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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 48 - abril 2020

 

© 2005 Maureen Child

La tentación vuelve a casa

Título original: The Tempting Mrs. Reilly

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

© 2005 Maureen Child

Más que una amiga

Título original: Whatever Reilly Wants…

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

© 2005 Maureen Child

La ultima prueba

Título original: The Last Reilly Standing

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2006

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-362-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

La tentación vuelve a casa

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Más que una amiga

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

La última prueba

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

La tentación vuelve a casa

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

–Diez mil dólares es mucho dinero –Brian Reilly tomó su cerveza y se reclinó en el viejo banco de madera.

–No hagas planes –dijo, irónico, su hermano Aidan–. No sé si te acuerdas, pero no todo es para ti.

–Eso es –intervino Connor–. Tienes que compartirlo con nosotros.

–Y yo os aconsejaré sabiamente cómo gastarlo –sonrió Liam.

–Ya lo sabíamos –Brian sonrió a sus hermanos.

Liam, el mayor de los cuatro, parecía sentirse como en su casa en aquel bar. Algo que podría parecer normal… si no fuera sacerdote. Pero antes que nada Liam era un Reilly. Y los hermanos Reilly eran una piña. Ahora y siempre.

Brian miró a los otros dos hombres. Era como mirarse en un espejo, dos veces. Los trillizos Reilly: Aidan, Brian y Connor, en orden alfabético por orden de aparición, habían permanecido juntos desde que empezaron a dar los primeros pasos.

Juntos se habían alistado en los Marines, juntos habían hecho la instrucción en el campamento. Siempre habían sido una piña para apoyarse en un mal momento o para darse una patada en el trasero, lo que hiciera falta.

Y ahora, se reunían para celebrar un funeral.

Su tío abuelo Patrick, el único superviviente de otro grupo de trillizos, había muerto y, como no tenía más parientes, les había dejado diez mil dólares a los hermanos Reilly. Ahora tenían que decidir cómo iban a repartir el dinero.

–Yo digo que hagamos cuatro partes –opinó Connor–. Los Reilly somos todos para uno y uno para todos.

Liam sonrió.

–Me gustaría decir que no, pero la iglesia necesita un tejado nuevo.

–Pues no creo que puedas arreglar el tejado con dos mil quinientos dólares.

–La verdad es que ninguno de nosotros va a salir de pobre con ese dinero –suspiró Connor.

–Yo también lo había pensado –dijo Liam–. ¿Por qué no hacemos una apuesta? El ganador se lo lleva todo.

A los hermanos Reilly nada les gustaba más que una buena apuesta. Especialmente, si apostaban unos contra otros. Pero la sonrisita de Liam les decía que no iba a gustarles lo que tenía en mente. Sí, Liam era sacerdote pero, siendo un Reilly, eso no aseguraba nada.

–¿Qué clase de apuesta? –preguntó Brian.

Liam sonrió.

–¿Estás preocupado?

–El día que un Reilly se eche atrás en una apuesta será el día que…

–…esté a dos metros bajo tierra –terminó Connor la frase por él.– ¿Qué se te ha ocurrido, Liam?

Su hermano mayor hizo un gesto con la mano.

–Siempre estáis hablando de compromiso, de sacrificio, ¿no?

Brian miró a sus hermanos antes de asentir.

–Pues claro. Somos marines. Lo sabemos todo sobre el compromiso y el sacrificio.

–¿Ah, sí? Pues yo creo que no tenéis ni idea.

Aidan y Connor se miraron, pero fue Brian el primero en hablar:

–¿Cómo dices?

–Sí, bueno, sé que estáis comprometidos con el ejército y todo eso. Dios sabe el tiempo que me paso rezando por vosotros. Pero esto es diferente, más difícil.

–¿Más difícil que entrar en combate? –preguntó Connor, irónico–. Venga, hombre.

–Aceptaremos cualquier apuesta que se te ocurra –dijo Aidan.

–Lo mismo digo –añadió Brian.

–Me alegro de oírlo –Liam apoyó los codos en la mesa y miró de uno a otro–. Porque esto es lo que separa a los niños de los hombres. Nada de sexo durante noventa días.

Un silencio pesado como una losa se hizo en la mesa.

–Venga ya –murmuró Connor.

–De eso nada. ¿Noventa días? –repitió Aidan, horrorizado.

Brian escuchaba a los otros, pero mantuvo la boca cerrada.

–Sólo son tres meses –insistió Liam–. ¿No podéis aguantar tres meses? Yo me he comprometido a no tener relaciones sexuales en toda mi vida.

Aidan sintió un escalofrío.

–Eso es absurdo –dijo Connor.

–¿Qué pasa, te da miedo intentarlo?

–¿Y para qué vamos a intentarlo? –protestó Aidan.

–¿Tres meses sin sexo? Imposible –dijo Brian.

–Sí, supongo que tienes razón –suspiró su hermano mayor, antes de tomar otro trago de cerveza–. No podríais hacerlo. Ninguno de vo- sotros. Las mujeres os han perseguido desde el instituto. No aguantaríais tres meses.

–No hemos dicho que no pudiéramos –murmuró Connor.

–Y tampoco hemos dicho que pudiéramos –corrigió Aidan, para que no hubiera malentendidos.

–Sí, claro, lo comprendo –sonrió Liam, mirando de uno a otro–. Lo que estáis diciendo es que un sacerdote es mucho más duro que un marine.

Era imposible que los hermanos Reilly aceptaran eso, de modo que, en unos segundos, Liam Reilly había hecho una apuesta con sus hermanos; la más difícil de sus vidas.

Cómo se habían metido en eso, Brian no lo entendería nunca. Pero estaba seguro de que Liam se había equivocado de oficio. En lugar de sacerdote, debería haber sido vendedor de coches usados.

–Nada de sexo durante noventa días –dijo, mirando de uno a otro. Aidan y Connor no parecían más contentos que él. Pero no había forma de salir de aquello sin quedar como unos gallinas–. Los perdedores no reciben nada.

–Y si perdéis todos, yo me quedo con los diez mil dólares –les recordó Liam–. Y la iglesia tendrá un tejado nuevo.

–No vamos a perder –le aseguró Brian. No le apetecía nada lo del celibato, pero una apuesta era una apuesta y no tenía intención de perder.

–Muy bien, pues entonces no os importará la sanción.

–¿Qué sanción?

–Lo tenías todo planeado, ¿eh? –le espetó Connor.

–Digamos que lo había pensado.

–Y bien, desde luego –murmuró Aidan.

–Es que la iglesia necesita un tejado nuevo.

–Ya, claro. Pero esto no es sólo por el tejado, seguro. Quieres torturarnos.

–Soy el mayor, es mi obligación –contestó Liam.

–Siempre se te ha dado bien torturarnos –murmuró Connor.

–Gracias –dijo el sacerdote, tan tranquilo–. Bueno, hablemos de la sanción. Por cierto, estoy especialmente orgulloso de esta parte. ¿Os acordáis del año pasado, cuando el capitán Gallagher perdió una partida de golf contra Aidan?

Aidan sonrió, encantado consigo mismo, pero Brian iba un paso por delante:

–¡De eso nada!

–¿Por qué no? Gallagher estaba tan guapo con el disfraz que he pensado que sería perfecto para vosotros. Los que pierdan tendrán que ponerse sujetadores de cocos y falditas de paja mientras dan una vueltecita por la base en un descapotable. El día de la fiesta nacional.

El día que todos los dignatarios, todos los mandos, iban a la base con sus familias. Sí, la humillación sería completa ese día.

Aidan y Connor empezaron a discutir de inmediato, pero Brian miraba a su hermano mayor, pensativo.

–Un momento, hermanito. ¿Y tú qué arriesgas aquí?

–Arriesgo el tejado de mi iglesia –contestó Liam, tomando un trago de cerveza–. Además de mis dos mil quinientos dólares, claro. Si alguno de vosotros aguanta sin sexo durante tres meses, se queda con todo el dinero. Si fracasáis, y seguro que eso es lo que va a pasar, la iglesia se queda con todo y el tejado es mío, nuestro, de todos.

–¿Y cómo vas a saber si aguantamos tres meses sin sexo?

–Tendré que fiarme de vuestra palabra –sonrió Liam–. Los Reilly no mienten. Al menos, no unos a otros.

Brian miró a sus hermanos y los dos asintieron.

–Muy bien, de acuerdo. ¿Cuándo empieza la apuesta?

–Esta noche.

–No, un momento, esta noche tengo una cita con Deb Hannigan –protestó Connor.

–Seguro que se alegrará mucho de que te por- tes como un caballero.

–Esto es un asco –murmuró Aidan.

Brian asintió, en silencio. Y luego miró a sus dos hermanos, preguntándose cuál sería el primero en caer.

Porque esa apuesta pensaba ganarla él.

 

 

Tina Coretti Reilly aparcó el coche en la entrada de la casa de su abuela y salió para enfrentarse con el bochornoso calor de Carolina del Sur.

De inmediato sintió como si la hubieran envuelto en una manta eléctrica. Incuso en el mes de junio el aire era pesado y ardiente en aquella zona del país. A finales de agosto, todo el mundo estaría rezando de rodillas para que cambiara el tiempo.

Baywater, Carolina del Sur, era apenas un puntito en la carretera de Beaufort. Árboles centenarios, magnolias, pinos y robles flanqueaban las calles residenciales y la calle Mayor, en la que había docenas de tiendas.

En Baywater, el tiempo parecía ir más despacio que en ningún otro lugar del sur, y eso era decir mucho.

Y ella lo había echado de menos desesperadamente.

Tina miró hacia el segundo piso de la casa, situado sobre el garaje, y los recuerdos se agolparon de tal forma que estuvo a punto de atragantarse. Había crecido allí, con su abuela, tras la muerte de sus padres en un accidente de tráfico.

Desde los diez años hasta cinco años atrás, Baywater había sido su hogar. Y seguía siéndolo en su corazón, a pesar de vivir ahora al otro lado del país. Pero California estaba muy lejos en aquel momento.

Aunque no tanto como para olvidar la conversación que había mantenido el día anterior:

–¿Estás loca?

Tina rió al ver la expresión asombrada de su amiga Janet. Era lógico. Janet había sido al fin y al cabo su paño de lágrimas cuando se quejaba de su ex marido.

–No creo que vayan a encerrarme –bromeó.

–Estás como una cabra. El calor de Carolina del Sur te matará, por no mencionar que tu ex vive allí.

–Ésa es la razón por la que quiero ir, precisamente.

–Sí, ya –Janet, embarazada de seis meses, se dejó caer sobre una silla–. Mira, yo creo que no lo has pensado bien.

–Sí lo he pensado –insistió Tina, intentando parecer segura de sí misma. Ojalá lo estuviera. Pero si se paraba a pensarlo, podría cambiar de opinión.

A los veintinueve años casi podía oír el tic-tac de su reloj biológico. Y no se estaba volviendo más joven.

–Sé lo que hago. De verdad.

Janet sacudió la cabeza.

–Es que estoy preocupada –murmuró, pasándose una mano por el abdomen.

Tina se tragó un suspiro que empezaba a ser cada día más familiar. Ella quería tener niños. Siempre los había querido. Y si de verdad pensaba tenerlos, era el momento de ponerse manos a la obra.

–Sé que estás preocupada, pero no tienes por qué.

–¿Ah, no? Te conocí seis meses después de que te divorciaras –le recordó Janet–. Y seguías destrozada. Ahora, cinco años después, sigues llevando la fotografía de tu ex marido en el monedero.

–Es que es una fotografía muy buena.

–¿Por qué piensas que puedes volver con él?

Tina sufrió un momento de vacilación, pero decidió no hacer caso.

–No pienso volver con él, ya te lo he dicho. Voy a verlo una vez y después desapareceré para siempre.

Janet se puso de pie.

–Muy bien. Ya veo que no puedo convencerte, pero será mejor que me llames. Todos los días.

–Lo haré, no te preocupes.

Por supuesto, Janet iba a preocuparse, pensó Tina, mirando la casa de su abuela. Si no estuviera tan decidida, quizá también ella debería estar preocupada.

Quizá su amiga tenía razón, quizá aquello era un error.

Pero al menos estaba haciendo algo. Durante los últimos cinco años se había sentido como si no hiciera nada en la vida. Sí, tenía un trabajo estupendo, buenos amigos, una buena casa…

Pero no tenía nadie a quien amar. Y ella necesitaba eso. No sabía si estaba equivocándose, pero al menos iba a hacer algo.

Eso tenía que contar.

–Claro que sí –murmuró para sí misma–. Pero sólo tienes tres semanas, Coretti, así que no pierdas el tiempo.

Sacando la maleta del coche, tiró de ella por el camino de ladrillo que llevaba a la entrada. La maleta golpeó los cuatro escalones del porche y las ruedas chirriaron al llegar arriba.

Después de abrir la puerta, Tina se detuvo en el soleado vestíbulo. Hacía fresco gracias al aire acondicionado que su abuela dejaba encendido incluso cuando no estaba en casa y un jarrón con rosas amarillas perfumaba el ambiente. Estaba igual que siempre y, durante unos segundos, se quedó parada, disfrutando de la sensación de estar en casa de nuevo.

Hasta que unos ladridos la despertaron de su ensueño.

Sonriendo, dejó la maleta en el pasillo y entró en la cocina. Allí, los golpes y arañazos en la puerta se mezclaban con los ladridos, tan agudos e irritantes como el chirrido de una tiza arañando una pizarra.

En defensa propia, abrió la puerta de golpe y las ruidosas perritas cayeron al suelo como si hubieran estado apoyadas en ella. No, seguro que estaban apoyadas en ella. De inmediato, las dos bolitas de pelo se lanzaron sobre Tina, arañando sus piernas en su prisa por saludarla y dejando manchas de barro en sus pantalones.

–Bueno, bueno, ya está bien… Yo también me alegro de veros –rió, intentando acariciarlas. Tarea difícil porque no se estaban quietas.

Muffin y Peaches, dos caniches más o menos blancos, adoraban a las mujeres y odiaban a los hombres. Más o menos como algunas de sus amigas.

Ella, por otro lado, no odiaba a los hombres.

Ni siquiera odiaba al único hombre al que debería odiar.

De hecho, ese hombre era la razón por la que estaba en Baywater.

Su abuela le había pedido que fuera a su casa para cuidar de las «niñas» mientras ella se iba con sus amigas de viaje a Italia. Un momento perfecto para que Tina hiciera lo que tenía que hacer. Era como si el universo se lo hubiera puesto en bandeja.

Porque, aunque estaba más que dispuesta a hacerle un favor a su abuela, había otra razón, mucho más importante, para estar en Baywater durante tres semanas.

Quería quedarse embarazada.

Y el hombre que tendría que hacer el trabajo vivía allí, en aquella misma casa, en el piso de arriba.

Su ex marido.

Brian Reilly.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

Las insoportables caniches empezaron a ladrar como locas en cuanto Brian detuvo el coche frente a la casa. Haciendo una mueca, apagó el motor y miró hacia el jardín, donde las furiosas enanas estarían seguramente intentando arañar la valla para llegar hasta él.

Sacudiendo la cabeza, Brian bajó del coche y se preguntó de nuevo por qué aquellas perras lo odiaban tanto. Quizá en otra vida había sido empleado de la perrera o algo sí.

–¡Callaos ya, pesadas! –les gritó, aunque sabía que no valdría de nada. Todo lo contrario. Los ladridos aumentaron de volumen, como era de esperar.

Lo único malo de vivir en el apartamento que le había alquilado a Angelina Coretti era soportar a sus perras. Pero era lo único.

Alquilar ese apartamento de una sola habitación era un buen acuerdo tanto para él como para Angelina. A la anciana le gustaba tener a alguien cerca por si le pasaba algo y él conservaba su intimidad porque al apartamento se accedía sólo a través de una escalera exterior.

Además, no tenía que preocuparse por perderlo cuando lo enviaban de servicio al otro lado del mundo y disfrutaba de una dulce ancianita que cocinaba de maravilla y que, de vez en cuando, lo invitaba a cenar.

En general, merecía la pena soportar a Muffin y a Peaches.

Además, había otra cosa buena: Angelina era la abuela de su ex mujer y, de ese modo, Brian mantenía una tenue conexión con Tina Coretti Reilly. Seguramente no era sano pero, aunque llevaban casi cinco años divorciados, Tina siempre estaba en sus pensamientos.

Los ladridos aumentaron de volumen cuando se dirigía a la escalera y él maldijo en voz baja a las «ratas peludas», como solía llamarlas cuando Angelina no podía oírlo. Pero entonces se abrió la puerta de la casa y… Brian se quedó paralizado.

Era como si todo el aire que contenían sus pulmones se hubiera esfumado y una bola de algo duro se instalara en la boca de su estómago.

–A juzgar por tu expresión –dijo Tina– no te alegras mucho de verme.

La luz del sol la iluminaba como si fuera una actriz en medio de un escenario. Sus enormes ojos castaños brillaban, divertidos. El largo pelo oscuro caía sobre sus hombros. Llevaba un top verde pálido sin mangas y… casi se alegraba de no poder ver nada más desde allí.

–Tina –consiguió decir, después de tragar saliva–. ¿Qué haces aquí?

–He venido para cuidar de «las niñas» mientras mi abuela está en Italia.

Las niñas eran, por supuesto, Muffin y Peaches.

–Angelina no me dijo que fueras a venir.

–¿Y por qué tenía que decírtelo?

–¿Y por qué no iba a decírmelo? –replicó Brian.

–Ah –sonrió Tina–. El mismo Brian de siempre. Contestando a una pregunta con otra pregunta. Buscando tiempo.

Las perritas seguían ladrando y tenían que gritar para hacerse oír. Además, el corazón de Brian daba unos saltos muy preocupantes.

Angelina debería haberle advertido.

Debería haberle dado la oportunidad de irse de Baywater.

Pero, como seguramente intuía que saldría corriendo, ésa era la razón por la que no le había dicho nada. La anciana nunca había mantenido en secreto que, en su opinión, Tina y él deberían estar juntos. Era típico de ella intentar emparejarlos incluso estando a miles de kilómetros de distancia.

Y era demasiado tarde para hacer nada, de modo que debía calmarse.

Tina abrió la puerta del jardín y, enseguida, las perritas se lanzaron sobre Brian como si fueran lobas para morder los cordones de sus zapatillas y el bajo de los vaqueros. Él las miró, casi agradeciendo la interrupción.

–Dejadme en paz.

–No les gustas nada, ¿eh? –bromeó Tina–. Mi abuela me dijo que no se llevaban bien contigo, pero pensé que estaba exagerando.

Brian la oía, pero no estaba escuchando. Sencillamente, la miraba pensando que debería haberse quedado en el porche. Porque, como había imaginado, llevaba pantalones cortos. Y menudas piernas…

La sangre se le fue hacia esa zona del cuerpo que siempre respondía en presencia de Tina. Desde su primera cita, la atracción entre ellos había sido inmediata. Y seguía afectándole de la misma forma.

Lo peor que podía pasarle en aquel momento, pensó.

Porque dos semanas atrás había hecho esa maldita apuesta con su hermano Liam. Dos semanas sin sexo y ya estaba de los nervios. Cuando hubieran pasado los tres meses, habría perdido la cabeza. Y la presencia de Tina no iba a ayudar nada.

–Angelina debería haberme dicho que ibas a venir.

Tina levantó la barbilla, desafiante, en un gesto que él recordaba bien. Sus peleas habían sido tan apasionadas como el sexo. Y el sexo siempre había sido increíble.

–Yo le pedí que no te lo dijera.

–¿Por qué? –preguntó Brian, moviendo el pie para quitarse a Peaches de encima. Pero, por supuesto, la perra ni se inmutó.

–Porque sabía que si te lo decía saldrías corriendo.

Eso le molestó un poco, pero sólo porque tenía razón. Habría pedido que le pusieran horas extra, que lo mandaran a una misión secreta, que lo enviaran a Oriente Medio, cualquier cosa con tal de no estar allí.

¿Cuándo, se preguntó entonces, se había convertido en un cobarde?

Pero no quiso seguir pensando en ello porque el asunto era irrelevante.

–¿Y por qué iba a salir corriendo?

–No lo sé –contestó ella, cruzándose de brazos.

Al hacerlo, Brian se fijó en sus pechos, que se marcaban claramente bajo la tela de la camiseta. Y tuvo que hacer un esfuerzo para apartar la mirada.

–Pero siempre sales corriendo –siguió Tina–. Cada vez que he venido a visitar a mi abuela, tú, qué coincidencia, no estabas en casa.

No era ninguna coincidencia. Desde que se divorciaron, Brian había intentado evitarla.

–Quería ponértelo fácil. Que pudieras visitar a tu abuela sin tener que…

–¿Ver al hombre que se divorció de mí sin darme una explicación? –terminó Tina la frase por él.

Seguía enfadada. Lo veía en el brillo de sus ojos. Y era lógico.

–Mira, Tina…

–Déjalo –lo interrumpió ella–. No quería empezar una discusión. Sólo quería verte.

Brian la observó, deseando poder leer sus pensamientos. Tratar con Tina nunca había sido fácil, pero siempre fue una aventura. Y si la conocía bien, quería algo más que decirle hola.

Pero, ¿la conocía de verdad?

Habían estado casados un año y llevaban cinco separados. De modo que quizá no, quizá no la conocía. A lo mejor había cambiado, se había convertido en una extraña. Esa idea lo dejó helado.

–¿Por qué querías verme? –preguntó, suspicaz.

–Brian, tranquilízate. ¿No puede una saludar a su ex marido sin someterse a un interrogatorio?

–¿Has venido desde California para decirme hola?

–Y para cuidar de dos…

–… monstruos peludos –terminó Brian la frase, intentando quitarse a Peaches del tobillo. Seguramente quería trepar por su pierna para morderle la yugular.

Tina soltó una carcajada y Brian la miró con el rabillo del ojo como un hombre hambriento mira un filete. Estaban divorciados, se recordó a sí mismo, pero el sonido de su risa le llegaba muy dentro, hasta sitios que llevaban mucho tiempo vacíos.

Habían pasado cinco años desde la última vez que la tocó y aún podía sentir su piel. Su perfume, una mezcla de jazmín y limón, siempre estaba con él, especialmente en sus sueños. Y los recuerdos podían hacerle suspirar de deseo.

Especialmente en aquel momento.

No necesitaba a Tina en Baywater ahora que estaba de por medio la apuesta.

–No sé por qué no les caes bien –dijo ella entonces, inclinándose para tomar a Muffin en brazos. La perrilla, temblorosa, se dedicó a lamerle el cuello.

A Brian no le habría importado hacer lo mismo.

–Porque saben que es mutuo –contestó a toda prisa para apartar esa imagen de su mente.

 

 

Tina acarició a Muffin detrás de las orejas, dándole una alegría a la perrilla y a ella, algo que hacer con las manos. Si no hubiera tomado a Muffin en brazos se habría lanzado sobre Brian. Se le hacía la boca agua sólo con mirarlo.

Su pelo negro, corto al estilo militar, dejaba al descubierto una cara angulosa, muy masculina. Sus ojos azul oscuro seguían siendo tan profundos y misteriosos como el océano de noche. La camiseta negra se pegaba a sus anchos hombros y los vaqueros gastados le quedaban de cine.

Se le había olvidado, que Dios la ayudara.

Se le había olvidado cómo le gustaba aquel hombre.

A lo mejor Janet tenía razón. A lo mejor no había sido buena idea ir a Baywater.

Ella quería un hijo, sí.

Pero si con sólo mirarlo le temblaban las rodillas, ¿qué posibilidades había de no volver a enamorarse?

Tina sacudió la cabeza para apartar ese pensamiento. Podía hacerlo. Habían pasado cinco años y ya no estaba enamorada. Ya no era una niña que confiaba en que un hombre hiciera sus sueños realidad.

Había trabajado mucho para ganarse la vida y era una profesional respetada en California. Era una mujer madura y sabría cómo manejar a Brian Reilly para no volver a sufrir. Además, estaba bien que siguiera sintiéndose atraída por él.

Porque así seducirlo sería más fácil.

–No hay ninguna razón para que no nos portemos de forma civilizada.

–No, supongo que no.

–Muy bien. Voy a hacer carne a la brasa esta noche. ¿Quieres que cenemos juntos?

Durante un segundo, creyó que Brian iba a decir que sí. Podía verlo en sus ojos…

–No, gracias. He quedado con Connor. Tiene problemas con… con su…

Tina sonrió.

–Nunca has sabido mentir.

–¿Quién está mintiendo?

–Tú. Pero no importa. No pienso tomármelo como algo personal. Aún. Vamos, Peaches, es la hora de la cena.

De inmediato, la perrita soltó los vaqueros de Brian y salió corriendo hacia la cocina.

–¡Tina!

Tina se volvió, sonriendo. Estaba bien eso de que tuviera que mentir. Si no le preocupara estar a solas con ella, no habría mentido.

Y ahora parecía… confuso. También estaba bien. Si podía mantenerlo así, en estado de total confusión durante tres semanas, las cosas saldrían de maravilla.

–No pasa nada, Brian. Voy a estar aquí tres semanas. Seguro que nos veremos más de una vez.

–Ya –él se metió las manos en los bolsillos del pantalón y echó los hombros hacia delante, co-mo intentando soportar una carga inesperada.

Tina estaba segura de que no le gustaría esa analogía, pero pegaba mucho.

–Que lo pases bien. Saluda a Connor de mi parte.

–Lo haré.

Tina entró en la casa y, después de cerrar la puerta, apartó la cortina de batista. Brian subía la escalera como un hombre que se dirige al cadalso.

Y cuando llegó arriba se detuvo y miró hacia la casa.

Ella dio un paso atrás. Era casi como si sus miradas se hubieran encontrado de forma instintiva…

Mucho tiempo después de que hubiera desa- parecido, Tina seguía de pie en la cocina, mirando por la ventana. Y no podía dejar de preguntarse cuál de los dos estaba más confuso.

 

 

Dos horas después, Brian estaba terminando de cenar y oyendo a Connor soltar grandes risotadas. Aunque era culpa suya por contarle nada. No había esperado simpatía por parte de su hermano, pero tampoco que le diera un ataque de risa.

–Así que Tina está de vuelta en Baywater. Estupendo, ya casi siento cómo entran esos diez mil dólares en mi cartera.

–De eso nada –replicó Brian–. No vas a ganar la apuesta. Estamos divorciados, no sé si te acuerdas.

–Ya, ya –Connor le hizo un gesto al camarero para que llevara dos cervezas más–. Y la verdad es que nunca entendí por qué os habíais divorciado.

Nadie de su familia lo había entendido, pensó Brian, dejándose llevar por los recuerdos. Ni siquiera él. Pero era lo único que podía hacer.

No había sido fácil, pero era lo mejor.

Seguía creyéndolo.

Si no lo creyese, los remordimientos no lo dejarían vivir.

El recuerdo de Tina Coretti lo perseguía. En los momentos más extraños, su imagen aparecía de repente: cocinando, riendo, desafinando mientras cantaba durante uno de sus viajes en coche por todo el país. Recordaba que discutían mucho, que gritaban hasta que uno de los dos soltaba una carcajada y luego caían en la ca- ma…

El sexo había sido asombroso. Era más que sexo. En los momentos más poéticos, Brian pensaba que no eran dos personas, sino una sola.

Y cuando se separaron supo que era verdad porque se sentía vacío. Con el corazón roto, a pesar de que fue él quien quiso separarse. Pero lo había hecho por Tina.

Eso no había cambiado.

Brian apartó lo que quedaba de su hamburguesa con patatas fritas y se echó hacia atrás en la silla.

El restaurante Lighthouse estaba abarrotado, como siempre. Había familias enteras y parejas en las mesas más escondidas… parejas que Brian no quería mirar.

–Bueno, ¿y a ti qué tal te va con la apuesta?

Connor se atragantó con la cerveza y cuando terminó de toser sacudió la cabeza.

–Es más difícil de lo que yo pensaba.

Brian soltó una risita.

–Ya te digo.

–No, en serio. Ahora tengo que esconderme de las mujeres.

–Te entiendo –suspiró él.

Esconderse de las mujeres en el trabajo era fácil. No había muchas mujeres piloto en el escuadrón de F-18 y las pocas que había no se relacionaban mucho con los compañeros. Lógico, porque habían tenido que trabajárselo dos veces más que cualquier hombre para ser aceptadas y no querían que hubiera murmuraciones.

Así que en el trabajo estaban seguros. Por eso Brian había planeado esconderse en casa, alejarse de los bares, de los clubs, evitar a las mujeres como fuera. Pero ahora su casa ya no era un refugio. Ahora que Tina estaba en Baywater, su casa era el sitio más peligroso de todos.

–Sólo han pasado dos semanas –admitió Connor– y ahora tengo mucho más respeto por Liam.

–Lo mismo digo.

–Anoche hablé con Aidan y dice que está pensando en ingresar en un monasterio durante estos tres meses.

Brian soltó una carcajada.

–Por lo menos, sabemos que él también sufre.

–Ya te digo –Connor apretó los labios–. Al menos yo puedo pagar mi frustración con los pardillos del campamento.

Brian sonrió, aunque le daban pena los pobres reclutas que tuvieran que soportar a su hermano en aquel momento.

–¿Te has dado cuenta de que el único que no está sufriendo es Liam? Se está riendo de noso- tros… ¿cómo nos convenció para que aceptáramos la apuesta, digo yo?

–Porque no podemos decir que no a un reto. Y él lo sabe.

–¿Tan predecibles somos?

–Me temo que sí. Además, por muy sacerdote que sea, Liam es el más taimado de los cuatro.

–Desde luego que sí –Connor sacó la cartera y dejó un par de billetes sobre la mesa–. Bueno, ¿y qué vas a hacer con Tina?

–Voy a alejarme de ella todo lo que sea posible.

–Eso no será fácil. Nunca lo ha sido para ti.

Brian puso sus dos correspondientes billetes sobre la mesa.

–¿He dicho yo que fuera a ser fácil?

Connor se levantó, sonriente.

–Podríamos hacer el truquito del cambiazo. Como lo pasas tan mal con ella, yo podría hacerme pasar por ti… y pedirle que se fuera.

Brian hizo una mueca. No habían dado el cambiazo desde que eran unos críos. Los trillizos eran tan idénticos que incluso su madre tenía problemas para distinguirlos. De modo que habían usado esa confusión para salirse con la suya muchas veces. Habían engañado a profesores, entrenadores e incluso, en una ocasión, a sus propios padres.

Tina, sin embargo, siempre había podido distinguirlos. No la habían engañado ni una sola vez… Pero hacía años que no veía a los tres hermanos Reilly juntos. Años desde que Tina pudo distinguirlo entre los tres por puro instinto.

–Si quieres, podríamos intentarlo –sonrió Connor.

¿Qué podía perder?, se preguntó Brian. Si Tina no se daba cuenta y decidía irse de Baywater, su vida sería mucho más fácil. Y si se daba cuenta… en fin, hacía mucho tiempo que no la veía enfadada.

Y, si no le fallaba la memoria, Tina Coretti enfadada se ponía guapísima.

Capítulo Tres

 

 

 

 

 

Tina oyó que se acercaba un coche por el camino y dejó escapar un suspiro de alivio. Luego se acercó a la ventana de la habitación que había ocupado de niña y apartó las cortinas. Cuando vio que Brian se paraba en medio de la escalera para insultar a las perritas, que estaban ladrando como locas, tuvo que sonreír.

Estaba convencida de que saldría corriendo. Podría haberse ido a la base durante un par de semanas para evitarla. Pero no lo había hecho. Y ella sabía por qué.

Brian jamás admitiría que no era capaz de verla todos los días. Jamás reconocería que su presencia lo preocupaba.

Estaba subiendo los escalones de dos en dos y el ritmo de su corazón se aceleró al ver cómo se movía. Cuando entró en su apartamento, sin mirar hacia la casa ni una sola vez, Tina estaba casi sin respiración.

–Muy bien –murmuró–. A lo mejor soy yo quien debería estar preocupada.

Cuando sonó el teléfono, se lanzó sobre la cama para contestar.

–¿Dígame?

–Así que estás ahí.

–Janet –Tina se tumbó de espaldas sobre la colcha hecha a mano–. Sí, aquí estoy.

–¿Lo has visto?

–Sí.

–¿Y?

Tina empezó a jugar con el cordón del teléfono.

–Y está igual que antes.

En realidad, estaba mejor que antes. Más guapo, más irresistible, más irritante.

–Así que sigues empeñada.

Tina suspiró.

–Janet, ya hemos hablado de esto mil veces. No quiero ir a un banco de esperma. ¿Te puedes imaginar esa conversación con mi hijo? Sí, cariño, claro que tienes un papá. Es el número 3075. Es un número muy bonito, ¿verdad?

Janet soltó una risita.

–Muy bien. Pero estoy preocupada.

–Y yo te lo agradezco –sonrió Tina, mirando alrededor. Su abuela no había cambiado nada. Los pósters de Tahití y Londres en las paredes, las estanterías llenas de libros y tesoros de su adolescencia, los muebles que llevaban en la familia Coretti desde el principio de los tiempos.

Era reconfortante.

Y la sorprendía admitir cuánto necesitaba ese consuelo.

Aunque había nacido y crecido en aquella casa, en aquel pueblecito, llevaba mucho tiempo fuera de allí. Y volver al pasado, aunque fuera brevemente, era un poco aterrador.

–Pero quieres que te deje en paz –suspiró Janet.

–Sí, más bien sí.

–Tony estaba seguro de que dirías eso –admitió Janet–. ¡Que sí, que sí! Ya sé que te debo cinco dólares –le gritó a su marido.

Tina rió y esa risa la relajó un poco.

–Me alegro de que hayas llamado.

–¿Sí?

–Pues claro. Necesitaba oír una voz amiga.

–Me alegro de poder ayudar. Llámame si necesitas contarme tus penas… o cualquier cosa.

–Lo haré. Nos vemos dentro de tres semanas.

Después de colgar Tina se sentó en la cama y miró alrededor, sintiendo como si regresara al pasado. Vivía en aquella habitación cuando Brian y ella empezaron a salir…

Le parecía como si hubiera pasado una eternidad.

Entonces trabajaba a tiempo parcial en Diego’s, un elegante bar del puerto, y estudiaba en la universidad durante el día. Brian era teniente, las alas de piloto de su chaqueta militar todavía brillantes. Una noche entró en el bar y, como en los clichés más cursis, sus ojos se encontraron y allí empezó todo.

No se separaron ni un minuto desde entonces. Y luego disgustaron a las dos familias casándose en secreto. Pero estaban locos el uno por el otro y no podían esperar.

En lugar de una boda con todos los parientes, se casaron solos ante un juez de paz. Tina llevaba en la mano una rosa que Brian había cortado del jardín del Ayuntamiento y sabía, en lo más profundo de su corazón, que aquel hombre era su alma gemela. El único hombre en el mundo al que podría amar.

Habían estado juntos durante un año. Y entonces Brian soltó la bomba: quería el divorcio. Así, sin dar explicaciones.

A la mañana siguiente se marchó a una misión que duró seis meses.

–Almas gemelas –murmuró Tina, intentando convencerse de que el dolor que le encogía el corazón era sólo el eco del pasado.

 

 

Al día siguiente, Tina se puso a trabajar en el jardín. A su abuela le encantaban las flores, pero no era muy aficionada a la jardinería. Decía que el problema no era ponerse de rodillas sobre la tierra, sino levantarse. Pero Tina sabía la verdad: su abuela odiaba cortar las malas hierbas, así de sencillo.

Las rosas estaban cayéndose, las margaritas gigantes casi ahogadas por los dientes de león y las nomeolvides se habían rendido. Tina se puso de rodillas sobre la hierba y empezó a trabajar.

Por la ventana abierta del salón salían las notas de un rock clásico. Los gritos de unos chicos que jugaban al baloncesto y los ladridos de Muffin y Peaches cada vez que algo interesante, una mariposa, por ejemplo, pasaba por su campo de visión, servían de fondo.

Llevaba una hora cortando malas hierbas y, cuando se levantó, tuvo que llevarse una mano a los riñones por la falta de costumbre. En su apartamento de Manhattan Beach tenía que contentarse con unos cuantos tiestos en el balcón. Además, siempre estaba muy ocupada trabajando o pensando en trabajar o planeando trabajar…

¿Qué le había pasado?, se preguntó. ¿Cuándo había perdido el sentido del equilibrio? ¿Cuándo el trabajo empezó a ser más importante que vivir?

Pero sabía la respuesta.

Era como si el centro de toda su vida fuera Brian. Se había enterrado en el trabajo después del divorcio, como si haciendo eso pudiera olvidar la soledad. Pero no había funcionado.

Tina dejó escapar un largo suspiro.

Le gustaba estar en aquel jardín. Le gustaba no tener que mirar el reloj o preocuparse por una reunión. Le gustaba estar allí, sencillamente. Aunque la humedad en Carolina del Sur fuera casi insoportable.

De repente, un estruendo que hizo retumbar los cristales de las ventanas la obligó a levantar la cabeza. Un F-18 estaba cruzando el cielo, dejando una estela blanca a su paso. Se le encogió el corazón, como ocurría cada vez que veía un avión militar, porque imaginaba que Brian estaría pilotándolo…

Siempre se había sentido orgullosa de él. También tenía miedo, claro, pero cuando una se casa con un piloto, eso era parte del paquete.

Levantó una mano para protegerse los ojos del sol mientras seguía la trayectoria del avión…

–Bonito, ¿eh? –oyó una voz tras ella.

Tina se volvió. No lo había oído llegar y no había esperado que volviera a casa tan temprano. De hecho, pensaba que pasaría allí el menor tiempo posible.

Pero allí estaba.

Más alto que la mayoría de los pilotos, Brian solía quejarse porque la cabina de los F-18 era muy estrecha. Pero a Tina siempre le había gustado que fuera mucho más alto que ella. Excepto cuando estaba de pie y tenía que inclinar la cabeza hasta casi partirse el cuello para mirarlo a los ojos.

Estaba de espaldas al sol y no podía verle la cara, pero sabía que estaba mirándola mientras se quitaba los guantes de jardinería.

–¿Qué has dicho? Ah, sí, el jet. Muy bonito.

–No me refería al jet, pero bueno…

Tina tragó saliva. Pero un piropo no significaba nada, pensó. Brian siempre había sabido qué decir, cómo hacer que se le pasara un enfado y… qué palabras susurrar para quitarle las bragas.

Al recordar eso, empezaron a temblarle las piernas.

–Brian…

–Tina…

Habían empezado a hablar a la vez y se callaron los dos, incómodos. Tina sintió pena por esa sensación de incomodidad. ¿Cómo habían llegado hasta ahí?, se preguntó. ¿Dónde había ido la pasión, el amor que sentían el uno por el otro?

–Tú primero –dijo él.

–No, empieza tú.

Brian se metió las manos en los bolsillos del pantalón y miró hacia el suelo, nervioso.

–Esto no es fácil para mí, pero…

Mientras hablaba, ella estaba observándolo. Y entonces, cuando se le pasó la sorpresa de verlo, empezó a ver cosas que no le cuadraban. Cómo movía la cabeza, por ejemplo; cómo encogía un poco los hombros… parecía diferente. Y no era sólo diferente, la hacía sentir diferente. No había electricidad, no había tensión sexual. Y pasara lo que pasara, entre Brian y ella siempre había habido tensión sexual.

Cuando estaba cerca de Brian, sentía un escalofrío de los pies a la cabeza.

Pero en aquel momento no sentía absolutamente nada.

Después de analizar esa información, Tina tuvo que apretar los labios, furiosa.

Habían dado el cambiazo.

–…sé que no tengo derecho a pedírtelo –estaba diciendo él.

Tenía que ser Connor, pensó. Porque Aidan no lo habría intentado siquiera. Tina sonrió.

–¿Lo ves? Ya sabía yo que serías razonable. No tiene sentido que estés aquí cuando los dos nos sentimos incómodos.

–¿Incómodos? Brian, cariño, nos conocemos demasiado bien como para sentirnos incómodos.

–¿Eh?

Tina dio un paso adelante, disfrutando de la confusión del hombre, y levantó una mano para acariciar su cara.

–Te he echado de menos, Brian. Me siento… tan sola.

Dejó que esa palabra quedara colgada en el aire y vio cómo en los ojos de Connor aparecía un brillo de pánico.

–No creo que lo digas en serio…

–Brian, cielo, ¿tú no me has echado de menos?

–Sí, sí, claro –Connor miró alrededor, como buscando una salida.

Tina dio otro paso adelante y le echó los brazos al cuello, apretando sus pechos contra el torso masculino. Connor sacó las manos de los bolsillos e intentó apartarla.

–Bésame, Connor.

–Besarte… ¿has dicho Connor?

–¡Pues claro que he dicho Connor, idiota! –Tina lo soltó, dando un paso atrás.

–Mira…

–¿De verdad creías que ibas a engañarme?

–No sé de qué estás hablando…

Tina estaba tan furiosa que no le sorprendería nada que le saliera humo por las orejas.

–Claro que lo sabes. Pero parece que Brian y tú os habéis olvidado de algo importante: siempre he podido distinguiros, pedazo de tarugos.

Connor se pasó una mano por la cara.

–Sí, bueno, parece que no ha sido buena idea…

–No me lo puedo creer. ¿Seguimos en el instituto o qué? ¿Qué pensabas hacer, convencerme para que me fuera de Baywater? Si no recuerdo mal, ésta es la casa de mi abuela.

Connor levantó las manos en señal de rendición.

–Sí, bueno, no te enfades. Es que…

–¿Qué? –lo interrumpió ella, avanzando para obligarlo a recular–. ¿Qué era esto, una broma?

–¡No! –Connor iba a decir algo, pero tropezó con la manguera mientras iba hacia el coche–. Brian pensó que… bueno, quiero decir que a mí se me ocurrió…

Muffin y Peaches empezaron a ladrar como locas.

–Fue idea de Brian, ¿verdad?

–No… sí… fue sólo una idea. Una tontería, en realidad.

–Una tontería, desde luego. ¿A quién se le ocurre?

–Sí, tienes razón. Una idea estúpida.

–¿Dónde está Brian?

–Tina…

Ella lo fulminó con la mirada, pero sabía que Connor no iba a delatar a su hermano. Y no tenía que hacerlo.

–Da igual. Tiene que volver a casa tarde o temprano.

–Sí, sí, claro –Connor había llegado hasta su coche y abrió la puerta a toda prisa.

Pero antes de que pudiera cerrarla, Tina la sujetó.

–Escúchame, Connor Reilly…

–Estoy escuchando, estoy escuchando.

–Dile a tu hermano que quiero hablar con él.

–Sí, se lo diré, no te preocupes.

–Y no vuelvas a intentarlo.

–No, de eso nada. Me das miedo.

Ahora que el enfado se le había pasado un poco, Tina casi podía ver el humor en la situación. Pero no pensaba sonreír.

–¿Sabes una cosa, Tina?

–¿Qué?

–Aunque acabas de quitarme cinco años de vida, me alegro de tenerte por aquí.

Ella sonrió entonces. Habría sido imposible no hacerlo. Ninguna mujer podía contener una sonrisa con aquellos malditos Reilly.

–Vete, Connor.

–Sí, señora.

Tina cerró la puerta del coche y lo vio alejarse al final de la calle. En cuanto dobló la esquina, se dirigió hacia la casa. Si Brian y ella iban a tener una discusión, no pensaba hacerlo con las manos manchadas de tierra.

Capítulo Cuatro

 

 

 

 

 

Con las risotadas de Connor aún sonando en su cabeza, Brian hizo una mueca mientras dejaba el coche en la entrada de la casa. Lo que a su hermano le había hecho tanta gracia, seguramente había sacado de quicio a Tina.

Pero él sabía que aquello no iba a funcionar. Haberse prestado a dejar que Connor se hiciera pasar por él sólo era una muestra de su desesperación.

Y, la verdad, se alegraba de que no hubiera funcionado. Al menos, sabía que Tina aún podía distinguirlos. Ella era la única persona que podía hacerlo.

Tina era diferente. Tan diferente que si no lograba convencerla para que se fuera de Baywater, era hombre muerto. No podría ganar la apuesta.

En cualquier otro momento, la visita de Tina habría sido un problema, pero ahora… ahora era un peligro.

Él nunca había deseado a una mujer como la había deseado a ella. Y seguía deseándola. Llevaban cinco años separados, pero con sólo saber que estaba en el pueblo se le aceleraba el pulso. Vivir y dormir en la misma casa hacía que no pudiera pegar ojo.

Sí, aquello era un problema.

Suspirando por la inminente confrontación, Brian bajó del coche. Se había puesto el sol y las primeras estrellas empezaban a asomar en el cielo; el aroma del jazmín llenándolo to- do.

La puerta de la casa estaba abierta, la luz del vestíbulo iluminando el porche como si fuera una señal de bienvenida. Aunque Brian estaba seguro de que Tina no lo había hecho a propósito.

Pero le daba igual lo que ella pensara del cambiazo. Tenía que hacer algo, ¿no? Además, no tenía por qué darle explicaciones, no le debía nada. Era su ex, nada más.

Entonces, ¿por qué se sentía tan culpable?

¿Y por qué le daba miedo enfrentarse con ella?

Él era un marine.

Entrenado para el combate.

Y eso era necesario cuando uno tenía que tratar con Tina Coretti Reilly.

Brian subió los escalones del porche de dos en dos y asomó la cabeza en el vestíbulo. De alguna parte llegaban unas nota de jazz. Las perras debían estar en el jardín o se habrían puesto a ladrar como posesas.

Después de aclararse la garganta, llamó a la puerta.

Nada. No hubo respuesta.

Volvió a llamar, más fuerte esta vez.

–¿Brian?

–Sí, soy yo.

–Entra.

Bueno, por el momento, la cosa iba bien, pensó. La encontró en la cocina, con una copa de vino en la mano.

Estaba enfadada. Y preciosa. El brillo de sus ojos siempre lo había atraído. Y eso era un problema.

–Siéntate.

–No, gracias –dijo él, sin dejar de mirar sus largas y bronceadas piernas. No, no pensaba sentarse. Porque no iba a quedarse mucho tiempo. No podía estar tan cerca de una mujer que po- día atormentarlo de esa forma, de modo que lo mejor sería decir lo que tenía que decir y marcharse lo antes posible.

–Mira, siento haber…

–…¿enviado a Connor para librarte de mí? –terminó Tina la frase por él.

Brian se encogió de hombros.

–Sí.

–¿Eso es todo lo que vas a decir? –preguntó Tina, cruzándose de piernas.

Llevaba las uñas de los pies pintadas de rosa y… un anillo en uno de los dedos. Oh, cielos.

Brian se pasó una mano por la barbilla.

–¿Qué quieres que diga? Tenía que intentarlo.

Lo que tenía que hacer era salir de aquella casa. Ya.

no

Hablar con el único Reilly que no le mentiría. El único que, por obligación, debía decirle toda la verdad.

El padre Liam Reilly.