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© DANILO DI MARCO

ÁLVARO DE LA RICA

Álvaro de la Rica (Madrid, 1965) es escritor y profesor titular de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. Hasta la fecha ha publicado dos novelas (La tercera persona y No te vayas sin mí) y cinco ensayos, entre los que destaca Kafka y el Holocausto, traducido en 2014 al francés por la prestigiosa editorial Gallimard. En 2012 obtuvo el Premio de Residencia de Escritura de la Fundación Les Treilles para escribir Órdago. Crítico literario en los periódicos ABC, El Mundo, La Razón y La Vanguardia, mantiene desde 2008 el blog literario Hobby Horse.

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Primera edición: marzo de 2019

© Álvaro de la Rica, 2019

© Vaso Roto Ediciones, 2019

vasoroto@vasoroto.com

Dibujo de cubierta: Víctor Ramírez

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.

eISBN: 978-84-121910-3-5

Álvaro de la Rica

Órdago

Un paseo por la frontera vasca del Pirineo

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A Natalia

¡Órdago!
–¿Órdago?, ¿a qué?

Al tiempo
A las formas
Al lugar.

MEISTER ECKHART, Granun Sinapsis.

Índice

IParís-Biarritz

IIUnamuno y Velázquez en la frontera

IIILoiola

IVChillida

VFlorence

VIRoncesvalles

VIIEpílogo

Breve comentario bibliográfico

Tábula gratulatoria

I. PARÍS-BIARRITZ

Le magnifique triangle qui a pour base les Pyrénées occidentales est certainement, et à bien des points de vue, une des régions le plus privilégiées du monde.

HENRI RUSSELL (célebre pireneísta).

Aquí estoy, deseando escribir un ensayo sobre el Pirineo vasco, sobre la frontera vasca entre España y Francia, y creo que la mejor forma de arrancar no es otra que decir lisa y llanamente qué trato de hacer. Hacerlo así será, en primer lugar, útil para mí: me servirá para aclararme en esta bruma de información y de impresiones en la que me he visto envuelto con el paso de los años. Y será bueno para el lector que podrá decidir si quiere acompañarme o no en este paseo que a lo mejor acabará teniendo una función para la cual no estaba previsto.

Hace más de treinta años viví una temporada en París, en un apartamento en la entrada del barrio de Passy, situado en la rue Petrarque, a escasos doscientos metros del Museo del Hombre, detrás del enorme cementerio en el que, entre otros muchos, están enterrados Fauré y Debussy. Aparentemente yo no hacía nada. Aprendía un poco de francés. Pero lo que quería era escribir. Escribir no esto o lo otro, sino tan sólo escribir. Así, en intransitivo. Era una manera de avanzar en mi propia búsqueda y tenía bien claro que mi camino, el más directo y llevadero, más que el de andar y ver, más que el de tratar de emborronar cuartillas, pasaba por leer. Incesantemente. Ésa fue mi elección, una opción que marcaría a fondo mi escritura y de paso mi vida. Y fue entonces cuando cayó en mis manos un pequeño libro, Cómo se hace una novela, de Miguel de Unamuno, que me llamó la atención por su título y que me hizo un gran bien (más que a escribir novelas, me enseñó a vivir la vida), aunque eso me lo haya reconocido a mí mismo con bastante retardo.

Leía ese libro a todas horas, lo transportaba conmigo, lo anotaba, pero lo que se me quedó clavado en el espíritu fue un lugar: el café La Rotonde al que el autor iba cada mediodía a comer poco y a charlar mucho con otros exiliados españoles que también lo frecuentaban. Yo pasaba a diario por el boulevard Raspail, que hace esquina con el café, en mis paseos por el barrio latino a la búsqueda de más y más libros que compraba y aún no leía (me iba aprovisionando para un inexistente futuro). Y un buen día me detuve allí y me senté no a llorar sino a entusiasmarme con el hecho de que don Miguel, a quien yo leía con asombro, hubiere ocupado los mediodías de su destierro parisino sentado en las sillas de aquella terraza, hablando de la situación política española que él tanto detestaba; parecía ser que también había pasado por allí León Trotski y eso daba a mi lectura del genio vasco un aire de mayor realidad.

Y es que las gentes han estado en los sitios, han hecho cosas, conspirado, por ejemplo, y han escrito que han hecho cosas y que han conspirado (u otros lo han hecho por ellos) y esas cosas han ocurrido después para bien y para mal y así han pasado al libro inacabable de la historia, no de la historia del hombre, sino la de los hombres de carne y hueso, la de Pedro y de Juan, la tuya y la mía. En aquellos días de los ochenta del siglo pasado yo no pretendía ejercer la menor actividad política. La rechazaba de intento. Quería, como he dicho, sólo escribir, pero luego he caído en la cuenta de que no hay nada que tenga un mayor alcance político que la escritura de una persona cualquiera por muy modesta y secreta que ésta sea. Porque escribir es realizar una forma de vida libre, algo que ningún poder (y menos que ninguno el poder literario) está dispuesto a soportar.

Mientras permaneció físicamente en París, desde los últimos días de julio de 1924, Unamuno quiso escribir una novela sobre su vida en el destierro. Lo hizo, antes que nada, para insuflarse a sí mismo un poco de coraje. Y es que lo necesitaba: por entonces le estaba invadiendo una creciente conciencia de vacío. El 9 de septiembre de ese año 24 cumplió setenta años y le angustiaba la sombra de una muerte que sentía cada vez más próxima. Venía, huyendo del dictador, desde la isla canaria de Fuerteventura donde, por poco tiempo, había conseguido circunscribirse y rozar la felicidad con la punta de los dedos; separado de todo, en la distancia, junto al océano Atlántico, rodeado de naturaleza y al lado de unas cuantas personas sencillas. En cambio el viejo profesor de lengua griega y española, declarado persona non grata por el déspota, no llegó a acomodarse a un París que bullía con la vida propia de una ciudad que se creía el centro del mundo. Un París frío y desdeñoso con los españoles. Don Miguel estaba lejos de lo que amaba: sus hijos, su tierra vasca y su tierra española; el porvenir de sus hijos y el porvenir de España. El tiempo de la nación española era lo que de verdad le interesaba. Y para comprender ese tiempo requería estar más cerca de su espacio.

Por eso, se proponía escribir una novela a la vez íntima y política, lo que si se hace a propósito, aunque se sea Unamuno, suele terminar en un fracaso patente. Mezclar (entonces o ahora) la narración con la autobiografía y estas dos con el ensayo político no es moco de pavo. Pero él era muy listo y no se precipitó. En el mes de diciembre escribió las primeras páginas, unas páginas bellas, densas, agudas, sobre la escritura. Y las dejó descansar aparte, entre otras cosas porque ignoraba cómo proseguir. Mantenía el proyecto vivo y adentro y lo retomó tres meses después, en febrero de 1925. En julio tenía ya una primera versión (cuarenta y cuatro cuartillas manuscritas) que se quedó en manos de Jean Cassou –se había ofrecido a traducírsela– y que después se extravió.

Por aquellos mismos días Unamuno se fue a dar un mitin a la ciudad fronteriza de Hendaya y se quedó ahí, en suelo vasco, lo más cerca de su tierra española que su condición de exiliado le permitía. Entonces le escribe insistentemente al traductor: «Sí, sí, apresure lo de la novela; me urge» (Carta a Cassou de 29 de enero de 1926). El bueno de Cassou se espabiló y en el mes de mayo se publica en la revista Mercure de France, «sin cortes» y con el título «Comment se fait un roman». Al comienzo del verano de 1927, más de un año después de la publicación y casi más de dos de haber trazado aquellas primeras palabras, Unamuno retoma no el original (que se había extraviado) sino la versión francesa del hispanista Cassou, y la retraduce añadiendo algunas frases entre paréntesis, dos escritos delante y una continuación en forma de diario.

La novela resultante muestra que Unamuno estaba por entonces buscando desesperadamente a Unamuno. Y no lo acababa de encontrar, en parte porque estaba exiliado de España, y Unamuno no se explica sin España ni España se explica tampoco sin el legado de Unamuno. Pero no sólo era eso. Gracias a su situación de exiliado, a lo que ese hecho infausto despertaba en alguien como él, logró hacer lo inesperado y lo novedoso, algo que ha influido en mucho de lo mejor que se ha escrito desde entonces en castellano (pienso en Azorín y en Gómez de la Serna, pero también en Borges o en Enrique Vila-Matas). Consiguió mezclar, de modo que después nunca han podido separarse, el género narrativo con el ensayo y con la escritura autobiográfica. Una trinidad gloriosa, tendente a la unidad, por la que después hemos pretendido movernos unos pocos incautos en España y más bien fuera de España. Claro que ya existía Pirandello, citado en la nivola, que era como Unamuno llamaba a sus artefactos narrativos (a él no le gustaría nada la palabra artefacto porque pensaba que cualquier libro, incluido una novela, debía de ser algo orgánico y vivo), pero el vasco dio uno o varios pasos más adelante respecto del genio siciliano; en realidad pienso que cambió la forma de hacer y de leer literatura. La cuestión resulta ser compleja, tiene detrás una larga historia, y esa cuestión incierta de las formas y de los géneros literarios y artísticos es una de las que yo quisiera abordar con mayor pausa a lo largo de este escrito.

Pero no es la única, ni acaso la principal.

Deseo (porque toda escritura no nace sino del deseo) hablar del asomo del Pirineo en la frontera vasca cerca del océano Atlántico. De cómo los montes verdes caen con relativa suavidad y se abren al inmenso océano. Con ese fenómeno debería bastar. ¿Nos damos cuenta de lo que eso significa, y no sólo en términos geográficos? Ante todo deseo recorrerlo como un lugar físico que se ha convertido en mi patria de elección. Nací en el barrio de Chamberí de Madrid, de padres vascos, y allí pasé los primeros veinticinco años de mi vida, pero la Providencia y el azar me han devuelto aquí, donde han transcurrido ya otros veinticinco, y yo quiero aprovecharlo aceptando este rincón del mundo como un lugar en el que ojalá que pueda quedarme, de paso, mientras siga viviendo. Como lo hiciera Bergamín, discípulo de Unamuno, sobre quien también deseo escribir. Y el poeta Jules Supervielle, que retornó a morir a esta tierra vasca, o el pintor Arrue, que murió de amor a Euskal-Herria ya en vida. Y también el escultor Eduardo Chillida, acaso el más consciente de la belleza imponente de esas formas geológicas.

Y como lo ha hecho, por fin, Florence Delay, discípula de Bergamín, maestra y amiga mía. El eslabón en la cadena que me une a una tradición que venero. La persona que me enseñó que para escribir en serio (como para vivir) hay que ilusionarse y aprender a jugar. Un día Florence escribió estas palabras que puedo suscribir en su integridad: «Me sentía la hermana de los Pirineos, en sus dos vertientes e inclinaciones, inmemorial y gastada. Sólo entonces, al olvidarme de mí misma, comencé a sentir la tensión de un país que me cobijaba. Un país sin este ni oeste, al que sólo el norte y el sur le preocupan, porque al “norte” está Francia y el “sur” es España. Un país que habla una tercera lengua y que no se dirige más que hacia sí mismo y a su propia historia».

Y es que, desplazando un poco la verticalidad vasca, he contemplado muchas veces el extremo oeste del Pirineo desde la playa de la Madrague, en el cantón de Anglet. Al menos hasta Lekeitio y Mundaka. Toda la región fronteriza conforma el hondón de una concavidad – The Bay of Biscay, la bahía de Vizcaya, le Golfe de Gascogne que se extiende desde Brest hasta cabo Ortegal en Galicia– y siempre me ha parecido que me abrazaban todos esos puertos que barrunto: Bidart, Guéthary, Donibane-Lohizune, Hendaye, Fuenterrabía y así hasta Bermeo. Conozco cada uno de esos fondeaderos. Los he visto desde el mar, y los he pisado después en tierra recorriéndolos uno a uno con mi moto. Nombres hermosos para lugares aún más bellos. Y luego están todos los que por el ángulo que se forma en la costa se me ocultan a la vista, con Donosti en primer término. Otro tanto puede decirse si elevamos la mirada ligeramente hacia el este y hasta los montes: las Peñas de Aya en Errentería, el monte de las Tres Coronas, más al oeste Jaizquíbel, el extremo occidental del Pirineo, por donde se pone el sol cada tarde. Y Larrún, la montaña mágica que en realidad es un volcán inactivo.

Para ser precisos, todos esos accidentes son aún estribaciones del Pirineo. La cadena en su lado atlántico nace, como tantas otras cosas (la nación francesa o la parte española del Camino de Santiago de lo que también hablaré), a la altura del puerto de Ibañeta, entre Saint-Jean-Pied-de-Port y la Colegiata de Roncesvalles, pero desde la Madrague como mucho todo eso puede sólo intuirse o recordarse.

Recuerdo eso sí los versos que Chillida hizo traducir al vasco:

Bihotzean zerupeean lugarinean/ Aizako arriak lainoan./

Bihotzean zerupean lugainean/ Larraun mendia lainoan./

Bihotzean zerupean lurgainean/ Euskal Herria lainoan.

(En el corazón, bajo el cielo, sobre la tierra/ Peñas de Aya en la niebla./ En el corazón, bajo el cielo sobre la tierra/ el monte Larrun en la niebla./ En el corazón, bajo el cielo, sobre la tierra/ el País Vasco en la niebla).

«El País Vasco en la niebla». En ése es en el que quiero yo adentrarme. Han pasado muchas cosas en ese territorio fronterizo, y han pasado muchas personas a su través en ambas direcciones. Mencionaré a algunas en mi escritura. Las que a mí más me importan han cruzado por allí, más recientemente, huyendo. Los jesuitas a los que expulsó un rey ilustrado. Y los liberales, que nunca hemos caído bien a nadie. Los afrancesados y Francisco de Goya, camino de la muerte, en su viaje a Burdeos. Las víctimas del general Primo, como Unamuno. O de Franco (en este caso, miles y miles de compatriotas). O de Hitler y Pétain, en el sentido opuesto de la marcha. Entre ellos varias decenas de miles de judíos que Franco, por algún motivo aún no suficientemente aclarado, salvó del exterminio. Apenas una década más tarde algunos de los que fueron sojuzgados por ETA cruzaron apesadumbrados la frontera. Para marcharse asqueados o para pagar al abrigo de la «tolerancia» francesa para que se les permitiera vivir. El esquema del mal no varía mucho: alguien decide cuando una vida merece la pena ser vivida y si no se lo parece la trunca, la malgasta, la tritura. Lévinas ha explicado a fondo el alcance del quinto mandamiento: no sólo se trata de «no matar a nadie», sino de velar fraternalmente por la vida del otro, justo lo contrario de la lógica sempiterna de todos los verdugos.

En Hendaya se pactó con Hitler la no beligerancia de España durante la Segunda Guerra Mundial, y a cientos de metros de la estación del tren en la que se reunieron los tiranos se encuentra la isla de los Faisanes, donde se firmó en 1659 el tratado que sellaba la paz, llamada de los Pirineos, entre Francia y España, y que sería ratificado un año después de su firma con un bodorrio. Entre esos dos hechos ha transcurrido un periodo cruento de la historia de esta parte de España, muy especialmente el siglo XIX y la invasión napoleónica, con su dolor, con su arte y con sus miserias. Con la Constitución que firmaron en Bayona los afrancesados españoles en 1808, de la que sólo queda una triste placa en les remparts de la ciudad vieja. Con la funesta restauración. Después vendrían el carlismo y el liberalismo, en constante disputa. Las dos (o tres) Españas y la Guerra Civil, la quinta de las contiendas que hemos padecido en este territorio en sólo dos siglos, con el añadido funesto de los cuarenta años de Dictadura. Y al fin la Constitución del 78, la del intento de la concordia que tanto inconsciente se empeña hoy en malograr.

En realidad llevo cruzando la frontera camino de París y pasando por Biarritz, permaneciendo en la una o la otra temporadas más o menos cortas, a veces de un solo día o incluso de unas pocas horas, desde que tenía doce años. Con los lugares me pasa lo mismo que con los museos: prefiero ir muchas veces poco rato que quedarme mucho tiempo de un solo golpe. Primero venía a Biarritz desde Algorta, durante los veranos de mi adolescencia. Pasábamos allí los meses del estío en casa de mis abuelos Aranguren Gárate de la calle de los Fueros, frente a la pequeña iglesia de San Ignacio de Loiola, y teníamos unos buenos amigos que se hospedaban en el fastuoso Hotel du Palais. Yo por entonces ignoraba que un pequeño emperador francés había construido en dieciséis meses semejante morada para una granadina grande de España, pero eso no cambia nada. Nos invitaban a comer en la piscina. Como no entendíamos la carta con el menú del almuerzo, pedíamos siempre la misma paillarda de ternera en aquel ensueño de piscina sobre el mar, cubiertos con unos albornoces blancos del hotel. En realidad uno sólo era el invitado, pero nosotros –familia pluscuam numerosa– aparecíamos de seis en fondo. A ellos no les importaba porque eran más generosos que ricos. A veces venían con nosotros mis padres. Otras íbamos solos los hermanos. Llegábamos cantando a voz en cuello en un coche descapotado y amarillo marca Citroën 2 CV. No era el submarino de los Beatles pero a los porteros del lujoso establecimiento hubiera podido parecérselo, a juzgar por la altivez con la que nos miraban desde el otro lado de la barrera, junto al lujoso parking. Cuando mencionábamos sonriendo el nombre de nuestros amigos nos abrían franqueándonos la entrada con cara de solemne resignación.

Tengo metidas, aún hoy, mientras escribo, debajo de la piel, las sensaciones solares que experimenté en aquellas luminosas jornadas transcurridas frente al océano. Sobre todo lo demás, en algunos mediodías, al comienzo de la tarde, lo que destaca para mí es la inenarrable impresión del color. La luz en Biarritz tiene una intensidad particular. Chillida ha hablado de la luz negra del cantábrico, y lo es, pero, cuando llega septiembre, cerca del ocaso, la misma oscura luz se convierte en una luz dorada, con un aura que nace de dentro de la propia luz. Entonces se embellece todo, más si cabe: la mar verdeazulada, la arena blanco-roto de la playa, el índigo del agua de la piscina, los toldos azules y blancos, bajo los albornoces la piel de mis hermanas ya por entonces completamente tostada, la impecable pelousse del jardín al fondo de la piscina, la pintura grana de las paredes del palacio napoleónico mezclado con el biscuit de los edificios sobre la Grande Plage. A lo lejos, más allá del puerto viejo, asomaba la roca con la imagen protectora de María. Nunca volvíamos a Bilbao sin pararnos unos momentos ante ella. Así era mi familia vasca. La imagen del puente ante la roca que yo tengo es la misma que tapa una gran ola en la célebre fotografía de Jacques Henri Lartigue, Sala, at the Rocher de la Vierge, la sugerente instantánea de un señor de espaldas que acodado sobre el malecón mira hacia la estatua tocado con un borsalino y con la gabardina recogida elegantemente sobre el antebrazo izquierdo. La figura perfecta del cosmopolitismo europeo que fue aplastado dos veces por el nacionalismo en sendas Guerras Mundiales.

Siempre que veo esa foto, recuerdo los días de sol en Biarritz y pienso también en el mundo de ayer de Lartigue, el mismo que añoró desesperadamente Stefan Zweig, un mundo que contenía la posibilidad remota de vivir una alegría racional que he buscado, más que en las playas o en las piscinas, en el silencio elocuente de la imaginación y de la lectura. Y eso es fundamentalmente lo que han representado para mí París, Biarritz, y, últimamente, también el alto Var en la Provenza.

Se trata ahora, en fin, de contar algo de todo eso, deambulando en círculos.

«I’m after me», solía decir Hopper refiriéndose a su pintura. En el fondo, yo podría decir otro tanto. Me busco a este lado de las mismas costas atlánticas que él contemplara, paseando entre libros, y de esa búsqueda quiero dejar constancia aquí.

II. UNAMUNO Y VELÁZQUEZ EN LA FRONTERA

La esquematización rígida, estrecha y desprovista de problematismo es, en principio, muy extraña a la conciencia cristiana de la realidad.

ERICH AUERBACH, Mímesis.

Y para recorrer el Pirineo vasco, y viajar desde aquí por la historia de España, de Francia y de Europa, como Dante acudió a Virgilio para traspasar el Infierno, yo he elegido a Unamuno para penetrar en un paraíso terrenal convertido desde hace siglos en el más cruel y absurdo de los purgatorios.

Y es que, como casi todo el mundo en algún momento de su vida, don Miguel también tuvo la doble tentación, la de servir a dos señores. Le gustaba decir que era un desterrado, para después añadir que peor que el destierro era el des-cielo, porque éste sería eterno, aunque entre uno y otro había una estrecha relación de contigüidad en la que el vizcaíno intentó profundizar en varios de sus escritos. Para expresar sus intuiciones, Unamuno necesitaba inventar palabras, construir paradojas, en definitiva invertir la ley de la causalidad: como cuando se dice de alguien que su propensión a fumar le llevó a la enfermedad, y ésta a la muerte y en cambio se omite la posibilidad de que fuese la enfermedad (subyacente) la que provocare en él las ansias (malsanas, o no tanto) de fumar. La inversión de la causalidad no cambia por sí sola la facha de las cosas reales, pero sí nos ofrece una luz paradójicamente necesaria para entenderlas.

Unamuno fue alguien incapaz de pensar por cuenta de otro, lo que no le impedía leer a los demás lo más a fondo posible, o sea con voluntad de comprender, no tanto de comprender al que escribía, que también, sino sobre todo con la voluntad de comprenderse a sí mismo. Sin escurrir el bulto, sabiendo que lo que leía le estaba interpelando y le exigía una respuesta antes que nada intelectual. El plano moral y el político comienzan de lleno en el teórico, en las visiones que nos hacemos de las cosas y en el juego racional con los conceptos. Las teorías argumentadas son acciones, y si se escriben y se publican, son los actos que más importan políticamente. El plano de la intimidad, que uno dosifica, también está articulado de forma paradójica porque se revela en la medida en que no se muestra, en la misma proporción en que se guarda y custodia con el celo que merece (en esto hay un paralelismo con la literatura comparada, mi disciplina académica, ya que ésta sólo resulta interesante en la medida en que se hace sin saber que se está haciendo, o al menos sin subrayarlo cada cinco minutos). La intimidad, los adentros, conforman el núcleo de donde todo surge. Los ojos de Unamuno más que mirar sueñan.

Y es que hay dos formas de escribir: mirando las cosas con los ojos de la cara o soñando (o sea imaginando a partir de lo que se sabe o de lo que se desea).

A mí, que he elegido la segunda forma, la vida me ha ido llevando (y yo me he dejado ir) al arte comparado. Nadie sabe con certeza, a día de hoy, qué es esto. Literatura comparada, tal vez, pero ¿arte comparado? Aquí se puede soltar la misma retahíla, en su contra, articulada por los especialistas cuando la literatura comparada daba sus primeros pasos con Gaston Paris y su generación. «No se puede comparar lo incomparable». «Comparaison n’est pas raison», que afirmó más tarde el gran Étiemble. Se podrán comparar a lo mejor dos gramáticas (del estudio comparado de las gramáticas indoeuropeas comenzó todo el comparatismo), pero dos novelas entre sí ya es más dudoso. ¿Y un poema con un cuadro? ¿Se puede hablar, más allá de la metáfora, y sin hacer el ridículo, de un lenguaje en la escultura de Chillida? ¿Desde qué punto de vista se podría realizar semejante comparación? Y, sobre todo, ¿con qué finalidad? Desde ningún punto de vista y sin ninguna finalidad si lo que se pretende es hacer ciencia. Y es que realizar, lo que se dice realizar, nunca realizamos nada (fue Rilke quien lo explicó en sus cartas a propósito del arte de Cézanne). No se pueden comparar dos obras de arte si lo que se pretende es hacer «ciencia» (la gramática comparativa siempre supo que apuntaba a un resultado, la lengua indoeuropea, que era un a priori, o sea justamente algo no realizado históricamente), pero si de lo que se trata es de jugar con las cosas y con las creaciones humanas, entonces se puede comparar todo, poner las cosas una al lado de la otra para establecer alguna relación significativa, o mejor dicho un «contacto sin relación», en un contexto más amplio que tenga en cuenta la historia, la filosofía y por descontado la gramática que nos han enseñado mejor que nadie aquellos comparatistas ilusos, con Émile (¡Ezra!) Benveniste a la cabeza. Se puede colocar una máquina de coser sobre la camilla de un quirófano. ¿Tiene sentido? Claro que sí. Los surrealistas lo hicieron en sus poemas y en sus cuadros y ampliaron hasta el infinito el campo de nuestra imaginación simbólica: cualquier ilación, que pudiera ser o verbal o plástica, es punto de partida inexcusable para apuntar al misterio de la forma artística.

1. LA ISLA DE LOS FAISANES

Con estos pensamientos alborotados en la mente, salgo de Biarritz y me dirijo a la isla de los Faisanes, dormida al inicio del territorio en el que pretendo adentrarme, remontando el Bidasoa, la Bidasoa, como hacen los salmones y las truchas para el desove. No es la única isla de los Pirineos, no: que yo sepa existe la isla de Noé, L’Isle Jourdain cerca de Gers y también Isle-en-Dodon, pero éstas no son islas sino pequeños municipios que de islas tienen tan sólo el nombre. La isla de los Faisanes es con la que yo me he topado en la vida, en todo caso. Si se parte de San Juan de Luz, se llega así: saliendo de la plaza Louis XIV se gira a la izquierda, se cruza el puente sobre el río Nivelle en dirección a Ciboure (1 km). Otra vez a la izquierda y se sube hasta Urrugne (3,5 km). Después se sigue en dirección a Béhobie (6,5 km), hasta la antigua aduana. Hoy sólo quedan gasolineras, tiendas de bebidas espirituosas y alguno de los mejores estancos del país. Desde allí se puede seguir por cualquiera de las dos riberas del Bidasoa, la que se prefiera: a la derecha España y a la izquierda Francia. A menos de 1 km, de los dos que hay desde Irún y de los tres que hay desde Hendaya, se tiene enfrente un pequeño islote, dejado más que abandonado, arrumbado como si nadie quisiera tomar nota de su presencia. A veces he pensado que cualquier día aparecerá en plena isla una de esas bañeras roñosas que tanto nos gusta poner a los españoles en los prados, con una cabra atada con una cuerda a la pata. Y es que en ocasiones nuestro amor por nuestra historia, y por el paisaje, resulta descriptible.

Yo he llegado por otro camino, directo desde la autopista, he salido del populoso peaje, dejando atrás Biriatou, en un alto, y he seguido con mi moto en paralelo al río hacia el mar. A la derecha Francia y a la izquierda España. Veo la isla. La observo y pienso que, para ser la más pequeña del mundo, no es tan diminuta: en realidad tiene varios miles de metros cuadrados de extensión y es de jurisdicción compartida: las comandancias navales de Bayona y de San Sebastián la ejercen en rotación cada seis meses. Llamada l’Isle de l’Hôpital porque a comienzos del siglo XII había cobijado un hospital de peregrinos jacobeos con el nombre de l’hôpital de Saint-Jacques de Subernoa, fue el escenario de un hecho histórico decisivo para la historia de las dos naciones. El 7 de noviembre de 1659, las dos casas reales de España y Francia se reunieron sobre sus predios para la firma de un tratado de paz rodeados de faisanes, un animal muy del gusto del rey Sol, quien por cierto había manifestado que ni siquiera sabía que aquel maravilloso lugar existiera dentro de sus dominios.

El Tratado ha sido crucial en la historia de las relaciones hispano-francesas por varios motivos. Como tantas veces ha ocurrido antes y después, mediado el siglo XVII, los Estados de Europa (en realidad entonces monarquías absolutistas) estaban divididos en dos facciones antagónicas. En la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) habían luchado dos concepciones opuestas del hombre y de Europa, una vertical frente a otra horizontal. La primera, representada por las ramas española y germana de la Casa de Austria, pretendía imponer los dogmas contrarreformistas en un continente fundado sobre una concepción teocrática bajo el doble poder del Pontífice y del Imperio. Se trataba de resucitar de nuevo la vieja monarquía cristiana del final de Edad Media. La llamada cristiandad que todavía añoraba el poeta Eliot. Los países protestantes (Dinamarca, Suecia, Saboya), con el apoyo à rebours de la Francia de Richelieu y Mazarino, aspiraban a vivir de acuerdo con los ideales del humanismo difundidos por el continente desde el Renacimiento (individualismo y racionalismo fundamentalmente). Tras esta visión de los dos bandos, maniquea y simplista, se esconden no obstante algunas verdades parciales, como por ejemplo que la incurable nostalgia hispana de la unidad, política pero también religiosa, el deseo de un orden universal y ecuménico en la práctica, fue más impuesto a sangre y fuego que propuesto, sin un afán de convencer y de atraer a aquél al que se quiere congregar en un proyecto común, justamente el ideal y el ethos que parece reflejar el célebre gesto del católico Spínola hacia el general calvinista Justino de Nassau, en el cuadro La Rendición de Breda de Velázquez.

La Corona francesa había entrado en el conflicto en 1635, apoyando a todos los enemigos de los reyes de España. El hecho de que, cuando se firmó la paz en Westfalia, Francia se anexionara los territorios de Alsacia y Lorena, que ya por entonces bailaban sobre el mapa de la historia, y cerrase el llamado «camino español» que conectaba las posesiones italianas con las flamencas, reavivó el enfrentamiento entre las dos monarquías. Con el Tratado de los Pirineos la Corona española renunciaba precisamente a una parte de Flandes, y con ella a cualquier veleidad centroeuropea, y se concentró, en cambio, en reclamar el control sobre la Cataluña ibérica, aun a cambio de la cesión del Rosellón y de una parte de la Cerdaña. Luego vendrá la Guerra de Sucesión a la corona española, un capítulo de nuestra historia que en realidad había comenzado en plena Guerra de los Treinta Años (en 1640) con el apoyo francés a la resistencia catalana que se negaba a seguir aportando fondos para las guerras de la Casa Real hispana.

En plena frontera vasca, el cardenal Mazarino y don Luis de Haro habían mantenido numerosas conferencias a lo largo de todo un año antes de estar en condiciones de firmar la Paz sobre la isla que ahora tengo delante de mí. Y lo cierto es que todo permanecía suspendido en el aire hasta el último momento porque, en conexión directa con la geopolítica, la pax pirenaica se asoció con un segundo elemento aún más endiablado: la propuesta hispana de establecer una alianza matrimonial entre Luis XIV y María Teresa de Austria, hija de Felipe IV y nieta por parte de madre del rey francés Enrique, Henri IV.

La historia personal de la reina Marie-Thérèse d’Autriche no deja de ser tristísima: huérfana de madre desde los seis años, vio morir a todos sus hermanos y hermanas; desplazada por su padre del trono de España que le correspondía en favor de su hermana menor, casada por pura conveniencia, fue reina consorte de Francia y de Navarra, dio a luz a seis hijos de los que le sobrevivió sólo uno (el Gran Delfín, Luis) y murió de una septicemia provocada por las curas de un tumor en el brazo en el año 1683. El rey Sol ni la miró a la cara. La consanguineidad, por no decir abiertamente el incesto y la promiscuidad, el adulterio y el sacrilegio (en lo que se refería al sacramento matrimonial) hacían estragos en las muy católicas Casas de España, Francia y Austria.

Lo curioso es que, aun a falta de documentos escritos (apenas algunas cartas privadas del rey hispano al marqués de la Fuente y a la condesa de Paredes de Nava en las que habla de sus intenciones y sobre todo de sus dudas), conocemos hasta qué punto el Tratado estuvo pendiente de un hilo, (todo, el arreglo matrimonial, la paz y las nuevas fronteras trazadas en el Pirineo, por primera vez en la historia con tiralíneas), de una manera indirecta por la historia de la composición de la obra maestra de Velázquez, del cuadro conocido con el nombre de Las Meninas.

2. LA NOVELA DE LA VIDA

Pero antes volvamos, por un instante, a Unamuno y a la novela de la novela, ahora que sabemos un poco mejor qué quería hacer él y qué es lo que deseo hacer yo. Una novela del destierro para evitar el des-cielo. Y antes de contar lo que hubo en medio, cómo lo hizo, voy a decir alguna cosa del final de su vida, un final de novela, de las novelas que le interesaban al viejo profesor de griego y de literatura española, ¡quién hubiera podido asistir siquiera a una de sus clases!, la novela de cada uno, la única verdaderamente importante, la que hay que protagonizar de cara al propio tiempo que es nuestra eternidad. Sin duda era aquello a lo que el destino del personaje unamuniano apuntaba de un modo cada vez más nítido y decidido. Aquí será el autor el que busque al personaje, mirándose en el espejo de la vida. «Habría que inventar, primero, un personaje central que sería, naturalmente, yo mismo. Y a ese personaje se empezaría por darle un nombre». Se llamará U. Jugo de la Raza. Ya está. Unamuno escoge dos de los apellidos de los abuelos y los junta, como siempre, jugando libremente con las palabras y las cosas. ¿Se considera él como «el jugo de la raza»? Sí, y no. No era el hombre más modesto del mundo, pero tampoco el más soberbio. «U. Jugo de la Raza –escribe– se aburre de manera soberana porque no vive más que en sí mismo (evidente trasposición del aislamiento parisino), en pobre yo de bajo la historia, en el hombre triste que no se ha hecho novela. Y por eso le gustan las novelas. Le gustan y las busca para vivir en otro, para ser otro, para eternizarse en otro». Y lo que hace el personaje es pasearse por delante de los pretiles del Sena a la búsqueda de libros (eso me suena) y se encuentra con La piel de zapa de Balzac, en el que el personaje principal, Raphael, recibe una capa de cuero mágica: la pelleja le permite satisfacer cualquier deseo a cambio de recortarle la vida y de precipitar su muerte. El personaje de Unamuno se queda fascinado con lo que lee en aquellas páginas. Hojea el libro y de vez en cuando mira al Sena como quien mira a un espejo. Vuelve a la lectura y encuentra esta frase: «Cuando el lector llegue al final de esta dolorosa historia, se morirá conmigo». Es Raphael, el personaje balzaquiano, quien se dirige al lector y le previene del final que le espera. Jugo, que era un ser de salud precaria (como el viejo Unamuno), se queda tan petrificado como los muretes sobre el río. Le tiemblan las piernas y a poco se desploma. Renuncia a comprar el libro (lo hará más tarde), a leerlo (le aterra la idea de morir sin haber vivido), vuelve a casa precipitadamente, se tumba en la cama y le entra tal espanto que, creyendo morir, se desmaya.

Éste es el núcleo de la acción novelesca: aislarse-leer-escribir-morir (en vida), las únicas actividades a las que yo me he dedicado en serio, alguien que crea un personaje que lee un libro en el que se le dice que, en la medida en que prosiga la lectura, con el final de la historia leída, él morirá. A nadie le extrañará la fascinación de Borges con el escritor vasco. Ha transformado el cuento filosófico de Balzac en filosofía pura, adentrándose, como si nada, en el arcano de la misteriosa relación entre la escritura, la vida y la muerte, la gran cuestión insondable que ha obsesionado a los mejores, de Platón a Kafka.

Pues bien, en el último acto de su vida de personaje que vivió su novela propia, las circunstancias más aciagas fueron arremolinándose en torno a Unamuno de un modo tan violento que llegaron a provocar realmente su muerte. Una especie de tormenta perfecta se había desencadenado en España y ahí se mantuvo él, aguantando, como un viejo roble cascado, en pleno vórtice. Murió un 31 de diciembre del año infausto de 1936, cuando ya habían transcurrido seis meses de guerra incivil. El miedo a la muerte física, y la conciencia de vacío que ensombreció en parte su vida adulta, parecieron encarnarse y situarse frente a él como un espantajo del más allá deseoso de arrebatarle el último aliento. Y así fue como murió sentado en la sala de estar de su casa de la ciudad de Salamanca, viudo (Concha, su mujer, había fallecido a consecuencia de una hemiplejía en mayo de 1934) y huérfano (el hecho de tener hijos en el frente provocaba en él un sentimiento agudo de orfandad). Murió en reclusión, junto al brasero (Unamuno había predicho, sin saberlo, las circunstancias concretas de su tránsito en el poemario Cancionero del destierro, que había perfeccionado en Hendaya). De repente alguien advirtió el olor de su ropa chamuscada. Por lo visto él no había sentido nada, ni una queja, ni un grito. Corazón gastado. La ciudad había sido tomada meses atrás por las tropas nacionales y don Miguel, que había saludado el golpe militar (y había llegado a donar 5000 pesetas de la época para la causa), era por naturaleza y convicción incompatible con cualquier forma de despotismo.

Dos meses y medio antes de su muerte, el acto que protagonizó en el paraninfo de la Universidad de Salamanca el lunes 12 de octubre, con ocasión del homenaje a la Hispanidad, lo había dejado patente. Y conviene recordarlo: será su efigie más memorable, un monumento verdadero del que no obstante, como si los hechos quisieran encarnar la mejor razón poética, no quedó rastro documental ni escrito ni grabado de su breve y sustancioso discurso. Como máxima autoridad universitaria, Unamuno representaba nada menos que al general Franco, que, ocupado en pleno frente, había delegado en él la presidencia del acto, lo que no impidió que, a la vista de cómo iba desarrollándose, el bilbaíno se enfrentara sin miramientos a las huestes de los sublevados descabezadas por el también general Millán Astray, fundador de la Legión; las mismas, por cierto, que en las estrenas de 1937 saludarían brazo en alto al paso de su cadáver hasta el cementerio. Doña Carmen Polo de Franco a la derecha de Unamuno. A la izquierda, entre el rector y el faccioso, el obispo de Salamanca, Enrique Pla y Deniel (el mismo que había justificado el levantamiento –al que por primera vez denominó «Cruzada»– en una tristemente célebre carta pastoral de septiembre de 1936, las dos ciudades, en la que retorcía la autoridad teológica de San Agustín y aducía las condiciones de la guerra justa según Santo Tomás de Aquino).