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índice

PrÓlogo

Primera parte: ADN, la vida en tres letras

I. AsÍ empezÓ todo

II. Los persuasores

III. ¿Qué sentido da Francis a la palabra dogma?

segunda parte: Seres humanos

IV. La historia somos nosotros

V. El tiempo y el ADN

VI. La evolución imparable

VII. Ideas que cambian el ADN

tercera parte: en el bien y en el mal

VIII. Los genes, el genio y el desarreglo

IX. El ADN va al tribunal

Cuarta parte: Esperanzas, miedos, ilusiones

X. Más allá del presente

quinta parte: Habla con él

XI. La entrevista imposible

Epílogo

Bibliografía

Título en idioma original: Intervista impossibile al DNA

© 2018 Società editrice Il Mulino, Bologna

© Ilustraciones de Clara Rodríguez Ríos

Traducción de Fernando Montesinos Pons

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

nº 5

Fotocomposición: Encuentro-Madrid

ISBN Epub: 978-84-9055-784-6

Depósito Legal: M-668-2020

Printed in Spain

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Redacción de Ediciones Encuentro

Conde de Aranda 20, bajo B - 28001 Madrid - Tel. 915322607

www.edicionesencuentro.com

a los seres humanos y a sus empresas,

despreocupados del tiempo y de los dioses

PrÓlogo

ADN. Ninguna otra palabra de la ciencia ha conseguido entrar tanto en nuestros pensamientos. Cuántos descubrimientos científicos, cuántas vicisitudes humanas y cuántos significados se esconden detrás de estas tres letras.

Se habla mucho de él, y de manera continuada, en los periódicos, en la televisión, por la calle. Y es que puede darnos una esperanza contra las enfermedades, descubrir la identidad de un asesino o incluso asumir las apariencias de un motor invisible o que es el origen de nuestros comportamientos. Ahora bien, más allá de su aparente popularidad, ¿qué sabemos realmente del ADN y del itinerario científico que lo ha convertido en el icono de la biología? Probablemente no lo que realmente vale la pena conocer. Algunas intuiciones geniales, así como ciertos experimentos sencillos y elegantes, siguen estando a menudo en una zona de sombra.

La tarea del que desea iluminar todo esto podría parecer sencilla: poner en fila, siguiendo un orden cronológico, los principales descubrimientos, dejando que el tiempo desarrolle la trama de una marcha imparable hacia el progreso. Un itinerario lineal, al menos en apariencia, pero que no nos conduciría al corazón de las cosas. Para que la luz de nuestro discurso consiga penetrar la oscuridad será menester ir más allá del replanteamiento de ideas y conceptos estrictamente científicos. Hay, en efecto, inextricablemente ligadas a los descubrimientos, historias que encierran un gran interés que nos hablan de personas de carne y hueso, cuya agudeza y creatividad se mezclan con debilidades, oportunismos y vanidades de todo tipo. Personas precisamente como nosotros, sometidas a los condicionamientos de su sociedad, además de los ligados a sus vicisitudes existenciales.

Así pues, la reconstrucción de las etapas gracias a las cuales hemos llegado a leer el «libro de la vida» nos llevará a comprender lo importante que es considerar no solo la dimensión científica, sino también la humana, entendida en su sentido más amplio y profundo, a fin de obtener una visión nítida de los itinerarios de conocimiento y de sus significados. Dejaremos de lado las rígidas jaulas intelectuales a las que ahora nos hemos hecho adictos, como el dualismo entre razón y emoción, naturaleza y cultura, mito y ciencia. De este modo, llegaremos a ser capaces de considerar el todo en vez de limitar la mirada a este o a aquel aspecto, siguiendo una perspectiva holística.

A fin de poder «humanizar» todavía más nuestro relato, hemos recurrido a un artificio literario, algo un tanto insólito en un libro que desea hablar de ciencia. Tal vez haya alguien que recuerde las «entrevistas imposibles», episodios de unos 20-30 minutos de duración transmitidos por la red radiofónica de la RAI ente 1973 y 1975. Personalidades de relieve de la cultura italiana, como Umberto Eco o Andrea Camilleri, entrevistaban, o, mejor dicho, imaginaban entrevistar, a grandes personajes de la historia, desde el hombre de Neandertal a Pablo Picasso. Dado que la finalidad de estos diálogos surrealistas era ofrecer a los oyentes una ventana al el pasado, donde la ironía y el sentido del humor convivieran con la capacidad de introspección histórica, nos preguntamos por qué no imaginar una entrevista con el personaje que está en condiciones de contar la historia más larga del mundo, la que va desde la aparición de las primeras bacterias, acontecida hace miles de millones de años, hasta nuestros días. Así fue como nació la idea, aparentemente extravagante, de dar voz y pensamiento a una molécula. Míster «Adeene» nos recompensará mezclando el sarcasmo con la sensibilidad, nos contará su pasado e imaginará el futuro que le (y nos) espera desde un ángulo diferente y original.

La entrevista que propondremos al final del libro es, en realidad, el punto de llegada de un itinerario narrativo que toca cuatro grandes temas. En el primero, «ADN, la vida en tres letras», exploraremos el sitio que corresponde al ADN en la biología de los seres vivos. Comenzaremos por donde empezó todo, el origen de la vida en nuestro planeta. Una elección obligada, dado que, en el gran escenario de la existencia, el ADN representa un poco el hilo rojo que une todas las historias. Veremos después cómo James Watson y Francis Crick, los «científicos iconos» del ADN, consiguieron entender la estructura del material hereditario. Continuaremos descubriendo cómo el ADN orquesta nuestra biología sin recaer en esos rígidos esquemas que a nosotros, los humanos, nos gustan tanto.

El paso siguiente, «Seres humanos», será hablar de nosotros, de nuestro pasado. A fin de poder entendernos mejor, sacaremos a la luz algunas analogías inesperadas entre la historia humana y el ADN, que ponen en tela de juicio nuestra dimensión interior. Permaneciendo aún en un ámbito histórico, nos aventuraremos después en las recientes investigaciones sobre el ADN antiguo, en la así llamada paleogenética, para comprender cómo estas investigaciones han revolucionado el campo de los estudios sobre la evolución humana. A fin de tener una visión completa de nuestra relación con el ADN, dirigiremos una mirada atenta al medio y a las modalidades a través de las cuales este ha plasmado nuestro material hereditario. Cerraremos esta parte considerando el modo en que las ideas, a través de la sociedad y la cultura, pueden influir en nuestra diversidad genética.

En la tercera parte: «En el bien y en el mal», afrontaremos el tema de las relaciones entre el ADN y las acciones humanas. Comenzaremos con el controvertido tema del rol de la genética en la determinación de nuestro comportamiento y de su eterno duelo con el medio social. Nos acercaremos después a un tema del que nos hablan cada día las crónicas de los periódicos. Llevaremos el ADN al tribunal, para comprender al mismo tiempo cómo y por qué ha cambiado esta molécula el rostro de las investigaciones científicas en el ámbito criminal.

Con «Esperanzas, miedos, ilusiones» deseamos desarrollar una reflexión sobre nuestro futuro partiendo de la actualidad. Lo haremos dirigiendo la mirada a los recientes desarrollos de la biología molecular, a fin de dar una respuesta a una pregunta que nos tomamos muy a pecho: ¿podrá cambiar la investigación sobre el ADN para mejor (o peor) nuestras existencias? El vínculo entre el ADN y la vida es, y sigue siendo, indisoluble, tanto si miramos al pasado, exploramos el presente o pretendamos interrogar al futuro.

Concédanos, por último, el lector un pequeño espacio para los agradecimientos. A Paolo Anagnostou, Cinzia Battaggia, Francesca Brisighelli, Bianca Colonna, Fabio Di Vincenzo, Elisabetta Giorgi, Stefano Iacobini, Luca Pagani, Giancarlo Poiana y Cristina Scrigna por haber leído el manuscrito (sin que por ello sean culpables de los posibles errores y omisiones). A Júpiter y a muchos otros, Tony Curtis, Roger Moore, Vincent van Gogh, Sonny Rollins, Jack el Destripador y Siddhartha, por su extravagante e inconsciente participación. A Alessia Graziano, que nos ha infundido confianza y nos ha hecho creer un poco más en nosotros mismos. Giovanni Destro Bisol ha sido inspirado y sostenido con amor por Rita. Marco Capocasa da las gracias a Maria y Toto por haberle dado soporte (y haberle soportado).

Primera parte: ADN, la vida en tres letras

I. AsÍ empezÓ todo

Nacer, crecer, morir: ¿cómo y cuándo tuvo comienzo todo esto? Hace menos de un siglo, unos investigadores visionarios empezaron a hacer luz sobre la aparición de la vida sobre la Tierra y a dar una identidad a la molécula que la había transmitido hasta nosotros.

Un buen caldito caliente

Hay muchas cuestiones abiertas sobre las que esperamos respuestas de la ciencia. Pero hay una que supera a todas las otras por su fascinación e importancia: ¿cómo y cuándo se originó la vida sobre la Tierra? No se trata únicamente de dar un tiempo y una identidad a nuestros más remotos progenitores, sino de comprender también los procesos que han convertido nuestro planeta en el más rico en diversidad y complejidad química y geológica en el interior del sistema solar.

Los científicos están siempre en competición para identificar la más antigua forma de vida jamás existida, un poco como los ciclistas quieren establecer un nuevo récord de la hora o los corredores de los cien metros buscan bajar cada vez más el muro de los diez segundos. El récord lo tienen en nuestros días unos sutiles tubitos de hematites, un mineral ferroso de color rojizo, encontrado en la región de Quebec (Canadá). Estas estructuras serían el resultado de la degradación de bacterias que vivían (precisamente) hace unos 4 mil millones de años cerca de un volcán submarino. Se trata de una datación impresionante, dado que es solo unos cuantos cientos de millones de años más reciente que la misma edad de la Tierra.

El discurso se complica cuando, al intentar reconstruir los acontecimientos que han llevado a la aparición de la vida en nuestro planeta, se pasa del agonismo científico a la ciencia auténtica. La fascinación y el misterio parecen dejar su sitio a algo prosaico, por no decir algo peor: un líquido caliente y maloliente, una especie de bazofia. Nos han hablado con frecuencia del «caldo primordial o primigenio» en la escuela o en los documentales, algo así como un limo marrón que borbotea en una Tierra que parece una enorme olla. Intentemos imaginarnos este mundo naciente. Reina en el aire un olor acre que podría recordarnos el del pequeño armario de los medicamentos que se encuentra en el cuarto de baño de la casa de los abuelos. El calor es sofocante, mientras que radiaciones ultravioletas y descargas producidas por temporales desencadenan reacciones que están en condiciones de crear nuevas combinaciones químicas. En un crescendo tan caótico como creativo, se van formando moléculas orgánicas cada vez más complejas, que representan los ladrillos para construir las primeras formas de vida unicelulares desprovistas de núcleo (procariotas), a las que seguirán organismos pluricelulares de una complejidad gradualmente creciente. Ahora bien, esto es, obviamente, solo el inicio: deberá pasar aún mucho tiempo para que aparezcan los grandes animales terrestres (hace aproximadamente unos 400 millones de años), y todavía más para que surjan los primeros representantes de nuestra especie, la del Homo sapiens, que aparecieron en el África oriental solo hace unos 200 mil años.

Es posible que lo del caldo primordial pueda parecer fruto de una idea simple y hasta un poco tosca, si la comparamos con la variedad y la complejidad de la vida tal como la conocemos hoy y con todas las sofisticaciones de la investigación científica del tercer milenio. Pero imaginemos que nos encontramos en los años veinte del siglo pasado. En Europa se acababa de salir hacía poco de la Primera Guerra Mundial. La economía producía vigorosas señales de recuperación ligadas a la reconstrucción posbélica, al tiempo que las artes registraban un nuevo fervor gracias a personajes como Arnold Schönberg, el fundador de la música atonal, o Robert Musil, el autor de El hombre sin atributos, el manifiesto de la corriente literaria decadentista. Esta atmósfera, tan llena de fermento creativo, había contagiado también a la ciencia. Los investigadores habían vuelto a deshornar importantísimas novedades, como la penicilina, descubierta por Alexander Fleming, y, por fin, habían llegado a comprender la importancia de la teoría de la relatividad general de Albert Einstein. Sin embargo, poco o nada se sabía aún sobre los procesos bioquímicos que regulan algunas actividades celulares fundamentales. No se conocía, por ejemplo, la fotosíntesis, el conjunto de reacciones a través de las cuales las plantas consiguen sintetizar compuestos orgánicos —principalmente los carbohidratos— aprovechando el anhídrido carbónico de la atmósfera y la luz solar. Y mucho menos se conocía aún el rol del ADN, registrado como ácido desoxirribonucleico. Esto nos ayuda a comprender la razón de que, a pesar de su empeño, valiosos hombres de ciencia de comienzos del siglo XX, como el bioquímico inglés Benjamin Moore o el geólogo, también inglés, Henry Osborne entre otros, no fueran capaces de desarrollar teorías dignas de este nombre sobre el nacimiento de la vida. Como ya había pasado otras veces, o como sucederá también a continuación en la historia del progreso científico, hacía falta la mente de personas visionarias y geniales, capaces de desarrollar una hipótesis convincente, a pesar de los límites impuestos por los conocimientos del tiempo.

En este escenario encontramos a los protagonistas de nuestro primer episodio: Alexander Ivanovich Oparin y John Burdon Sanderson Haldane. El primero, nacido el año 1984 en Úglich, pequeña ciudad situada a orillas del Volga, a unos 200 km al norte de Moscú; se trasladó a la edad de nueve años con sus padres y sus dos hermanos mayores a la capital rusa para poder asistir a la escuela secundaria, donde se mostró de inmediato muy versado en el estudio de las materias científicas. Tras obtener la licenciatura en la Universidad Estatal de Moscú, se convirtió en profesor de bioquímica cuando solo contaba con treinta y tres años. Haldane, que había nacido en Oxford solo dos años antes que Oparin, había sido introducido por su padre, John, en la experimentación biológica. Una vez concluido su compromiso con el ejército inglés en la Primera Guerra Mundial, realizó una rápida carrera universitaria gracias a sus importantes contribuciones, que se extendían desde la genética a la fisiología, principalmente en el ámbito científico, aunque también con alguna apreciada incursión en el divulgativo.

Su interés por la evolución y su admiración por Darwin, así como su adhesión a las ideas marxistas, unía a Oparin y Haldane. Sin embargo, su relación con el poder político era muy diferente. Oparin se encontraba perfectamente cómodo con el régimen, que le distinguió con el título de Héroe del trabajo socialista y con la medalla de Lenin. Haldane, en cambio, era un hombre poco inclinado al compromiso, hasta tal punto que pasó sus últimos años en la India para huir de la hostilidad que le procuraba en su patria su credo comunista y ateo. A pesar de estos destinos tan diversos, el encuentro entre sus ideas se reveló verdaderamente fecundo.

Fue Oparin el que realizó el primer movimiento en la construcción de una auténtica teoría sobre el origen de la vida. El científico ruso, a diferencia de sus predecesores, consiguió explicar cómo podían haberse desarrollado las formas de vida a partir de unas condiciones de salida extremadamente simples desde el punto de vista químico y, al mismo tiempo, verosímiles para los albores de nuestro planeta. Oparin imaginó una atmósfera primitiva rica en los elementos básicos de las moléculas biológicas (hidrógeno, carbono y nitrógeno) pero carente de oxígeno y de su derivado, el ozono, que está en condiciones de absorber y retener la energía transmitida por el sol. A falta de filtro, también los rayos ultravioletas del sol habrían podido pasar sin ser molestados a la atmósfera. Combinándose con los rayos creados por intensos campos de energía eléctrica y la radioactividad presente, habrían constituido el detonador para el inicio de una gran cantidad de reacciones químicas. En este medio, rico en materia prima y en energía, se habrían podido formar grandes cantidades de compuestos orgánicos simples, como los aminoácidos. Estas nuevas sustancias, al recogerse y concentrarse en los mares y en los lagos, habrían dado origen al caldo primitivo. Y precisamente en este caldo se habrían formado macromoléculas esenciales para todas las formas de vida: las proteínas y los carbohidratos. Operin dio a conocer su teoría ya en 1922 durante una reunión de la Sociedad Botánica Rusa en Moscú, pero solo con la publicación de su libro The origin of life en lengua inglesa el año 1937, su trabajo pudo llegar a conocimiento de la comunidad científica internacional.

Una vez dibujado el escenario químico, se imponía dar otro paso fundamental: explicar cómo se formaron las primeras formas de vida rudimentarias. Y en esto se reveló decisiva la contribución de Haldane. En un artículo de solo ocho páginas publicado el año 1929 en la revista Rationalist Annual, Haldane lanzó la hipótesis de que los primeros organismos habrían estado dotados de una capa, de una especie de película oleosa, que los aislaba del medio exterior y los protegía. Gracias a esta barrera sutil, se habrían podido formar micromedios en cuyo interior podían tener lugar los procesos basilares para toda forma de vida: absorber sustancias químicas del exterior, crecer, dividirse y obtener energía de la fermentación de las moléculas orgánicas.

El andamiaje teórico de Oparin y de Haldane ha representado una base fundamental para las investigaciones posteriores. Las primeras entre todas ellas fueron las comprobaciones llevadas a cabo entre 1952 y 1953 por dos químicos americanos, el nobel Harold Urey y su alumno Stanley Miller. Este último consiguió obtener cinco aminoácidos diferentes sometiendo una mezcla gaseosa de metano, amoníaco, hidrógeno y agua a descargas eléctricas de elevado potencial, que debían reproducir el efecto de los intensos temporales que golpeaban la Tierra en sus albores. Por fin, llegaba una primera demostración experimental de la teoría de Oparin y Haldane.

En busca del mensajero

En este punto, mientras la investigación sobre los procesos químicos y físicos que estaban en la base del origen de la vida ya estaba encarrilada, se abría un nuevo interrogante: ¿qué moléculas podían haber asumido el rol de la transmisión de la información necesaria para el desarrollo de los primeros organismos vivos y para su reproducción? Precisamente en el mismo año en que Miller llevaba a cabo sus experimentos, James Watson y Francis Crick publicaban en la prestigiosa revista Nature un breve trabajo que describía la estructura de doble hélice del ADN. Ahora bien, la coincidencia temporal podía ser engañosa, no se trataba de una transmisión ideal del testigo. Al menos, no todavía.

Según el paradigma del «mundo del ARN», término acuñado en 1986 por el bioquímico americano y nobel Walter Gilbert, la primera molécula para la transmisión de la información genética fue precisamente el ácido ribonucleico, producido también en el crisol del caldo primordial. Con el aumento de la complejidad de las primeras formas unicelulares simples hasta la aparición de auténticos organismos, se reemplazó, sin embargo, el ARN en la mayoría de los organismos por el ADN, con la excepción de algunos virus. Entre estos, conocemos hoy muy bien el HIV (Human Immuno-Deficiency Virus) o VIH en español. Pero ya tendremos ocasión de hablar de este maléfico «bicho» más adelante.

Una simple ojeada a la estructura del ARN y del ADN nos permite comprender por qué el segundo acabó destronando al primero en el rol de «molécula de la vida». Ambos ácidos nucleicos están constituidos por una cadena unitaria de base llamada nucleótidos, cada una de las cuales contiene una base nitrogenada variable, un azúcar de cinco átomos de carbono y un grupo fosfato. El código de la vida, el que después se traducirá en proteínas, reside precisamente en la sucesión de las diversas bases nitrogenadas. Las cuatro modalidades con que estas se presentan —adenina, timina (uracilo del ARN), citosina y guanina— son, de hecho, suficientes para crear muchas combinaciones diversas. Jugando tanto con la sucesión de los diversos nucleótidos como con la longitud del fragmento que los contiene es posible especificar, en efecto, informaciones para una enormidad de proteínas diferentes (de esto hablaremos también en los próximos capítulos).

Ahora bien, al pasar a observar la configuración espacial, encontramos una primera diferencia importante: mientras que el ADN tiene una estructura de doble filamento, el ARN presenta por lo general solo uno. De este modo, se vuelve más «plegable». Adquiere la capacidad de envolver, casi como un guante, a otras biomoléculas y puede hacer más veloces (en la jerga científica «catalizar») las reacciones químicas en las que participa.

Según la teoría del «mundo del ARN», una sola molécula permitía a las primeras formas de vida tanto transmitir la información necesaria para su replicación como sintetizar las moléculas y obtener la energía que necesitaban. Algo que hoy llamaríamos all in one («todo en uno»): como los artilugios que pueden funcionar como ordenadores portátiles o como tabletas en función de nuestras necesidades. Cómodo, ¿no? Sin embargo, cuando se da prioridad a la comodidad, a veces se sacrifica también un poco la eficacia.

En efecto, mientras que el ARN podía ir bien en una fase inicial de la evolución, las cosas se complicaron cuando con el incremento de la complejidad de las formas vivas, aumentaron mucho tanto las dimensiones como el número de los genes necesarios para hacer funcionar las células. Así pues, necesitaban contenedores más grandes, en condiciones de hospedar muchas más informaciones. De modo paralelo, crecía la necesidad de moléculas catalíticas más eficientes para secundar las acrecentadas necesidades fisiológicas y metabólicas de los seres vivos.

El modelo all in one se vio obligado así a ceder el paso a otro por partes separadas (pero integradas): ADN y enzimas proteicas. Esto tuvo lugar por dos razones. En primer lugar, la longitud del ADN en los cromosomas puede llegar a cientos de millones de parejas de base, mientras que la longitud media de las cadenas particulares de ARN asciende a unos cientos o miles de bases. Como ocurre con la diabetes, toda la culpa la tiene el azúcar. El del ARN (ribosa) contiene una molécula de oxígeno más que el del ADN (desoxirribosa), lo que hace a sus cadenas nucleotídicas más susceptibles a las acometidas de los factores bioquímicos que degradan a los ácidos nucleicos. En segundo lugar, para garantizar a la célula un bagaje enzimático adecuado a las nuevas necesidades, la evolución seleccionó una nueva clase de sustancias con actividad catalítica: las enzimas proteicas. Estas se encontraban en condiciones de trabajar de una manera muy específica y eficaz. Gracias a su estructura, más grande y también más elástica que la del ARN, podían envolver todavía mejor las sustancias e imprimir una mayor velocidad a sus reacciones químicas. No hubo necesidad de crear un nuevo código para la producción de las enzimas proteicas: toda la información necesaria, del mismo modo que para todas las proteínas, estaba contenida ya en el ADN.

Pero, entonces, os preguntaréis: «¿Qué le pasó al mundo del ARN?». ¿Deberíamos archivar el ácido ribonucleico como uno de tantos descartes de la evolución o considerarlo, a lo sumo, como un derrotado al que se le ha dejado un rol marginal, relegado a un número limitado de formas inferiores de vida como los virus? De ningún modo. Como veremos en el capítulo tercero, esta molécula continuará desarrollando una parte insustituible en el gran juego de la vida.

La ciencia y el mito

Parece verdaderamente imposible colmar la distancia que separa nuestro planeta, tan lujuriante de formas de vida complejas, de lo que nos cuentan Oparin y Haldane: un mundo compuesto de unos pocos elementos químicos en continuo conflicto entre ellos, sin ninguna guía o aparente sentido cabal. Incluso los organismos pluricelulares que se desarrollaron después de los unicelulares nos parecen formas de vida demasiado simples y amorfas si las comparamos con otras (con nosotros, los humanos) a las que llamamos siempre organismos, pero que hacen uso de la abstracción para comunicarse entre ellos y son capaces de experimentar empatía con los otros, semejantes y no semejantes.

Sucede así que, cuando nos hemos puesto ante la distancia sideral entre lo que podríamos definir como la condición humana y la de las formas de vida sin rostro y sin alma (al menos así nos lo parece a nosotros) de las que partió nuestra historia más profunda, sintamos la necesidad de cambiar por completo el ángulo de visión. ¿Qué puede saciar nuestra sed interior de saber y, al mismo tiempo, tranquilizarnos sobre el significado de la existencia, a no ser las ideas ricas de fascinación y exentas de incertidumbre que llevan consigo los mitos de la creación? Y, así las cosas, también nosotros probamos a cambiar de perspectiva. Tengan confianza, una incursión en esta «otra dimensión» no nos sacará del camino, sino que nos conducirá a reflexiones que darán una nueva profundidad a nuestro discurso.

Tal vez sea una casualidad, pero también en algunas de las más antiguas creencias vuelve con prepotencia el tema de un mundo y de las formas vivas que nacen de las aguas. Según las antiguas mitologías de los pueblos del África central y meridional de lengua bantú, habría sido el gigante blanco Mbombo el que vomitó las plantas, los animales y los hombres en una Tierra que hasta entonces no era más que agua y oscuridad. El tema de un mar primordial en el que todo tendría su origen encuentra espacio también en la cosmogonía sumeria, en las creencias de los antiguos egipcios y hasta en el Popol Vuh, el libro sagrado de los quichés, antiguo pueblo maya de Guatemala. Aquí tenemos, pues, un primer elemento para aproximar mito y ciencia, posiblemente trivial, pero a buen seguro sugestivo.

Una segunda reflexión nos impulsa todavía más adelante. Los mitos a los que hemos aludido de manera veloz, y más en general todos los relacionados con la creación, pueden hacer sonreír a muchos por su aparente ingenuidad. Otros, sin embargo, pueden captar su profundo valor de búsqueda, interior y social al mismo tiempo, del sentido de la existencia. Pero, si nos fijamos bien, el mito, o algo que se le asemeja mucho, parece volver a presentarse incluso en la reconstrucción científica. No lo decimos así, de una manera genérica. La analogía en la que estamos pensando es una que está relacionada con el objeto mitológico por antonomasia: la piedra filosofal. Según los émulos medievales del gran alquimista persa Ŷabir ibn Hayyan, gracias a «ella» habría sido posible alcanzar la inmortalidad, la omnisciencia y hasta transmutar en oro todo tipo de metal vil. El ADN marca un paso fundamental en la aparición y evolución de la vida en la Tierra, actuando un poco como piedra filosofal de la existencia. Pensémoslo bien: los miles de miles de millones de formas de vida que se estima que viven en nuestro planeta, ¿podrían seguir esperando existir todavía mañana y después quién sabe hasta cuándo —en una especie de, aunque precaria, inmortalidad—, si el ADN no hubiera hecho su entrada en escena en un determinado momento? Y, además, ¿habríamos podido adquirir las extraordinarias capacidades de exploración y de comprensión de lo que está dentro y fuera de nosotros, esas capacidades que ilusionan a los más entusiastas e ingenuos con permitirles llegar a un conocimiento absoluto del mundo, sin que los conjuntos de ADN que llamamos genes hubieran conseguido orquestar finamente las actividades de nuestro órgano más importante: el cerebro? Y, por último, ¿qué hay en este mundo, más precioso que el oro, a no ser la vida misma y la molécula que nos hace posible su transmisión de una generación a la otra?

No, no se trata de una serie de analogías tan extravagantes como casuales, sino de una convergencia significativa, por inesperada, que nos mueve hacia ulteriores reflexiones. Es innegable que la ciencia y el mito son productos de sensibilidades y enfoques muy diferentes. La ciencia parte de la exploración de los hechos empíricos intentando deducir sus causas y reconstruir los procesos que los han determinado, teniendo como guía las «leyes» de la física y de la química. El mito realiza, en ciertos aspectos, un recorrido opuesto: conoce ya las causas que determinan las vicisitudes humanas, porque están ligadas a un designio superior del que nos apropiamos con un acto de fe. Mas no por ello las dimensiones del mito y de la ciencia deben ser consideradas como opuestas y, más aún, como inconciliables. El extraordinario poder del que está dotado el ADN de penetrar en nuestros pensamientos y hacer resonar dentro de nosotros algo muy profundo depende precisamente de su capacidad de asumir, como se decía antes, las apariencias fascinantes y místicas de un mito.

Probemos a elevarnos un poco del suelo y a mirar las cosas desde una perspectiva más amplia. Procediendo así, nos parecerá claro que el razonamiento científico y las visiones mitológicas tienen algo en común. Ambos son el resultado de estímulos electroquímicos producidos por las redes neurales de nuestra mente, la cual busca a través de representaciones simbólicas, como la escalera de caracol o el gigante Mbombo, responder a las preguntas que expresan el sentido de toda existencia: ¿De dónde venimos? ¿Por qué vivimos? ¿Cuál es nuestro sitio en el mundo? Unas cuestiones tan profundas e ineludibles para cada uno de nosotros que hacen palidecer las tradicionales separaciones entre razón y emoción, entre saber y sentir.

La ciencia y el mito no están, después de todo, tan alejados dentro de nosotros.