1.png

© de la obra: Ana Roux, 2020

© de las ilustraciones (interior de barco y personajes): Monsters Waltz, 2020

© de las guardas: Anastasiia M/shutterstock.com

© de los detalles: rawpixel.com

Mapa de Inglaterra: John Cary, 1811

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

info@nocturnaediciones.com

www.nocturnaediciones.com

Primera edición en Nocturna: marzo de 2020

Maquetación: Mar Yarí M. F.

Código IBIC: YFB

ISBN: 978-84-17834-72-2

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Para Victoria,

que me diste toda una historia a cambio de un solo barco

Mira hacia delante, no hacia atrás. Corrige el rumbo y sigue.

No puedes deshacer el camino de ayer.

Robin Hobb:

Las naves de la magia

1

La bala de cañón silbó en el aire antes de estrellarse contra el navío. La madera del casco crujió con el impacto, pero aguantó el envite sin abrir ni una grieta. El viento del oeste pareció celebrarlo con un silbido, que sacudió el barco de proa a popa hasta hacerlo cabecear entre las nubes. Un rey balanceándose en su trono.

—¡Batería de estribor, recargad!

Los marineros se afanaron en tirar el carro de los cañones hacia atrás para volver a introducir dentro la pólvora y las balas. En sus oídos restallaban las voces de los oficiales al mando de cada división, repitiendo las órdenes del primer teniente.

—¡Destrincad los cañones! ¡Nivelad el carro! ¡Sacad los tapabocas! ¡Cebad! ¡Las bocas por las portas! ¡Apuntad los cañones!

—Todo listo, señor.

El capitán Fellowes asintió desde el alcázar de popa. Su cabello rubio veteado de blanco se mecía al viento, al igual que su abrigo de lona ya empapado por la humedad de las nubes que los rodeaban, que protegía la tela azul y dorada de su uniforme de la Marina Aérea. Una gota resbaló por las arrugas de su frente al hinchar el pecho para coger aire.

—¡Fuego!

La orden pasó de oficial a oficial con un grito que resonó al mismo tiempo en dos centenares de gargantas.

—¡FUEGO!

Cada mecha prendió en menos de un segundo y una nueva andanada de plomo salió disparada hacia el barco enemigo. Esta vez, los proyectiles alcanzaron de lleno su objetivo. Incluso a un cable de distancia, desde la cubierta percibieron el sonido de la madera al quebrarse en un millar de astillas y los gritos de dolor de los marineros acuchillados por la metralla.

Fellowes sonrió mientras su tripulación soltaba un alarido de triunfo.

—Señor Marlow, acerque el navío. Vamos a abordarles —le indicó a su segundo oficial, a cargo del timón durante la batalla—. Señor Byrne, preparen una nueva descarga a mi señal.

—Sí, señor —respondieron ambos tenientes.

El capitán se apoyó en el pasamanos y observó el aire que les separaba de su presa. No tardaría en ser suya. Después de semanas atascados por el bloqueo francés, intercambiando cañonazos inútiles en la distancia, todos los que iban a bordo de la fragata HMS Lionheart estaban sedientos de un poco de acción.

Mientras en los otros frentes se enriquecían con oro y honores, el destacamento de la Armada Aérea de su Majestad en el Atlántico Sur languidecía sin pena ni gloria en medio del vasto océano. Flotaban a mil pies por encima del mar en calma, tan alto que ni los albatros se acercaban a saludarlos, aguantando el empuje del aire como estatuas mortecinas. En esa época del año, ni siquiera las corrientes de los alisios resultaban peligrosas, y tenían más riesgo de ser engullidos por las serpientes marinas, que creían ver saltar entre destellos sobre la superficie, que de morir atravesados por un balazo enemigo.

Aunque tampoco es que ningún marinero quisiera descender para comprobar si eran reales o no. De piedra o de carne y hueso. Corrían demasiadas historias sobre lo que los maestros alquimistas de ambos bandos habían conseguido recrear en sus laboratorios, y los monstruos mecánicos de fauces afiladas como riscos no eran la peor de ellas. Desde cañones que disparaban de un lado del Canal de la Mancha al otro, hasta soldados hechos de roca que marchaban imparables sobre los campos franceses.

Fellowes sintió un escalofrío arañándole la columna. Sólo de imaginar a Bonaparte con esa clase de poder en sus manos se le helaba la sangre. Por eso le enervaba tanto estarse quieto, sin hacer nada, como un león enjaulado. Rozó con el pulgar la empuñadura de su sable, que centelleó como si tuviera un millar de luciérnagas engarzadas en el metal maleado por la alquimia, preparándose para usar su poder y rasgar la carne enemiga como si fuera mantequilla. Aquella descarga le erizó el vello del antebrazo.

Sus órdenes eran guardar estoicamente aquella frontera invisible por el bien de la civilización y frenar el empuje del enemigo, pero todos sabían que los barcos franceses campaban a sus anchas al otro lado del bloqueo y eran ellos los que estaban atrapados en aquella pesadilla. Así que, en cuanto tuvo la más mínima oportunidad a su alcance, el capitán Fellowes aprovechó una pequeña grieta en la línea enemiga para colarse por ella, sirviéndose de la oscuridad de la noche. Habían volado durante horas a ras de las olas con el fin de evitar que desde el cielo pudieran divisar el brillo azulado de las filigranas que los maleadores cincelaban en los cascos de los navíos para hacerlos volar.

«Ligeros como plumas, firmes como rocas» era el lema de la Marina Aérea que muchos llevaban tatuado en la piel, además de en el corazón. Hombres valientes. La tripulación lo había seguido en su locura sin una queja, así que su capitán quería brindarles aquella primera presa como fuera.

No era un barco grande, pero, desde la primera vez que enfocó su catalejo en él, Fellowes supo por su forma torpe y lenta de sortear las nubes que transportaba un cargamento que les haría ganar una fortuna a todos los que estaban a bordo de la Lionheart. Un botín de guerra, al fin. Los marineros ricos eran marineros contentos, de los que obedecían mejor las órdenes y eran más leales. Todo capitán temía los motines a bordo y él, aunque valiente, no era un necio. Mejor tener a la tripulación contenta, y a poder ser sin abusar de las raciones extra de grog.

Sus oficiales también parecían ansiosos por la captura. Marlow daba instrucciones al timonel con más ahínco de lo habitual y palmeaba la madera con una gran sonrisa que hacía más visibles sus orejas de soplillo. Era un buen marino, pero de disciplina demasiado laxa.

En cambio, el teniente Thomas Byrne era la viva imagen de la compostura. Llevaba los mechones de pelo oscuro recogidos a la altura de la nuca, bien sujetos por su bicornio, y el uniforme siempre impecable, a pesar de los remendones imposibles de disimular. Había salido a cielo abierto desde la bodega y paseaba su figura ancha y robusta por la cubierta con expresión tranquila, sin una arruga en el rostro que no fuera la cicatriz parduzca que le cruzaba la nariz y las mejillas, la cual impedía incluso que llegara a abrir del todo el ojo izquierdo.

Caminaba a grandes zancadas, supervisando cada movimiento y dando instrucciones con el potente vozarrón que todavía asustaba a los grumetes más novatos. Sólo se permitió un segundo de descanso al pasar por encima de uno de los cañones todavía humeantes. Fellowes le observó aspirar el aroma de la pólvora con el mismo deleite con el que él disfrutaba del tabaco de su pipa.

Hacía tiempo que había dejado de ser un niño, pero Thomas seguía teniendo aquella aura de valiente que le acompañaba desde que era un grumete que corría por la cubierta de armas con las mejillas sucias de hollín. Un artillero siempre sería un artillero, por más charreteras doradas que ganara su uniforme. Firme en el corazón de la batalla, mirando al enemigo a los ojos sin pestañear.

El capitán se alegraba de veras de haber podido ayudarle a ascender en su carrera. Si había alguien en toda la Armada que amara la Lionheart como él, era aquel muchacho.

—Samuel, tengo a mis marines formando y con las armas cargadas. ¿Me vas a dejar poner el primer pie en esa corbeta o no?

El mayor Hansford subió los escalones del alcázar de dos en dos hasta situarse al lado del capitán. Su casaca roja destacaba como una antorcha en mitad de la noche oscura, aunque ni queriendo podría haber pasado desapercibido entre los adustos marineros que lo rodeaban. Era altivo y esbelto como un junco, siempre mirando al mundo desde arriba con una sonrisa ancha, que no se borraba ni en un cara a cara con la muerte.

Lord Hansford —saludó el capitán, a sabiendas de que su amigo ignoraría deliberadamente su tono formal, aunque fuera en medio de una batalla—. En cuanto las cuadrillas de abordaje estén listas, podrá saltar con su infantería desde la cofa del palo mayor si hace falta.

El mayor dio una palmada.

—¡Estupendo!

En ese momento, el barco se estremeció. La nave enemiga llevaba intentando alcanzarlos con sus pequeños cañones de a cuatro desde que emprendió la huida, pero era la primera vez que sus disparos conseguían acertar. El impacto había sido leve, pero los maderos destrozados habían conseguido empalar con astillas del tamaño de sables a varios marineros, todavía con los grabados alquímicos brillando entre las vetas. No era mala señal: se estaban acercando.

—Señor Cox, que se lleven a los heridos abajo con el cirujano. A las gallinas también, que están estorbando en cubierta —ordenó al mayor de los guardiamarinas, que había asomado su pelo rojizo y sus pecas entre el humo con una sonrisa—. Y que los cañones de proa respondan al fuego concentrándose en sus artilleros, no quiero más bajas.

—¡Sí, señor!

Pero un grupo de cuatro marineros ya se estaba encargando de arrastrar a sus compañeros fuera de la zona de peligro y desaparecer con ellos en las entrañas del barco, llevándose consigo la sangre y los gritos. Así que Phillip Cox se giró para supervisar cómo la división de proa nivelaba el carro del cañón para apuntar bajo las órdenes de Atwood.

Su compañero era el oficial más joven a bordo. Un muchacho pálido y al que apenas le había empezado a salir pelusilla en el bigote, lo que no ayudaba a acallar las bromas que le perseguían cada vez que le daba un ataque de vértigo al asomarse por la borda y ver la tierra firme tan lejana como una maqueta en miniatura.

—Tienes que hacerte oír, Ernest —le reprendió Phillip, llevándoselo a un aparte discretamente al advertir por enésima vez cómo se le quebraba la voz por un gallo de indecisión—. Tus hombres tienen que oír las órdenes en medio del mismo infierno.

—Lo siento —balbuceó el muchacho con la voz ronca, apartando la nariz del humo de la pólvora para no echarse a toser—. Lo intentaré.

Phillip le palmeó el hombro.

—Buen chico.

El rugido del capitán les llegó entre el azote del viento.

—¡Señor Cox, señor Atwood! ¡Esos cañones!

—¡A la orden! —exclamaron los dos a la vez, cuadrándose.

Fellowes observó con el ceño fruncido cómo volvían apresuradamente al trabajo. A Phillip se le había soltado la coleta por debajo del bicornio con el viento y su melena castaña rojiza se agitaba a la altura de los hombros. Iba a llamarle la atención cuando las señas de su maestro de navegación captaron su interés.

—Está cambiando el viento, señor —dijo el oficial, arrugando el tupido bigote oscuro bajo su nariz ganchuda. Luego, acomodó el catalejo para que no se le enredara en el turbante azul que le cubría completamente el cabello, en un momento en que la cubierta se bamboleó con los estallidos de los cañones—. Un banco de nubes bastante espeso se acerca por el noroeste.

—Gracias, señor Singh. ¿Y los otros nubarrones siguen a nuestra espalda?

—Sí, señor. No se han despejado.

—Bien —replicó, pensativo—. Que todo el mundo asegure sus arneses.

—¡Tripulación, asegurad arneses!

Cada marino en cubierta buscó inmediatamente a su compañero más cercano y pegó un tirón a la cuerda que colgaba desde la cadera para cerciorarse de que no se habían soltado. No había nadie al servicio de la Marina Aérea que no tuviera pesadillas con caer al vacío por la borda de su barco. Una vez que la cuerda se soltaba a miles de pies sobre el agua y la madera desaparecía bajo las piernas de un desgraciado, estaba perdido para siempre. Ningún bote podría planear tan rápido como para cazar a un hombre en caída libre antes de que se estrellara contra el océano, que desde esa altura se transformaba en un muro de granito.

—Señor Byrne, ¿cómo vamos con esas ranas francesas?

—Estamos ganando terreno, señor, pero aún no han bajado su bandera.

Fellowes alargó la mano y pidió un catalejo. Cuando consiguió enfocar hacia la popa contraria, le cegó el reflejo de un cristal. El otro capitán también le estaba observando.

Su presa estaba cada vez más cerca. Los remolinos de aire le traían a los oídos los gritos nerviosos de sus oficiales, intentando por todos los medios evitar lo inevitable. Unos minutos más y los tendrían a punto para el abordaje. Las cuadrillas de vanguardia ya estaban listas. O bajaban los colores o muchos de ellos morirían en vano. Era cuestión de escoger el menor de los males.

—Capitán.

Fellowes se volvió hacia el maestro de navegación con un mal presentimiento; no le había gustado el tono con el que había llamado su atención.

—Informe, señor Singh.

—El banco de nubes sigue aproximándose, y cada vez más negras. Si seguimos con este rumbo, nos meteremos de lleno en una tormenta.

—¿Cuánto tiempo tenemos de margen?

—Cuatro horas, probablemente, si no cambia el viento otra vez.

El capitán reflexionó un instante.

—Bien, entonces infórmeme si cambia.

Singh no parecía del todo conforme, pero asintió.

—Sí, señor.

Fellowes había hecho un cálculo rápido y estaba convencido de poder asegurar su captura en las próximas dos horas. Confiaba en que su capitán fuera lo bastante razonable como para darse cuenta pronto de que era mejor pasar la noche cenando en su cabina como prisionero de honor que como tributo a los peces.

Pero el destino no tenía los mismos planes.

—¡Velas! —gritó el vigía de guardia desde lo alto del palo mayor—. ¡Barco a la vista!

El capitán agarró el catalejo casi más rápido de lo que se lo tendieron. El marinero tenía razón. A unas millas al sureste, atravesando las nubes blancas que los llevaban rodeando desde por la mañana, había aparecido la sombra de un navío de guerra.

—¿Señor? —se atrevió a hablar el teniente Marlow después de unos segundos de tensión—. ¿Es francés?

Fellowes bajó el catalejo.

—Sí, señor Marlow. Un navío francés.

«Y viene hacia nosotros».

2

Fellowes habría querido soltar un puñetazo en la cara de algún cretino francés, pero tuvo que conformarse con golpear el escritorio de su cabina con la palma abierta y arrojar su sombrero al suelo cuando cerró la puerta tras él. Estaba furioso, sobre todo consigo mismo. Sabía que había apuñalado en el orgullo a los bonapartistas al burlar su bloqueo y era de esperar que fueran en su busca, pero hasta entonces se había convencido de que sus perseguidores les habían perdido el rastro.

Al menos un capitán del otro bando cazaba con la misma tenacidad de la que Fellowes se enorgullecía, y había conseguido no sólo sorprender a la Lionheart en mitad del cielo, sino también atraparlos entre dos fuegos con el viento a su favor. Si no lo odiara tanto en aquel momento, Fellowes le hubiera felicitado por su astucia. Un frances obstinado que, además, contaba a sus órdenes con un navío de guerra de al menos setenta y cuatro cañones, alineados en sus costados a dos alturas, y seiscientos hombres en sus tripas. El triple que ellos.

Lo único que podía hacer en aquel instante era huir con el rabo entre las piernas y aprovechando todo el viento que pudiera en las velas. Había pasado de depredador a presa. Adiós a sus tres octavos del botín y a su dignidad. Ordenó virar el timón y desplegar hasta las camisas de repuesto de toda la tripulación si hacía falta con tal de tener algo más de empuje, antes de dejar a su primer teniente al mando.

—Dispare una última andanada a nuestra presa, señor Byrne —le había indicado también antes de bajar a la cabina—. Si queda al borde del naufragio, mejor que mejor. A ver si sus compatriotas franceses hacen caso a su honor y a su conciencia y van a rescatarlos. Así al menos tendremos algo más de ventaja.

No había querido ver el resultado. Si sufría algún revés más, la vena hinchada de su cuello podría llegar a estallar de verdad. Mientras Fellowes comenzaba a abrir cajones y a recoger papeles, desde el otro lado de la puerta le llegó el sonido de unos pasos que bajaban los escalones desde el alcázar. Sonaron tres golpes.

—Adelante.

El mayor Hansford asomó la cabeza.

—Si quieres estar solo, me marcho.

Fellowes masculló algo incoherente, con la lengua trabada por la rabia. Su amigo lo interpretó como una invitación a entrar.

—Creo que es la primera vez en años que preguntas antes de entrar en mi cabina —dijo al fin el capitán mientras seguía acumulando papeles.

—Si siempre llamo a la puerta, Samuel.

—Pero nunca esperas a que te conteste. Te da igual que esté en la letrina.

Ahí el mayor no quiso replicar nada. Se limitó a observar mientras el capitán abría un saquillo de arpillera y metía en él una bala de cañón que sacó de un armario, para luego hacer lo mismo con el montón de documentos que había apilado antes encima de la mesa.

—¿Puedo ayudarte?

—No, no es necesario. Deshacerse de todo esto es responsabilidad del capitán. —«Al menos esto voy a hacerlo bien», pensó. Oír cómo detonaban los cañones sobre su cabeza también le hizo sentir mejor—. El libro con el código de señales de la flota, el cuaderno de bitácora, las cartas de navegación…, vaya pesadilla que sería el consejo de guerra como encima llegara a entregarles esta información a los franceses, además de mi barco.

En el aire, los navíos se comunicaban mediante un código de banderines de colores y cañonazos que cada Armada iba actualizando cada poco tiempo. Hacerse con una copia era uno de los mayores botines que podía obtener un capitán al capturar un barco enemigo. Con él, cualquiera podía interceptar mensajes en batalla, lo que permitía adelantarse a cualquier maniobra de la flota. O tender emboscadas, incluso.

—Has roto el bloqueo tú solo después de meses estancados, Samuel. Lo raro sería que no se levantaran a aplaudirte en ese juicio.

El capitán bufó con sorna.

—Y yo me cagaré en sus elogios mientras un sucio capitán francés pone sus manos en la Lionheart. Ni siquiera sabrá cómo se comporta una fragata como esta en un cielo en calma, o cómo tratarla en mitad de una tormenta.

—Sólo tú sabrías hacerlo.

«Mi Leona. Capturada». A Fellowes le temblaban las manos sólo de pensarlo.

—Siento que al final no hayamos podido reunirnos con la flota del comodoro Davis. Sé que te lo prometí hace tiempo.

—No mientas, Samuel. Que a Roger no le puedes ni ver.

—Pero puedo disfrutar de la cena en un rincón mientras vosotros os ponéis al día, y luego retirarme muy sutilmente para dejaros solos con el estómago lleno y sin haber abierto la boca para otra cosa que no sea tragar. Tengo entendido que su cocinero es uno de los mejores de la flota.

Hansford se echó a reír, aunque con una nota de tristeza en la voz y en los ojos.

—Confiemos entonces en que el joven Byrne nos conduzca lejos del alcance de los franceses. Parecía llevarlo bastante bien cuando he bajado. Es un buen chico, para ser irlandés.

—Mayor.

Fellowes le reprendió con la mirada.

—No me mires así. Sé que a ti tampoco te gustaba al principio con ese acento. —Hansford fue hacia un armario y comenzó a abrir cajones—. Pero él te admira. ¿Sabes que el otro día fui a la cámara de oficiales, a pedir prestada una hoja de afeitar, y me lo encontré en el espejo intentando peinarse como tú, con todo el pelo hacia atrás para hacerse la coleta? Ya le dije que no se esforzara, que tú sólo lo hacías para disimular la calva de la coronilla.

—¡Mayor!

En ese momento, unos golpes sonaron de nuevo en la puerta.

—Adelante.

Phillip entró a la cabina y se quitó el sombrero.

—Con su permiso, señor, y con los saludos del señor Byrne. Me ha mandado para informarle de que conseguimos dañar gravemente la corbeta francesa, pero que el navío de guerra ha pasado de largo sin auxiliarles y sigue en nuestra persecución.

Fellowes maldijo por lo bajo. ¿Dónde quedaba el honor? Con la puerta abierta le llegaban de fondo el ruido del silbato del contramaestre y el alboroto de la actividad en la superficie del barco.

—Bien. Gracias por la información, señor Cox. Que mantengan el rumbo, yo subiré enseguida.

Unos pasos bajando los escalones a la carrera impidieron que el guardiamarina se retirara.

—Disculpe, señor. —Thomas se quitó el bicornio apresuradamente al atravesar la puerta, agachando la cabeza para no golpearse con el dintel—. He dejado al señor Marlow a cargo del alcázar para venir a informar. El banco de nubes que teníamos delante se ha agrupado aún más y el señor Singh está convencido de que la tormenta estallará en cualquier momento. Pregunta si quiere continuar con el rumbo.

—¿Alguna posibilidad de esquivarla?

—No si no queremos darles más ventaja a los franceses, señor. El señor Singh calcula que a este ritmo nos alcanzarán en menos de tres horas.

El capitán cerró los ojos. Pensaba mejor en la oscuridad, cuando su mente podía dibujar un mapa de la situación. También lo hacía mejor en silencio, pero la estridencia de unos gritos procedentes de cubierta le desconcentraba por completo.

—Por el amor de Dios, ¿se puede saber qué le pasa al señor Atwood? —dijo Hansford—. ¿Qué son esos alaridos? Parece una gallina clueca.

Phillip contuvo una carcajada a duras penas. Thomas le dio un codazo no muy disimulado. Él también estaba forzando la seriedad en sus labios para no sonreír.

—¡Señores! —les reprendió el capitán—. ¿Ambos son oficiales veteranos a bordo de este barco, al servicio de su majestad, y les voy a tener que separar como a dos guardiamarinas remoloneando sobre sus tareas? Les recuerdo que estamos en guerra. Y no me mire así, señor Cox, ya sé que usted todavía no ha conseguido ascender. Pero ya vestiría otro uniforme si se centrara un poco en su carrera y estudiara de una maldita vez para su examen de teniente. Compórtese con propiedad o no volverá a llevar ante el tribunal una carta de recomendación a mi nombre.

—Lo siento, señor.

—Vuelvan a sus puestos.

Los dos saludaron apresuradamente y desaparecieron escaleras arriba.

—Pobres muchachos. Creo que se han hecho un poco de pis encima.

Hansford por fin había encontrado lo que andaba buscando en el armario y volvió a la mesa cargado con media docena de botellas de vino.

—No seas blando con Cox sólo porque se parezca a ti —le reprochó el capitán.

—¿A mí?

—Es igual de insolente, y cree que con su encanto se va a salir siempre con la suya. Aunque no, miento. Tú serías capaz de encantar a las serpientes y él, de irritar hasta a las piedras.

—Gracias.

Fellowes suspiró y agarró los últimos documentos que quedaban.

—Esto me pasa por tener oficiales tan jóvenes a bordo. En el primer barco en el que serví, el primer teniente rozaba los cincuenta años, ¡y ahora casi ninguno en la flota llega a los treinta! ¿Cuántos tiene Byrne? ¿Veintitrés celebró el mes pasado? Un crío a punto de que le den su primer mando.

—Es lo que tiene la guerra, amigo mío. Más bajas, más barcos. Se muere más pronto y se asciende más rápido.

El capitán le dio la razón en silencio. Sus dedos acariciaron las líneas de las últimas cartas náuticas que le quedaban por guardar, resistiéndose a admitir todavía la derrota.

—En fin —suspiró—. Al final ni siquiera estábamos tan lejos. Si todo hubiese salido bien, quizá podríamos haber virado al norte a hacerle una visita y reponer víveres.

—¿A quién?

—A Ellie. —Fellowes señaló un punto en el mapa, junto a la diminuta caligrafía que dibujaba el letrero de «Antillas Menores»—. Está ahora mismo aquí, en la isla de Monserrat. Estamos un poco al sur del archipiélago, pero no demasiado lejos, y con el bloqueo ningún barco habrá podido salir en dirección a Inglaterra.

—¿Ellie?

Hansford estaba tan concentrado en descorchar las botellas que casi ni le prestaba atención.

—Ellen. Mi hija. Tu ahijada —respondió el capitán—. A su madre y a mí no nos hacía demasiada gracia un viaje tan largo, con lo delicada que está…, y la pobre tampoco quería ir. Pero la hermana del almirante Levertone se empeñó en que la acompañara a visitar la plantación que la familia tiene allí, ¡hasta presionó al doctor Barry para que diera su aprobación! Estas señoras saben cómo ser insistentes.

Por fin, el corcho de una de las botellas saltó con un ligero «pop».

—¡Sí! —exclamó el mayor con deleite.

—Por favor, Arthur. Dime que no te vas a poner a beber justo ahora.

—Claro que no, pero no voy a dejar que los franceses se beban las mejores botellas de Madeira que te regalé —respondió él—. Voy a volcarlas en una garrafa y estas las rellenaré con licor del malo y aguado, para que se atraganten.

—¿Y si al final no nos abordan? ¿Me vas a tener sirviendo el vino de las cenas de una garrafa como en la taberna más sucia de Portsmouth?

—No te apures, Samuel. Lo tengo todo pensado. Si al final todo sale bien, ganaremos por partida doble, pues tú y yo nos beberemos el vino bueno cuando nos plazca, y tu despensero y los guardiamarinas, cuando cojan a escondidas las botellas, aprenderán con la práctica a no robarle el vino a su capitán.

De nuevo oyeron pasos en la escalera.

—Disculpe, señor. —Thomas llegó con el aliento entrecortado—. Debería subir a cubierta.

3

La tormenta les retaba a acercarse con el rugido de sus truenos. Fellowes la observaba de frente, encaramado a la punta del bauprés. Delante los esperaba un muro tan sombrío que parecía la antesala de las puertas del infierno, pero el otro barco seguía persiguiendo su estela como la misma muerte. El capitán volvió a cerrar los ojos. El azote del viento helado en las alturas le arañaba los párpados, aunque, después de tanto tiempo a su merced, le parecía tan familiar como la caricia de una madre. Respiró hondo. Tenía claro lo que debía hacer.

Se deslizó por el madero hasta que sus botas tocaron las tablas del castillo de proa, con un suspiro de alivio de sus marineros, que habían estado aguantando el aliento con temor al verle tan cerca del vacío mientras tensaban para asegurar la cuerda de su arnés. Antes de descolgarse del todo, el capitán acarició la parte de arriba de la cabeza de leona que formaba el mascarón de proa, con las fauces abiertas y las garras extendidas. Sentía las miradas de todos los marineros posadas en su figura, así que procuró mantenerse erguido para hacerles llegar su aplomo. Necesitaba que confiaran en él para que lo siguieran en su locura. Sólo deseaba no estar arrastrándoles irremediablemente a la muerte.

Dos hombres se acercaron en cuanto posó las botas sobre la cubierta, esperando que confirmara sus órdenes. Cuando les había contado su plan por primera vez, McPhee, el contramaestre, le había asegurado que sus hombres resistirían allá donde les llevara su capitán; pero el maestro de carpinteros no estaba tan tranquilo. El señor Helsby era un hombre prudente y, aunque se había asegurado varias veces de que la estructura del barco estaba íntegra, también había insistido en su preocupación por los boquetes que lucía la gavia y que todavía no habían podido zurcir adecuadamente. Aun así, tendría que servir.

El capitán asintió y los dos hombres le saludaron con solemnidad, llevándose el primer nudillo a la frente con el puño cerrado.

McPhee sopló su silbato y los marineros reaccionaron al instante. Todos veían cómo se acercaba el muro de nubes negras, pero saber que iban directos a meterse en la boca del lobo intencionadamente era distinto. De pronto, el vértigo que les volteó el estómago no tenía nada que ver con la altura. El capitán vio a más de uno tirar compulsivamente de su arnés para asegurarse de que estaba bien sujeto.

Fellowes se reunió con los oficiales, que aguardaban más apartados. Cruzó las manos en la espalda.

—Caballeros, los necesito a todos con mil ojos. Vamos a virar para adentrarnos en el corazón de la tormenta. Eso nos pondrá más a tiro durante unos minutos, pero nos acercará aún más a la zona peligrosa de las nubes y hará que los franceses tengan que elegir entre seguirnos al abismo o dar media vuelta. —Entonces, sonrió—. Esperemos que no estén tan locos como nosotros y sea lo segundo.

Los oficiales rieron con él.

—Sí, señor.

—Señor Byrne. —El capitán se giró directamente hacia él—. Al señor Helsby le preocupa que una de las velas se pueda romper en mitad de la maniobra, así que necesito que se suba y me informe de cualquier mínima tara que vea. Con lo grande que es usted, será más difícil que se lo lleve el viento.

El teniente asintió, pero se había puesto blanco como la cera.

—Con su permiso, capitán —intervino Phillip en ese momento, dando un paso al frente—. Si no tiene inconveniente, me gustaría ofrecerme voluntario para esa tarea.

Fellowes enarcó las cejas.

—Esas son unas palabras que jamás creí que salieran de su boca, señor Cox.

El guardiamarina desvió un momento la mirada al suelo, pero no retrocedió.

—Si me lo permite, insisto.

—Como quiera. —El capitán no quiso discutirlo más. Había demasiadas cosas que preparar—. Señor Byrne, se encargará entonces usted de supervisar las cuadrillas del señor Cox.

—Sí, señor.

Los oficiales se dispersaron, cada uno a su tarea. Phillip le entregó su sombrero y su chaqueta a uno de los marineros para que los guardara por él en la cámara de oficiales y se aupó a uno de los obenques por el costado del barco.

—¡Phillip! —le llamó Thomas antes de que comenzara a trepar por las cuerdas—. Gracias.

Phillip rio y le palmeó el brazo.

—No seré yo el que juzgue a un hombre con miedo a las alturas por enrolarse en la Marina Aérea, Tom —respondió—. Pero ve pensando cuántas guardias vas a cambiarme por esto.

Thomas le estrechó la mano.

—Ya hablaremos.

Mientras tanto, el capitán había ocupado su lugar en el alcázar.

—¿Todo listo, señor Singh?

El maestro de navegación, que no había quitado el ojo a la tormenta y a sus perseguidores, asintió.

—Ahora o nunca, señor.

Fellowes se dirigió a su timonel.

—Rumbo oeste-noroeste, señor Bjørgen.

—A la orden, capitán. Rumbo oeste-noroeste.

El timón rodó bajo su impulso como una ruleta desbocada. Los marineros se agarraron en sus puestos para guardar el equilibro cuando el navío giró sobre su eje, escorando hacia estribor con el impulso.

Como esperaba, los franceses respondieron a su maniobra. Era un navío más grande que el suyo, así que su panza oronda de madera se bamboleó muy lentamente en comparación con la ligereza de la fragata. Para cuando pudieron estabilizar el rumbo, los ingleses ya podían oler y palpar la humedad creciente. Las primeras gotas se condensaron sobre la cubierta de la Lionheart y los truenos ya no resonaron tan lejanos.

Fellowes sonrió, enseñándole los dientes al horizonte. Había recuperado su expresión de cazador. Podía imaginarse cómo el capitán francés estaría apretando la mandíbula en aquel momento al ver cómo se le escapaban entre los dedos. Su tripulación se contagió de su sensación de triunfo, porque los vítores estallaron por toda la cubierta.

Pero el enemigo no se iba a conformar tan fácilmente.

—Señor, están frenando su avance. —A su lado, Singh iba narrándole cada movimiento con la precisión de su catalejo—. Están virando de nuevo. Van a ponerse perpendiculares a nosotros.

Fellowes le pidió su catalejo al teniente Marlow y enfocó al costado del navío enemigo, aunque no le hacía falta para imaginarse lo que estaba pasando. Su corazón se aceleró en un segundo de terror al ver cómo dos pisos de cañones se abrían paso a través de sus portezuelas para apuntar hacia ellos.

—¡Todo el mundo al suelo! —bramó—. ¡A cubierto!

Oyó el estallido antes de sentirlo. Se cubrió la cabeza con los brazos, pegando el cuerpo todo lo que pudo a la cubierta. Por encima volaron astillas, plomo y restos de carne. La mayoría de las balas pasaron de largo, rozando el barco únicamente con el aire que desplazaron a su paso, pero las que acertaron causaron sus destrozos con eficiencia.

Fellowes esperó un instante antes de incorporarse. El polvo de serrín y el humo le hicieron toser al levantar la cabeza. Por un segundo, no supo por qué veía todo tan negro, hasta que se dio cuenta de que un reguero de sangre le corría por la frente hasta los ojos. A su alrededor, los heridos gemían y gritaban; y los que seguían en pie lo hacían aún más, intentando reagruparse. Los marineros sabían por experiencia lo poco que tardaba en recargar los cañones una tripulación experimentada. Si no lograban ponerse a salvo en la tormenta a tiempo, estaban perdidos.

El capitán giró en redondo, haciendo un control de daños. El señor Singh se había levantado con dificultad hasta colocarse a su lado, pero parecía ileso. Del resto del alcázar no podía decir lo mismo. Uno de los maderos del palo de mesana había recibido un impacto y se había desmoronado sobre ellos, destrozándolo todo a su paso. Fellowes se había librado por muy poco.

—¿Marlow? ¿Bjørgen?

El señor Singh miró hacia atrás, a un lugar que Fellowes no alcanzaba a ver exactamente, y sacudió la cabeza.

—¡Capitán!

El hombre se volvió con brusquedad y vio a Thomas en medio de la carnicería en la que se había convertido la cubierta, arrodillado junto a un cuerpo y agitando los brazos, señalando hacia arriba. Fellowes soltó una maldición. También habían dañado el palo mayor, cuyas perchas horizontales se bamboleaban de un lado a otro, sujetas por apenas unos pocos cabos. Helsby tenía razón: la tela de sus velas estaba desgarrada por varios puntos, interrumpiendo peligrosamente el patrón de sus filigranas.

—Quiero a todo aquel que todavía pueda usar las manos ahí arriba asegurando ese mástil, señor Byrne —ordenó a voces, abriéndose paso como pudo entre los heridos y los que los transportaban al piso de abajo—. O lo estabilizamos o nos vamos a pique.

—¡Sí, señor!

La sangre volvía a impedirle la visión y Fellowes se frotó la frente con rabia con el puño de su abrigo. Miró hacia atrás, hacia los cañones que pronto volverían a embestirlos, y luego hacia las nubes negras. Casi habían desaparecido en su interior. Sólo les hacía falta un último empujón del viento.

—¡Señor, vuelven a sacar los cañones por las portas!

El capitán corrió hacia el alcázar y trepó por los trozos de madera masacrada hasta la rueda del timón, que giraba como un carrusel fuera de control. Consiguió mantener el rumbo con un esfuerzo sobrehumano. A su espalda oyó el silbido de las balas, pero se obligó a mantenerse erguido sobre la popa, ignorando el miedo. Más hombres cayeron.

—Vamos, mi Leona —le imploró a la fragata.

La metralla de madera estalló a su alrededor, pero el barco se había alejado lo suficiente como para que no fuera tan mortífera. El aire comenzó a hacerse más denso y la humedad, más intensa. La oscuridad los engulló como si el infierno los recibiese en sus entrañas. Pronto, los marineros no pudieron ni verse la punta de los dedos. Un trueno sonó tan cerca que vibró en sus oídos y pudieron sentir la electricidad erizándoles el vello. Los cañones enemigos volvieron a escupir fuego a su espalda, pero esta vez no consiguieron alcanzarlos.

La tripulación estalló en un rugido de rabia contenida y júbilo. Lo habían conseguido.

Fellowes respiró hondo. Les permitió regodearse unos segundos en el éxtasis antes de devolver el barco a la realidad. Aún no habían pasado lo peor.

—¡Silencio de proa a popa! ¡Todos a sus puestos!

4

En la Marina Aérea corría una leyenda que decía que las tormentas cantaban antes de llevarse a un barco al abismo. Fellowes la había oído por primera vez en boca de un marinero de un solo ojo llamado Ward, durante su primer viaje a bordo de un navío de guerra. No podía tener más de once años. Por aquel entonces llevaba tanto tiempo oyendo hablar de la sabiduría de los marineros curtidos que creyó a pies juntillas todo lo que aquel borracho, que se divertía haciendo rabiar a los grumetes, quiso contarle.

Tardó años en dejar de intentar escuchar aquella melodía del infierno cuando bramaba el trueno, aliviado cuando el presagio no se presentaba y nervioso por si alguna vez llegaba a oírlo. Más adelante, la mera mención de la leyenda le enfurecía y más de un marinero se había llevado una regañina de un joven teniente Fellowes por susurrarla en mitad de la noche.

Aquel día, sin embargo, el capitán de la Lionheart escuchaba el viento con la misma atención y desasosiego que cuando era niño, por si las nubes decidían entonar su melodía.

Después de librarse de la persecución del barco francés, habían navegado por el muro de nubes un trecho más, hasta que se aseguraron de haber perdido a sus perseguidores por completo. El capitán enemigo había demostrado ser ambicioso y audaz, pero no tan loco como para seguirles en el camino a la muerte. Cuando la electricidad y la condensación que les rodeaban fueron demasiado espesas como para que el barco pudiera soportarlo, Fellowes dio la orden de hacerlo descender.

El suspiro de alivio de la tripulación se unió a sus plegarias, porque más cerca del mar la situación no fue mucho mejor. El viento los golpeaba a rachas huracanadas desde ambos costados, haciendo cabecear el casco como si fuese un juguete en manos de un niño travieso. Además, un muro de agua caía incesante sobre ellos, aplastándolos con furia, mientras los truenos hacían retumbar el casco. Algún marinero incluso juró haber avistado un dragón entre el destello del relámpago.

El capitán seguía aguantando erguido junto al timón, manteniendo el rumbo como podía. Sabía que sus hombres lo observaban. Estaba seguro de que, si lo veían flaquear, toda su entereza podía desmoronarse.

—Parece que va a llover un poco.

Fellowes no había visto a Hansford acercarse. El mayor estaba empapado y tiritaba bajo su uniforme, pero sonreía de oreja a oreja cuando se colocó a su lado.

—No sé por qué lo dices —respondió el capitán justo cuando un relámpago cayó atravesando el aire con un rugido apenas a un cable a sotavento.

—Iba a traerte una taza de té, pero se hubiera aguado por el camino. —Hansford le puso una mano en el brazo y le habló al oído, aunque tuviera que vocear para que se le oyera con la lluvia—. ¿Por qué no bajas tú también a comer algo, Samuel? Puedes dejar al mando a Byrne un rato. Necesitas descansar.

—Estoy bien.

—Pues entonces hazlo por él. —Señaló con la cabeza hacia la proa—. Deja que entierre la culpa con la responsabilidad.

Fellowes observó a su primer teniente. En ese momento estaba ayudando a unos cuantos hombres a asegurar unos aparejos, y lo hacía con verdadero afán. No había cambiado la expresión de seriedad en su cara desde el último ataque y se entregaba a cada objetivo como si su vida dependiera de ello, presentándose voluntario a cualquier tarea, por pesada que fuera. Cualquier cosa con tal de no pensar. No sentir.

—Lo que le ha pasado al señor Cox viene en el oficio y debería saberlo. No podemos sentirnos culpables por cada desgracia que sucede a bordo de este barco. ¿O debería hacerlo yo por cada vez que una de mis órdenes haga salir mal parado a un hombre?

Hansford bufó.

—Si de verdad creyera que lo dices en serio, te retiraría la palabra ahora mismo.

—Todos tenemos que vivir con las consecuencias de nuestras decisiones. Pronto Byrne asumirá el mando de su propio barco y, cuanto antes aprenda la lección, mejor.

—El pobre muchacho se siente culpable porque cree que debería haber sido él el que se desgraciara en lugar de su amigo, que se presentó voluntario para ocupar su puesto. ¿Y de verdad eso lo convierte en mal oficial?

«No, claro que no». Pero Fellowes también estaba enterrando su propia culpa en las excusas de la disciplina y las necesidades del servicio. Aunque a veces —sólo a veces— sabía cuándo ceder.

—¡Señor Byrne! —La voz profunda del capitán viajó por la cubierta hasta el teniente, que levantó la vista enseguida—. Venga aquí.

El joven soltó los aparejos, cuidándose de dejarlos en buenas manos, y corrió a obedecer la orden. Al llegar a la escalera, tuvo que agarrarse al pasamanos para no resbalar con la piscina de agua que se había formado en su base y subirla sin dar con los dientes en los peldaños.

—A sus órdenes, capitán.

Fellowes dio un paso a un lado, tendiéndole el mando del timón.

—Está usted a cargo hasta que regrese. Mantenga el rumbo todo lo que pueda y, si ve alguna salida de la tormenta, tómela. ¿Entendido?

—Sí, señor.

—Que no se hunda mi barco en su guardia, teniente.

Thomas tomó el mando con presteza, y bajo sus manos la Lionheart se estabilizó un tanto. Fellowes desechó una punzada de celos al ver que su navío respondía mejor a las caricias de otro, aunque no se libró del todo del resquemor hasta que su cabeza estuvo a cubierto en las entrañas de la bodega, a nivel del sollado. Allí, los marineros que habían recibido permiso para comer se apiñaban en las mesas colgantes, agarrando sus platos con ambas manos para no volcar su contenido. Alguno que otro vomitaba entre las sacudidas.

—Capitán —saludaban a su paso, con el primer nudillo en la frente.

Él respondía con una inclinación de cabeza y una pequeña curva en los labios. Hansford quiso conducirle a la cámara de oficiales para que metiera algo en el estómago con el resto, pero él se negó. Quería pasar primero por la enfermería para ver el estado de su tripulación.

—Vaya cociendo un par de huevos mientras tanto para el capitán, Driscoll —le pidió el mayor al despensero—. Ya me encargo yo de que se los coma antes de que se enfríen.

Fellowes les ignoró y corrió las cortinas que separaban las estancias del interior del barco para dirigirse hacia el cirujano.

—Señor Lloyd, ¿cuál es el balance?

El cirujano inclinó la cabeza al verlo, sin soltar la venda que estaba enrollando alrededor del muñón de un marinero que yacía inconsciente en su mesa, recién amputado a la altura del codo.

—Buenos días, capitán —dijo, sin responder a la pregunta.

Fellowes se la repitió, esta vez más alto. Lloyd no era mal cirujano, pero desde que recibió aquel golpe en la cabeza en mitad de una batalla se había quedado medio sordo, y a veces el capitán pensaba que medio tonto también. Le hubiera gustado poder sustituirlo, pero en tiempos de guerra los cirujanos navales escaseaban y a los que tenían algo de experiencia se los rifaban los mejores barcos. Y un cirujano mediocre era mejor que ninguno. Fellowes todavía recordaba con horror los tiempos en los que le había tocado hacerse al aire sin nadie que se encargara de la enfermería a bordo, cuando las amputaciones iban a cargo del ayudante del carpintero. Era mejor tener paciencia.

—Señor Lloyd, heridos y muertos —repitió por tercera vez.

—Ah, sí. Por supuesto —comprendió al fin.

El cirujano se limpió las manos con un trapo mugriento y le tendió la lista que había ido confeccionando su ayudante, que también hacía de escribiente a bordo, para el capitán.

—Doce muertos y treinta y siete heridos, seis de ellos graves. Dos puede que no pasen de hoy, ya veremos.

Fellowes leyó los nombres de la lista con una sombra de dolor. Para él, todos aquellos nombres tenían un rostro y habían caído bajo su mando.

—¿Y el señor Cox?

El cirujano se apartó para que el capitán pudiera ver uno de los coyes que colgaban del techo a su espalda. Allí yacía el guardiamarina, todavía con su uniforme ensangrentado, los ojos cerrados y el cuerpo flácido. En su abdomen se apreciaba el bulto de una gran venda que lo comprimía para mantener las tripas dentro y que apenas se levantaba y descendía el ancho de un dedo con cada respiración agitada.

—Uno de los garfios se le clavó en el abdomen con la caída, cuando el cañón destrozó el palo mayor —dijo Lloyd—. Tuvo suerte de quedarse colgando sólo por la pared muscular, sin perforar el peritoneo, y de que la punta se le quedara a un par de dedos del bazo. He hecho todo lo que he podido.

—¿Vivirá?

Lloyd se encogió de hombros.

En ese momento, un trueno resonó tan cerca que la madera tembló. Fellowes oyó gemir a sus hombres y las velas que alumbraban el interior del barco titilaron, como si ellas también sintieran el miedo. Desde la abertura hacia la superficie llegó un fogonazo y, siguiendo al relámpago, un poderoso rugido les sacudió de nuevo.

«Tengo que subir a cubierta».

Los marineros se abrieron en un pasillo para dejar pasar a su capitán, pero este no llegó a dar más de tres pasos. Cuando iba a alzar el pie para subir el primer escalón, el mundo se desmoronó y el cielo se partió en dos.