El Camba, más que como un premio, me cayó como un diagnóstico. Lo supe por cómo lo describe Miguel-Anxo Murado: «Un superficial, un perezoso, un individuo al que no le gustaba escribir y al que no le interesaban las ideas, que podía defender una cosa y la contraria, a veces en el mismo artículo. Como corresponsal en Constantinopla solo mandó un artículo sobre un baño que se dio. Como corresponsal en la Primera Guerra Mundial, cubrió el conflicto desde Suiza, que no participaba».
Yo empecé a hacer columnas solo para retrasar mi despido, aun corriendo el riesgo de que mis jefes supieran que tenían en nómina a un redactor en la isla de Ibiza. Ganar el Camba complicó mi anonimato, y también que tres meses después me llamara una compañera desde Cádiz porque un artículo mío se le había incrustado en el estómago. Cuando se calmó me dijo que acababa de ganar el XXXV Premio Unicaja de Artículos Periodísticos. Desde entonces mi problema dejó de ser que me despidieran y empezó a ser que ya no me quedan más premios que ganar para alimentarme.
El despido es la segunda peor cosa que le puede pasar a un periodista. La primera es no poder escribir por andar haciendo de periodista. Como mis jefes me pidieron que en mis artículos no contara mi vida, tuve que contar la de mi personaje literario en su más cruda realidad. Tratar de evitar su fatal desenlace en la cola del paro me obliga a crear tramas y personajes nuevos que los mantengan enganchados, como en una telenovela.
Al recopilar mis artículos compruebo con estupor que viajo con soltura por Ourense, Pamplona, Santiago, Miami, Madrid e Ibiza como si hubiera vivido en esos sitios, cuando la realidad es que apenas reconozco al individuo del que habla mi memoria en las páginas de El Mundo o de GQ. Recolectar los mejores —es decir, los más humillantes para el autor y en los que queda reflejada mi torpeza como adolescente, estudiante, periodista, novio, exnovio, marido, padre, hijo, nieto, pasajero, contribuyente, paciente, derramador de cenizas y víctima de incendio— no fue nada fácil. Por ello he añadido bastante material inédito que sirve como esos puntos de los pasatiempos infantiles que, al unirlos con el lápiz, dan como resultado una ballena o un payaso.
El titular fue aún más complicado. Yo quería poner «Lapidando a la abuela», pero no he logrado que a ningún lector, editor, tuitero, compañero, familiar o islamista le pareciera una buena idea. Ni siquiera coló que lapidar en la traducción portuguesa significara «pulir o embellecer». Al final ha triunfado por unanimidad lo de Literatura infiel, que es esa en la que nos enamoramos de los personajes con los que podemos pasar noches enteras sin levantar sospechas. También es la de los textos que no escribimos, y la de los que escribimos, pero nadie puede leer; abandonan tu cuerpo como en un exorcismo para pasar al de una libreta, un ordenador endemoniado o un libro maldito que, si lo es lo suficiente, te puede poseer para siempre.
Ibiza, 31 de enero de 2019