Agradecimientos

Quisiera dar las gracias a mi ayudante de investigación, Alice Kenney, y a mi editora, Nan Graham. Como siempre, estoy en deuda con mis agentes literarios, Glen Hartley y Lynn Chu. Tengo una deuda especial con Glen Hartley, el primero en proponer esta serie de cinco libros breves sobre personalidades de Shakespeare.

(H.B.)

Capítulo 1 Preludio

Me enamoré de sir John Falstaff a la edad de doce años, hace casi setenta y cinco. Era yo un chico regordete y melancólico, y acudí a él por necesidad, pues me sentía solo. Encontrarme en él me liberó de una inseguridad debilitante.

Nunca me ha abandonado en tres cuartos de siglo y confío en que estará conmigo hasta el final. Con él permanece –vigorosa, inolvidable y perennemente– la imagen auténtica y completa de la vida. Él pone en evidencia lo que hay de falso en mí y en los demás.

Si Sócrates hubiera nacido en la Inglaterra de Geoffrey Chaucer y hubiera ido a comprar carne a Eastcheap, una calle de Londres, quizá se habría parado a tomar cerveza o jerez en la taberna de la Cabeza de Jabalí. Allí se habría encontrado con Falstaff y juntos se habrían correspondido en ingenio y sabiduría. No tengo arte para pintar ese encuentro imaginario. Sólo podría hacerlo una fusión de Aristófanes y Samuel Beckett. Hace décadas, compartiendo Fundador con Anthony Burgess una noche de 1972 en Manhattan, le sugerí que él podría atreverse a hacerlo, pero declinó.

Como falstaffiano vitalicio de ochenta y seis años me he convencido de que, si hubiera que definir a Shakespeare por sólo una obra, ésta debería ser Enrique IV en sus dos partes, a las que yo añadiría el relato de la muerte de Falstaff que hace doña Prisas en el acto segundo, escena tercera de Enrique V. Concibo todo ello como la «Falstaffiada» más que como la «Henriada», que es como tienden a llamarla los eruditos.

Shakespeare no se excedió en la alternancia entre la corte, los rebeldes y Eastcheap en estas tres obras. Las transiciones de lo alto a lo bajo son tan ágiles que parecen invisibles.

¿Hay en toda la literatura occidental un retrato de la ambivalencia que iguale al de Hal/Enrique V? Con respecto al rey, su padre, y a Hotspur, su rival, el príncipe es un trompo errático. Su acumulada ambivalencia con Falstaff se ha vuelto asesina. A la imaginación de Hal la persigue la anhelada imagen de Falstaff en el patíbulo. En Enrique V, el nuevo rey manda ahorcar sin lamentarlo al mísero Bardolfo, su anterior compañero. Si no hubiera partido al seno de Arturo –emotiva confusión de doña Prisas con el seno de Abraham–, a Falstaff lo habrían colgado al lado de Bardolfo.

Bastantes estudiosos de Shakespeare comparten la ambivalencia de Hal respecto a Falstaff, lo cual ya no me sorprende. Ellos son los muertos vivientes y Falstaff, el inmortal. Me extraña que el mayor ingenio de la literatura sea reprendido por sus vicios cuando todos ellos son manifiestos y gozosamente reconocidos. El ingenio superior es una de las mayores facultades cognitivas. Falstaff es tan inteligente como Hamlet. Pero Hamlet es el embajador de la muerte, mientras que Falstaff es la embajada de la vida.

El Panurgo de Rabelais, la Mujer de Bath de Chaucer y el Sancho Panza de Cervantes se cuentan entre los vitalistas heroicos de la literatura. Falstaff señorea sobre ellos. John Ruskin enseñó que la única riqueza es la vida. Falstaff, el Sócrates de Eastcheap, encarna esa verdad.

¿Cuál es la esencia del falstaffismo? Mi difunto amigo y compañero de copas Anthony Burgess me dijo que era la libertad respecto al Estado. Anthony y yo nunca estuvimos de acuerdo en esa idea, aunque sin duda ninguna norma social pudo nunca soportar a Falstaff. Recuerdo haberle dicho a Burgess que, para mí, la esencia del falstaffismo era: no moralices. Contar los defectos de Falstaff es trivial: está a reventar de ellos. Hal, como su padre Bolingbroke, es la esencia de la hipocresía. Son unos maquiavelos. Bolingbroke, que se convierte en Enrique IV, es un usurpador y un regicida. Su absurda obsesión es que expiará el asesinato de Ricardo II dirigiendo otra cruzada para capturar Jerusalén. De hecho, muere en la cámara de palacio llamada Jerusalén. Hal, cuando llega a ser Enrique V, dirige un asalto territorial para capturar Francia. Una cruzada es lo que cabría esperar del príncipe Hal, hambriento como Hotspur de lo que ambos llaman honor. Falstaff destruye la validez de ese apetito en su réplica a Hal:

Príncipe

Pero a Dios le debes una muerte. [Sale.]

Falstaff

Todavía no; me disgustaría pagarle antes del vencimiento. ¿Por qué voy a adelantarme con quien no me apremia? Bueno, no importa; el honor me empuja a avanzar. Sí, pero, ¿y si el honor salda mi cuenta cuando avanzo? Entonces, ¿qué? El honor, ¿puede unir una pierna? No. ¿O un brazo? No. ¿O quitar el dolor de una herida? No. Entonces el honor, ¿no sabe cirugía? No. ¿Qué es el honor? Una palabra. ¿Qué hay en la palabra honor? ¿Qué es ese honor? Aire. ¡Bonita cuenta! ¿Quién lo tiene? El que murió el otro día. ¿Lo siente? No. ¿Lo oye? No. ¿Es que es imperceptible? Para los muertos, sí. Pero, ¿no vive con los vivos? No. ¿Por qué? Porque no lo permite la calumnia. Entonces, yo con él no quiero nada. El honor es un blasón funerario, y aquí se acabó mi catecismo.

(acto 5, escena 1)

Si hubiera una religión vitalista, esto le serviría muy bien de catecismo. Falstaff se burla de la fe al cargarse la insensatez de que debemos una muerte a Dios. Conscientemente, también se burla de Hal y de sí mismo. Malfamado y feliz, le habla a un mundo que va de violencia en violencia.

Falstaff se convirtió de inmediato en la personalidad más popular de Shakespeare, y continúa siéndolo. El público de The Globe y los lectores que compraban las obras veían poco motivo para moralizar en su contra. Su propio ser se desborda y este exceso nos sugiere nuevos significados. De por sí, la exuberancia es una incierta virtud y puede ser peligrosa para el individuo y los demás, pero en Falstaff genera más vida.

Estoy cansado de que me acusen de sentimentalismo con Falstaff. Una vez le dije a un afable entrevistador:

Recuerde, hay tres grandes poetas con los que ni a usted ni a mí nos gustaría comer ni cenar, ni siquiera beber: François Villon, Christopher Marlowe y Arthur Rimbaud. Lo menos que harían sería robarnos; lo más, matarnos. Sir John Falstaff no nos mataría, pero seguro que nos embaucaría de un modo u otro y tal vez nos vaciaría los bolsillos muy hábilmente.

En este sentido, el sublime Falstaff traería problemas. Citaré a Orson Welles contra mí mismo, pues su Campanadas a medianoche es una obra maestra olvidada. Welles hizo la película, una adaptación de la Henriada, y la trató como tragedia. La película tenía un brillante elenco secundario de estrellas como Keith Baxter en el papel de Hotspur, John Gielgud en el de Enrique IV, Jeanne Moreau en el de Dora Rompesábanas, Margaret Rutherford en el de doña Prisas y Ralph Richardson como narrador. Welles llamó a Falstaff «…un hombre bueno, maravilloso vitalista… defendiendo una energía –la de la vieja Inglaterra– que está decayendo. Con Falstaff lo difícil… es que él es la mayor concepción de un hombre bueno, el más completamente bueno de todo el teatro. Sus defectos son pequeños, y de estos pequeños defectos él hace bromas colosales. Pero su bondad es como el pan, como el vino.»

Tal vez sea yo el único en estar de acuerdo con Orson Welles. ¿Hay algún otro en Enrique IV cuya bondad sea como el pan, como el vino? El rey, el brillante príncipe Hal y la mayoría de los rebeldes son unos viles intrigantes. El príncipe Juan es un matón engreído, y Douglas y el fascinante Hotspur, fogosas máquinas de muerte. Los seguidores de Falstaff –Bardolfo, Nym y el escandaloso Pistola– son bribones divertidos, y doña Prisas y Dora Rompesábanas son mejor compañía que el justicia mayor. El juez Simple es de un absurdo encantador y su compadre Mudo aumenta la irrealidad.

Falstaff es tan desconcertante como Hamlet y de una variedad tan infinita como la de Cleopatra. Se le puede aprehender, pero no abarcar enteramente. Falstaff no tiene límites. Su ámbito es la libertad, pero él muere por amor.

En su «A Reverie at the Boar’s Head Tavern, Eastcheap» [«Ensoñación en la Taberna de la Cabeza del Jabalí, Eastcheap»], Oliver Goldsmith es guía y norte:

El personaje del viejo Falstaff, aun con todos sus defectos, me da más consuelo que los más estudiados esfuerzos de la sabiduría. En él veo a un viejo agradable que olvida la edad y me muestra la manera de ser joven a los sesenta y cinco. Sin duda puedo ser tan alegre como él, aunque no tan gracioso. ¿No está en mis manos tener, aunque no tanto ingenio, al menos tanta vivacidad? Vejez, ansiedad, sabiduría, reflexión... ¡fuera! El viento os lleve. Venga la otra botella. ¡Brindo por la memoria de Shakespeare, Falstaff y todos los hombres alegres de Eastcheap!

Falstaff tal vez se acerca más a los setenta y cinco que a los sesenta y cinco. Samuel Johnson, que descubrió y promovió a Goldsmith, celebró a Falstaff de un modo parecido, aunque expresando su desaprobación moral. Maurice Morgann es el verdadero antepasado de todos los falstaffistas. Su An Essay on the Dramatic Character of Sir John Falstaff [Ensayo sobre el personaje dramático de sir John Falstaff], publicado en 1777, fue criticado por Johnson, quien con sorna propuso a Morgann que intentara demostrar que Yago era una buena persona. El problema era la supuesta cobardía del Caballero Gordo. La primera acusación la hizo el príncipe Hal, que necesita enconadamente convencer a Falstaff de que confiese su cobardía. ¿Por qué?

Si cruzamos el umbral de la sinuosa conciencia de Hal/Enrique V, segundo rey de la dinastía Lancaster, nos encontramos con la oscilante presencia de la ontología, la inmanencia de sir John Falstaff. ¿Por qué Shakespeare inventó a Falstaff?

El personaje literario es siempre una invención y está en deuda con otras anteriores. Shakespeare inventó el personaje literario tal como lo conocemos. Reformó nuestras expectativas de la imitación verbal de la personalidad y la reforma parece ser permanente y misteriosamente inevitable. La Biblia y Homero crean personajes vigorosos cuyo carácter, sin embargo, suele ser inalterable. Envejecen y mueren en sus historias, pero su idiosincrasia no se desarrolla.

La de las personalidades de Shakespeare sí. En sus obras, la representación del carácter parece normativa y, de hecho, en seguida pasó a ser el modo aceptado. Las personalidades de Shakespeare tienen poco en común con las de Ben Jonson o Christopher Marlowe. La originalidad de Shakespeare al retratar mujeres y hombres se fundamenta en Los cuentos de Canterbury de Geoffrey Chaucer.

En Shakespeare la vitalidad se transmuta en ansiedad de muerte. Ricardo II, el protagonista de la historia que inicia la Henriada, es un masoquista moral cuya inmensa complacencia en la desesperanza aumenta su caída a manos del usurpador Bolingbroke, que de este modo se convierte en Enrique IV. En la personalidad de Ricardo II, Shakespeare prefigura el elemento humano por el cual empeoramos una mala situación a través de nuestro lenguaje hiperbólico.

Falstaff es diferente. Su gozo de vivir impregna su torrente de palabras y de risas. Hotspur es la encarnación de la ansiedad de muerte. Sin embargo, su estilo es distinto al de Ricardo II. Su lenguaje altanero ataca las fronteras de lo posible. Hal, hijo de su padre, desconfía de su propio vitalismo, pero acude a Falstaff para afianzarse en él. Y el regio alumno resulta inclemente con su maestro. Los reyes no tienen amigos, sólo seguidores, y Falstaff no sigue a nadie.

Directores, actores, espectadores, lectores necesitan entender que Falstaff, grandiosísimo ingenio, es tragicómico. A diferencia de Hotspur y Hal, no es un juguete del tiempo. Decía Samuel Johnson que el amor era la sabiduría de los necios y la necedad de los sabios. No se me ocurre una mejor descripción de mi héroe sir John Falstaff.

Capítulo 2 Representar a Falstaff

Interpreté por vez primera el papel de Falstaff la noche del 30 de octubre de 2000 en Cambridge, Massachusetts, con el American Repertory Theater. Robert Brustein, que entonces dirigía el ART, representó al alférez Pistola y Will Lebow hizo varios papeles, entre ellos el de Bardolfo, mientras Thomas Derrah era Hal, Karen MacDonald, doña Prisas, y yo era Falstaff. La directora Karin Coonrod y yo elaboramos un texto sacado de las dos partes de Enrique IV más el lamento por Falstaff de doña Prisas, del acto primero, escena tercera de Enrique V.

Escribí un epílogo a lo que yo había llamado la Falstaffiada e imité a Shakespeare lo mejor que supe:

No, ciertamente no estoy en el infierno; estoy en el seno de Arturo. Mas no soy sino la sombra remedada de sir John Falstaff, pues no tengo vida de hombre. Aquí hay honor, no vanidad, mas nunca hay sazón para chanzas ni para ociosidades. Agua, en abundancia, mas no jerez; no hay sangre que calentar. La voz la he perdido de tanto santificar y cantar himnos.

¿Dónde están Bardolfo y Pistola y la posadera? ¿Y Dora?

Fui mayor en juicio y entendimiento, pero bien joven mientras viví, y sólo ofendía al virtuoso. Ahora quiero que el magnífico jerez me ilumine el rostro, que cual faro llame de nuevo a las armas a todo mi pequeño reino de hombre. Mas sueño; estoy en el seno de Arturo; concededme, pues, vuestro adiós.

Volví a hacer este papel en el Yale British Art Center, dirigido una vez más por Karin Coonrod, con el joven Michael Stuhlbarg en el de Hal. Y recuerdo haber actuado de Falstaff esporádicamente en la Shakespeare Society de Nueva York.

He visto dos espléndidas representaciones de Falstaff. La primera fue la gran experiencia teatral de mi vida. Las noches del 7 y 8 de mayo de 1946 acudí al Century Theater de Nueva York para ver a la Old Vic de Londres representar la primera parte de Enrique IV, y la noche siguiente, la segunda. Ralph Richardson, que me parece el mejor actor que yo haya visto, hacía de Falstaff. Laurence Olivier, de Hotspur la primera noche y, con asombrosa adaptabilidad, de juez Simple la segunda.

Richardson no hizo un papel cómico con Falstaff. Su opulenta actuación es difícil de expresar. La dignidad herida se fundía con la energía sobrehumana, la honda sabiduría y una melancolía aún más profunda. El orgullo predominaba y debía degradarse necesariamente. El efecto rayaba en tragedia, pero sin entrar resueltamente en ella, como hizo Orson Welles con su tragedia de Falstaff.

Si yo fuera actor, procuraría imitar a Richardson y a Welles. Su Falstaff no era cobarde, sino realista. Peleaba mientras lo veía razonable. Era el homo ludens que valoraba las reglas del juego. Para él todo era ficción menos en los juegos. El Falstaff más encantado y encantador es el que monta parodias con Hal. En el campo de batalla desprecia las matanzas, desea sensatamente estar de vuelta en la taberna, lleva una botella de jerez en la pistolera y para él morir y muerte son bromas pesadas. ¿Quién puede resistirse a un antiguo soldado que, habiendo entendido el absurdo de la violencia, nos anima a jugar?

Shakespeare explora la paradoja de que, al igual que Hamlet, Falstaff parece una persona de verdad llevada a la escena y rodeada de actores. En presencia de Falstaff, los mismos Hal y Hotspur son sólo sombras. En torno a Hamlet oscilan sombras como Claudio, Gertrudis y Ofelia, sin más corporeidad que el espectro del padre asesinado.

Ser Falstaff es atacar las fronteras que separan el ser y el parecer. Falstaff no es cualquiera de nosotros, pues, como Hamlet, su alcance intelectual es inmenso. Pero todos nosotros, sea cual sea nuestra edad o género, participamos de él.

Falstaff quiere que le queramos. Hamlet no necesita ni quiere nuestro amor. La tragedia de Falstaff deriva de su temor al rechazo. ¿Quién de nosotros no teme ser rechazado y expulsado por quienes queremos?

La mayor dificultad de representar a Falstaff está en que es tan inmenso en todos los sentidos que no cabe ni en el ámbito de todo Enrique IV. Como Hamlet, se sale de la escena y entra en nuestra vida. William Hazlitt observó: «Nosotros somos Hamlet». No podemos decir que nosotros seamos Falstaff, aunque, cuando era más joven y estaba menos cansado, yo fantaseaba con ser Falstaff.

Falstaff no admite la refutación. Su cascada verbal brilla con un fulgor radiante. Él es el custodio del tesoro de palabras de Shakespeare. Cada uno a su manera, Ralph Richardson y Orson Welles expresaban los derroches de elocuencia en sus variantes falstaffianas. Richardson cortejaba cada palabra estirándola hasta el límite. Welles saboreaba la bondad de cada frase, paladeándola como si fuera pan y vino.

En 1951 vi en Londres a Anthony Quayle en el papel de Falstaff, con Michael Redgrave en el de Hotspur, Richard Burton en el del príncipe Hal y Harry Andrews en el de Enrique IV. Quayle era un actor extraordinario, pero su Falstaff era áspero y uno dudaba si la suya podía ser una interpretación útil. Estuvo mucho mejor Paul Rogers, a quien vi en Londres en mayo de 1955; con él se destacaba la consciente precariedad de la relación de Falstaff con Hal.

No vi a Kevin Kline ni a Anthony Sher hacer de Falstaff en el escenario, pero no faltarán actores que encarnen a Falstaff mientras haya humanos en el mundo. Entre tanto, yo sigo releyendo, enseñando y reflexionando sobre su magnificencia.