I SPELBRINK Y LA CASA PRIMORDIAL

En junio de 1931 un joven filólogo alemán llamado Walther Spelbrink desembarcaba, junto a los demás pasajeros procedentes de Barcelona, en el puerto de Ibiza. Era su primer viaje a las Baleares y, para sorpresa de los curiosos ibicencos, que tenían por entonces la costumbre de recibir a pie de escalerilla a los nuevos visitantes, se expresaba en perfecto catalán, el idioma que, como estudiante de lenguas románicas, había escogido para su especialización en la Universidad de Hamburgo.

Había pocos extranjeros en la isla en 1931, tan pocos que la comunidad local conocía bien cómo se llamaban todos y cada uno de ellos, de dónde venían, en qué hostales o casas particulares se alojaban, e incluso –siempre más o menos– qué habían venido a hacer. Un tema de conversación y discusión habitual en aquella época, en los bares y en las tertulias domésticas de la ciudad, giraba precisamente en torno al «primer» extranjero que había llegado a la isla. Nunca había acuerdo y no podía esperarse que lo hubiera, pero el tema daba pie a divertidas anécdotas, siempre relacionadas con los pequeños problemas con los que, sin duda, todos los extranjeros –y no solamente el primero– solían encontrarse en un lugar tan remoto y exótico como era la isla de Ibiza de aquel tiempo.

Al carácter reservado y un tanto esquivo, pero también irónico –a menudo, incluso sarcástico– de los isleños parecían convenirle las idas y venidas de aquellos contados forasteros, sus dificultades idiomáticas, sus gestos de sorpresa ante la ausencia total de cualquier tipo de confort, así como de cualquier otro signo material de progreso. Ibiza era una isla pobre –la más pobre de las Baleares–, pero esto significaba también, para el visitante, que la estancia allí resultaba muy económica. Y puede decirse que, en muchos de los casos, los extranjeros que desembarcaban en la isla por aquel tiempo lo hacían precisamente atraídos por aquella misma circunstancia. Después, para su sorpresa, acabarían descubriendo un mundo ciertamente insólito y fascinante, que conseguiría incluso, también en numerosos casos, marcar sus vidas de forma inesperada. Cuando sólo diez meses después de la llegada de Spelbrink, Walter Benjamin tomó la decisión de viajar también a Ibiza, en abril de 1932, lo hizo condicionado por la posibilidad de instalarse allí y de organizar su vida, durante una temporada, sobre lo que él mismo definirá como «un mínimo europeo de supervivencia (entre aproximadamente 60 y 70 marcos al mes)»4.

El viaje de Walther Spelbrink tenía, sin embargo, un objetivo intelectual muy concreto: realizar un estudio lexicográfico de la vivienda tradicional ibicenca. Formado en la corriente conceptual y metodológica de «palabras y cosas», discípulo del romanista y sacerdote catalán Antoni Griera, el joven Spelbrink dedicó su estancia en la isla a la investigación lingüística y etnológica, con el fin de presentar una tesis para su doctorado en Hamburgo. Resultaba que Ibiza no era solamente una isla pobre, sino que también parecía haber sido olvidada –y esto sorprendía aún más a los viajeros– por el curso y los acontecimientos de la Historia. El propio Benjamin reparó en ello nada más llegar, y en la primera carta que envió desde la isla –a su amigo Gershom Scholem, el 22 de abril de 1932–, la describió de esta manera: «Se entiende de suyo, por todo ello, que la isla se encuentra al margen de los movimientos del mundo, incluso de la civilización, y que sea preciso también renunciar a todo tipo de comodidades»5.

Precisamente esta situación de olvido secular –como si Ibiza hubiera desaparecido durante algunos siglos, tal y como desaparecen y vuelven a aparecer algunas islas en ciertas leyendas populares– atrajo también, por aquellos mismos años, a no pocos investigadores, que descubrieron terrenos completamente vírgenes y, por lo tanto, susceptibles de ser observados y estudiados por ellos por primera vez con fundamentos científicos. Zoólogos centroeuropeos, como Wilhelm Schreitmüller y Otto Koeller, recorrieron la isla entre 1928 y 1932. El arqueólogo Adolph Schulten, que ya había estado en Ibiza en 1920, regresó a principios de los años treinta, atraído por la riqueza del mundo púnico. No faltaron tampoco los fotógrafos con propósitos etnográficos, como José Ortiz Echagüe6. Pero fue la arquitectura tradicional lo que atrajo a un mayor número de visitantes y estudiosos. Los jóvenes arquitectos del GATCPAC (Grupo de Arquitectos y Técnicos Catalanes para el Progreso de la Arquitectura Contempóranea) empezaron a visitar la isla a partir de 1932.

Hasta entonces, Ibiza había sido contemplada y descrita, un poco a la manera romántica, por viajeros un tanto pintorescos, como el francés Gaston Vuillier o la inglesa Margaret D’Este; por funcionarios temporales, como el valenciano Víctor Navarro; o por escritores y pintores de renombre, como Vicente Blasco Ibáñez y Santiago Rusiñol. Antes que todos ellos, lo hizo el Archiduque Luis Salvador de Austria, en su libro Las Antiguas Pitiusas, el primero de una larga serie titulada Las Baleares por la palabra y el grabado, publicado en Leipzig, en 18697. Benjamin anotó este último título en su diario ibicenco de 19328, cuando alguien le habló de su existencia, y un año más tarde, en julio de 1933, durante un rápido viaje a Mallorca –desde Ibiza, para conseguir un nuevo pasaporte en el Consulado alemán–, visitó la casa en la que el Archiduque había pasado largas temporadas.


Walther Spelbrink estuvo todo el verano de 1931 en Ibiza y regresó a Hamburgo en el mes de octubre. Durante aquellos cinco meses, el joven filólogo recorrió toda la isla, se internó por los parajes más ocultos, visitó y fotografió numerosas casas, conversó con sus habitantes. Su trabajo exigía cierta paciencia y mucha habilidad para ganarse la confianza de los campesinos, pues necesitaba entrar en las casas y preguntar el nombre de todo lo que allí veía: objetos, muebles, detalles arquitectónicos, instrumentos de trabajo, utensilios de todo tipo –algunos de los cuales, con toda seguridad, no los había visto nunca en ninguna parte. Aquellos campesinos continuaban viviendo de la misma forma y con las mismas costumbres que sus antepasados, y sin que entre ellos se hubiera dado el menor indicio de interrupción para la novedad. Las mismas casas eran ejemplos vivos de una tradición ininterrumpida secularmente y, aunque Spelbrink no sabía gran cosa de arquitectura, ensayó una denominación para referirse a ellas: «la casa bereber».

Casi todos los días, al atardecer, después de una larga y, sobre todo, calurosa jornada de trabajo caminando de un sitio para otro y tomando notas, iba a visitar al canónigo e investigador local Isidoro Macabich, a quien se había presentado, nada más llegar, con una carta de recomendación del también sacerdote Antoni Griera. Con Macabich conversaba sobre el tema de su estudio y recibía de él consejos importantes9. Spelbrink visitó todos los núcleos poblacionales de la isla –también los de Formentera–, pero, en aquella época, esos núcleos no constaban más que de una iglesia, un par de bares y unas pocas casas. La población se encontraba diseminada en el campo, en fincas nunca demasiado extensas.

En aquellas «fincas» –una palabra que Benjamin siempre escribirá en castellano– se cumplían todas las exigencias de una vida basada en un proceso arcaico y autosuficiente de subsistencia. Nada parecía sorprender más a los extranjeros que el número y la variedad de actividades domésticas a las que el campesino ibicenco tenía que hacer frente él solo: tareas agrícolas y ganaderas sobre todo, pero también elaboraba su propio pan y su propio vino, cortaba leña y hacía carbón, era cazador, albañil, carretero… Y tenía un espacio para cada cosa, y cada espacio y cada cosa tenían un nombre particular. La casa era el mundo. Spelbrink fue descubriendo todo aquel mundo lleno de nombres, un mundo más complejo de lo que él hubiera podido imaginar antes de su llegada, un mundo en el que, además, el tiempo parecía haberse detenido.


La isla de Ibiza, tal y como aparece descrita en la guía turística10 que debió de utilizar Spelbrink, publicada en 1929, tiene «la figura de un paralelogramo, tendido en la dirección de Nordeste a Sudoeste, cuya mayor extensión es de 41 km. por 20 de anchura máxima, y una superficie de 572 km. cuadrados. La isla de Ibiza, situada frente al golfo de Valencia, dista de las costas valencianas 52 millas; 45, de las de Mallorca; 140, de las de Barcelona, y 138, de las de África. Las distancias de puerto a puerto son: 98 millas del de Valencia; 70, del de Palma, y 160, del de Barcelona. Mallorca dista 34 millas de Menorca, que es la isla más oriental de las Baleares».

«Atraviesan la isla de Ibiza –continúa describiendo la misma guía– dos cordilleras de montañas, cuya mayor altura, en la Atalaya de San José, es de 475 metros sobre el nivel del mar. Su población es de unos treinta mil habitantes. Además de la isla de Formentera, tiene Ibiza varios islotes adyacentes. Los principales son: el Espalmador, habitado por una sola familia y lugar predilecto de los aficionados a la pesca, y el Espardell, entre Ibiza y Formentera; la Conillera, con un faro, frente al puerto de San Antonio; Tagomago, con otro faro, al Nordeste, y el Vedrá al Sudoeste.

»El clima –que no consiente animales ponzoñosos– es sumamente benigno, pues el termómetro se mantiene entre los 12 y 13 grados en invierno, y no pasa de los 30 en verano. Éstas y otras causas favorecen la longevidad, sobre todo en Formentera, donde es mayor que en toda España y buena parte del extranjero.»

La guía anuncia también que «para ir desde el continente europeo a Ibiza, el viajero puede embarcarse los domingos, a las doce de la mañana, en Alicante; los miércoles, a la misma hora, en Valencia, y los martes, a las cinco de la tarde, en Barcelona, a bordo de los buques de la Trasmediterránea».


Por aquellos mismos días en los que Spelbrink recorría la isla de Ibiza en busca de casas y de nombres, Walter Benjamin atravesaba uno de los periodos más críticos de su vida, sin sospechar que sólo unos meses después iba a recorrer él mismo, con un entusiasmo poco común, aquellos remotísimos caminos insulares. Angustiado y deprimido, intentaba rehacerse, en primer lugar, del turbulento proceso de casi un año de duración en el que había desembocado su divorcio en 1930 de Dora Keller, con quien hacía quince años que se había casado –aunque ya llevaban separados más de diez– y con la que había tenido, en 1918, a su único hijo, Stefan Rafael.

En aquel mismo principio del verano de 1931, seguramente con el fin de poder escapar de su propia crisis, decidió hacer un viaje a Francia. Visitó Sanary, Juan-les-Pins, Saint Paul de Vence, Le Lavandou, Marsella y, finalmente, también París. En este viaje tuvo la oportunidad de encontrarse con algunos de sus amigos, entre ellos los escritores Bertolt Brecht y Wilhelm Speyer, con quienes mantuvo largas y provechosas conversaciones literarias, recogidas en uno de sus diarios de aquellos tiempos.

Sin embargo, también por aquellas mismas fechas, Benjamin escribió, por primera vez, acerca de la posibilidad de quitarse la vida, un propósito que ya no le abandonará nunca: «Incapaz de emprender nada –escribe el 12 de agosto– me quedaba tumbado en el sofá y leía. A menudo me sumía al final de las páginas en una ausencia tan profunda que olvidaba pasar las hojas; casi siempre con la mente ocupada en mi plan: que si es inevitable, que si es mejor llevarlo a cabo aquí o en el estudio o en el hotel, etcétera»11.

Acababa de cumplir, el 15 de julio, treinta y nueve años, y se sentía, según sus propias palabras, «cansado de luchar». Proyectaba entonces, aunque sin demasiada convicción, la publicación de sus ensayos literarios en un solo volumen, en la misma editorial –Rowohlt– que había publicado, en 1928, dos de sus libros: Dirección única y El origen del drama barroco alemán12. Muy pronto, sin embargo, iba a recuperar parte de la ilusión perdida, gracias a un proyecto literario diferente: la crónica de su infancia y juventud, una crónica asociada a un espacio concreto: la ciudad de Berlín. Este proyecto le iba a permitir, en primer lugar, elaborar la historia de su relación sentimental con su propia ciudad, pero, en segundo lugar, iba a otorgarle los instrumentos necesarios para realizar un ejercicio de «excavación», es decir, un esfuerzo memorístico para llegar a las mismas fuentes de su personalidad.

¿Resultó ser este trabajo, apenas iniciado en Berlín y escrito casi íntegramente en Ibiza, la «salida» que, por aquellos días, con tanto afán buscaba para su crisis personal? Lo cierto es que, en la recuperación de su infancia a través de la palabra, Benjamin estuvo ocupado casi dos años, entre principios de 1932 y finales de 1933, primero con «Crónica de Berlín» y poco después con Infancia en Berlín hacia 1900, dos libros estrechamente vinculados, pues, a Ibiza y a su mundo arcaico: precisamente en una de aquellas peculiares viviendas rurales terminó de escribir el primero de ellos13.


Nada causaba tanto impacto en el viajero que llegaba por primera vez a la isla de Ibiza como su arquitectura rural. La vivienda tradicional ibicenca es una construcción compacta y cerrada, con pocos y pequeños huecos, organizada alrededor de una cámara principal de planta rectangular llamada porxo. La forman cuerpos cúbicos independientes con techos individualizados y planos. Es, según ha sido definida, «la reproducción, a través del tiempo, de un número limitado de soluciones, mejoradas por la experiencia secular de un ecosistema al mismo tiempo adaptado y perfeccionado, pero sobre todo respetado. Es la perfecta simbiosis entre modo de producción y recursos»14. Mientras Walther Spelbrink realizaba su trabajo de lexicografía doméstica, el arquitecto español Germán Rodríguez Arias, que había conocido la isla en 1928, preparaba un pequeño artículo titulado «Ibiza, la isla que no necesita renovación arquitectónica», que acabó siendo fundamental, pues abrió el camino definitivo para la investigación.

El artículo de Rodríguez Arias, que en realidad no era más que una muestra de ocho fotografías, acompañadas de brevísimos comentarios, apareció publicado en 1932, en la revista A.C., la publicación portavoz del GATCPAC. Las fotografías resaltaban notablemente las características racionalistas y funcionales de las viviendas ibicencas y, por tanto, trataban de ofrecer pistas –el título del artículo es muy ilustrativo– a otros jóvenes arquitectos del grupo –Josep Lluís Sert, Josep Torres Clavé y Sixte Illescas entre ellos–, pues mostraban una tradición insólita para los postulados modernos que éstos estudiaban y defendían. Sorprendidos por el descubrimiento, no tardaron en trasladarse a la isla para conocer todo aquel mundo. Orden, claridad, adaptación al medio, ausencia de estilo, yuxtaposición racional, funcionalidad: la arquitectura moderna parecía estar resumida en aquellas viviendas arcaicas.

El etnógrafo y arquitecto Alfredo Baeschlin lo vio también así en un trabajo publicado en Cuadernos de arquitectura popular, en 1934: «La casa que más se parece a la alquería ibicenca es la casa de campo moderna, creada por los arquitectos de vanguardia franceses y alemanes». La fascinación de los arquitectos del GATCPAC por la vivienda y el paisaje de la isla se materializó en diversos proyectos, en artículos y fotografías para su revista A.C. principalmente, pero, sobre todo, acabó vinculándoles a la isla para siempre, después de llegar a la siguiente conclusión: «Ibiza, para el arquitecto moderno, es el sitio ideal de meditación y descanso»15. Entretanto, Germán Rodríguez Arias, que años después, en Chile, construiría la casa del poeta Pablo Neruda en Isla Negra, se hizo su propia vivienda de verano en Ibiza, en el pueblo de San Antonio, inspirándose precisamente en aquellas líneas de racionalidad funcional, admirablemente salvaguardadas por la tradición rural ibicenca.


Esta arquitectura sin estilo y sin arquitecto –como le gustaba decir a Josep Lluís Sert–, resultado de todo un saber artesanal, de una tipología heredada sobre la que aún hoy se discute su origen, admiraba también al viajero y al estudioso por su ubicación: espacios abiertos con bancales, muros de piedra, estrechos caminos, almendros, algarrobos y olivos… La casa era un elemento más del paisaje y el conjunto se ofrecía, ante la mirada del viajero, con una belleza singular, misteriosa y antigua.

El pintor belga Médard Verburgh, que llegó a la isla, como Spelbrink, en 1931, supo apreciar la fuerza serena y limpia de estos paisajes, de los rostros de sus pobladores, también de la ciudad y del puerto, y la llevó a sus óleos y acuarelas –más de cien, en cuatro años– con sensibilidad y belleza. Sólo un año después de su llegada, en 1932, expuso algunas de estas pinturas en la galería Marie Sterner, de Nueva York. Y como Verburgh, otros muchos pintores acudieron a la isla en aquellos mismos años, pintaron sus paisajes y los dieron a conocer en galerías de Europa y América. Laureà Barrau, Esteban Vicente, Miquel Villà, Olga Sacharoff, Otho Lloyd, Ismael Blat, Rigoberto Soler, Bosch-Roger, Martin Baer, Manfred Henninger, Amadeo Roca, Bruno Beran, Soledad Martínez, Josep Gausachs, Frances Hodgkins, Mary Hoover Aiken… Cabe destacar aquí también que la primera exposición que realizó Esteban Vicente en Nueva York, en la galería Kleeman, a finales de 1937, tuvo como tema exclusivo paisajes y retratos ibicencos. Y lo mismo que los pintores, los fotógrafos: Gustav von Estorff, Alfred Otto Wolfgang Schulze Wols, Florence Henri, Gisèle Freund, Mario von Bucovich, Raoul Hausmann, Jean Moral…16

En el otoño de 1933, se instaló también en Ibiza un arquitecto alemán, Erwin Broner. En la playa de Talamanca, junto a la ciudad, Broner construyó el primer establecimiento de baños de la isla. Pero no hace falta decir que muy pronto sucumbió también a la fuerza y a la belleza de la vivienda rural ibicenca. Un artículo suyo sobre el tema fue publicado también por la revista A.C., en 1936. «Estas viviendas rurales nos impresionan –escribe Broner– por su belleza formal, como todo lo que es bueno y se ajusta simplemente a su objeto; a pesar de ser construidas por simples campesinos comprenden todos los elementos necesarios al hombre exigente. La imaginación se revela como factor natural.»

En aquel mismo número de la revista A.C., aparecía otro artículo sobre la vivienda ibicenca, firmado por Raoul Hausmann, el polifacético dadaísta alemán que, desde la primavera de 1933, residía en San José, un pequeño pueblo en el interior de la isla, precisamente en una de esas casas rurales que tanta atención estaban reclamando. Ni Erwin Broner ni Raoul Hausmann tenían, cuando llegaron, noticia alguna sobre la arquitectura del lugar –llegaron a Ibiza por motivos muy diferentes: el primero, huyendo del nazismo; el segundo, de vacaciones–, pero ambos acabaron dedicándose durante sus estancias en la isla casi exclusivamente a su estudio17.


Tampoco Walter Benjamin, cuando desembarcó en el puerto de Ibiza la mañana del 19 de abril de 1932, tenía noticia alguna acerca de la cultura vernácula de la isla, a pesar de que los motivos de su viaje, como se verá más adelante, no estaban completamente desligados, al menos de manera indirecta, del interés intelectual que aquélla estaba despertando. En la primera carta que escribirá desde San Antonio –es decir, desde el pueblo en el que residirá–, sólo cuatro días después de su llegada18, todo aquel paisaje que incluía, como un elemento más del mismo, las viviendas rurales, aparecerá descrito con asombro. La ausencia de todo tipo de comodidades se sobrelleva «sin problemas, pero no sólo por la paz interior posibilitada como un resultado de la independencia económica, sino también por la disposición de ánimo que le proporciona a uno su paisaje, el más virgen que jamás he encontrado». Observará y anotará también que «la agricultura y la cría de ganado aún se practican aquí bajo una forma arcaica», de la misma manera que «los campos se riegan como hace cien años por ruedas de labranza arrastradas por mulas».

En sus cuatro primeros días tendrá tiempo también para entrar en alguna de aquellas casas rurales –o, al menos, para asomar su cabeza por la puerta siempre abierta de la entrada. La impresión que le produce la sala principal, es decir, el porxo, alrededor de la cual se organiza toda la vivienda, queda descrita en la misma carta de la siguiente manera: «de igual modo, también son arcaicos sus interiores: tres sillas junto al muro de la habitación frente a la entrada se ofrecen al extraño con la confianza y seguridad con la que tendrían tres “Cranachs” o “Gauguins” colgados en la pared: un sombrero sobre el respaldo de una silla es más imponente que la más costosa tapicería». Precisamente esta escueta y rápida impresión acerca del porxo como espacio vacío, desnudo, limpio de todo elemento decorativo, dará lugar al primero de los textos que Benjamin escriba en la isla en su diario ibicenco:

Las primeras imágenes de San Antonio sobre las que cabe reflexionar: los interiores que se descubren a través de las puertas abiertas cuyas cortinas perladas están recogidas. Aún sobresale, venciendo la sombra, el reluciente blanco de las paredes. Y ante las del fondo hay normalmente en la habitación de dos a cuatro sillas perfectamente alineadas y simétricas. Tal y como están dispuestas, sin pretensiones en la forma pero con un mimbre sorprendentemente bello y sumamente representables, puede deducirse de ellas varias cosas. Ningún coleccionista podría exponer en las paredes de su vestíbulo valiosas alfombras o cuadros con mayor confianza en sí mismo que el campesino estas sillas en la habitación desnuda. Pero tampoco son únicamente sillas; han cambiado su función al instante, cuando el sombrero cuelga encima del respaldo. Y en este nuevo arreglo, el sombrero de paja no parece menos valioso que la silla. Así, probablemente suceda en realidad que en nuestras bien organizadas habitaciones, equipadas con todas las comodidades imaginables, no hay sitio para lo verdaderamente valioso, porque no hay sitio para utensilios. Valiosas pueden ser sillas y vestidos, cerraduras y alfombras, orzas y cepillos de carpintero. Y el auténtico secreto de su valor es esa sobriedad, esa parquedad del espacio vital, en el cual no sólo pueden ocupar visiblemente el lugar que les corresponde, sino que tienen espacio de juego suficiente para poder satisfacer la gran cantidad de funciones ocultas, sorprendentes una y otra vez, en virtud de las cuales el objeto vulgar se convierte en valioso.

Lo que Benjamin parece querer destacar aquí es, sobre todo, la sobriedad del espacio tradicional, rigurosamente humilde, sin la más mínima ambición decorativa, en claro contraste con la siempre pretenciosa acumulación de objetos, característica de toda casa burguesa. Todo es aquí funcional, pero los utensilios adquieren un valor no exento de belleza. Como los jóvenes y entusiastas arquitectos del GATCPAC, también Benjamin se muestra sorprendido por la resolución –siempre de una gran simplicidad y muy práctica– de algunos de los elementos constructivos de la casa tradicional ibicenca. Sin embargo, a diferencia de aquéllos, Benjamin no verá en estos elementos nada que le pueda sugerir un nuevo rumbo de la arquitectura moderna. Todo lo contrario. Para él, la vivienda tradicional de la isla resultará ejemplar para definir con exactitud las diferencias entre los modos preindustriales de construcción y la arquitectura de su tiempo. Las diferencias son, pues, más que notables, si se atiende, en primer lugar, no tanto a las formas como a los materiales de construcción –es decir: frente a la piedra de la casa tradicional, el acero y el vidrio de la arquitectura de vanguardia–, y en segundo lugar, si se atiende también a la disposición y al uso de los espacios.

De esta manera, podría decirse que, mientras los jóvenes arquitectos catalanes buscaban puntos de encuentro entre la vivienda tradicional ibicenca y sus futuros proyectos personales, basados en la funcionalidad racional y el espíritu clásico mediterráneo, Benjamin se dedicará a observar con detenimiento, en aquellas mismas viviendas, y confirmando así lo que ya sabía, todo aquello a lo que tanto la moderna arquitectura como la vida burguesa habían renunciado hacía ya tiempo. Las miradas sobre el mismo objeto eran muy distintas, aunque a veces pudieran coincidir en algún punto. Los jóvenes arquitectos del grupo GATCPAC buscaban una opción mediterránea para la arquitectura moderna que no se fundamentara en el vidrio y en el acero, materiales que consideraban «nórdicos», es decir, inadaptables al clima meridional. Guiado por otras razones, Benjamin hacía tiempo ya que había elaborado su crítica a estos materiales de la Modernidad –no porque fueran nórdicos, sino por su carácter deshumanizador– y lo que hará en Ibiza será reafirmar aquella crítica.

En otro lugar, concretamente en una carta enviada a su amiga Gretel Karplus19 a mediados de mayo, se refiere a la «inteligente ordenación del espacio y a muros de casi un metro de grosor que no permiten que se filtre ningún sonido (ni tampoco calor)». Y en la versión definitiva del texto citado anteriormente, que lleva el muy descriptivo título de «Un espacio para lo valioso» –uno de los nueve textos que componen la llamada «Serie ibicenca»20–, menciona otros utensilios que pueden encontrarse en esta sala, para acabar señalando el efecto que produce su disposición siempre cambiante: «Así también se reúnen la red de pescar y el caldero de cobre, y el remo y el ánfora de barro; y, cien veces al día, están perfectamente preparados para cambiar de lugar y unirse de otro modo si hace falta. Pues, más o menos, todos son valiosos, y el secreto que encierra su valor es el de esa misma sobriedad: es decir, la escasez del espacio vital en el que muestran no sólo ese lugar que ahora ocupan, sino ya el mismo espacio, los diversos lugares a los cuales van siendo llamados».

De esta manera, el arcaico porxo de las casas ibicencas se convirtió, ante la mirada serena del viajero –recién llegado– Walter Benjamin, y en contraposición a las muy confortables habitaciones burguesas, en un espacio concebido para acoger lo verdaderamente útil. «En nuestras casas bien surtidas –concluye “Un espacio para lo valioso”– no hay espacio para lo valioso, porque no hay un lugar donde nos pueda prestar sus servicios.» No deja de ser significativo que, mientras los jóvenes arquitectos catalanes se fijaban especialmente en el exterior de las casas rurales ibicencas, lo que le llamara la atención a Benjamin fuera, sobre todo, el interior de aquellas mismas casas.


Inesperadamente, Benjamin se encontró en Ibiza, en 1932, no sólo con unas singulares viviendas –singulares en especial por su tipología arcaica–, sino también con un no menos singular ambiente intelectual surgido en torno a esas mismas viviendas. Entre los escasos forasteros que se encontraban en la isla por aquel tiempo, ya fueran extranjeros o peninsulares, no se hablaba casi de ninguna otra cosa. Como el paisaje mismo, las casas rurales de la isla parecían llevar el sello de lo primordial. Asistir a su «descubrimiento» era una atractiva experiencia.

En un artículo sobre Mont-Cinère, la primera novela de Julien Green, publicado en 1930, Benjamin había escrito que «habitar una casa es siempre un suceso lleno de magia y de miedo». Lo que, en su opinión, estaba haciendo la «nueva escuela arquitectónica» consistía precisamente en la erradicación de esa experiencia: «Nos quieren transformar de habitantes en usuarios de las casas, de orgullosos propietarios en menospreciadores prácticos»21. La nueva arquitectura transformaba el espacio vital deshumanizándolo. Y el vidrio y el acero eran los materiales básicos de esta transformación deshumanizadora. Por lo general, en todos los escritos que tratan directa o indirectamente esta cuestión, Benjamin siempre procura buscar motivos «hondos y legítimos» en aquello que, paradójicamente, también significa para él la importante e irreparable pérdida del «aura».

El concepto de aura parece estar íntimamente ligado a otros conceptos como el de experiencia, belleza, singularidad y, a veces, incluso también al de tradición. Algunos de los ensayos más importantes de Benjamin giran, como es sabido, en torno a la pérdida del aura en el mundo moderno. Porque esa pérdida era para él el precio que el mundo actual debía pagar por su entrada en la Modernidad. De la experiencia singular, única e irrepetible, que el individuo tiene con los objetos de este mundo es de donde surge el aura. Pero la técnica y las ciudades –es decir, los dos elementos más emblemáticos de la Modernidad– impiden la posibilidad de esa singular experiencia. La arquitectura era, pues, para Benjamin un magnífico escenario en el que se representaban mejor que en ningún otro lugar las cambiantes relaciones del individuo con el mundo.

Sobre estas cuestiones reflexionó y escribió en Ibiza. Lo hizo, en primer lugar, en uno de los fragmentos que componen su segunda serie de «Sombras breves»22, el titulado «Habitando sin huellas». La reciente arquitectura, viene a decir Benjamin, es el más explícito ejemplo de la renuncia a toda forma de experiencia que comporta la Modernidad. Lo que los nuevos arquitectos proponen, con su vidrio y su acero, consiste en habitar casas «sin huellas», es decir, limpias de toda tradición y de toda experiencia. En realidad, el texto es un comentario al libro que, casi veinte años antes, en 1914, había escrito Paul Scheerbart a propósito de ese mismo tema, titulado Glasarchitektur («La arquitectura de cristal»), y en el que se llega a afirmar que «el nuevo ambiente de vidrio transformará al hombre por completo». Pero Benjamin hablará de esto, sobre todo, en otro lugar, en «Experiencia y pobreza»23, un ensayo escrito durante su segunda estancia en la isla, es decir, en 1933, pero que recoge todo lo escrito en «Habitando sin huellas» para ampliarlo notablemente.

Será en este importante ensayo, en «Experiencia y pobreza», donde Benjamin expresará su convicción de que para «borrar las huellas» de la experiencia, los arquitectos modernos –entre los que cita a Le Corbusier– han creado «casas de vidrio» que representan una «nueva pobreza»: la de toda una generación que ha necesitado salir adelante, después de la guerra, comenzando desde el principio, haciendo tabula rasa, prescindiendo de la experiencia y del consejo, de la tradición: «un concepto nuevo, positivo de barbarie». Esta nueva e inevitable «barbarie» se habría convertido, pues, en el principal signo de la cultura moderna. Ahora bien, por más que el vidrio representara un signo más de los nuevos tiempos, o incluso, como había escrito en 1929, «una virtud revolucionaria por excelencia»24, Benjamin no ocultará su decepción, porque «las cosas de vidrio no tienen aura. El vidrio es el enemigo número uno del misterio».

En el caso de que el aura de una casa tuviera algo que ver, como parece sugerirnos a propósito de la casa de Mont-Cinère, es decir, la casa protagonista de la novela de Julien Green, con los «poderíos mágicos», con el fuego de la chimenea, con la cama que es «trono que ocupan los que sueñan o los moribundos», con las «labores domésticas más primitivas», en fin, con la experiencia y la tradición, entonces sí puede decirse que la vivienda rural ibicenca –que, por supuesto, desconocía el vidrio y el acero– sugirió a Benjamin, tanto en su primer viaje, en 1932, como en el segundo, en 1933, algunas reflexiones sobre la Modernidad y, muy especialmente, sobre las pérdidas que ésta, de manera inevitable, venía arrastrando consigo.

Fue de este modo, pues, como la isla de Ibiza se le reveló desde el primer momento, sobre todo, como un lugar donde la Antigüedad podía ser contemplada aún como un objeto animado y no como un montón de ruinas. Éste era, por otra parte, un sentimiento generalizado entre los viajeros de aquel tiempo. Creían estar contemplando un espacio en el que muchos de los elementos arquetípicos del Mediterráneo habían quedado preservados de cualquier contaminación, incluida la contaminación cultural. Casi todos los escritos «ibicencos» de Benjamin, y no sólo los ensayos, sino también los relatos y otros textos de carácter diverso, estarán marcados, como se verá, por esta experiencia.


Las primeras impresiones de Walter Benjamin sobre la isla de Ibiza estuvieron vinculadas, como se ha visto, a la casa tradicional, y coincidieron en el tiempo con los primeros estudios más o menos rigurosos que se hicieron sobre la misma, desde los artículos entusiastas de los jóvenes arquitectos del GATCPAC hasta los análisis más minuciosos de Baeschlin o de Hausmann. El entusiasmo de los primeros alcanzó su máxima expresión en el IV Congreso Internacional de Arquitectura Moderna, celebrado en Atenas el verano de 1933 –mientras Benjamin estaba en Ibiza–, y a partir del cual Le Corbusier acabó reconociendo «un despertar mediterráneo extraordinariamente interesante», en una búsqueda teórica de las raíces comunes de la arquitectura moderna25.

En este contexto, el trabajo lexicográfico de Walther Spelbrink ocupa un lugar ciertamente único, como producto de una época y de una corriente filológica. Su tesis, titulada Die Mittelmeerinseln Eivissa und Formentera: eine Kulturgeschichtliche und lexigraphische Darstellung («Las islas mediterráneas de Ibiza y Formentera: una investigación cultural y lingüística»), fue aceptada por la Universidad de Hamburgo el 23 de junio de 1938, aunque por entonces había sido publicada ya, en su idioma original, y en dos partes, en el Butlletí de Dialectologia Catalana, en 1936 y en 1937. La razón por la que Spelbrink eligió Ibiza y Formentera para su tesis filológica tuvo que ver muy directamente con los intereses científicos del impulsor de la misma, es decir, con el filólogo catalán Antoni Griera, quien, por aquel entonces, preparaba un libro de idénticas características, también dedicado a la lexicología doméstica, titulado La casa catalana, y que iba a publicar sólo dos años más tarde, en 193326.

Indirectamente, también los motivos que trajeron hasta Ibiza a Walter Benjamin guardan relación, sin que él llegara a saberlo, con toda esta atmósfera casi reverencial que se creó en torno a la arquitectura popular de la isla o, cuanto menos, con las iniciativas del profesor Antoni Griera, quien, por cierto, también había visitado Ibiza, aunque mucho antes, en 1912, y había podido comprobar, con gran sorpresa, la singularidad de aquella arquitectura que él mismo clasificó como «prerromana».

Los esfuerzos de Antoni Griera en Alemania se habían centrado siempre, sobre todo, en el campo de la lingüística, desde que en 1908 se trasladó a la Universidad de Halle, con el fin de estudiar metodología científica en el campo de la romanística para aplicarla en los estudios del catalán. Esta universidad era entonces la única en Alemania que impartía cursos de este idioma, impulsados por el filólogo Bernhard Schädel y con el apoyo político de Prat de la Riba, por entonces presidente de la Diputación de Cataluña. Cuando, por diferentes razones, este proyecto fracasó, Antoni Griera consiguió poner en marcha, en otras universidades alemanas, nuevos cursos de catalán, aprovechando el auge de los estudios de romanística. A Antoni Griera se debe, en parte, el que muchos jóvenes alemanes, sobre todo en los años veinte, estudiaran catalán y viajaran a Cataluña o a ámbitos lingüísticos catalanes como las islas Baleares. Walther Spelbrink fue uno de aquellos jóvenes. Pero no el único.


Sólo unos meses después de la partida de Spelbrink, a principios de marzo de 1932, otro joven filólogo alemán llegó a Ibiza, también hablando catalán y también con una carta de recomendación de Antoni Griera para el investigador local Isidoro Macabich. Se trataba de Hans Jakob Noeggerath, quien llegó acompañado por su padre, Felix Noeggerath, y por la mujer de éste –su tercera mujer, Marietta, condesa de Westarp–27. Se instalaron en una modesta casa situada en la magnífica bahía de San Antonio, un pueblo pequeño y tranquilo, en la costa oeste de la isla. El objeto de su investigación, guiada por el romanista Ernst Gamillscheg, profesor de la Universidad de Berlín y buen amigo de Antoni Griera, era la tradición oral del campesinado ibicenco: canciones, cuentos, leyendas y refranes.

El padre de este joven filólogo, Felix Noeggerath, doctor en filosofía, era amigo de Walter Benjamin desde 1916. Se habían conocido en Múnich, ciudad en la que Benjamin residió durante algunos meses y en cuya universidad participaron ambos como alumnos de un curso muy especial –al que sólo se accedía mediante invitación– sobre la cultura y la lengua del antiguo México. En aquel curso, en el que también se encontraba como invitado el poeta Rainer Maria Rilke, tuvieron ocasión de iniciar una amistad basada sobre todo en la mutua admiración. Benjamin le llamaba, desde esa época, «el genio», pues sus estudios acogían, con el mismo entusiasmo y rigor, disciplinas tan variadas como la teología y la psicología, la historia y la filosofía, la lingüística y las matemáticas.

Casi no se habían vuelto a ver desde entonces, aunque ahora ambos vivían en Berlín. Pero durante un encuentro casual, en febrero de 1932, Felix Noeggerath le habló de la tesis de su hijo Hans Jakob y de su inmediato viaje a Ibiza. La predisposición de Benjamin para, en cualquier momento, abandonar la ciudad y salir de viaje, en aquel periodo crítico de su vida, no podía ser más favorable. A principios del mes de abril, consiguió reunir algún dinero, puso en la maleta unos cuantos libros y el cuaderno en el que había empezado a escribir los primeros apuntes de «Crónica de Berlín» y se fue a Ibiza, donde la familia Noeggerath ya lo estaba esperando.