DAMIÁN FERNÁNDEZ PEDEMONTE

LA SEGUNDA CONVERSIÓN

En el camino de Emaús

MADRID

© 2020 by Ediciones Logos

© 2020 de la presente edición, by EDICIONES RIALP, S.A.,

Colombia, 63, 28016 Madrid

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ISBN (edición impresa): 978-84-321-5232-0

ISBN (edición digital): 978-84-321-5233-7

Realización ePub: produccioneditorial.com

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

PRIMERA PARTE. EL CAMINO DE JERUSALÉN A EMAÚS

1. DOS DISCÍPULOS IBAN A EMAÚS

Giro en redondo

El camino

2. MIENTRAS CONVERSABAN EL MISMO JESÚS SE ACERCÓ

Conversaciones

Encuentro

Tristeza

Nombre propio

3. NOSOTROS ESPERÁBAMOS QUE FUERA ÉL QUIEN LIBRARA A ISRAEL

Jesús

Crisis

Dones

Pausa

4. YA VAN TRES DÍAS QUE SUCEDIERON ESTAS COSAS

Fe

Confianza

5. LES INTERPRETÓ EN TODAS LAS ESCRITURAS LO QUE SE REFERÍA A ÉL

Mirada de Jesús

Las Escrituras

SEGUNDA PARTE. EL CAMINO DE EMAÚS A JERUSALÉN

6. QUÉDATE CON NOSOTROS

Hospitalidad

Eucaristía

Dejarse querer

Corazón encendido

7. SE PUSIERON EN CAMINO Y REGRESARON A JERUSALÉN

En salida

Predicamos a Cristo Resucitado

8. CONTARON LO QUE LES HABÍA PASADO EN EL CAMINO

El camino de regreso

De los logros a los frutos

Nuevas conversaciones

AUTOR

PRIMERA PARTE

EL CAMINO DE JERUSALÉN A EMAÚS

1. DOS DISCÍPULOS IBAN A EMAÚS

GIRO EN REDONDO

Ese mismo día, dos de los discípulos iban a un pequeño pueblo llamado Emaús, situado a unos diez kilómetros de Jerusalén. En el camino hablaban sobre lo que había ocurrido.

¿Para quiénes escribo? ¿Quiénes son los destinatarios de La segunda conversión? Antes de contestar a esta pregunta debo adelantar algo del argumento. Trata de lo que en espiritualidad suele llamarse la segunda conversión. Santa Teresa de Ávila ya tenía más de cuarenta años —y varios de ellos en el convento— cuando una imagen de Jesús crucificado la removió y la llevó a abandonar una vida monástica colmada paradójicamente de vanidad, de recepciones y conversaciones frívolas en el mismo monasterio: lo que hoy el Papa Francisco llamaría mundanidad espiritual. Las vidas de san Francisco de Asís y de san Ignacio de Loyola tienen también esos golpes de timón por medio de los cuales el Señor los lleva desde un camino de vida de caballeros a otro de hombres santos. Santa Teresa de Calcuta descubrió su misión de fundadora ya dentro de la entrega a la vocación religiosa.

El pasaje del evangelio de san Lucas sobre los discípulos de Emaús es como una parábola viviente. Otros pasajes de la vida de Jesús tienen esa característica: el Señor maldice una higuera por no tener el fruto que busca en ella, de camino a Jerusalén. Al regresar, los discípulos advierten que el árbol se ha secado. ¿Por qué el encuentro de los discípulos con el Señor en el camino de Emaús es una parábola viviente? Todo sucede en una tarde, en unas pocas horas, las que lleve recorrer a pie los diez kilómetros o un poco más que separarían Jerusalén de Emaús. En ese lapso los acontecimientos se suceden con necesidad como en un relato o como si estuvieran siendo representados para nosotros en una obra de teatro. Es un relato, y como tal lo voy a comentar etapa por etapa. No solo son relatos los cuentos o las novelas: las vidas contienen tramas que se pueden volcar en un relato. Hay momentos decisivos, puntos de giro, clímax, en las vidas. El encuentro con el Señor, que se da en toda vida y, sobre todo, el reencuentro más definitivo aún, pertenece a ese tipo de momentos.

Ahora sí puedo aventurar para quién escribo. Me dirijo sobre todo a los que ya son cristianos, personas incluso con un compromiso con la vida de fe. Me gustaría que este libro llegara a manos de sacerdotes y personas dedicadas a actividades apostólicas de la Iglesia. También a esposos que quisieran formar una familia cristiana. A todos los que están empeñados en ayudar a los demás, en ocuparse de los más débiles. A los buenos. Es decir, un grupo muy amplio de personas. Pero este libro les puede resultar de mayor utilidad si se encuentran cansados, aburridos, deprimidos de tanto trabajar por el Señor sin ver muchos frutos, de encontrarse una y otra vez con la cruz personal sin aprender del todo a lidiar con ella: la enfermedad, la muerte del ser querido, el fracaso del propio proyecto, los pecados y la culpa, la constatación de la propia mediocridad.

Es la temática de la crisis de la mitad de la vida. Es, más ampliamente, la temática de la crisis espiritual. Hay crisis estruendosas y crisis silenciosas, años de desencanto con la tarea emprendida con tanta ilusión en el pasado. La evangelización, el acompañamiento espiritual, la formación, la educación, el cuidado de enfermos y ancianos, la labor social, la atención de grupos vulnerables, las obras de misericordia, la difusión de la doctrina de la Iglesia, la defensa de la vida, la edificación de la familia y la educación de los hijos, la promoción humana, el desarrollo de emprendimientos cristianos y la ayuda a la Iglesia con el propio trabajo, etc., etc. Como el Señor nos adelantó, llega un momento en el que todo proyecto, también —y sobre todo— el de carácter espiritual, se encuentra con la cruz. Una cruz que es la misma resistencia de nuestra naturaleza caída y la de los hombres y mujeres para los que trabajamos, y que se da a diario en forma de bajones, incomprensiones, problemas en la convivencia: «El que no tome su cruz cada día y me siga no puede ser mi discípulo» (Jn 14, 27).

Ese mismo desgaste por goteo un día puede llevar al hartazgo, al hastío. Se trata de un cansancio no del cuerpo sino del alma, mucho más difícil de sacárselo de encima que el físico. Le vemos, entonces, la cara a la tentación con una fiereza que no le conocíamos. Tentación de abandonar la vocación, aunque se lleven décadas viviéndola. Escándalo por la deserción de los amigos, aquellos con más condiciones que nosotros, sobre todo cuando la salida viene acompañada de conductas poco leales y poco éticas de esas personas que eran para nosotros ejemplares. También una sensación de soledad, de incomprensión profunda, a pesar de estar rodeado de una familia o una comunidad, a pesar de que el Señor se ha servido de nosotros para llegar a muchas personas que nos necesitan y nos quieren. Un sentirse desbordado por la dificultad de vivir con delicadeza la moral matrimonial, por las diferencias de criterio con el cónyuge y otros familiares próximos sobre cuestiones que consideramos importantes en nuestra vida de fe, por la rebelión de los hijos adolescentes contra los valores cristianos sobre los que edificamos el hogar, la desgastante tarea de formar en un entorno hostil a los principios de la Iglesia. Las diferencias de opinión con nuestro guía dentro de la Iglesia, un director espiritual o una autoridad de la institución a la que pertenecemos: desedificación, autoritarismo, señalamientos que nos humillan profundamente, actitudes que nos parece que van contra el sentido común.

Los anteriores son solo ejemplos; cada uno puede agregar muchos otros que ha experimentado en su propia vida, o vicariamente en la vida de los demás. La crisis puede irrumpir cuando llega la cruz inesperada que nos saca de golpe de la rutina, del cumplimiento abnegado del deber diario. Un despido de un trabajo, un tiempo prolongado de estrechez económica, el doloroso cuidado de padres enfermos, la muerte del ser más querido, una enfermedad seria, la convivencia con miembros de la familia de difícil trato, a veces con problemas psiquiátricos. Otras veces no hay un único detonante, sino que al volver la vista atrás o al compararnos con colegas o amigos, advertimos que ya llevamos mucho tiempo y se nos ha acabado la energía para seguir contra la corriente, a contrapelo.

La frecuencia con que se presentan estas dificultades en la vida de los buenos cristianos, y la sorpresa con que muchos de ellos las enfrentan, son la razón de estas páginas. Un filósofo español ha dicho que la vida es aquello que ocurre una vez que nuestros planes se han desbaratado. Quizás sea una exageración, pero me gustaría ya desde el principio proponer que los miedos, las inseguridades, las dudas y la sequedad son la materia misma con la que tenemos que construir la santidad. O, mejor dicho, es el barro del que se vale el Señor para esculpir Él su imagen en nosotros. No es otro el fin de cualquier vocación cristiana: la santidad. Y la santidad es, como nos han enseñado los santos, la imitación de Cristo, el intento de llegar a ser otro Cristo. Probablemente el Cristo más próximo que encuentren nuestros familiares, colegas y amigos. Una vez que se ha marchado de regreso al Cielo, Jesús quiere permanecer en nosotros, seguir encarnado en cada cristiano, para hacerse contemporáneo de cada nueva generación. Para eso Él sigue al lado nuestro en la Iglesia, continuación del Evangelio.

Puede parecer este planteamiento de entrada algo pesimista. Se trataría de conformarse con las crisis, acostumbrarse a los motivos de desilusión. Es decir, resignarse a una vida sin alegría y entusiasmo. De ninguna manera. Las crisis sonoras o sordas, grandes o chicas, frecuentes o aisladas pueden ser una oportunidad para mirar como desde arriba nuestro camino. Un momento para disminuir la velocidad, mirar el GPS con atención y volver a la ruta con decisión, con más certeza y claridad sobre la dirección y el destino. Luego de la llamada de Dios, del discernimiento de nuestra vocación, del momento inicial en el que salimos en carrera persiguiendo nuestra misión en la tierra, al menos una vez necesitamos de un golpe de timón, de una segunda conversión. Una vocación dentro de la vocación.

EL CAMINO

Frecuentemente lo que necesitamos son pequeñas correcciones del rumbo. Tantas veces como el marino que mira la brújula para ajustar la dirección, no vaya a ser que no llegue a destino por la suma de imperceptibles pero reiterados desvíos. La vida es un viaje por un camino azaroso. La del camino es una de las imágenes más empleadas en la literatura universal para representar el curso de una vida. En el origen mismo de la literatura occidental, en la Grecia del siglo VIII antes de Cristo, Homero diseña en la Odisea el periplo del héroe. Es la matriz de todos los relatos posteriores. Cuenta el regreso de un héroe de la guerra de Troya, Ulises, al hogar paterno, en donde lo esperan su mujer Penélope y su hijo Telémaco. Ese viaje está marcado por amenazas y tentaciones que lo demoran, y prueban al héroe. Su mismo regreso a la Ítaca natal constituye una prueba. Ingresa disfrazado de mendigo y solo es descubierto por su nodriza, quien le reconoce una herida de infancia en la pierna. La Odisea, como relato inaugural, es un arquetipo de la condición humana: una suerte de antropología por vía narrativa. Así, un antropólogo ha visto, en el hecho de que la nodriza reconoce a Ulises por su herida, una señal de que a los héroes se los reconoce por la parte rota. Sin punto débil no hay heroísmo.

Aquiles, a su vez, de niño fue casi íntegramente sumergido en las aguas del Egeo que, al empaparlo, lo transformaron en invulnerable. Pero el talón desde el que se lo sostenía al bañarlo permaneció seco, y por tanto vulnerable. Es el famoso talón de Aquiles, sin el cual el héroe sería un dios, pero no un héroe. Se nos pide un heroísmo que solo es posible desarrollar desde la aceptación de nuestra vulnerabilidad. No es careciendo de miedos, vacilaciones y desasosiegos que se deviene santo, sino justamente sobreponiéndonos a nuestras limitaciones, con la lucha y, sobre todo, con la gracia de Dios.

Otros muchos textos clásicos toman la imagen del camino: son relatos de viaje. El poema del Mio Cid, la Divina Comedia, Don Quijote de la Mancha. Se ha designado como historias de camino (road stories) a las novelas y películas que consisten en una travesía. La imagen, como el mito, es maleable, y se va cargando de diversos mensajes con el tiempo. En el siglo XX, desde la época de los beatniks en Estados Unidos, varias veces el camino carece de sentido, tanto en la acepción de “dirección” como en la acepción de significado. Son caminos laberínticos o caprichosos, posmodernos, más pensados para perderse en ellos que para llegar a algún lugar.

Las diversas concepciones del camino generan diversos tipos de caminantes. El caminante típico de la era cristiana es el peregrino. La peregrinación combina un aspecto penitencial y otro festivo. El peregrino tiene una meta clara que cuesta, pero da alegría alcanzar. Se avanza acompañado por un grupo con el que se comparte el sentido: todos sabemos qué hacemos en este camino. En la posmodernidad ha proliferado, más bien, la figura del nómada. El que vaga de aquí para allá solo o temporalmente acompañado por desconocidos. No hay meta, ni centro, ni progreso en ese deambular sin sentido. La imagen del camino está muy presente en la literatura religiosa, particularmente en la Biblia. Abraham abandona su tierra y se aventura en lo desconocido por fe en la voz de Dios que se lo manda. Así como Jesús dirá: «Mi alimento es hacer la voluntad de mi Padre», Abraham podría decir que su patria fue la obediencia a Dios. Ningún pasaje más claro que el temible del sacrificio de su hijo Isaac, que el ángel de Dios detiene cuando está a punto de concretarse. Con Moisés el pueblo elegido se pone en camino por el desierto una vez que deja atrás su cautiverio en Egipto y atraviesa el Mar Rojo. Es un camino largo hasta la tierra prometida, que incluye las conversaciones cara a cara de Moisés con el Señor, la entrega de las tablas de la ley, el suministro del maná como alimento, las infidelidades e idolatrías de los judíos, los castigos y la cura de ellos. Esta etapa central de la historia de la salvación contiene en ciernes toda la historia de la salvación. Varios elementos son figura de lo que Jesús revelará en los Evangelios: la ley y la nueva ley, la Eucaristía, la redención completa y sobreabundante que nos ganó el Señor muriendo por nosotros en la Cruz. La del camino es la idea sobre la que se asienta la convocatoria del papa Francisco, a toda la Iglesia, a salir de la autorreferencialidad y convertirse en una “Iglesia en salida”: una Iglesia que sale de sí para predicar el Evangelio. Un “dinamismo de salida” que atañe a todos los cristianos, convocados a recorrer el trecho que va de uno mismo a los demás, llegando a las periferias materiales y espirituales.

«Yo soy el Camino», dijo Jesús. En el Evangelio de san Juan también se llama a sí mismo: “Pan de Vida”, “Puerta”, “Luz”, “Verdad” y Vida”. Jesús se revela a sí mismo: Él es el contenido de su Revelación. Él es la Torah del cristiano, la nueva alianza, la bienaventuranza. Jesús vino a predicar el reino de los cielos, un reino que ya se inicia en la tierra: «El reino de los cielos está dentro de vosotros» (Lc 17, 20). Pero no solo vino a predicarlo, sino a vivirlo; Jesús es el Dios encarnado, encarna la vida de Dios: nos muestra a los hombres el camino para vivir vida divina. San Pablo y los primeros cristianos llamaron Camino al cristianismo inicial, a la Iglesia primitiva. Así aparece mencionada varias veces en los Hechos de los Apóstoles, por ejemplo. También los autores espirituales han recurrido muchas veces a esta imagen del camino: desde san Agustín hasta santa Teresita de Lisieux. San Josemaría Escrivá llamó Camino a su primera obra, ya un clásico de espiritualidad. También llamaba camino a la vocación cristiana.

El pasaje de los discípulos de Emaús (Lc 24, 13-25) que nos va a servir de inspiración, de fuente para la meditación es, como dije, un relato —como nuestra vida— y un relato de camino. Como sucede en esos relatos, comienza in media res, es decir, como si ya hubiese empezado antes de que san Lucas nos narre esta breve y rica historia. Estos discípulos regresan a su pueblito el domingo de la Resurrección. Lo sabemos porque mencionan que ya pasaron tres días desde la muerte del Señor en la Cruz y que unas mujeres y otros discípulos como ellos fueron al sepulcro y lo encontraron vacío. Leamos el pasaje completo una vez. Hasta que el Señor les explica el significado de su Pasión se los describe tristes, decepcionados, como malhumorados por la situación, sin fe en la Resurrección, al punto que pasado el fin de semana han decidido volverse a su pueblo.

Así como la literatura y la literatura espiritual, la antropología se ha ocupado también de la caminata como actividad que ayuda al hombre a centrarse. Así, por ejemplo, Le Bretón, basándose en el testimonio de intelectuales caminadores, afirma, entre otras cosas, que la caminata es un acto de resistencia a las presiones de velocidad y de productividad en las que estamos inmersos. La caminata privilegia la lentitud, la disponibilidad, la conversación, el silencio, la curiosidad, la amistad. La caminata es una ocupación plena del tiempo. Es una apertura al mundo que invita a la humildad y a la percepción ávida del instante. No hay un solo modo de caminar, porque la caminata enseña a encontrar el ritmo que conviene a cada uno. Es verdad: el caminante no ve sino lo que ya estaba en él, pero le hacían falta esas condiciones de disponibilidad para abrir los ojos.

Antes de entrar en el camino de los discípulos de Emaús, y de su giro en redondo, veamos un poco más de la enseñanza antropológica de la caminata en general. Por un lado, el caminante no sabe lo que le depara el camino; sigue un sendero, pero también lo demarca, lo traza allí donde no había camino aún. Como dice Antonio Machado, en poesía conocida por la musicalización de Joan Manuel Serrat: «Se hace camino al andar». Como debajo de un lápiz o de un pincel, el sendero nace de los pies del caminante. El peregrino no se preocupa tanto por acceder al término del viaje como de suscitar en él una metamorfosis interior. Cambiamos el camino y el camino nos cambia. Sólo nos hacemos caminantes cuando caminamos. Y ser caminante es, ante todo, una actitud interior. Lo típico de la caminata larga y cansada es reemprender. La caminata es un volver a empezar.

Cuando nos decidimos por un camino —una profesión, una vocación religiosa, una mujer o un marido— no sabíamos lo que ese camino nos deparaba. Conocíamos lo necesario para que esa decisión primera fuera libre y querida. Dice Chesterton que la promesa es una cita con uno mismo en el futuro. El compromiso, el decir “mañana seguiré contigo”, exigido por cualquier contrato, acuerdo, palabra empeñada, aun en asunto humano, produce vértigo a los jóvenes. Es imposible reunir todas las seguridades sobre lo que encontraremos en el futuro en este camino como para poder dar un paso ahora. Esa exigencia de seguridad es contraria a la naturaleza humana y a la libertad. La libertad vivida es siempre una apuesta, cerrar algunas posibilidades para transformar una de ellas en realidad. La libertad como disponibilidad de todos los futuros es meramente teórica, termina en parálisis.

Esto es aun más así en la vocación espiritual, en donde Dios deja siempre la puerta abierta, se comunica de manera misteriosa y amorosa, nunca imponiéndose ni dejando en nosotros una certeza física que haga imposible o gravemente culpable el no seguimiento. Se ve claro en el episodio del Evangelio del joven rico: lo mandatario es el cumplimiento de los mandamientos, pero «si quieres ser perfecto», sugiere Jesús, «ve, vende cuanto tienes y sígueme». Es un consejo, una superior prueba de amor, no una exigencia taxativa. Cuánto más si la voz del Señor nos llega a través de la predicación, de la lectura y la oración, de la conversación con el consejero espiritual y, sobre todo, del impacto que produce en nuestra vida abierta a la manifestación de Dios el ejemplo de los santos de ayer y de hoy, la vida de los cristianos jugados por amor, aun con sus dificultades y defectos. La entrega a Dios se apoya casi siempre en un momento de introspección en el que pasamos a leer algún pasaje del Evangelio o de una vida de santos en sentido literal, preguntándonos: “Y yo, ¿por qué no?”. Efectivamente, los santos estuvieron antes que nosotros en la misma situación que nosotros y respondieron con generosidad a la amorosa sugerencia del Señor.

El día de la Resurrección del Señor, en el que sucedieron tantas cosas y Jesús estuvo tan activo como en los días más movidos de su predicación, estos discípulos vuelven la cara atrás. Antes el Señor había advertido: «Nadie que después de poner la mano en el arado mira atrás es apto para el reino de los cielos» (Lc 9, 62). La Biblia está llena de advertencias contra el desandar el camino, darse la vuelta y huir. Un episodio muy gráfico lo recuerda el Señor cuando, hablando del juicio de Dios sobre la generación de sus oyentes, señala: «Acuérdense de la mujer de Lot» (Lc 17, 32). Se refiere al pasaje del Génesis en el que Dios salva a Lot y a su mujer del castigo a la ciudad de Sodoma, contaminada por el pecado, pero les advierte que no miren para atrás. La mujer de Lot desobedece la orden de Dios y queda convertida en estatua de sal. En el caso de los discípulos de Emaús, el Señor no permite que abandonen el camino, los intercepta en el tramo de vuelta, antes de que lleguen al destino de la derrota.

La presentación que hace el Evangelio de los protagonistas del pasaje es muy escueta: dos de los discípulos. No son apóstoles, sino discípulos, del segundo círculo de íntimos del Señor. Probablemente fueron a predicar de dos en dos, fueron testigos de milagros. Evidentemente si llegaron a ser testigos de la Pasión no son de los que se fueron cuando el señor reveló la Eucaristía en Cafarnaúm. Como veremos, esta presumible fe en la Eucaristía resultará muy importante en su reconversión. Y aguantaron en Jerusalén desde el viernes al domingo, en contacto con los apóstoles. El ser discípulos es anterior a cualquier otra especificación. Suponemos que son de Emaús porque es ahí donde regresan, pero puede ser también una localización temporaria. De hecho, entran ambos en la misma casa sin ser de la misma familia; bien podría ser esta morada como una pensión. Fuera de ese no hay otros datos: edad, ocupación.

La vocación nos precede. Hay acciones que están por delante de nuestras aptitudes. Decía Aristóteles que, a veces, para saber lo que hay que hacer hay que hacer lo que se quiere saber. “Se hace camino al andar”. La vocación tiene mucho de audacia. Nunca somos la persona indicada para seguirla, siempre es otro el que estaría en mejores condiciones de hacer lo que intuimos que Dios nos pide. Solo se adquieren las condiciones que requiere la propia vocación intentando vivirla, manteniéndose en el camino. En cuanto hayamos avanzado un trecho importante por él, advertiremos que nos hemos transformado en el caminante adecuado.

Los discípulos de Emaús ya son discípulos cuando el evangelista nos los presenta en este relato in media res. Ya están caminando y conversando frente a nosotros cuando empezamos a leer el pasaje. Como los lectores de este libro cuando les llegue a sus manos. En el camino hablaban sobre lo que había ocurrido. Lo hacen en un tono triste, de añoranza de las promesas del pasado y desesperanza sobre el futuro. Están volviendo sobre sus pasos, pero no en un giro en redondo para retomar el camino, para reemprenderlo con más brío. Eso va a suceder en la segunda parte del relato —y en la segunda parte de este libro—. Ahora, sencillamente huyen, regresan a su pequeño mundo, renuncian a las aspiraciones gigantes entrevistas en el mensaje de Jesús de Nazaret: imitar a ese Hombre como no hubo ni habrá otro en la historia de la humanidad, conquistar el reino de los cielos que ya está entre nosotros, transformar el mundo. En vez de eso, se vuelven tristes a su pequeña aldea.