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Carolin Philipps

© Del archivo de la autora

Carolin
Philipps

Nació en Baja Sajonia, Alemania, en 1954. Estudió historia e inglés. Escribe libros infantiles y juveniles desde 1989. Sus novelas se centran en problemas sociales que viven los niños y jóvenes hoy en día, y sus personajes principales usualmente son chicos que se salen de las normas convencionales. Sus obras han recibido varios premios y reconocimientos internacionales y han sido traducidas a casi treinta idiomas. En el catálogo del FCE también se encuentra su novela Enigma asiático.

Sólo para Jannis #4YEO / A través del espejo

Primera edición en alemán, 2016
Primera edición en español, 2019
[Primera edición el libro electrónico, 2019]

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Carolin Philipps

Carolin Philipps / Sólo para Jannis #4YEO

traducción de
MARGARITA SANTOS

Fondo de Cultura Económica

ÍNDICE

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

XV

XVI

XVII

XVIII

XIX

XX

contraportada

I

“4YEO! ¡Las hice sólo para tus ojos, Jannis!”

¿Cuántas veces pensé, dije y escribí esto en las últimas semanas? Cada vez un poco más descorazonada, cada vez un poco más desesperada. Hace cuatro semanas todo iba bien en mi vida. Mejor que bien: tenía muchos amigos, muchos planes y, sobre todo, tenía a Jannis. No podía ser más feliz.

Ahora lo he perdido todo. A mis amigos, mis planes, a Jannis y la esperanza de que esta pesadilla acabe algún día.

“¡Puta!”

“¡Perra!”

“¡Sé una zorra una vez y lo serás toda la vida!”

Creo que no queda ni una grosería que no me hayan escupido a la cara, ningún insulto que no me hayan enviado por WhatsApp o Facebook. Mis amigos, desconocidos, el mundo entero: todos se burlaron de mí y me trataron como si fuera basura.

“¡Vaya melones!”

“¿Dónde se reservan tus servicios?”

4YEO! Las fotos las hice sólo para él, para nadie más que para él.

Podría soportar que los demás no me creyeran, pero Jannis me conoce mejor que eso. Debería haberse puesto de mi lado. Lo único que puede reprocharme es que sintiera celos de Jenifer. Al principio me defendí. Luego llegó un momento en que reconocí que todos tenían razón. ¡Soy una zorra, una perra, una puta! Sólo yo tengo la culpa: todo empezó con mis fotos. Si no las hubiera hecho, todo esto no habría pasado.

Pero pasó. Y no importa cuántas veces me arrepienta, no importa lo que haga: no puedo borrarlo del pasado. Me seguirá a todas partes, lo llevaré pegado en la frente hasta que me muera. Tengo catorce años y probablemente tenga que vivir una buena cantidad de ellos más. ¡Me horrorizo sólo de pensarlo!

Además, empujo conmigo al infierno a cualquiera que intente seguir siendo mi amigo.

“¿Qué haces con esa zorra?”, le preguntaban a Tessa, quien hace poco fuera mi mejor amiga. “A lo mejor tú eres igual que ella. ¿También te hiciste fotos? ¡A ver, enséñanoslas!”

Durante los primeros días, Tessa intentó reconfortarme: “Dentro de un año todos se habrán olvidado de esas fotos, ya lo verás”.

Luego dejó de hacerlo. No le reprocho que no siguiera de mi lado. Ahora Samantha es mi única amiga.

¿Debo esperar un año hasta que mis fotos no sean más que un recuerdo lejano? ¿Seré capaz de soportarlo?

Al principio pensé que podría. Pero igual que Tessa renunció a mi amistad, porque ya no lo soportaba más, también yo me rindo ahora.

No soy capaz de esperar un año.

Además, eso no me devolvería a Jannis. A su lado tal vez lo habría conseguido.

Me he convertido en una carga para todos. Para Jannis, para mis papás, para mis amigos… ex amigos, para mi equipo de vela… ex equipo. A cualquiera que me mira le vienen a la mente las fotografías. ¡Malditas fotografías! Desearía no haberlas hecho nunca. Demasiado tarde; existen y existirán para siempre, a menos que…

Durante las últimas semanas deseé a veces poder salir de mi cuerpo, abandonarlo y empezar en otro nuevo desde cero. Es como una cárcel en la que cumplo cadena perpetua sin la esperanza de que me concedan la libertad anticipada por buen comportamiento. Cadena perpetua, a menos que…

Entonces todo acabaría, yo sería libre; por fin libre otra vez.

“Todo tiene solución —me dijo mi papá—. Sólo hay que encontrarla.”

“¿Y si no la encuentro?”, le pregunté.

“Entonces es que no buscaste lo suficiente.”

Tiene razón.

Después de buscar tanto tiempo, ahora la he encontrado.

Mi solución.

¿Habrá alguien que comprenda por qué tuve que elegir este camino y no otro? Probablemente no, pero a mí tampoco me importará ya.

Es una salida de emergencia que sólo se entiende si se conoce el camino que me ha traído hasta aquí.

Habrá otro escándalo, la prensa se volcará sobre él y desenterrará la historia de nuevo. En las entrevistas todos fingirán estar afectados y dirán que no sospechaban en absoluto lo mal que me sentía. Y luego se olvidarán de mí; de mí y de las fotos de mi cuerpo. Como si yo nunca hubiera existido.

Cuántas veces estuve aquí, en el tejado de la escuela, sentada junto a Jannis, o recostada entre sus brazos; sólo nosotros y las estrellas sobre nuestras cabezas. Aquí empezó todo y aquí hoy también terminará…

II

Debía de tener casi siete años cuando vi a Jannis por primera vez. Él ya tenía diez, iba en quinto grado y tuvo que jugar conmigo porque así se lo ordenaron sus papás, que querían hablar con los míos sin que los molestáramos. Eran amigos de la universidad y no se habían visto durante años. Ese día acababan de encontrarse de nuevo en el club de vela.

Al momento, Jannis me pareció simpático, aunque sólo lo fue mientras nuestros papás estuvieron delante. Luego me demostró sin tapujos lo que pensaba sobre tener que jugar con una niña de mi edad: se sentó en el césped con su videojuego, a varios metros de mí, y no volvió a hacerme caso.

A partir de ese instante ya sólo me pareció un idiota. Mi opinión no cambió durante los primeros años, a pesar de que mis papás decidieron volver a encontrarse regularmente con los suyos y recuperar la antigua amistad. Asados en el jardín, fiestas de cumpleaños, vacaciones navegando en el Mar del Norte: pasamos juntos mucho tiempo. La relación se hizo aún más estrecha cuando los papás de Jannis decidieron abandonar la ciudad y mudarse a nuestro pueblo. Mis papás ya le habían dado la espalda al mundo urbano antes de que yo naciera: pensaron que un pueblo en el que todos se conocen sería el mejor lugar para una infancia feliz y despreocupada. Cuando mamá empezó a trabajar de nuevo, yo comencé a pasar las tardes en casa de Jannis después de la escuela. Sus papás habían comprado y restaurado una vieja casa de campo. Su mamá transformó uno de los cobertizos en un taller de cerámica. Después de un tiempo ya vendía con éxito loza, jarrones y extrañas esculturas por internet.

Jannis, con el paso del tiempo, se fue convirtiendo en un hermano mayor que me defendía cuando tenía problemas con otros niños, pero que tampoco deseaba que lo molestara demasiado. Al menos, mientras estuviéramos en tierra, donde en cualquier momento podían aparecer sus amigos y burlarse de él si lo veían con su “mininovia”.

Nuestro pueblo está situado junto a un gran lago. Ésa fue otra razón por la que mis papás decidieron vivir aquí. Les encanta la vela y se pasan navegando cada minuto libre que tienen. Ya me llevaban en su barco cuando yo aún era una bebé, así que fue inevitable que la vela se convirtiera también en mi gran pasión. Pero por más trofeos que se acumulen en mi habitación y por más regatas que gane, nada es tan increíble como la sensación de libertad que experimento cada vez que me deslizo sobre el agua en mi velero.

También Jannis y sus papás asisten al club de vela. Siempre que navegábamos en el lago, Jannis se comportaba muy distinto conmigo. Él fue quien me enseñó la diferencia entre una bordada y una trasluchada, y también practicó conmigo para los exámenes de vela. El entusiasmo por la navegación era un fuerte lazo entre nosotros. Y lo siguió siendo cuando él empezó a jugar baloncesto, mientras que yo participaba en una regata tras otra y ganaba la mayoría.

Cuando entré a la secundaria, Jannis estaba en tercer grado. Ya casi nunca acudía a las reuniones de nuestras familias. Sus amigos le importaban más, lo cual hoy entiendo bien; mejor dicho, entendía, cuando aún tenía amigos.

Jannis era el capitán del equipo de baloncesto de nuestra escuela y todas las chicas de secundaria y preparatoria estaban locas por él. Podría haber conseguido a cualquiera de ellas, pero en su segundo año de prepa se decidió por Jenifer, una chica de su grupo: pelo largo y rubio, estilizadas piernas y representante de sus compañeros de generación.

También los papás de Jenifer compraron una casa de campo hace muchos años, casi enfrente de la de Jannis. La renovaron por completo, tanto, que ya casi no se reconoce que alguna vez la habitó un agricultor. Detrás de la casa hay una enorme alberca de agua climatizada. Allí tienen lugar todos los veranos las populares pool parties a las que cualquier chico de la escuela iría encantado. Con una invitación a una de esas fiestas, eres la envidia de todos.

Me enteré de algunas historias de Jannis y Jenifer por las conversaciones entre mis papás y los suyos. El papá de Jannis decía que eran una pareja de ensueño, que iban perfecto el uno con el otro. En cambio, su mamá opinaba que Jenifer era un poco fría y muy engreída y egoísta.

—Espero que no llegue un día en el que lo lastime dejándolo por otro —mencionó en una reunión.

Ninguno de nosotros sospechaba que sería Jannis quien pondría fin a la relación.

—Pero ¿acaso existe en el mundo una chica que te guste como novia de Jannis? —bromeó mi papá.

—Claro que existe: Lilly. Ella sería perfecta —y me guiñó un ojo. Todos se rieron mientras yo clavaba avergonzada la mirada en el muslo de pollo que descansaba en mi plato. Por fortuna, no sospechaban que mis sentimientos fraternales por Jannis se habían convertido ya hacía tiempo en algo más.

No sé si es posible percibir el momento exacto en que te enamoras de alguien. De repente allí estaba: esa sensación de que quería pasar cada segundo con él, de que el día no tenía ningún sentido si no lo había visto o no había oído su voz.

Creo que nuestra historia empezó una lluviosa tarde de marzo, exactamente hace cinco meses. Aquel día llegué al estacionamiento de bicicletas cuando ya casi todos se habían ido. Yo acababa de salir de la clase de teatro que tenía lugar en el gimnasio de la escuela. El conserje no se veía por ningún lado, así que, en lugar de empujar la bicicleta, como se nos pide, me subí y pedaleé con energía a través del patio de la escuela en dirección a la reja. La nieve se había derretido, pero, claro, no en todas partes: la llanta delantera resbaló sobre el hielo, se me enganchó un pie en esa misma rueda y caí de cabeza contra el suelo.

Aturdida por el golpe, permanecí paralizada durante unos segundos. Ya hacía tiempo que los demás habían desaparecido. Cuando intenté levantarme, se me torció el tobillo. Un dolor punzante me recorrió todo el cuerpo. Me dejé caer de nuevo y busqué mi celular en los bolsillos de la chamarra.

De repente oí unas voces que se acercaban: Jannis en compañía de Jenifer y dos amigos. En cuanto me vio, Jannis corrió hasta mí.

—¿Qué te pasó? ¿Te hiciste daño? —me preguntó asustado.

Negué con la cabeza:

—No es nada. Ya estoy bien —me incorporé y lo miré con una sonrisa tranquilizadora.

—Ven, te llevaremos a casa. Jen tiene su coche cerca. Jen, la llevamos, ¿verdad?

Vi en la expresión de Jenifer que llevarme en su coche era lo último que le apetecía hacer. Sus papás le habían regalado un Mercedes Clase A por su cumpleaños dieciocho. Ahora ella y Jannis venían todas las mañanas en coche a clases, y por las tardes, como ese día, Jenifer lo recogía cuando acababa su entrenamiento de baloncesto.

No quería que Jannis tuviera problemas con su novia, así que me apuré a decir:

—Mejor me quedo aquí sentada un rato, enseguida se me pasa.

Jannis me ayudó a levantarme. Apreté los dientes y cojeé hasta un banco.

—¿Te las arreglarás sola? ¿Segura? —era evidente que no sabía qué hacer.

Yo asentí con la cabeza:

—¡Claro! No te preocupes.

Sentía un dolor terrible en la pierna izquierda, apenas podía apoyarla; pero eso me lo guardé para mí.

Jannis aún dudaba. Me conocía lo bastante bien como para sospechar que no estaba diciendo toda la verdad. A su lado, Jenifer me lanzaba miradas furiosas, como si yo los estuviera reteniendo allí a propósito, y balanceaba impaciente la llave de su coche de un lado a otro.

—Ya lo oyes —dijo—. Se las arreglará sola. ¿Qué estamos esperando? ¡Venga, vámonos! ¡Tengo frío! Y además tenemos un montón de cosas que hacer todavía —se agarró al brazo de Jannis y tiró de él.

Cuando Jannis volteó a mirar una vez más, lo saludé con la mano tan alegre como pude. Esperé hasta que se alejaron y llamé a mi papá desde el celular.

—Me caí de la bicicleta. No puedo apoyar un pie y todo me da vueltas. ¿Puedes venir a recogerme?

Por supuesto, acudió de inmediato. Estaba muy preocupado, pero se enfadó bastante cuando le conté cómo ocurrió el accidente.

—¡Ya sabes que en el patio de la escuela no puedes usar la bicicleta! Hay una razón para esa norma, como quedó claro hoy.

Quiero mucho a mi papá, pero sus eternas conferencias sobre lo que se debe y no se debe hacer ya empiezan a irritarme. Como es profesor de educación física en nuestra escuela y también el subdirector, siempre cuida que se respeten al dedillo todas las normas. También el pobre conserje recibiría al día siguiente un sermón por no haber cubierto el piso con suficientes guijarros. Ya sentía lástima por él.

Sobre Jannis preferí no contarle nada a mi papá. No le perdonaría haberme dejado allí sola. Sin embargo, Jannis no tenía la culpa; yo mentí cuando le dije que estaba bien.

En el hospital me hicieron una radiografía del tobillo: se me había roto el hueso, así que me lo tuvieron que enyesar. Además, me diagnosticaron conmoción cerebral y me ordenaron permanecer una semana acostada en casa.