio de mi infancia aún no habíamos ingerido ninguna sustancia tóxica, ni sólida ni líquida ni gaseosa. Y sospecho que tan estúpidas palabras no contribuirían en nada a la recuperación de una confianza que por aquel entonces ya le había retirado a la profesión psiquiátrica en su conjunto.

Después de mearme en el saco de azúcar me castigaron, claro. Y yo, con una determinación bastante impropia de mis pocos años de entonces, decidí que en tal situación solo había una cosa que hacer: ir a buscar unas tijeras y encerrarme en un armario.

Y a continuación, me corté el pelo.

Cuando me encontraron, lo primero que ordenó mi padre fue que me raparan al cero; mi madre, por su parte, cerró el episodio con una de las frases lapidarias que de modo recurrente me fue dedicando a lo largo de los años: «es un tarado».

3
Si alguna vez me pierdo…

Tras nacer mi hermana Patricia, durante un breve verano en San Sebastían, llego a Montevideo con cinco años. En esta ocasión, mi padre ha sido designado agregado de Economía Exterior en la embajada de la capital uruguaya. Fiel a su imparable velocidad de crucero, a la familia se ha incorporado una tercera hija —dos quedan ya, tras la súbita muerte de Paloma—. Consigno el dato no por cariño fraterno; simplemente para ordenar los acontecimientos y como leve apoyo de un relato que, en todo caso, más que por derroteros cronológicos estrictos transita siguiendo los mimbres más inconstantes de la emoción.

Montevideo es mi sitio. El lugar al que volveré en numerosas ocasiones tras esta primera estancia que se prolongará por espacio de casi dos años. La ciudad a la que seguiré retornando durante algunas temporadas en el futuro, cuando, ya camino de cerrarse la llave de la infancia, pretenda hacerme adolescente. Y es que, a caballo entre Madrid y Montevideo, tiempo después, empezaré a descubrir otros cuerpos, revelación que, convendrán conmigo, bien puede considerarse el pasaporte a la adolescencia. Pero eso será, en efecto, tiempo después y ya se contará, que perder la virginidad siempre es asunto serio en la vida y requiere más detenimiento.

El telón de fondo de mis primeros años en Montevideo es una casa con jardín y es, sobre todo, el cercano parque Rodó. Con sus lagos, sus puentes y sus barcas, cuajado de árboles subtropicales llamados jacarandás, de hojas verdes y flores malva, y de patos, cisnes y caballos. Rodó era el paraíso. Por el momento recalo en una guardería, británica, como debe ser. Mi padre lo tuvo claro y yo siempre he agradecido que, en aquellos días infantiles, en materia académica me mantuviera en la medida de lo posible al margen de los usos de esa España oscura y opresiva de posguerra, tan obsesivamente religiosa y de tan corto alcance. Por eso tanto mis hermanos como yo estuvimos en colegios británicos, franceses o incluso alemanes, en todo caso, al margen de los rigores patrios, tal como hiciera él mismo —tras estudiar Derecho en Zaragoza se había doctorado en Bolonia y ampliado su formación en Cambridge y Ginebra— tiempo atrás. Y es que una cosa era trabajar para el Régimen y abrazar los principios falangistas, algo que mi padre había hecho de mil amores, pero otra muy distinta cercenar las posibilidades de que sus hijos gozaran de una buena formación. Mi padre, a pesar de todo, era un liberal. Además, tenía una cultura extraordinaria; aparte de ser técnico comercial del Estado y diplomático, desarrolló su faceta más creativa como escritor de novela y teatro y fue galardonado con más de un premio y más de dos. La nómina de sus amistades nos habla de un hombre de extraordinaria curiosidad intelectual, formación sólida y mentalidad abierta, dentro de los límites que su clase y su época imponían: Agustín de Foxá, Ramón Pérez de Ayala, Gómez de la Serna, Jesús Pabón, Mujica Lainez, Jardiel Poncela, Paco Rabal, Adolfo Marsillach, Indro Montanelli, Federico Fellini, Luis García Berlanga, el editor José Vergés…, genios todos a los que tuve el honor de conocer.

A lo largo de todos aquellos años, a medida que se desarrollaba el periplo diplomático familiar por tierras latinoamericanas, mis padres se relacionarían con lo más granado, los millonarios, los poderosos, la élite cultural: escritores, directores de cine, artistas, políticos… Si en Buenos Aires ya tuvieron la oportunidad de descubrir las bondades de una vida social pródiga en deleites y hedonismos, en Montevideo se dedicaron con afán a profundizar en el hallazgo. Multiplicaban su presencia en cócteles y fiestas aquí y allá. Por cierto, que antes de salir hacia uno de ellos, se preparaban con un par de optalidones y un dry martini, para ir adecuadamente entonados. Esa era la costumbre: costumbre de mis padres y estoy en condiciones de afirmar que del cuerpo diplomático y amistades colaterales en su conjunto. Por casa desfilaban los Ibarra, navieros, el citado Agustín de Foxá —protagonista de épicas tajadas— o Josep Pla, que en una ocasión escribió una carta a mi padre en la que le anunciaba su inminente llegada, pues acudía a dar unas conferencias a la ciudad, y le tranquilizaba en los siguientes términos: «Por el dinero no se preocupe, Arnau; si lo necesito, ya se lo pediré».

A menudo, el comportamiento de mi madre cuando alguna de aquellas reuniones de mayores tenían lugar en nuestra casa me resultaba enormemente molesto; un ejemplo de su impostura: me llamaba y, delante de sus amigos, me besuqueaba sin piedad, me achuchaba exageradamente, reclamaba la atención de los presentes sobre mis cualidades o mi apariencia —cuya filiación se atribuía sin mayor reparo— y no sentía pudor alguno en demostrar un cariño desbordado, una ternura de madre verdadera que nunca, nunca me dedicó cuando estábamos a solas. Cara a cara mi madre rara vez me prodigaba tanto abrazo, no gastaba carantoñas ni gestos de ternura sin la clac, a menos que estuviera enfermo; solo la fiebre desencadenaba su atención sincera, lo cual me lleva a pensar —lúcido inciso de tinte psicoanalítico— si no me inventaría yo alguna que otra enfermedad como reclamo de ternura. Todo esto lo he ido pensando a lo largo de los años, pero estoy seguro de que en aquel Montevideo de mi infancia ya intuía yo el desapego irremediable de mi madre.

Esta mujer lista, voluble y caprichosa sería siempre una de las embajadoras mejor recibidas por las cortes diplomática, que a menudo pueden ser despiadadas, en todos los destinos que tuvo mi padre. El diplomático cobra varios sueldos: el que le da el Estado y dos veces esa cantidad en concepto de gastos de representación. Mi padre y mi madre se lo gastaban todo en recibir bien en nombre de su país. Esto da una idea de cómo vivíamos en aquellos tiempos de mi infancia en los que mi padre, en las distintas facetas de su carrera, representó a España en diversos países de Latinoamérica.

El nombre de Don Esteban ocupa un lugar especial en la memoria; así se llamaba la estancia de los Secco, un paraíso donde pasaría tantas horas con Juan Miguel —uno de los amigos que hoy conservo de aquellos tiempos—, donde cuando tuvimos edad buscábamos la compañía de los gauchos encargados del ganado, que nos llevaban a montar. Allí se despertó probablemente mi amor hacia los caballos, un animal que considero noble por encima de todo y de muchos. En esas tardes en la estancia a los niños nos iniciaron en los rudimentos del polo, deporte en el que Juan Miguel llegó a ser un maestro, practicando el pato con ponis de baja alzada desde los que tenías que enganchar la anilla de la pelota ovoide que corría por el suelo y encestarla. Todo para hacer cintura.

La estancia es el escenario de otro recuerdo muy temprano. Estoy jugando con Juan Miguel a perseguir un zorrino, una mofeta, con las previsibles consecuencias. Tal era la peste que despedíamos una vez que la naturaleza del animal se reveló en toda su plenitud y se nos meó encima, que su madre, Madelón, cogió nuestra ropa, la quemó y nos tuvo los siguientes dos días durmiendo en el pajar. Por aquel entonces yo ya era una especie de Daniel el Travieso compulsivo y libre; apuntaba maneras silvestres y desconocía cualquier forma de timidez. Creo que estaba dispuesto a aprovechar al máximo cualquier oportunidad de ser feliz.

Quiero pensar que este impulso vital tan disparatado, incluso para un niño tan pequeño, tuvo algo que ver con el hecho de que a tan tierna edad hubiera yo salido indemne de un intento de asesinato que quiso perpetrar sobre mi pequeña persona una nanny británica procedente de Buenos Aires, cuya profesionalidad no había sido contrastada con suficiente interés por parte de mis mayores. A los quince días de estar en casa, aún no había comenzado a consagrarme sus cuidados a fondo, fue detenida por la policía, acusada de haber introducido agujas en el culo de varios niños que me habían antecedido como objeto de sus desvelos, con la obvia intención de cargárselos. Menos mal que la cogieron a tiempo; de otra forma, hoy, con más de quince lustros en la nuca, no podría asegurar con rotundidad inapelable que en mi vida me han roto el orto.

Mis padres se querían. No lo dudo. De hecho, él adoraba de tal manera a mi madre que era capaz de cometer cualquier arbitrariedad con tal de defenderla y de hacer que su opinión prevaleciera por encima de todo. No decía que ella tuviera razón, pero sí pronunciaba aquella frase lapidaria más allá de la cual sobraba todo comentario: «Es lo que dice tu madre». Así sería siempre a lo largo de los años. Y ella le correspondía venerándolo igualmente. Siempre estuvo enamorada de él. Y eso a pesar de la lógica indignación que sin duda le causó la infidelidad de su marido con una conocida de ambos cuyo nombre omito —que una cosa era venerar a la esposa propia y otra no sucumbir a la tentación de tener algún que otro escarceo con la mujer más guapa y con más clase de la República Oriental—. Tan elegante era la fémina en cuestión que, cuando rompió con su amante, lo hizo regalándole un libro de Graham Green, The End of the AffairEl fin del romance—, como descubriría yo tiempo después de que sobreviniera la ruptura, al ojear distraídamente la dedicatoria que figura en la primera página del ejemplar de la citada obra, propiedad de mi padre.

Pero en aquellos días infantiles yo apenas veía a mis padres, mi cuidado y el de mis hermanas recaía sobre todo en la nanny de turno. Mi madre nos paría y luego llegaban ellas. Superado aquel escollo de la niñera asesina, vine a caer en manos de otras muchas, con diversa gama de instintos; una gallega, de nombre Fe, cuando me acostaba o me bañaba se dedicaba a estirarme la piel de mi pene diminuto mientras me anunciaba premonitoria: «¡Ay, rapaz, lo que vas a joder tú con este…!». Como experiencia vital a edad tan temprana no está mal: pasé del sadismo británico a las dotes adivinatorias de una cuasi meiga gallega de una recóndita aldea orensana. Y al hilo de aquel episodio de augurios tan alentadores me viene a la memoria una escena posterior, en la pastelería madrileña Embassy, donde mi padre había quedado con un médico amigo que, detrás de una cortina, me descapulló: «No, no hay que operarle de fimosis», concluyó solemne.

Desde aquel lejano 1949 he vuelto a Montevideo en muchas ocasiones. Adoro Uruguay. Es un país que me entusiasma. Todavía hoy voy cada dos o tres años y sigo conservando amigos de la infancia. Si alguna vez me pierdo, que me busquen en la República Oriental del Uruguay.

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De Madrid al cielo inglés