Fune o Amu

Copyright © Miura Shion 2011

Spanish translation rights arranged with KOBUNSHA CO., LTD.

through Julio F. Yáñez Agencia Literaria S.L., and Japan UNI Agency, Inc.

© de la traducción: Rumi Sato, 2018

© de las guardas: lalan, Yellow Dahlia/Shutterstock

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

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Primera edición en Nocturna: marzo de 2020

Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Cultura y Deporte.

ISBN: 978-84-17834-32-6

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CAPÍTULO 1

No sería para nada exagerado afirmar que Kōhei Araki consagró toda su vida —o, para ser más precisos, toda su vida laboral— a los diccionarios.

Las palabras le fascinaron desde la infancia.

Por ejemplo, inu1 («perro») es una palabra homófona del verbo «no estar». «Si digo que inu ga inu, significa que el perro está, pero como si no estuviera, ¡ja, ja! Resulta de lo más gracioso…». A su mente infantil se le ocurrían cosas por el estilo y le divertían mucho, aunque si ahora que era un hombre hecho y derecho se le ocurriera comentarlo en el trabajo, seguro que sus jóvenes compañeras lo obligarían a callarse con desdén: «Basta ya de esas bromas aburridas, señor Araki».

Araki de pequeño había aprendido que ese perro tenía otros significados además del de animal de cuatro patas. Una vez, cuando su padre lo llevó al cine, oyó gritar: «¡Maldito perrooo!» a un yakuza, un mafioso japonés, bañado en sangre mientras moría traicionado en la pantalla. «Así que a un espía enemigo también se le puede llamar perro», pensó Araki. El jefe yakuza, al enterarse de que su secuaz había sido herido de muerte, se levantó de un salto y rugió a sus acompañantes: «¡Eeeh, vosotros! ¡¿Qué demonios estáis haciendo ahí parados?! ¡Traed las dagas y actuad! ¡Nunca consintáis que a uno de los nuestros lo maten como a un perro!». De manera que esa expresión con perro también podía significar «en vano, acto inútil» y, en ese caso concreto, «morir inútilmente».

Los perros eran fieles compañeros de los humanos, dignos de confianza, inteligentes y adorables, pero perro también podía referirse a un traidor o a una acción inútil, infructuosa. ¡Qué extraño! De pequeño, Araki trató de descubrir cómo era posible eso. Quizá tenía que ver con la fidelidad del animal, que rayaba el servilismo, con esa devoción que nunca era recompensada por más intensamente que se la demostrara a su amo. Quizá tales rasgos caninos fueran la causa de dotar al término perro con esos otros sentidos negativos.

A pesar de su interés precoz por las palabras, el primer encuentro de Araki con un diccionario se produjo relativamente tarde. Sus padres, que administraban una ferretería, estaban ocupados almacenando y atendiendo a los clientes, y no se les pasó por la cabeza la idea de comprarle un diccionario para ayudarlo en sus estudios. Su filosofía educativa era: «Si un niño está sano y no causa problemas a los otros, con eso es suficiente». Y sus padres no eran los únicos que pensaban así: la mayoría de los adultos en aquella época lo hacían.

Araki, por su parte, tenía más ganas de jugar al aire libre con sus amigos que de estudiar. Apenas había prestado atención al único diccionario de japonés moderno que había en el aula de su escuela de primaria; para él no era más que un simple objeto cuyo lomo entraba en su campo de visión de vez en cuando.

Todo cambió con su primer diccionario, el Diccionario de japonés de la editorial Iwanami, un regalo que le hizo su tío para celebrar su ingreso en secundaria. Desde el momento en que lo cogió, se quedó enganchado. El placer de abrir un diccionario que le pertenecía y hojearlo era indescriptible. Al igual que la cubierta brillante, las líneas estrechas impresas en cada página y el tacto del finísimo papel. Pero, por encima de todo, le gustaban sus definiciones concisas. Una noche, mientras remoloneaba con su hermano pequeño en la sala de estar, su padre les regañó: «¡Bajad la voz!». Para probar el diccionario, Araki buscó la entrada koe («voz»). Su definición era la siguiente:

koe (sust.) 1. Sonidos que las personas y los animales producen mediante el uso de un órgano especial situado en la garganta. 2. Sonido que se asemeja a la pronunciación vocal. 3. Señal de la proximidad de una estación del año o de una época de la vida.

También venían los ejemplos de uso de la palabra. Algunos de ellos le eran familiares, como koe wo ageru («levantar la voz») o mushi no koe («canto de un insecto»). Los otros nunca se le habrían ocurrido: sentir la señal del otoño era «oír la voz del otoño»; estar uno cerca de los cuarenta años de edad era «oír la voz de los cuarenta». La idea era nueva para él, pero le convenció: koe ciertamente podía transmitir «la señal de la llegada de una estación de la naturaleza o de un momento de la vida». Al igual que perro, la palabra voz poseía toda una variedad de significados. Y no sólo eso: al consultar el diccionario, Araki se dio cuenta de que las palabras que usaba habitualmente tenían más significados, todos sorprendentemente amplios y profundos.

Aun así, esa explicación de «un órgano especial situado en la garganta» le pareció críptica. Por lo que, olvidándose de la regañina de su padre e incluso haciendo caso omiso de su hermano pequeño, que reclamaba su atención, buscó tokushu na y kikan, las palabras «especial» y «órgano».

tokushu na (adj.) 1. Cualitativamente diferente de lo ordinario; tener una naturaleza particular. 2. (Filosofía) Lo que es individual, en oposición a universal.

kikan (sust.) Una parte constitutiva de un organismo que tiene una morfología fija y que lleva a cabo una determinada función fisiológica.

Esas definiciones le resultaron bastante ambiguas. Como sabía que el «órgano especial situado en la garganta» sólo podían ser las cuerdas vocales, Araki dejó correr el asunto. Pero para cualquiera que ignorase que las cuerdas vocales eran un «órgano especial situado en la garganta», la explicación seguiría siendo un misterio.

Lejos de perder el interés, el descubrimiento de que su diccionario no era perfecto no hizo más que acrecentar su afición. Incluso le gustaba la insuficiencia de algunas definiciones, ya que evidenciaba la gran dificultad del trabajo lexicográfico. La imperfección de ese diccionario precisamente le transmitía los verdaderos esfuerzos y el entusiasmo de los lexicógrafos. La amplia gama de entradas, definiciones, ejemplos… que resultaba fría e impersonal a simple vista no era sino el resultado de la selección y el trabajo concienzudo de unas personas. ¡Qué paciencia debían de tener y qué profundo apego a las palabras!

Desde entonces, comenzó a ahorrar la paga mensual que recibía de sus padres para frecuentar una librería de viejo; cuando salía una nueva edición de un diccionario, normalmente se podía adquirir un ejemplar de la edición anterior a bajo precio. De este modo, poco a poco fue recopilando una notable variedad de diccionarios de diferentes editoriales, que comparaba entre sí. Algunos estaban andrajosos, con la cubierta rota de tanto usarlos. Otros tenían anotaciones y subrayados en rojo hechos por el propietario anterior. Y en el caso de los diccionarios antiguos, mostraban signos de las disputas lingüísticas entre el compilador y el usuario.

Araki soñaba con convertirse en filólogo o lingüista de japonés y elaborar él mismo un diccionario. Así que el verano del segundo curso de bachillerato, un año antes de su graduación, le pidió a su padre que lo dejara ir a la universidad.

—¿Cómooo? ¿Qué quieres estudiar lengua japonesa? ¿De qué me estás hablando? Si ya la hablas, ¿no? ¿Qué necesidad hay de aprender más japonés hasta el punto de tener que ir a la universidad?

—No, papá, esa no es la cuestión.

—No me importa. ¿Por qué no ayudas en la tienda? Tu madre está mal de la espalda, ya lo sabes.

Su padre no prestó oídos a Araki, pero más tarde el tío que le había regalado su primer diccionario, un tripulante de un ballenero que había aprendido a apreciar los diccionarios durante sus largas navegaciones marítimas y que tenía fama de excéntrico en la familia, conveció a su hermano mayor, intercediendo por Araki durante sus raras visitas a la casa:

—Kōhei es un chico muy inteligente. ¿Por qué no dejar que siga estudiando y enviarlo a la universidad, hermano?

Este último le hizo caso y acabó aceptando.

Araki estudió con gran aplicación y consiguió aprobar el examen tan difícil de ingreso a la universidad. No obstante, a lo largo de los siguientes cuatro años, se dio cuenta de que carecía de las cualidades de un erudito, aunque no por ello renunció a su deseo de elaborar un diccionario.

En el transcurso del último año de la carrera universitaria, la editorial Shōgakukan comenzó a publicar su Gran diccionario de japonés, una obra colosal de veinte volúmenes que contenía unas 450 000 entradas compiladas durante más de una década y del cual se rumoreaba que el número de colaboradores ascendía a 3000; este hecho espoleó a Araki a seguir con su proyecto lexicográfico. Sin embargo, tal maravilla de la lexicografía estaba fuera del alcance de un estudiante pobre. Mientras observaba los tomos del diccionario en una estantería de la biblioteca de la universidad, casi temblaba al pensar en la pasión y el tiempo invertidos por los participantes en esa magna obra. Allí, sobre la estantería de la silenciosa biblioteca que olía a polvo, el diccionario parecía emitir una luz tan pura como los rayos de la luna emergiendo del cielo nocturno.

«El nombre de Kōhei Araki nunca llegará a alcanzar la suficiente distinción académica como para figurar en la cubierta de un diccionario, pero todavía me queda la posibilidad de ser el editor. Y lo conseguiré cueste lo que cueste. Jamás me arrepentiré de volcar toda mi pasión y mi tiempo en un diccionario». Con esa determinación, se dedicó a buscar un empleo y acabó siendo contratado por una prestigiosa editorial, Genbu Books.

—Desde entonces, me he dedicado exclusivamente a confeccionar diccionarios durante treinta y siete años.

—Vaya, ¿ya ha pasado tanto tiempo?

—Sí. Hace más de treinta años que lo conocí, profesor, aunque por aquel entonces usted tenía más pelo… —Araki miró la coronilla del profesor Matsumoto, que estaba sentado frente a él.

El profesor Matsumoto dejó el lápiz con el que estaba escribiendo en una ficha léxica, se rio agitando su filiforme cuerpo y comentó, tomándose la revancha:

—Y usted ha acumulado bastante nieve en la cabeza.

A esa hora, el restaurante en el que se encontraban estaba lleno de oficinistas en medio de su receso. Les sirvieron lo que habían pedido: fideos soba fríos acompañados de caldo. Los dos hombres dejaron su conversación y se tomaron la comida en silencio. Mientras lo hacían, el profesor Matsumoto permanecía atento a las palabras que aparecían en la televisión que estaba sujeta a la pared para apuntar nuevos términos o algún uso inusual en las fichas léxicas. Como de costumbre, Araki mantenía los ojos fijos en las manos del profesor, consciente de que, cuando este se hallaba absorto recopilando palabras, era capaz de tomarse los fideos con el lápiz o de intentar escribir con un palillo. Para rematar el almuerzo, tomaron té frío de cebada y se relajaron.

—¿Cuál fue el primer diccionario que tuvo usted? —preguntó Araki.

—Uno que heredé de mi abuelo, el Mar de palabras del pionero Ōtsuki Fumihiko2. Cuando me enteré de que Ōtsuki lo había compilado en solitario tras superar una serie de grandes dificultades, me quedé muy impresionado, a pesar de no ser más que un niño.

—De eso estoy tan seguro como de que usted trató de buscar algunas palabras obscenas, ¿a que sí?

—No, no, de eso nada.

—¿En serio? Tal como le he comentado antes, mi primer diccionario fue el de Iwanami, el que me regalaron cuando entré en la secundaria. Y buscaba en él todas las palabras indecentes que se me ocurrían.

—Pero ese diccionario es extremadamente contenido y recatado. Me imagino lo decepcionado que se tuvo que quedar.

—Así fue. Para chinchin no venía más que lo de ponerse sobre dos patas del adiestramiento canino y lo del sonido del agua hirviendo, nada sobre el pene. ¿Se da cuenta de que usted está admitiendo que también lo buscó?

El profesor Matsumoto soltó una risita.

La hora del almuerzo estaba terminando. El restaurante se hallaba ya casi vacío. La propietaria se acercó a su mesa y les volvió a llenar de té los vasos.

—He tenido el privilegio de trabajar con usted durante mucho tiempo, pero nunca antes habíamos intercambiado recuerdos sobre diccionarios, ¿a que no? —comentó Araki.

—La verdad es que hemos creado muchos diccionarios juntos. Tan pronto como terminamos uno, nos ponemos a revisarlo para actualizar su edición, de modo que nunca hemos tenido tiempo de charlar de forma distendida. Primero fue el Diccionario Genbu de japonés moderno, luego el Diccionario Genbu de japonés escolar y para rematar el Genbu de sinogramas. Todos son memorables.

—Siento muchísimo no poder ayudarlo a terminar nuestro último proyecto. —Araki puso ambas manos sobre la mesa y bajó la cabeza profundamente.

El profesor Matsumoto, que estaba recogiendo sus fichas léxicas, parecía desilusionado. En contra de cómo solía actuar, encorvó los hombros y lanzó con timidez la pregunta:

—¿No hay ningún método por el cual pueda posponer la jubilación?

—Las leyes son las leyes.

—¿Tampoco podría quedarse a tiempo parcial?

—Tengo la intención de pasarme por la oficina cuando me sea posible, pero he de confesarle que mi mujer no está bien de salud. Hasta ahora me he enfrascado en el trabajo y no me he dedicado nada a ella. Así que por lo menos me gustaría pasar tiempo a su lado cuando me jubile.

—Ya entiendo. —El profesor Matsumoto estaba cabizbajo. Luego añadió en tono animado aunque evidentemente fingido—: Sí, eso es lo que debe hacer. Ahora le toca apoyarla.

«Si le quitase la motivación, sería un editor indigno», pensó Araki. Levantó la mirada y se inclinó hacia adelante en un intento de alentarlo.

—Antes de jubilarme, le prometo a toda costa que encontraré a alguien apto para que me sustituya. Alguien capaz de ofrecerle toda la asistencia necesaria, de hacerse cargo del Departamento de Edición de Diccionarios y de llevar a cabo nuestro nuevo proyecto de diccionario. Alguien joven y prometedor.

—Editar un diccionario no es como editar cualquier otro libro o revista —le advirtió el profesor—. Es un mundo peculiar. Se requiere de una paciencia extrema, alguien lo suficientemente exhaustivo para atender a detalles minuciosos y con un amor ferviente por las palabras, pero que no se deje arrastrar por él a fin de mantener una perspectiva lo bastante amplia. ¿Cree que hay jóvenes así hoy en día?

—Seguro que los habrá. Si no puedo encontrar a la persona adecuada entre los quinientos empleados de nuestra compañía, incluso estoy dispuesto a reclutar a alguien de la competencia. ¡Le ruego encarecidamente que continúe aportando sus conocimientos a Genbu Books!

—Me siento verdaderamente afortunado de haber podido crear diccionarios con usted, Araki. No importa lo que tarde en encontrar un sucesor; sé que nunca más tendré a otro editor con sus capacidades.

Emocionado, Araki estuvo a punto de romper a llorar, pero rápidamente se mordió el labio inferior para contenerse. Había pasado más de tres décadas junto al profesor Matsumoto, inmerso en libros y galeradas, y ahora todo ese tiempo compartido parecía un hermoso sueño.

—Gracias.

Sintió despecho por tener que irse justo cuando habían concretado los planes para un nuevo diccionario. Los diccionarios formaban casi parte de su esencia y habían sido su gran pasión y, además, aún le quedaba una importante tarea que cumplir antes de retirarse. La acababa de descubrir tras la muestra de afecto de Matsumoto y al ser consciente de la soledad y la inquietud que habían asaltado a este último. Siempre había creído que su papel como editor había consistido exclusivamente en dirigir los pasos a seguir para la elaboración del nuevo diccionario que tanto ansiaba terminar, pero ahora se daba cuenta de que estaba equivocado: debía encontrar sin demora a alguien que amara los diccionarios tanto como él o incluso más. Debía lograrlo por el bien del profesor, por el bien de todos los usuarios y de quienes estudiaban japonés y, por encima de todo, por el bien de un nuevo libro tan digno como lo es un diccionario en sí mismo.

Araki regresó a la oficina lleno de entusiasmo para acometer su última gran empresa.

Sin perder tiempo, se puso en contacto con las otras divisiones editoriales de la compañía para preguntar si disponían de posibles candidatos, pero los resultados fueron desmoralizadores: la gente no se interesaba más que por el beneficio inmediato.

La mala situación económica había creado una gran tensión en todos los departamentos, de modo que las respuestas que obtuvo Araki fueron similares: darían la bienvenida a nuevos proyectos, como editar una revista que casi con total seguridad se podría autofinanciar con anuncios o un libro que no requiriera muchos gastos para elaborar sus contenidos, pero bajo ningún concepto, y dadas las circunstancias, podían liberar a nadie para trabajar en un diccionario.

—Los diccionarios le dan una imagen digna a la compañía; además, son inmunes a las fluctuaciones del mercado. ¿Es que no hay nadie con aspiraciones que sepa ver más allá de sus narices y pensar a largo plazo?

—Qué le vamos a hacer. —Masashi Nishioka, que apareció entre las estanterías, respondió a lo que había dicho Araki como para sí mismo—. Editar diccionarios cuesta una suma importante de dinero y lleva muchísimo tiempo. La gente siempre ha preferido ganar dinero rápido y así seguirá siendo. —Se dirigió a su escritorio y se sentó.

Nishioka tenía razón. El Departamento de Edición de Diccionarios de Genbu Books se había quedado muy tocado por la recesión y se había visto obligado a recortar drásticamente el presupuesto y el personal. De hecho, el proyecto del nuevo diccionario incluso se había quedado estancado, y lo que era peor: aún seguía sin aprobarse.

Araki hojeó el Amplio jardín de palabras y el Gran bosque de palabras, los diccionarios de tamaño mediano que lucían en su escritorio. Mientras comprobaba la diferencia entre vasto y enorme, chasqueó la lengua.

—No me digas eso como si no tuviera nada que ver contigo, Nishioka. Como no haces bien tu trabajo, me veo forzado a resolver un sinfín de problemas, y lo sabes de sobra.

—Sí, sí, señor. De veras que lo siento.

—No estás hecho para ser lexicógrafo. Tu carácter activo es útil cuando hay que ir a recoger manuscritos, pero para nada más.

—¿No se va a arrepentir después de lo que me acaba de decir, señor Araki? —Sin levantarse, Nishioka hizo rodar su silla hasta ponerse al lado de su jefe—. Se alegrará mucho cuando se entere de la buena noticia que le traigo gracias a esta naturaleza mía de hombre de acción.

—¿Y cuál es?

—Hay alguien idóneo para ser lexicógrafo.

—¡¿Dónde?! —Araki se puso en pie de un salto.

Nishioka esbozó una sonrisa y se hizo el interesante. A pesar de que no había nadie más a su alrededor, bajó la voz con teatralidad y susurró:

—Departamento de Ventas. Veintisiete años, como yo.

—¡Menudo imbécil! —Araki le dio un guantazo en la cabeza—. Ambos fuisteis contratados el mismo año y lo conoces, ¿no? ¡¿Por qué no me has dicho nada antes?!

—¿Es este el agradecimiento que recibo? —Nishioka, malhumorado, se frotó la coronilla y retrocedió con la silla hacia su escritorio—. No nos contrataron al mismo tiempo. Me dijeron que hizo el curso de especialización y que lleva sólo tres años en la compañía.

—¿Ventas, dices?

—Aunque vaya ahora, no lo encontrará, ya que probablemente estarán todos haciendo visitas a las librerías.

El Departamento de Edición de Diccionarios se ubicaba en la primera planta del anexo, un viejo edificio con una estructura de madera, de techos altos y cuyo suelo de tarima se había ido oscureciendo hasta adquirir un color ámbar. Los pasos de Araki resonaron en el sombrío pasillo. Bajó la escalera, abrió la puerta doble y de repente lo cegó un rayo de sol de principios de verano. Entrecerrando los ojos, divisó el edificio principal de ocho plantas que se erguía entre los árboles en el mismo recinto. En lugar de ir por la sombra, se apresuró directamente hacia la entrada.

Entró en la oficina del Departamento de Ventas, situado al fondo de la primera planta, y se detuvo en seco. «¡Qué fallo! Se me ha olvidado informarme de lo más importante: del nombre del joven candidato o candidata. Ni siquiera sé si es chico o chica. Me he entusiasmado tanto que me he precipitado».

Trató de calmarse mientras recorría con la mirada el interior de la oficina sin revelar su interés. Por fortuna, el personal de ventas no había salido aún para realizar sus visitas. Seis o siete personas estaban sentadas a los escritorios trabajando con el ordenador o hablando por teléfono. ¿Cuál sería el que tenía veintisiete años, un título de posgrado y que llevaba allí tres años? Por desgracia, casi todos eran hombres y mujeres alrededor de los treinta; no podía dar con la persona que buscaba. «Pero ¿qué diablos está pasando en el Departamento de Ventas? Estos jóvenes deberían ponerse en movimiento. Que salgan ya todos inmediatamente a las librerías…, excepto la persona que busco, claro».

Mientras Araki gruñía en su interior, la empleada que estaba más cerca de él se acercó y preguntó:

—¿Está buscando a alguien, señor? —E intentó conducirlo hacia la entrada principal.

Parecía haberlo confundido con un extraño que había llegado allí sin haber pasado por recepción. A pesar de que Araki llevaba en la compañía treinta y siete años, muchos de los empleados veteranos de Genbu no lo conocían porque había estado siempre encerrado en el edificio anexo.

—Ah, no, no es eso… —Trató de explicar el objetivo de su visita, pero titubeó. De inmediato, sus ojos fueron atraídos por un joven que se encontraba en un rincón de la estancia.

Estaba de pie y de espaldas, mirando hacia una fila de estanterías que se extendía a lo largo de la pared. Era alto y delgado, con un cabello demasiado revuelto para ser alguien que trabajaba de cara al público. Se había quitado la chaqueta y remangado la camisa, y parecía disponerse a reorganizar los estantes. Araki lo estuvo observando mientras recogía varias cajas, grandes y pequeñas, y las llevaba de un estante a otro hasta encajarlas perfectamente en orden sin dejar ni un hueco. Sus habilidades eran tan asombrosas como las de alguien que arma un complicado rompecabezas en un abrir y cerrar de ojos.

«¡Oh! —Araki reprimió un grito de júbilo—. ¡Esa destreza precisamente es una de las facultades cruciales que debe poseer cualquier persona involucrada en la compilación de diccionarios!».

En las etapas finales de edición, el número total de páginas es fijo e inalterable, ya que cualquier cambio afecta la impresión y el precio. Para ajustar los contenidos en el número de páginas asignado, hay que tomar decisiones rápidas en poco tiempo, suprimir los ejemplos de uso, pese a lo mucho que le duela a uno tener que hacerlo, o condensar las acepciones con eficacia. Exactamente el tipo de habilidades que se requiere para resolver rompecabezas y que ese muchacho acababa de mostrar.

«¡Tiene que ser él! ¡Parece que es el más adecuado para convertirse en el próximo jefe del Departamento de Edición de Diccionarios!».

—Oye. —Conteniendo todo lo posible su excitación, Araki se volvió hacia la joven que estaba a su lado y preguntó—: ¿Cómo es ese chico?

—¿En qué sentido…? —Su interlocutora se mostró cautelosa.

—Soy Kōhei Araki, del Departamento de Edición de Diccionarios. ¿Qué puedes decirme sobre él? ¿Tiene veintisiete años y lleva tres años aquí después de haber hecho el posgrado?

—Creo que sí, pero será mejor que le pregunte usted mismo. Él es majime.

«Así que es majime, ¿eh?», es decir, «una persona seria, diligente». Araki asintió con satisfacción. «Eso está muy bien, puesto que la lexicografía requiere de una paciencia y constancia que sólo puede llevar a cabo alguien así».

La chica se volvió hacia su compañero, que estaba de espaldas comprobando el estado en el que habían quedado las estanterías y lo llamó:

—¡Majimeee, tienes visita!

Pero si Araki le había aclarado que era del Departamento de Edición de Diccionarios, no un visitante… ¿Acaso no le había entendido? Se sintió molesto, pero trató de convencerse de que ella podría haber usado la palabra visita en el sentido de visitante, sin ningún matiz de extraño. Más preocupante, sin embargo, era que hubiese llamado a su compañero «Majime». ¿Hasta qué punto era tan serio como para ganarse ese apodo? El Departamento de Ventas no era ni mucho menos el escenario de las típicas series de televisión protagonizadas por personajes a los que se nombra con alias, de esas que se desarrollan durante el bachillerato o en una comisaría en la que trabaja un detective apodado Vaquero porque siempre lleva un pantalón vaquero. En absoluto se trataba de esa situación. Se encontraban en una editorial de prestigio. No obstante, allí había alguien cuyo apodo era Majime, por lo que podría calificárselo de una persona extremadamente seria. «Hay que dirigirse a él con tacto», meditó Araki mientras le dedicaba una mirada más intensa.

Para responder a la llamada de su compañera, el joven se dio la vuelta. Llevaba gafas de montura plateada y, aun así, su apodo no era Megane («Gafas»), sino Majime. Mientras Araki se preparaba mentalmente, el joven se acercó despacio, en apariencia incómodo con su cuerpo larguirucho.

—¿Sí? Soy Majime.

«¡¿Có…, cómooo?! ¡No me digas que él mismo acepta su apodo!, o, si no, ¿de qué va?». Incrédulo, Araki casi trastabilló hacia atrás, pero logró mantenerse en pie. Sintió que su entusiasmo se desvanecía como el humo. Al autodenominarse Majime, había mostrado una falta total de la seriedad propia de un majime. ¿Acaso en algún rincón de su mente él menospreciaba la virtud de la diligencia? Lo más probable era que no tuviera ni idea de la verdadera importancia del significado de esa palabra. En resumidas cuentas: no era alguien a quien pudiera confiarse la elaboración de diccionarios.

Como Araki no hacía más que mirarlo en silencio, el muchacho pareció quedarse desconcertado. Se revolvió el cabello ya desordenado y de pronto, como si se hubiera dado cuenta de algo, sacó un tarjetero del bolsillo de su camisa.

—Aquí tiene. Si es tan amable… —Con una leve reverencia, le ofreció una tarjeta de visita con ambas manos.

Sus movimientos lentos y torpes se reflejaron en los ojos de Araki. Araki se sintió decepcionado e indignado: «¡No entregues una tarjeta de visita sin saber a quién se la das! ¡Trabajo para la misma compañía!». Refrenando la irritación en su interior, posó la vista en las manos del joven. Las uñas que culminaban la punta de sus largos dedos eran redondas y estaban pulcramente cortadas. En la tarjeta de visita ponía:

MITSUYA MAJIME

DEPARTAMENTO DE VENTAS

GENBU BOOKS S.A.

Los sinogramas de Majime no eran los que Araki había supuesto que significaban «serio, diligente», sino los correspondientes a «proveedor de caballos».

—Mitsuya Majime…

—Sí, me llamo Majime. —Sonrió—. Me temo que usted se ha hecho una idea diferente de lo que significa mi apellido.

—La verdad es que sí. Discúlpame. —Pese al desconcierto, Araki logró sacar una de sus propias tarjetas del bolsillo trasero del pantalón—. Soy Araki, del Departamento de Edición de Diccionarios.

Majime miró cortésmente la tarjeta que acababa de recibir. Detrás de los cristales rodeados de una montura metálica, sus ojos eran claros y serenos. El diseño de su camisa estaba un poco pasado de moda, por lo que no parecía prestar demasiada atención a su aspecto, pero tenía un cutis terso. Todavía era joven, lo suficiente como para disponer de décadas que poder dedicar a los diccionarios. Araki sintió una punzada de envidia, aunque por supuesto no dejó que se le notase.

—Tu apellido es muy poco común. ¿De dónde eres? —inquirió.

—De Tokio, aunque mis padres son de Wakayama. Me dijeron que es una palabra de esa zona que hace referencia a las estaciones de posta.

—Ah, el que se encarga de los caballos y se los proporciona a los viajeros.

Araki rebuscó en los bolsillos; por desgracia se había olvidado su libreta, por lo que garabateó en el dorso de la tarjeta de Majime:

Majime: otro nombre

para la estación de posta.

No en AJP ni en GBP.

Consultar GDJ3.

Aunque Araki no era tan diligente como el profesor Matsumoto, tenía la costumbre de apuntar palabras desconocidas en el acto. Luego debía verificar si majime constaba en el fichero de su departamento. Si no hubiese una ficha correspondiente a la palabra que acababa de anotar, averiguaría su origen (si fuera posible, el primer documento en el que apareció) y la agregaría a su banco de datos. Puesto que al compilar un diccionario se ha de considerar con detenimiento qué palabras se incluirán en él, en su oficina se almacenaba una cantidad ingente de fichas léxicas; los datos electrónicos desempeñaban un papel cada vez más importante, pero las fichas seguían siendo el corazón y el alma del departamento. Por ese motivo, mucho antes de que la compañía crease una sala de fumadores estaba estrictamente prohibido fumar en el almacén de los archivos.

Que Araki se pusiera a escribir de improviso una nota en el dorso de la tarjeta de visita de Majime no pareció sorprender ni molestar al joven en lo más mínimo.

—Me han preguntado por el origen de mi apellido varias veces, pero nadie había tomado notas antes. —Con una serenidad inalterable, miró con gran interés lo que Araki había escrito.

«¡Pero si había venido aquí a reclutarlo! Me he distraído tanto por su inusual apellido que me había olvidado por completo de mi propósito». Guardó la tarjeta y el bolígrafo en el bolsillo delantero de la camisa y carraspeó.

—Si alguien te pidiera que definieras la palabra migi («derecha»), ¿qué dirías?

—¿Derecha como dirección o como inclinación política?

—El primero.

—Hum, pues… —Majime inclinó la cabeza con un gesto pensativo. Su abundante cabello se agitó—. Definirla como «mano con la que se usa un bolígrafo o los palillos» ignoraría a todas las personas zurdas, pero como «lado del cuerpo opuesto al del corazón» tampoco funcionaría, pues he oído que algunas personas tienen el corazón en el lado derecho. Así que tal vez, lo correcto sería: «Cuando uno mira al norte, lado del cuerpo que está hacia el este». ¿No le parece?

—Bien. Entonces, ¿cómo explicarías shima?

—¿Shima como rayas o como isla? ¿O quizá se refiere a Shima como nombre de un lugar? ¿O al shima que forma parte de yokoshima («maldad»), de sakashima («al revés») o como el que forma parte de la expresión de cuatro sinogramas shima-okusoku («conjeturas sin fundamento»)? ¿O se refiere a los cuatro demonios del budismo…?

Ante la exposición de tantas palabras candidatas que contenían el sonido shima que Majime había desplegado en un instante, Araki se apresuró a interrumpirle:

Shima como isla.

—A ver, ¿«trozo de tierra rodeado de agua»? Ah, no, esa definición no sirve porque Enoshima está conectada por un puente con la isla principal del archipiélago japonés, pero es una isla. En ese caso… —murmuró Majime para sí mismo mientras mantenía la cabeza ladeada. Parecía encontrarse ajeno a Araki y absorto en la búsqueda de la definición de la palabra propuesta—. Quizá sea mejor esta: «Superficie de tierra relativamente pequeña y rodeada o separada por agua». Pero un momento, eso tampoco es exacto porque no incluye el sentido de «territorio de la yakuza». Entonces, ¿qué tal «espacio de tierra separado de su entorno»?

Araki lo miró con admiración; ese muchacho era un auténtico genio lexicográfico. Majime había tardado sólo unos segundos en dar con el significado subyacente a shima, mientras que Nishioka había dado una respuesta pésima cuando le había preguntado lo mismo; no se le había ocurrido nada más que el significado «isla» y había respondido: «Algo que sobresale del mar». Completamente decepcionado, Araki había rugido: «¡Idiota! Entonces, ¡¿el lomo de una ballena o la espalda de alguien que se ha ahogado también son shima o qué?!». Nishioka, en respuesta, no hizo más que reírse tontamente mientras decía: «¡Ay, es verdad! Qué difííícil. ¿Cómo debería definirse, en ese caso?».

Majime aún continuaba dándole vueltas al asunto con expresión seria hasta que de repente se giró hacia las estanterías.

—Déjeme consultarla en un diccionario.

—No, no hace falta. —Araki lo agarró del brazo y lo detuvo. Mirándolo directamente a los ojos, le rogó—: ¡Majime, quiero que le dediques todo tu talento a Daitokai!

—¿Daitokai, ha dicho usted? Entendido —asintió Majime, y al instante dio un gritito estridente como el de Tarzán—: ¡¡Ah, aaah!!

Todas las miradas se clavaron en él. Araki también se quedó perplejo, pero mientras Majime cantaba, se dio cuenta de qué le sonaba ese gritito: «¡El éxito musical “Daitokai” («La gran ciudad»), del grupo Crystal King!». Majime seguía desentonando. Rápidamente, Araki lo sacó al pasillo.

—No, Majime. Eso no es lo que te he pedido.

—¿Ah, no? —Este se interrumpió y se mostró algo desconsolado—. Es que yo no estoy al tanto de las últimas canciones. Lo siento.

«¿De dónde habrá sacado la idea de que quería que cantase?». Pese a que su mecanismo mental era incomprensible, Araki decidió revelarle el propósito por el que había venido.

DaitokaiLa gran travesía») es el nombre de un nuevo diccionario que vamos a elaborar. Se escribe con los sinogramas de «cruzar el océano». Y quiero confiarte esa labor.

—¿Un diccionario? —El chico abrió mucho tanto los ojos como la boca y se quedó inmóvil.

«Como una paloma que acaba de recibir un tiro de guisante». Esa expresión que se refería a quedarse boquiabierto a causa de la estupefacción definía con exactitud la cara que había puesto Majime, caviló Araki como buen lexicógrafo. Y a continuación recordó lo que había leído en un libro unos días antes. Se decía que el narrador del asiento inferior en un escenario de bunraku, el teatro tradicional japonés de títeres, se llamaba mamegui («comeguisantes»), por la forma en que movía la boca, como si estuviera masticando dicha legumbre. Araki se preguntó si esa palabra vendría en algún diccionario; tendría que verificarlo para luego decidir si incluirla o no en La gran travesía.

Ambos permanecieron en silencio, cada uno ensimismado en sus pensamientos, mientras los otros empleados pasaban por su lado extrañados.

Al cabo de un rato, Majime reanudó su discurso:

—Lo siento. Hoy tengo que recorrer las librerías de Shibuya a partir de la una y media.

—¿Ah, sí?

Ya era la una y cuarto; dudaba que Majime pudiera llegar a tiempo al barrio de Shibuya, y se preguntó si no sería hora de irse. Tan pronto como Majime miró su reloj de pulsera, se precipitó al interior de la oficina con unos movimientos de lo más peculiares, como si lo estorbasen sus extremidades larguiruchas, recogió la chaqueta y el maletín de su mesa, salió al pasillo y se disculpó una vez más:

—Lo siento muchísimo. —Le hizo una reverencia a Araki, que aún permanecía en el pasillo, y echó a correr hacia la salida agitando sin parar su largo cabello. En el breve recorrido hasta el final del pasillo, tropezó dos veces.

Al ver cómo se marchaba, a Araki le entraron las dudas y se preguntó si estaba bien que confiase en ese joven sólo porque había reaccionado como un genio lexicográfico unos minutos antes. El muchacho parecía haber entendido que le había pedido que lo ayudase con el diccionario sólo ese día; Araki no podía comprender de ninguna manera por qué lo había interpretado así. Sacudiendo la cabeza, se subió al ascensor para plantearle de todos modos su solicitud al director ejecutivo de Personal.

Tras unas largas negociaciones, por fin la compañía aprobó oficialmente la creación de un nuevo diccionario titulado La gran travesía. Al mismo tiempo, Majime fue trasladado del Departamento de Ventas al de Edición de Diccionarios, lugar al que trajo consigo una pequeña caja de cartón llena de sus enseres personales. Faltaban dos meses para la jubilación de Araki, por lo que su sucesor había llegado justo a tiempo; cuando vio a Majime de pie en la puerta de la oficina, dejó escapar un suspiro de alivio.

Apenas tuvo que negociar con el equipo de Ventas para reclutarlo, todo lo contrario, el jefe del departamento se mostró encantado: «¿Majime? Ah, ahora que lo dices, es verdad que tenemos a alguien con ese nombre. ¿En serio? Araki, no sabes el favor que me haces al llevártelo». En cuanto al director ejecutivo de Personal, ni siquiera lo conocía: «… ¿Y quién es ese?».

Entonces comprendió la razón por la que la reacción de Majime le había resultado tan extraña cuando se acercó a él por primera vez: el chico no esperaba que alguien de la empresa encontrase en él ninguna habilidad destacable y mucho menos que otro departamento reclamase su talento. Apenas se lo valoraba como agente de ventas y, si Araki no hubiera preguntado por él, su superior ni siquiera habría reparado en su existencia.

Y cayó en la cuenta de por qué Majime tenía un perfil tan bajo. La razón de que pasara desapercibido en el Departamento de Ventas no era otra que sus comportamientos incongruentes. ¿A quién se le ocurriría cantar a gritos y desentonando una canción popular en plena oficina? Sin embargo, Majime no tenía la culpa de nada; la responsable era la compañía, que no lo había evaluado correctamente y no lo había asignado al puesto apropiado.

Majime tenía sus puntos fuertes: una aguda sensibilidad hacia las palabras, un escrúpulo que lo había llevado a organizar cada fragmento de sus amplios conocimientos para contestar a las preguntas de Araki. Había sido tan puntilloso en los matices de la definición de shima que había traspasado los límites de lo normal. En cualquier caso, era una persona más que competente para convertirse en un gran lexicógrafo.

Respondiendo al gesto de Araki, Nishioka se levantó y saludó a Majime con jovialidad:

—¡Bienvenido al Departamento de Edición de Diccionarios! —Le arrebató la caja de cartón de las manos a su nuevo compañero y lo condujo al interior de la oficina—. Como ahora andamos escasos de personal, hay muchos escritorios para elegir. ¿Qué tal este?

Majime, mientras recorría con la mirada el interior en el que las altas estanterías se erguían en fila, se dirigió al escritorio situado junto al de Nishioka.

—Muy bien —asintió dócilmente.

—Oye, Majime, ¿tienes novia?

Nishioka pensaba que hablar de chicas era una buena manera de romper el hielo. Araki, desde su escritorio del fondo, lejos de los jóvenes, observó en silencio la reacción de Majime.

—No…

—Entonces, organicemos una fiesta con chicas. Yo me encargo. Dame tu número de móvil y la dirección de e-mail.

—No tengo móvil. Devolví el de la empresa que estaba usando.

—¡¿Cómo?! —Nishioka puso una cara como de haber visto una momia andante—. ¿Y no te interesaría echarte novia?

—No lo sé. Nunca me he parado a pensar en si quiero una novia o un móvil.

Nishioka dirigió una mirada desesperada a su jefe pidiéndole auxilio. Araki, que estaba a punto de estallar de la risa, se contuvo como pudo y, para controlar la situación, dijo con dignidad:

—Majime, hay una fiesta de bienvenida para ti esta noche. Tenemos una mesa reservada a las seis en El Jardín de los Siete Tesoros. Así que prepárate para salir. Nishioka, ve a buscar a Sasaki.

En el restaurante chino El Jardín de los Siete Tesoros, el profesor Matsumoto ya estaba sentado a una mesa redonda de color rojo y bebiendo vino Shaoxing, del cual tomaba una modesta cantidad una o dos veces a la semana. Incluso mientras bebía, siempre tenía a mano sus fichas y su lápiz.

Tan pronto como todos se hubieron sentado, Araki comenzó a presentar a los miembros del departamento.

—Bueno, Majime, ya conoces a Nishioka. Y ella es Sasaki. Principalmente realiza el seguimiento de las fichas léxicas y su clasificación.

Sasaki, que tendría poco más de cuarenta años, asintió sin alterar su rostro inexpresivo. Araki consideraba que le faltaba afabilidad, pero su eficacia era tan pasmosa que resultaba imprescindible en el equipo. En principio, había sido contratada a tiempo parcial, pero ahora que sus hijos ya habían crecido, trabajaba a jornada completa.

¿Qué le parecería Majime al profesor Matsumoto? Araki se sintió tenso al presentarlos. El profesor se limitó a sonreír sin dejar traslucir sus pensamientos y saludó a Majime con una leve reverencia. Majime dirigió una torpe inclinación de cabeza a cada uno.

Tras un brindis, los platos comenzaron a llegar. Nishioka, siempre atento, sirvió primero al profesor Matsumoto de la variada bandeja de entrantes, asegurándose de no darle huevo centenario4, que no le gustaba. «Vamos a ver, lo que más me preocupa es cómo se comporta Majime». Cuando Araki dirigió la mirada al joven, que estaba sentado al lado del profesor, Majime acababa de verter cerveza en el vaso de Sasaki, haciendo que se desbordase una abundante cantidad de espuma; intentaba agradar a la gente, pero estaba claro que le faltaba práctica. Araki se sentía como si estuviera observando a un niño de guardería. Y Sasaki parecía compartir la misma impresión, a pesar de que con su impasibilidad habitual correspondió a Majime llenando su vaso.

—¿Cuál es tu hobby, Majime? —se atrevió a preguntar Nishioka en un intento por parecer amistoso.

Majime se tragó un trozo de oreja de Judas que le sobresalía por la comisura de la boca, y se lo pensó un poco antes de contestar:

—Si tuviera que elegir algo, diría que es ver a la gente subir por las escaleras mecánicas.

Por un momento se hizo un silencio sepulcral en la mesa.

—¿Y eso te resulta interesante? —preguntó Sasaki en tono monocorde.

—Sí que lo es. —Majime se inclinó ligeramente hacia delante—. Cuando me apeo en el andén, camino deliberadamente despacio. La gente se precipita pasando por mi lado hacia la escalera mecánica, pero nunca se producen peleas ni confusión. Es como si alguien estuviera controlándolos a todos; se alinean en dos filas y suben en orden uno tras otro. Las personas de la fila izquierda se quedan quietas y se dejan llevar hacia arriba, mientras que las de la derecha suben caminando. Se dividen tan perfectamente que la hora punta tampoco es un caos. Resulta una bonita escena.

—Si ya decía yo que este me había parecido un bicho raro, ¿verdad, señor? —susurró Nishioka al oído de Araki.

Sin hacer caso al comentario, Araki miró al profesor Matsumoto, quien asintió. Ambos comprendían esa afición de observar a la gente en las escaleras mecánicas. Los viajeros dispersados por todo el andén se alineaban en orden ante la escalera mecánica como si fueran a ser aspirados por ella, igual que las incontables palabras que están esparcidas por el lenguaje, que consiguen ser reunidas y clasificadas, y terminan ocupando ordenadamente las páginas de un diccionario. Majime, que percibía la belleza y la dicha que se despliegan en ese proceso de recopilación, estaba indiscutiblemente dotado para la lexicografía.

Al hilo de lo que había contado Majime sobre su afición, Araki rompió el silencio:

—¿Sabes por qué decidimos llamar a nuestro nuevo diccionario La gran travesía?