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Título

Abraham Valdelomar

Antón Chéjov

Antonio de Trueba

Arturo Reyes

Baldomero Lillo

César Vallejo

Charles Perrault

Edgar Allan Poe

Emilia Pardo Bazán

Fray Mocho

About the Publisher

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Abraham Valdelomar

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––––––––

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Pedro Abraham Valdelomar Pinto fue un narrador, poeta, periodista, ensayista y dramaturgo peruano. Es considerado uno de los principales cuentistas del Perú, junto con Julio Ramón Ribeyro.

Nació en Ica, como el sexto hijo de Anfiloquio Valdelomar y de María Pinto. A temprana edad se trasladó con su familia al puerto de Pisco, donde cursó parte de su educación primaria (1892-1898), culminándola en Chincha (1899). Se trasladó a Lima para cursar su educación secundaria en el Colegio Nuestra Señora de Guadalupe (1900-1904). Luego ingresó a la Facultad de Letras de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Interrumpió sus estudios para incursionar en el periodismo, así como en la política, como partidario de Guillermo Billinghurst. Fue nombrado director del diario oficial El Peruano y pasó a Italia como secretario de la legación peruana (1913). Tras la caída de Billinghurst retornó al Perú (1914). Se consagró al periodismo y pronto se hizo conocido por su calidad de literato, lo que se vislumbraba en sus primeros relatos y poesías publicados en diarios y revistas. Fundó la revista literaria Colónida (1916) y publicó su libro de cuentos El caballero Carmelo (1918), que marcó el inicio de la modernidad en la narrativa peruana. Viajó a diversas ciudades del Perú e incursionó una vez más en la política, siendo elegido diputado al Congreso Regional del Centro (1919). Estando en Ayacucho, sufrió una caída accidental que le provocó la fractura de la columna vertebral, a consecuencia de lo cual falleció, cuando apenas contaba con 31 años de edad.

Sus cuentos se publicaron en revistas y periódicos de la época, y él mismo los organizó en dos libros: El caballero Carmelo (Lima, 1918) y Los hijos del Sol (póstumo, Lima,1921). En ellos se encuentran los primeros testimonios del cuento neocriollo peruano, de rasgos posmodernistas, que marcaron el punto de partida de la narrativa moderna del Perú. En el cuento El caballero Carmelo, que da nombre a su primer libro de cuentos, se utiliza un vocabulario arcaico y una retórica propia de las novelas de caballerías para narrar la triste historia de un gallo de pelea, relato nostálgico ambientado en Pisco, durante la infancia del autor. En Los hijos del Sol, busca su inspiración en el pasado histórico del Perú, remontándose a la época de los incas.

Su poesía también es notable por su evolución singular del modernismo al postmodernismo, teniendo incluso atisbos geniales de vanguardismo. Aquella es de una sensibilidad lírica extraordinaria que tiene como máxima expresión la de ser un vuelco hacia su interioridad. Pero esta interioridad debe entenderse como una expresión directa e íntima de la realidad. Esta poesía tiene como ejemplos fulgurantes a Tristitia2y El hermano ausente en la cena de Pascua, los cuales presentan a su autor como un poeta dulce, tierno y profundo, saturado de paisaje, de hogar y de tristeza. Es imposible no relacionar su poesía con la de su compatriota César Vallejo, sobre todo con el primer poemario de éste, Los Heraldos Negros, y en especial la sección "Las canciones del hogar", en que el tema familiar, asumido con amorosa filiación a la vez de hijo y hermano, emparentan estrechamente sus poéticas. De hecho Vallejo admiraba vivamente a Valdelomar, que era mayor que él, al punto de que lo entrevistó cuando llegó a Lima e incluso le pidió que prologara Los Heraldos Negros, lo que nunca llegó a concretarse.

El alfarero

Su frente ancha, su cabellera crecida, sus ojos hondos, su mirada dulce. Una vincha de plata ataba sobre las sienes la rebelde cabellera. Sencillo era su traje y apenas en la blanca umpi de lana un dibujo sencillo, orlaba los contornos. Nadie había oído de sus labios una frase. Sólo hablaba a los desdichados para regalarles su bolsa de cancha y sus hojas de coca. Vivía fuera de la ciudad en una cabaña. Los Camayoc habían acordado no ocuparse de él y dejarle hacer su voluntad inofensiva para el orden del imperio. De vez en cuando encargábanle un trabajo o él mismo lo ofrecía de grado para el Inca o para el servicio del Sol. Las gentes del pueblo lo tenían por loco, su familia no le veía y él huía de todo trato. Trabajaba febrilmente. Veíasele a veces largas horas contemplando el cielo. Muchos de los pobladores encontrabánle solo, en la selva, cogiendo arcilla de colores u hojas para preparar su pintura, o cargando grandes masas de tierra para su labor. Pero nadie veía sus trabajos.

Nadie jamás había entrado a su cabaña. Una vez un Curaca le mandó a su hijo para que aprendiera a su lado el noble y difícil arte de la alfarería. El muchacho era despierto y alegre. Tenía afán creciente por aprender, y labró su primera obra. Pero cuando más contento estaba el Curaca, recibió un día a su hijo despavorido. Temblaba el niño, todo lleno de barro, y sólo musitaba temeroso y con los ojos desmesurados.

– ¡Supay! ¡Supay! ¡Supay!

Y no quiso volver más a la casa del artista. Porque un día mientras él labraba afuera, mandó al muchacho a sacar un jarrón fresco. El niño, solícito, acudió y en la oscura habitación buscó el objeto a tientas. Pero he aquí que cuando menos pensó, encontróse con una enorme sombra y quiso salir precipitadamente; sintió sus manos detenidas por un monstruo enorme que luchaba con él. Era una estatua de Supay, que secaba en la habitación. Y el niño, al querer huir, había metido en la fresca arcilla sus manos y a medida que quería desprenderse, más se aprisionaba en el barro y gritaba despavorido y el Supay se derribó y cayó sobre él y llegó el artista y lo liberó.

Desde entonces cortó toda relación con los del pueblo. El mismo se procuraba su alimento. El iba en pos de las frutas del valle, canjeaba a los viajeros huacos por coca, y así vivía, libre como un pajarillo. Un día le envió al Inca una serpiente de barro que silbaba al recibir el agua, y causó tal espanto que el Inca hubo de mandarla al Templo del Sol.

Otro día hizo una danza de la muerte. Cada vez que trabajaba, decían oír gritos de dolor en la covacha, y llegaron a no pasar cerca de sus linderos los traficantes.

Una tarde en que Apumarcu había ido al río en pos de agua para deshacer el barro, sintió tocar una antara en la fronda. Y él nunca había oído dulces canciones. Y poco a poco se fue acercando y vio a un hombre que sobre una roca, solitario, a la orilla del río, tocaba. Y le habló.

–¿Y quién eres tú que así vienes a estos lugares donde sólo hay un recuerdo que es mío?.....

– Yo soy Apumarcu el alfarero .

– Ah hermano, yo soy Yactan Nanay, el que toca el antara...

– ¿Y de qué ayllu eres tú, Yactan Nanay?....

– Yo no tengo Ayllu........Y tu Ayllu ¿cuál es?..

– Mi barro.

Y desde entonces fueron como grandes hermanos. No se separaban nunca. Juntos iban en pos de la fruta escondida entre el follaje rumoroso. Juntos pasaban largas horas y conversaban largamente. Apumarcu le hablaba de las cosas que él nunca había escuchado a nadie. Y Yactan le decía cómo una tarde su amada habríase perdido...

Y le relataba algunos viajes hechos por países desconocidos y le hablaba de sus dudas respecto a la divinidad .Una vez hizo Apumarcu una cabeza del amigo. El la llevaba consigo porque no era más grande que un puño. Y tanto hablábale de su amada y de tal manera le describía su cara que un día Apumarcu le hizo una cabeza de ella. Y él le explicaba, y el otro realizaba. Y cuando estuvo concluida, Yactan Nanay le dijo:

– Yo no tocaré sino para ti, hermano, porque tú la has comprendido y me la has devuelto. Creo que el barro en que ella está aquí en tu obra vivirá eternamente. Eres más grande que el Sol porque él la hizo y la llevó, mientras que tú las hecho en dura arcilla y no morirá nunca. Pero yo he perdido a mi amada y ya no puedo ser alegre. Tú que no las has perdido, que no la tienes ¿Por qué eres tan triste?... Tú podías hacer que el Inca te diera por esposa a la más bella dama de la corte... ¿Por qué vives solitario hermano?...

– Yo siento que algo me falta... Yo siento una ansia inexplicable en mi alma... Yo siento que hay algo que yo podría hacer y sé que podría ser feliz... Tengo un incendio en el alma, veo una serie de cosas pero no puedo expresarlas. Tú sufres y cantas en la antara tú dolor y haces llorar a los que te escuchan, pero yo siento, veo, imagino grandes cosas y soy incapaz de realizarlas. ¿Sabes? Yo quisiera pintar la vida tal como la vida es. Yo quisiera representar en un pequeño trozo lo que ven mis ojos. Aprisionar la naturaleza. Hacer lo que hace el río con los árboles y con el cielo. Reproducirlos. Pero yo no puedo; me faltan colores, los colores no me dan la idea de lo que yo tengo en el alma. He ensayado con todos los jugos de las hojas a reproducir un pedazo de la naturaleza, pero me sale muerto. No puedo hacer la alegría del bosque, ni la azul belleza del cielo, ni puedo hacer una sonrisa, sino en el tosco barro. ¿Tú no crees que se puede hacer otra naturaleza como la que se ve?... Los hombres del Imperio no comprenden esto. El barro es tosco; yo puedo hacer todo con el barro, pero ¿cómo haría yo a un hombre que pensara, cómo pondría en su cara la palidez del insomnio?... ¡Ah, cuán desgraciado y pequeño soy hermano...!

Y lo llevó hasta su covacha y le mostró un muro en el cual veía, vago y lleno de durezas a trozos, un pedazo de campo. Pero allí faltaba un color... El color de un crepúsculo. El rojo era demasiado rojo. El quería un color como el sol cuando ya se ha ocultado, algo como los pétalos de las florecillas rosadas.

– Esto no es, no es, hermano... Esto no es como el crepúsculo...

– El crepúsculo sólo lo puede hacer el Sol, hermanito ¿Por qué te empeñas en igualarlo?...

– Yo quiero hacer lo que hace el Sol, lo que hace el día, lo que hace la naturaleza.

Un día Yactan se había alejado en busca de una semilla, que es rosada, para ofrecérsela a Apumarcu. Y cuando volvió por la tarde encontró solo el lugar donde solía estar el artista. Entro hasta su cuarto y no lo encontró.

Un día Apumarcu se empeño en hacer sobre el muro los colores de una tarde, de aquella tarde en la cual había visto a Yactan Nanay. Cogió hojas y empezó a restregarlas contra los muros y con unas flores iba dando las notas de color.

– Tráeme hojas y florecillas de molle, le dijo.

A poco volvió.

– Esto no es, no es, hermano... Pero puede ser...

Entonces, como poseído de una fuerza extraña, empezó a restregar febrilmente contra el muro los diversos colores, y en su rostro iba creciendo una extraña fiebre, y trabajaba cálidamente y seguía copiando la luz y el paisaje que por la ventana veía. De pronto se detuvo. Faltaba algo, un algo sólo, un tono, un color que él no tenía; ¿cómo hallarlo? Sacó un cuchillo de chilliza y apasionadamente se cortó el puño y surgió la sangre con el agua de un vaso y vio el color que le faltaba y siguió poniendo las notas hasta que cayó exámine sobre su lecho.

Cuando Yactan Nanay volvió, encontró a Apumarcu tendido sobre el lecho, la sangre coagulada y morada había hecho un pequeño lago en la tierra, y en el muro vio el paisaje de la última tarde.

Besó su frente y llorando, tocó a sus pies la canción del crepúsculo. El oro del Sol caía por la ventana estrecha y se desleía en la ropa del artista, en cuyo rostro anguloso había un tono verde y en cuyos ojos señoreaba esa humedad trágica de los ojos que ya no tienen vida. A sus pies encontró Yactan Nanay una cabecita de barro con la imagen del amigo muerto. Y siguió tocando, tocando, hasta que la noche cayó, como una sola sombra inerte sobre el mundo silencioso.

Chaymanta Huayñuy (Más allá de la muerte)

I

Agonizaba el día. El Sol, circundado de nubes cenicientas, besaba el horizonte. Por el sendero del norte, que en la mañana recorriera, ágil y jovial, la comitiva, volvían ahora, taciturnos y graves, con su noble jefe a la cabeza, los soldados de Sumaj Majta. Chasca, desde el mismo peñón que dominaba el río, los vio acercarse. El príncipe descendió de su silla y se acercó al anciano guerrero:

–Sumaj Majta, ¿dónde está el puma que profanó los rebaños del Sol y en cuyo acecho iban tus gloriosas huestes?...

–No lo hemos hallado, Chasca, respondió gravemente el príncipe. Al penetrar en el bosque, una víbora cruzó ante mí, se deslizó y huyó a la selva. Hice detener mi comitiva, ordené que se hiciera una fogata para cazarla, pero fue inútil. Arde todavía la selva pero ella no ha sido cogida. Ordené entonces suspender la cacería. Cazamos un cóndor, y lo ofreceré esta noche, en sacrificio sobre la pira.

–¿A quién lo ofreces?

–A Mama Quilla. La Luna está ofendida. Ofreceré el sacrificio en el palacio de Yucay, ante los Huillac Umas y los Humiuká; es fuerza, pues, general, que asistas al sacrificio...

–Cuando la Luna bese los muros de tu castillo, llegaré, Sumaj Majta.

La comitiva se alejó en silencio, solemne, siniestra. Nadie que no fuera el Inca, se habría atrevido a romper la silenciosidad de aquel desfile de guerreros, que, como un ejército de vencidos, se perdía en los caminos oscuros donde la sombra era fría. El temor se reflejaba en los rostros, abría desmesuradamente los ojos, hacía palidecer las teces y hería las pupilas cálidas que avivaba el extraño fulgor de los presentimientos.

II

El castillo de Sumaj Majta, en Yucay, se elevaba sobre un montículo, a unos pasos del río. Ancha muralla de granito defendíalo, formando círculo alrededor de su base. Larga escalinata de piedra daba cómodo acceso al edificio, en cuyas puertas los soldados vigilaban, severos los rostros, y en las manos fuertes, mazas con agudas puntas de piedra y de cobre. En una habitación alta, por cuya estrecha y trapezoidal ventana veíase el valle feraz, había una docena de huallahuizas, soldados sin graduación, cuyas armas consistían en flechas de dardos emponzoñados. Fuera de los muros el valle extendíase, verde y oleoso, hasta ascender en las faldas de los cerros morados. Por las tardes, cuando el sol empezaba a declinar, mucho antes de que comenzaran las plegarias del pueblo, gustaba a Sumaj Majta contemplar el campo desde la elevada terraza de su palacio. Placíale ver ondeando la brisa, las enormes hojas frágiles y rumorosas de sus maizales pródigos, mientras las aves cantaban. Y entonces llamaba al arabecu familiar y se hacía recitar leyendas de los primeros emperadores.

Más que las leyendas guerreras, gustábanle las sentimentales: se extasiaba su fantasía con aquellos cuentos donde el amor, la sangre y la muerte se fundían en una sola coloración inefable. Hacíase narrar siempre aquella doliente historia del Llajtan Naj, el músico errante, sobre el cual, cada cacicazgo y hasta cada ayllo se había hecho una leyenda. Él habría querido ser como aquel artista que recorría el Imperio por gracia del Inca, cruzando solo con su quena las montañas impenetrables, que según decían, había ido por países desconocidos, donde los hombres tenían otros dioses, practicaban otros ritos, habían otras costumbres, hablaban otro idioma; y cuyas mujeres eran blancas como las chachapoyas. Así se adormecía el noble señor, hasta que, llegado el crepúsculo, entregaba su alma al loor del Sol.

Aquel día, después de la siniestra excursión, Sumaj Majta había penetrado mudo, en su castillo. Inquill, su esposa, lo había esperado rodeada de sus servidoras, cantando dulces canciones melancólicas de su pueblo lejano. Inquill era triste. Hija de un mitimae, su padre había sido uno de aquellos guerreros huanucuyos a quienes la gracia imperial había ordenado que se guardaran todas las altas preeminencias de un cacique transportado al Cuzco; pero el soberbio cacique no pudo sobrevivir a su derrota y en la Ciudad Imperial sentíase prisionero. Quiso el Inca casar a la hija del valiente mitimae con uno de los más nobles militares de la familia imperial y eligió para esposo de Inquill a Majta Sumaj. El cacique murió en una tarde gris, pronunciando el nombre de su pueblo y encargando su hija al desolado Sumaj Majta.

Cuando Sumaj entró a su castillo, hubo inusitada agitación entre sus siervos. Se hizo llamar al Huillac Uma, y el cóndor del sacrificio pasó entre los corredores, en los brazos de cuatro pares de huminkas, hacia la primera sala donde se quemaron, para perfumar sus alas, polvos penetrantes y resinas de árboles aromáticos. Había entrado la noche. Sumaj quiso ostentar todas sus insignias y trofeos. Era preciso desagraviar a la Luna, por ser la época de las sequías y podían perderse las cosechas y helarse los sembríos. Trajéronse hierbas olorosas de los jardines del castillo para cubrir con ellas las escalinatas y los lugares de paso para los sacerdotes y los guerreros. Perfumáronse todas las salas con polvos de ánades secos, que se quemaron en tazas de oro. Sacóse de los graneros seis mazorcas de maíz sagrado y de las alacenas grandes jarrones ventrudos con chicha de la cosecha del Inti Raymi. En otros jarrones decorados por los artistas de Nazca, púsose chicha de jora, maní, mote y papas, para que bebieran, según sus regiones, los generales que habían de asistir. Distribuyóse flores raras de las lejanas comarcas, que crecían en los invernaderos del palacio: floripondios blancos como huesos, perfumaban en vasos esbeltos de plata; la cantuta, flor del Inca, ofrecía la púrpura de sus pétalos, en un delicado vaso de oro incrustado de esmeraldas, en el centro de la gran sala; y las plantabandas se decoraban con diversas flores. Pequeños racimos de capulíes, azahares de chirimoyo, grandes ñorbos del trópico aclimatados en el jardín, racimillos rojos de molle, orquídeas en formas de mariposas y de aves raras, blancas, lilas, celestes y rojas; claveles de Huánuco distribuidos en profusión, perfumaban el ambiente. Rompiendo a trechos la monótona severidad de los muros de granito, las puertas cubiertas de cortinas de lana, y finísimas telas de alpaca tejidas por femeninas manos castas, dejaban caer sus pliegues solemnes. Todas las habitaciones daban hacia un patio grande y destechado, en cuyo centro elevábase la piedra cuadrangular del sacrificio.

Sumaj vestía el traje de gran sacerdote y sólo un distintivo acusaba en su indumentaria la insignia de general del Imperio; la unju tradicional y la faja del huaro chico, aquella de vicuña recamada de pequeños discos de oro pulido, y estaba bordada con plumas de huacamayo. Sobre el duro pecho, dominando los cordones de huesecillos y dientes de puma, y opacando la rara belleza de la piedra illa, aquella que sólo se criaba en el vientre de las llamas y que servía en polvos para ahuyentar los males y la melancolía, sobre el busto de Majta brillaba el trágico collar de las cabezas reducidas, aquel magnífico presente que le hiciera su padre en el lecho de muerte. Era éste un collar en el cual se veían, ensartadas, las cabezas de los jefes vencidos, reducidas al tamaño de un puño de infante, reducción singular obtenida por métodos muy especiales y misteriosos. Entre estas cabezas reducidas estaban las de Raurac Simi y Raurachiska. Ningún otro collar era más admirado ni infundía mayor respeto que éste, que tenía las cabezas de aquellos reyes legendarios. Tenía en la frente, el Príncipe, una vincha de plata con piedras incrustadas, de la cual pendían discos de oro con los dibujos e insignias de su noble posición. Sus enormes orejas perforaban los carretes de palma negra con concha perla y caían casi sobre los hombros, acariciados por el cabello abundante y seco. Llevaba en los pies, a manera de sandalias, las usutas de cuero de chinchilla sobre los cuales se dibujaban dos cabezas de pumas.

Sumaj Majta había ordenado que se le diese aviso cuando alguien se acercaba al castillo, en tanto él esperaba en la sala de los trofeos. Poco a poco fueron llegando los invitados desde el Cuzco, cargados de arcos y de insignias. Hospedábanse en los salones, donde la servidumbre ofrecía la chicha del reposo, y en fuentes de plata grabadas con dioses lares, verdes hojas de coca, maíz tostado, sal; pero todo ello se hacía en silencio. De pronto percibió Sumaj el tañer de una pinculla, flauta de aviso. Era la señal convenida para anunciar a Majta la llegada al castillo del general Chasca, que entró a poco sin ceremonia ostensible, escoltado hasta la sala del noble. Los soldados esperaban a distancia y éste les dijo:

–Quedaos a la puerta, vigilad -y en el idioma de la nobleza agregó a Chasca:

–Bienvenido, compañero de mi padre.

–Estás armado. ¿Temes acaso?...

–Bien sabes que sólo temo al Sol y al Inca. Pero estoy armado porque yo mismo voy a sacrificar.

Chasca iba a responder, pero recorriendo con la mirada los trofeos del joven, se quedó paralizado. Verdosa palidez cubrió su rostro y su voz, antes clara y fuerte, salió ahora ronca y apagada desde el fondo de la garganta. Su mirada se posó fijamente en un punto del collar de Sumaj.

–¿Qué te pasa? Un viejo y heroico militar tiene miedo y se estremece ante las cabezas de sus vencidos.

–¡Ah, Sumaj Majta! No temo. Recuerdo. Ese es el trofeo de tu padre y en él hay una historia de amor y sangre... Allí está la cabeza de una mujer que fue reina y que me amaba... ¡Ah, Majta Sumaj, los jóvenes no saben... no saben!

–Y los ancianos no olvidan. Si estás herido de amor, toma unos polvos de huayruro que ahuyentan los tristes recuerdos y libran de los males del corazón. Pero cuéntame esa historia que logra aún conmoverte, a despecho de tus ochenta raymis...

–¡Ah, Sumaj!... Muéstrame la cabeza de la reina, no me la ocultes, deja que mis ojos la vean, que mis manos la acaricien y que la lleve sobre mi corazón un instante. El joven hizo correr sobre la cuerda varios cráneos y al fin sus dedos detuvieron uno cuya cabellera recortada como de un palmo, apartó y mostró a Chasca, diciéndole:

–Aquí está. Es ésta, indudablemente, la cabeza de una reina. Sus pobrecitas cuencas tienen los párpados cerrados, pero qué mirada tan imprecisa y extraña la suya. Cuéntame, Chasca, cuéntame tu historia de amor...

Y Chasca, comenzó:

–Fue en los gloriosos días de Túpac Yupanqui, hijo de Pachacútec y hermano y sucesor de Túpac Amaru. Yupanqui era el genio de la guerra. Él hizo grandes conquistas que después han consolidado sus sucesores. Había al sur, donde terminan los Andes, junto a Atacamay, una tribu bárbara y aguerrida que no pudo ser sometida junto con los atacamas por las huestes de Yupanqui. Recibido el tributo de los vencidos, Yupanqui volvió al Cuzco y nos encargó a tu padre y a mí el quedarnos para someter o exterminar a los rebeldes. Buenas huestes teníamos. Nuestro ejército regular no descendió a trabar luchas con ellos y, sólo con una reserva de montañeses, después de grandes trabajos, los vencimos. Fueron muertos los principales jefes, pero no los caciques de la tribu que eran Raurak Simi y Raurachiska su esposa. Eran blancos, de gran estatura, crueles, fieros, comían carne humana y peces crudos. Él era musculoso y bravo, ella, bella y pérfida. Él usaba armas poderosas y ella collares magníficos de perlas rosadas que hacían iris sobre su cuerpo desnudo y redondo. Decían ser el último rezago de un pueblo de gigantes que se extinguía.

Yupanqui me ofreció a la reina por mujer e hizo guardar al rey en las prisiones del Cuzco. Yo me enamoré de la reina y ella concibió vehemente pasión por mí. Un día se supo, en el Cuzco, que Raurak Simi se había escapado de la prisión y nadie supo más de él. Pero sin que yo me diera cuenta, ella, la reina colorada, sabía y se entendía con él, y juntos maquinaban la libertad y la venganza.

Raurachiska me dijo una mañana:

–Chasca, mi hombre bueno. Yo he sido fiel para contigo. Yo te amo y te deseo. Mi reino ya no existe. Yo puedo morir un día. Ya no lo veré nunca. Mis riquezas están ocultas y quiero que sean tuyas. Sígueme y te daré todas mis joyas.

Yo la seguí. Caminamos varias jornadas al sur. Apenas nos deteníamos en los caminos del Inca, bajo los molles florecidos, bajo la sombra fresca, y nos amábamos. Ella me hablaba de sus riquezas.

–¿Qué son -me decía- tus armas de cobre y de chonta, ni tus puñales de chilliza, ni tus collares de esmeraldas? No conozco el Coricancha, pero he oído decir a unas mujeres que está cubierto de oro y piedras; sé que están presentes en sus sillas de oro los viejos emperadores y que la puerta está sembrada de piedras preciosas; que los Huillac Umus tienen trajes fastuosos y de los techos penden cortinajes transparentes como vagas nubes de verano bordadas por las recogidas vírgenes del templo y que allí, en él, se presenta el Inca y que los mejores tocadores del Imperio cantan himnos y alabanzas a la caída del Sol... Y bien, yo tengo riquezas mucho más grandes, con ellas tú serás tan rico como el más rico general del Imperio, ven sígueme...

Y así caminamos veinte lunas, fuera ya del camino del reino, por parajes desconocidos para mí, y llegamos por fin a un cerro donde quebrado a tajo, había un abismo profundo a más de cien tallas de hombre, a mil tal vez, un bosquecillo llegaba hasta la cúspide, casi, que ascendimos. Entonces ella se detuvo y me dijo:

–¿Ves esa piedra redonda? Levántala y entraremos por debajo de ella y serás feliz.

Me incliné para mover la piedra y sentí dos brazos fuertes que me derribaron. Levanté la cara y vi a Raurak Simi; el rey acudió a ella en ayuda del marido y entre ambos me ataron y llevaron hacia el borde del abismo, a cuyos pies, profundo el río extendíase como una culebrilla de plata. Oí entonces gritos de guerra y palabras quechuas; y a poco un grupo de soldados cuzqueños que se abalanzan y me libran. Habían sido mandados por tu padre con la consigna de seguirnos. La lucha fue sorda y difícil, porque salieron del bosque algunos de la tribu de Raurak Simi, y fueron al fin dominados por los soldados tahuantinsuyos. Por fin, quedó preso el rey y atados los servidores. Ella se detuvo muda. Los soldados ataron las manos del rey mientras le decían, la canción:

Traidorcillo

traidorcillo,

astuto como la zorra

caerás al río.

Entonces esperaron mis soldados. Les hice ahí muda indicación y procedieron. Despojáronle de las ropas, afilaron sus cuchillos de hueso blancos y agudos y mientras uno teníale la cabeza, los otros tres soldados le colocaron un puñalillo en la garganta, otro en el corazón y otro en el vientre, y suavemente, suavemente, lentamente, fueron hundiendo las armas. La piel no cedía, se hicieron cónicas hendiduras en el cuerpo, hasta que la carne cedió a la agudeza de los puñales, rasgóse al fin y tres chorros de sangre mancharon la blancura de los puñales quechuas. La reina, muda y pálida, inmóvil, contemplaba el sacrificio. De pronto tuvo un impulso violento y cogiéndose a mi cuello me llenó de caricias y me indujo al bosquecillo. Respiraba aún el rey mirándome con una mirada inexorable y fría, y viendo cómo nos acariciábamos y cómo nos perdíamos en el bosquecillo hacia el amor...

Cuando volvimos aún tenía esa espantosa mirada y sus ojos velados y viscosos conservaban aquella intensidad de odio de los pumas iracundos. Su ensangrentada cabeza me miraba aún. Su cuerpo había sido arrojado al abismo. Los soldados quechuas me miraban en silencio y volvieron a afilar sus cuchillos. ¡Ah, Majta Sumaj! Lo que sufrí en ese instante. En un momento pensé en huir con ella para salvarla del castigo inexorable, pensé en irme con mi reina salvaje a vivir entre las abruptas peñas, entre los carrizales espesos, en los valles tranquilos. Pero los soldados del Inca me miraban y creía leer en sus ojos un reproche a mis íntimos pensamientos. Ella estaba muda, colgada a mi cuello me llenaba de caricias ardientes. Entonces dudé. Pero luego pensé en el Inca, pensé que perdería mis honores, que mi descendencia sería maldita, mi casa arrasada, mis jardines cubiertos de sal y que mi cuerpo, una vez muerto, no podría jamás entrar en el palacio del Inti. Y dije con voz extraña:

–En nombre del Hijo del Sol, haced justicia soldados, a los enemigos del Imperio.

Ella me dijo:

–Chasca, ¡Chasca, Chasca! Ámame más, ámame una vez aún. Aunque después arrojes mi cuerpo al río o me dejes en la roca para que los cóndores se ceben, aunque cojas mis cabellos para tus trofeos y mi piel para tus tambores y mis dientes para tus amuletos, ámame, ámame una vez más, ámame más...

Y se colgó a mi cuello y sonidos inarticulados y roncos salían de su garganta fuerte y sus labios quemaban y estaban secos y sus ojos ardían con una extraña llama. Yo cedí y otra vez nos perdimos en el bosquecillo. ¡Ah, Sumaj, ningún amor fue más fuerte que mi amor, que aquel amor! Nadie en el Imperio ha amado como yo amé a mi reina. Yo sabía que cuando la dejase su cuerpo sacrificado iría despeñándose desde lo alto hasta el río; sabía que su cabeza sería cortada y que sus duros senos se tornarían flácidos y serían devorados por los peces y los cóndores, y que nunca más volvería a sentir su aliento cálido cerca del rostro. Y ella jamás me amó como en aquella póstuma vez, con aquel amor de sangre y muerte, porque era salvaje, porque bebía sangre caliente, porque comía peces crudos, porque aquel era su último amor de reina y su último beso de mujer. Volvimos del bosque sin decir palabra y ella, tranquila, muy grave, desnudóse de sus atavíos y entregó su cuerpo a los soldados. Entonces los puñales blancos hincaron suavemente, voluptuosamente, sus agudas puntas en la piel dura y elástica como un momento antes lo hicieran mis manos convulsas de amor. Los tres puñales señalaron la garganta, el seno y el vientre y fueron hundiéndose, lenta y trágicamente sobre las carnes amadas, en tanto que ella me miraba con amor y me decía con vehemencia:

–Bien sé, Chasca, que te comerás mi carne. ¡Eres dichoso! Con qué placer me habría comido yo la carne de tu cuerpo. ¡Ah, tu carne musculosa, sabrosa, como la carne de los peces crudos! Tu sangre caliente y roja. Pero, ¡acuérdate de mí cuando te comas mis labios, mis senos, mis muslos! ¡Acuérdate, Chasca! ¡Acuérdate de mí cuando sientas el sabor de mi carne dura, que yo quisiera sentirme entre tus dientes, entre tu sangre, entre tu cuerpo, ser tuya para siempre!

Le separaron la cabeza del tronco y el cuerpo fue arrojado al río. La noche se iniciaba. Los servidores me escoltaron con los trofeos ensangrentados, con las cabezas reales, y nos perdimos en las sombras. Las dos cabezas fueron obsequiadas a tu padre por mí, ¡y hoy, a través del tiempo y la distancia, más allá de la vida y de la muerte, del amor y del olvido, las dos cabezas me miran aún, con su mirada inexorable!

Chasca cogió la cabeza de la reina y llevándola hasta la suya, le dijo:

–¡Reina, reina, reina! ¡Me amas todavía! ¿Recuerdas, reina?

Entonces dejó caer sin aliento la cabeza, que al chocar con el vestido de Sumaj, produjo ruido breve de cosa inanimada y deslizándose en el cordón, fue a juntarse con la cabeza del rey.

La luna caminaba en el cielo azul y diáfano. En la sala dialogaban, chisporroteando, los mecheros. En el mundo se sentía el silencio. Sumaj, impresionado, atrajo hacia sí a Chasca. El indio miraba como poseído la funesta cabeza evocadora que atisbaba imperturbable desde el cordón guerrero y Chasca musitaba entrecortadamente las palabras:

–Aunque arrojes mi cuerpo al río... Aunque tomes mi cabeza para tus trofeos y mis dientes para tus amuletos y mi piel para tus tambores y tus cuernos de caza... Ámame más, una vez más... Yo sé que te comerás mis labios, mis manos, mis músculos, y quisiera sentirme entre tus dientes, entre tu sangre, en tu cuerpo... Ámame, ámame más...

Un silbido se prolongó en la noche e hirió el silencio como un puñal. Los guardias se agitaron. Sintióse ruido de pasos y crujir de trajes en la habitación vecina. Hubo rozar de alas viriles. El noble y Chasca se pusieron de pie, y ante los guardias inclinados, entró el sacerdote con los brazos extendidos y dijo solemnemente:

–Noble general del Imperio, Sumaj Majta, hijo de Umac Umu, gran sacerdote del Sol y de la Luna, ha llegado la hora del sacrificio.

Tras él entraron los nobles y los parientes, los generales y los sacerdotes, los amautas y el arabeju familiar. Fue un desfile luminoso de colores, de piedras, de armas, de trajes y de plumas, el que pasó hacia el gran patio donde se elevaba el túmulo rodeado de guirnaldas que iba a recibir el sacrificio.

La luna estaba en el cenit, presidiendo los oficios, y a su luz, transparentes y verdosos, brillaban los ojos y los trajes en silencio. Y así se inició el rito, sin más ruido que el agitarse de las enormes alas del cóndor que se debatía, el chispotear de los mecheros olorosos y el eco lejano y manso del agua que lloraba desde el río, en el fondo del valle solitario.

Finis desolatrix veritae

Cuando me incorporé tuve la sensación de haber sido animado por una corriente eléctrica. Mi esqueleto estaba intacto y podía mover los miembros sin dificultad, en el trágico paisaje. Sobre la estéril extensión nada acusaba a la vida. Todo lo que alguna vez fuera animado, todo lo que surgiera sobre la tierra por el raro soplo del germen, los edificios, los árboles, los hombres, las aguas, el ruido del mar, todo había concluido. Me encontraba sobre una yerma extensión despoblada. En el horizonte ilimitado y oscuro, nada se destacaba sobre el suelo. El Sol, como un foco enorme y amarillo, estaba inmóvil en el vasto confín, y ya sus rayos fríos no animaban la tierra. Enormes masas negras de nubes inmóviles encapotaban el cielo. A mi derredor había un gran hacinamiento de huesos y era dificultoso ver el suelo. De pronto sentí una vibración uniforme que agitaba todos los despojos. Como movidos por una corriente eléctrica intermitente, los huesos pugnaban por levantarse y volvían a caer sin movimiento, como desmayados. El tinte pálido del Sol, ya muerto, animaba cloróticamente aquella doliente visión.

Entonces vínome a la memoria, después de grandes esfuerzos, el pasado. Me parecía haber despertado de un sueño rápido. Hice recuerdos y coordiné lo siguiente: Yo estaba la última vez en mi lecho. Una luz pálida iluminaba mi alcoba y un amigo, mi médico, teníame el pulso, grave, sin pronunciar una palabra. De pronto entraron en mi habitación mi madre y mis hermanas. Sentí un cuchichear de voces, vi caras entristecidas, y a una palabra del médico, rompieron a sollozar. El médico hizo una seña. Ya no podía moverme; había perdido el dominio sobre mí mismo y los párpados caían sobre mis ojos, pesadamente. Pero mi conciencia estaba perfectamente clara. Oía aún los sollozos; sentí que alguien, mi madre, me abrazaba llorando; sentí que un Cristo de metal descansaba en mi pecho; una mano puso frente a mis labios un espejo, y después todo se desvaneció.

Yo debí ser sepultado, naturalmente en el cementerio de mi pueblo. El cementerio no distaba un kilómetro de la ciudad; nosotros poseíamos un mausoleo. ¿Por qué, pues, me encontraba yo en este desolado paraje, cuando el espíritu volvía a animar mi esqueleto en esta hora definitiva? ¿Quién podía haber trasladado mis restos a este extraño lugar? Por otra parte, ¿dónde estaban mis seres amados? ¿Por qué me encontraba yo solo en medio de tantos despojos? Una duda mortal y fría me lastimaba. Extendí la vista para buscar en la extensión gris algo tangible a qué poderme referir y vi lejos, muy lejos, sobre la enorme extensión de huesos, un esqueleto que como yo, se elevaba en aquel campo de desolación. Sobre la gran cantidad de huesos se incorporaban ya algunos esqueletos que trataban de ponerse en pie; pero volvían a caer sin ánimo sobre la tierra. Me encaminé con dificultad entre las óseas capas hacia el esqueleto. A mi paso cruzaban de repente, con velocidad, tibias, omóplatos y cráneos que iban a reunirse con sus cuerpos. Llegué donde el esqueleto, solemne y grave, se erguía. Miraba con tristeza desgarradora aquella extensión y no se dio cuenta cuando yo, acercándome, me puse a su lado.

–¿Quién sois, espíritu, y dónde estamos? –le dije.

No respondió.

–¿Qué ha sucedido? ¿Qué extraña pesadilla es ésta? ¿Por qué me encuentro aquí? ¿Vos no podríais responderme? ¿Quién ha animado mis huesos? ¿Quién me ha dado de nuevo estos sentidos que me permiten razonar? ¿Por qué mi cuerpo ha venido a aparecer aquí? ¿Qué tiempo hace, decidme, que desaparecí de la vida? ¿Dónde están mis seres amados? ¿Es esto la tierra? ¿Es aquel el Sol? Habladme, por vuestros más caros recuerdos, dadme una luz que amortigüe esta duda cruel... ¿Estamos acaso en el infierno?...

El esqueleto no me respondía.

–¡Decidme, por Dios, una palabra! ¿Qué tiempo hace que yo deje de ser?... Yo era de un país joven, de un continente nuevo; cuando yo vivía, la vida era buena, los árboles alegraban el mundo, los ríos corrían desbordados, un soplo de actividad hacía evolucionar lo creado. ¿Dónde estamos?...

–En la tierra.

–Pero ¿y el tiempo?

–Ya no hay tiempo.

–¿Y el espacio?

–Ya no hay espacio.

–¿Y el sol?

–Vele allí, que agoniza; ya está inmóvil.

–¿Qué ha pasado por el mundo?

–Los siglos.

–¿Estamos, pues, en el fin? ¿Hemos sido llamados por Dios?...

–¡Quién sabe!

–¿Vendrá ahora una manifestación divina, seremos destinados tal vez a otro planeta, a otra vida?...

–¡Quién sabe!

–¿Han pasado muchos siglos? ¿La humanidad ha vivido mucho tiempo? ¿Dónde está el progreso de los hombres? ¿Nada ha quedado, acaso, de todos los esfuerzos, de todas las preocupaciones; ha podido el tiempo destruir tantas cosas magníficas?

–¡Quién sabe!

–¡Habladme, por Dios! Dadme una luz, sacadme esta tortura o dejadme en la nada, pero no prolonguéis este estado de laceración. ¿Esta noche terminará? ¿Habrá una nueva aurora?

–¡Quién sabe!

En la extensión desolada y sombría, algunos esqueletos comenzaron a moverse y a animarse. Caminaban lejos de nosotros, en diversas direcciones.

–¿Vos sois acaso cristiano? ¿Conocisteis y amasteis a Cristo?

–Tú hablas de Cristo. ¿En tu tiempo aún se le conocía? ¿Eres tan viejo? Otras regiones se sucedieron en el mundo. Muchas vueltas dio la Humanidad. Hubo otros profetas, otros ideales, otras religiones, y tantas, que la Humanidad dudó un día que Cristo hubiera existido y que su religión hubiera tenido prosélitos.

–Eso es imposible. Cristo vive en el cielo. Cristo me salvará. Cristo está a la diestra de Dios, él era el Hijo de Dios, él velaba por la especie y por el Espíritu humano.

–¡Quién sabe!

–Cristo, a la hora final del Universo, vendrá a buscar a sus hijos, intercederá por ellos ante Dios, les dará una mansión de bienaventuranzas...

–¡Quién sabe!

–Allí nos reuniremos todos los que en vida nos amamos. Allí encontraremos a nuestros seres queridos. Allí el espíritu de los buenos tendrá una dulce consolación.

–¡Quién sabe!

–Mi alma y mi cuerpo serán vueltos a la vida. Y mis amados serán vueltos a la vida y todo lo que fue volverá a ser.

–Tú no eres tú. Tú no fuiste tú. Tú no serás tú. Tu cuerpo venía de la tierra. Lo que fue un día en la vida tu sangre, había sido antes la vida latente de una serie de sustancias. Tu sangre vino del mineral que absorbe la planta y que dio el dulce fruto de nutrición a tu padre; en tu sangre había gases de la atmósfera que alimentaron los pulmones del que te engendró. En tu cerebro había neuronas que se componían de sustancias químicas y que se animaban al calor del sol, al efluvio de los cuerpos compuestos, al estímulo de excitantes diversos. Todo tú, eras sacado de la Naturaleza. Cuando volviste a la tierra, tus gases descompuestos ardieron en el fuego y dieron savia a los árboles del cementerio; de tu cerebro salieron gusanos, que dieron vida a las crisálidas, y un día las crisálidas levantaron sus finas alas en la limitada extensión del ataúd, en las sombras, y murieron, y también fueron nuevos gases que filtraron el zinc de tu caja. En tu cuerpo había aceites que penetraron en la madera y la pudieron; en tus huesos había sales y sustancias que se descompusieron y se disgregaron y abonaron las raíces que los árboles buscaban. Un día nada quedó de tu cuerpo. Todo lo que formaba la armonía de tu ser, está hoy repartido. Una parte fue a convertirse en la madera de un mueble; otra parte, vegetal, fue a filtrarse en las neuronas de un hombre; los minerales sirvieron de componentes a una fortificación de guerra; algo de ti fue al espacio con otros elementos. Tú estás disgregado en la Naturaleza. Pero ya el sol no anima y la sustancia no vibra, y todo, todo, ha concluido definitivamente... Ahora somos una vana imagen intangible; somos un recuerdo; pero toca tus miembros, busca tus huesos; no encontrarás nada, nada.

Y toqué mis miembros y nada era perceptible. Yo era una especie de efluvio, una idea, algo intangible, vago.

–Pero la humanidad no puede perecer así. Tenemos un fin. Yo soy creyente. Yo creo en Dios.

–Dios era lo que animaba el mundo y ya ves que no existe el mundo. ¿Dónde está, pues, Dios?

–Dios existe y es eterno. El vendrá por sus hijos. Jesucristo me acompaña. Yo creo que él vendrá; él es la esperanza, el áncora de salvación del mundo. El se sacrificó por los hombres...

–¡Quién sabe!

–El no puede abandonar a los suyos. Vamos a invocarle. Vamos en pos de él. Recemos. Recemos, por Dios, recemos; la oración nos acercará al Creador, Jesucristo oirá nuestras plegarias.

El esqueleto quedó un gran momento silencioso, con la calavera inclinada sobre el esternón, en desoladora actitud.

Yo comencé a rezar, espantado, contrito, poseído por un pavor trágico: Señor mío Jesucristo, Dios y Hombre verdadero, Creador del cielo y de tierra...

–No reces, es inútil.

–¡Madre mía, madre mía! ¿Dónde estás? ¿Por qué no oyes mis clamores? ¿Por qué abandonas a tu hijo? ¿Dónde están tu espíritu, tu amor inmenso, tu abnegación y tu martirio? ¡Madre mía, madre mía! –gritaba yo desconsolado y mi voz se perdía sin eco en la extensión siniestra.

–¡No llames, es inútil!

–Pero ¿por qué esta tortura? ¿Por qué esta crueldad? ¿Por qué se me ha vuelto a la vida, por qué esta maldita razón?...

–No protestes. ¡Es inútil!

Entonces yo me arrodillé a los pies de aquel raro esqueleto, y le dije sollozando, con toda la sinceridad de mi alma:

–Escuchadme: vamos en pos de Cristo. Invoquemos a Cristo; él es el único que puede salvamos, él no nos abandonará; recemos, señor, recemos; sed piadoso, sed creyente; tal vez por vuestra falta de fe, él no nos escucha. Aunemos nuestra plegaria; creed en Cristo...

Y él, con una tristeza infinita, con una desoladora melancolía, con un desencanto indescriptible, inclinó la apesadumbrada cabeza y me dijo estas palabras:

–Hermano mío, Cristo soy yo.

Los huesos se animaban, se animaban, y el sol iba oscureciéndose, fijo en el mismo punto del horizonte.

El pastor y el rebaño de nieve

I

Era el reinado de Túpac Inca Yupanqui. Ritti-Kimiy, hermano del Inca, era uno de sus favoritos. Usaba flechas y armas iguales a las suyas y departía por las tardes con su noble hermano. Eran todos felices en el reino. Pacric había hecho conquistas para el Inca, había cogido animales rarísimos para sus salones y piedras preciosas para su llauto. Una tarde, los dos nobles hermanos miraban descender el Sol sobre la mar lejana, desde la terraza del palacio real. El cielo se vestía de un color rojo encendido que ardía sobre el mar.

Miraban atentamente cómo se hundía el Sol sin ocultarse tras de las nubes, lo cual era un feliz presagio para el Inca. Ya iba a ocultarse el astro. Una nubecilla dorada se acercó demasiado. El Inca palideció. Ahora se alejaba, y los nobles observaban presas de una excitación intensa y febril. Ya faltaban minutos, segundos, ahora...

–¡Por fin!

–¡La felicidad te espera!

–Contento y feliz estoy. Pídeme ahora lo que quieras y hoy te lo concederé...

–¿Me concederás, señor y hermano, lo que te pida hoy?...

–¡Te lo concederé! ¡Habla!

–Quiero ver a las vírgenes del Sol...

El Inca palideció. Aquello era una audacia sin límites. No había precedente de pedido semejante y al que se hubiera atrevido a formularlo lo habría hecho ahorcar en la plaza pública.

–No me has pedido riqueza, ni castillos, ni estados, ni haciendas, ni honores. No te has detenido a pedir un rebaño de oro ni una mujer de mis salas, ni uno de mis esclavos. ¿Por qué me pides aquello que nadie ha pedido nunca? ¿Por qué quieren ver tus ojos lo que no vieron jamás los humanos ojos? Pídeme lo que quieras. Tuyas son mis riquezas, mis esclavos, mis concubinas, mis armas y mis trajes, mis ovejas y mis rebaños. Pero no pidas, noble hermano, lo que no te he de conceder.

–Hijo del Sol, tú me lo has prometido. Tú no negarás que me prometiste lo que quisiera. Puedes negarte a cumplir y hacer que me ahorquen en tu presencia, pero si los hombres engañan, no se engañan los dioses. Tú no querrás engañar a los dioses. Tú cumplirás tus palabras. Tú me lo has prometido, Hijo del Sol.

El Inca se sintió vencido. Ensombrecióse su rostro y dijo mirando fijamente en el suelo:

–¡Sea!

II

Eran las cuatro, y el noble entró: no debía hablar a las escogidas, pero podía visitar todos los recintos y ver a todas las vírgenes. Sus ojos se encantaron. Se miraron y comulgaron bajo la misma idea.

El Inca lo hizo pastor de los rebaños del Sol y tomó a la virgen por esposa.

–¿De dónde vienes?

–De la Ciudad Sagrada.

–¿Conoces al noble Rama, hermano del Inca?

–Hace muchos años que cuida, lejos de la ciudad, los rebaños del Sol.

–¿Qué hay en el reino?

–Hay fiesta. El Inca ha tomado por esposa a Yipay, virgen del Sol.

Siguió su camino. Se encontró con un correo.

–¿De dónde vienes?

–De la Ciudad del Oro.

–¿Qué hay en la Ciudad?

–Hay fiestas. El Inca toma hoy una nueva mujer...

Siguió adelante todavía. Se encontró con un anciano.

–¿De dónde vienes?

–De la Ciudad del Inca.

–¿Qué hay en la ciudad?

–Se desposa una virgen del Sol.

Entonces, el alma despedazada, el dolor en los ojos, temblorosas las manos, tornó a la loma sin llegar a la Ciudad. Al regresar, tropieza con una comitiva.

–¿Dónde vais?...

–Vamos al Cuzco: se casa la virgen del Sol. Estos son los presentes del Curacazgo...

Entonces se fue al cerro y tornóse siniestro. Llegó a su terrado y guió sus sagrados rebaños hacia la nieve de las montañas lejanas. Ascendía, ascendía. Los corderos agrupábanse, mansos y blancos, y subían silenciosamente, mansamente, insensiblemente; cubrían la loma, llegaban a la cúspide, descendían y subían otro cerro más alto. Un día, dos días. Por fin, llegaron a un nevado virgen. Ya él tenía las manos heladas, la lengua endurecida. El frío le entraba en los huesos, además no se había alimentado. El Sol hería de lleno y reverberaba.

Entonces cogió un cordero, para cometer el horrible crimen de degollarlo y vengarse del Inca, su hermano y rival. Quería manchar con sangre roja las nieves perpetuas. El Sol se apercibió de su intento y cuando, en la cúspide, en medio del rebaño sagrado, se preparaba el sacrificio, el Sol se ocultó rápidamente, una tempestad se desencadenó y cayó nieve, nieve, nieve blanca. Cuando volvió a salir el Sol, estaban convertidos en nieve el pastor y su rebaño.

Él amaba tanto y tan puramente a la virgen, que el Sol no pudo vencer su amor y su dolor, y, cuando sale, contra su voluntad, sus rayos derriten siempre un poco de la estatua de nieve, y el agua corre desde la cabeza del enamorado y va luego al cauce, después al arroyo, al riachuelo, después al río y luego al mar y se difunde por el mundo: son las lágrimas que llora el enamorado. Y llora siempre que sale el Sol. Cuando subas al cerro y veas la nieve de cerca sobre la cúspide, encontrarás el rebaño blanco convertido en nieve, y, en el centro, el pobre pastor. Aquel amante no ha vuelto al mundo y llorará eternamente, mientras haya nieve, mientras haya montañas, mientras salga el Sol y haga correr sus lágrimas.

El vuelo de los cóndores

I

Aquel día demoré en la calle y no sabía qué decir al volver a casa. A las cuatro salí de la Escuela, deteniéndome en el muelle, donde un grupo de curiosos rodeaba a unas cuantas personas. Metido entre ellos supe que había desembarcado un circo.

–Ese es el barrista –decían unos, señalando a un hombre de mediana estatura, cara angulosa y grave, que discutía con los empleados de la aduana.

–Aquél es el domador. Y señalaban a sujeto hosco, de cónica patilla, con gorrita, polainas, fuete y cierto desenfado en el andar. Le acompañaba una bella mujer con flotante velo lila en el sombrero; llevaba un perrillo atado a una cadena y una maleta.

–Éste es el payaso –dijo alguien.

El buen hombre volvió la cara vivamente:

–¡Qué serio!

–Así son en la calle.