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Hugo Mujica

Nació en Buenos Aires en 1942. Estudió Bellas Artes, Filosofía, Antropología Filosófica y Teología. Esa variedad de intereses encuentra reflejo en su obra, que va desde la filosofía a la narrativa, pasando por la metafísica y la antropología, y cuyo eje vertebrador es siempre la poesía. Fue artista plástico en el Greenwich Village neoyorquino en la década de 1960, antes de hacer voto de silencio y pasar siete años en monasterios de la Orden Trapense, donde comenzó a escribir. Su singular trayectoria vital es la materia prima de su obra que, iniciada en 1983, ha sido editada en la Argentina, Bolivia, Brasil, Bulgaria, Chile, Colombia, Costa Rica, Ecuador, Eslovenia, España, Estados Unidos, Grecia, Italia, México, Uruguay y Venezuela.

Primera edición: abril 2018

© Hugo Mujica, 2018

© Vaso Roto Ediciones, 2018

ESPAÑA

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28009 Madrid

MÉXICO

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Dibujo de cubierta: Víctor Ramírez

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eISBN: 978-84-121910-0-4

BIC: DNF

Hugo Mujica

La carne y el mármol

Francis Bacon y el arte griego

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A Mercedes Bazterrica

Índice

Capítulo i

Capítulo ii

Capítulo iii

Capítulo iv

Capítulo v

Capítulo vi

Capítulo vii

Capítulo viii

Capítulo ix

i

La historia será «efectiva» en la medida en que introduzca lo discontinuo en nuestro mismo ser. Dividirá nuestros sentimientos; dramatizará nuestros instintos; multiplicará nuestro cuerpo y lo opondrá a sí mismo. No dejará nada sobre sí que tenga la estabilidad tranquilizante de la vida o de la naturaleza, ni se dejará llevar por ninguna obstinación muda hacia un fin milenario. Socavará aquello sobre lo que se la quiere hacer descansar, y se encarnizará contra su pretendida continuidad. El saber no ha sido hecho para comprender, ha sido hecho para hacer tajos.

Michel Foucault

Francis Bacon no cita a Foucault –como acabo de hacerlo yo–; transcribe sí, y lo hace para afirmarlo él mismo, a su tan leído como admirado Charles Baudelaire: «si el arte no choca no tiene ningún interés». Pero su intención fue más lejos, o es más raigal, que la de sacudir al público, que la de épater les bourgeois –recurso pueril y fácil si lo hay–, por eso consecuentemente agrega sin ambages: «quiero chocarme a mí mismo». Estrellarse, sacudirse y arrojar de sí todo lo convencional, lo ya sabido, lo ya aceptado… lo ya sido. Todo lo que solemos llamar «yo»; ese yo más vivido por ayeres que viviente hoy, ese artista más ilustrador que creador.

«En fin, si destruyes, hazlo entonces con las herramientas nupciales». Comentando este poema de René Char, Bacon agrega y comparte: «sí, eso es, la violencia que abre la puerta a otra cosa. Es raro, pero a veces el arte logra producirla; imágenes que pueden hacer añicos el viejo orden sin dejar nada como era antes». Mucho menos –agrego yo– teniendo por parámetro la vida de Francis Bacon, al artista que las configura.

D. H. Lawrence, refiriéndose a Paul Cézanne, escribió lo que ahora hago extensivo a Bacon, lo que creo que se aplica por igual tanto a su vida como a su obra:

Su lucha representa el esfuerzo por escapar a la dominación del concepto mental estereotipado, a la conciencia mental atiborrada de clichés que se interponen como una pantalla entre el yo y la vida. Es una lucha entre el ego del hombre, es decir, su yo mental estandarizado y su yo intuitivo.

Su yo «instintivo», corregiría, y encarnará Bacon traduciéndolo a su discurso estético, a su violencia expresiva.

«No es más que un prejuicio de los tres últimos siglos el que en todo saber haya de estar presente el ‘yo’, es decir, que no pueda ver un árbol sin que sea ‘yo’ quien lo ve», escribió Franz Rosenzweig en uno de sus libros; constatación con la que estaría plenamente de acuerdo Bacon, para quien la condición sine qua non de la creación pictórica –la deconstrucción de sí, de ese «yo», de ese «sujeto» social y socializado– se fue desarticulando a pinceladas sobre sus telas, se fue transparentando en sus colores, y, no menos, desangrándose.

Chocarse, sacudirse a sí y de sí, y desde esa conmoción que es su obra, espolearnos, despertarnos a nosotros: eso buscaba Bacon, y eso suele seguir logrando su obra, su legado. Rescatarnos del estancamiento repetitivo que es nuestra forma de mirar, nuestro estar frente a todo sin entregarnos a nada, nuestro no ver sino corroborar, nuestro subsumir lo que nos interroga en lo ya sabido, igualar lo otro con lo mismo: identificar, uniformar.

Identificar: a = a, y, clausurados en esa fórmula mágica, declararnos sanos, lógicos, portadores del sentido común, del sentido sin sentido de los adaptados, de los colonizados por el sistema.

Todos iguales para que nadie sea único.

Singular.

Lógica o ideología de la «identidad», que tiene como logro y precio el dejar todo lo diferente fuera –«principio de no contradicción»− e ignorado o eliminado de nosotros –«principio del tercero excluido»−, el precio de llamar a nuestra propia alteridad −la propia y ajena multiplicidad o nuestra necesaria discontinuidad− locura, y encerrarla tras las rejas de la represión; o llamarla delirio y ocultarla en la sombra de la negación o tras la niebla de algún fármaco.