LUIS ROMERA

LA INSPIRACIÓN CRISTIANA EN EL QUEHACER EDUCATIVO

Indicaciones desde la filosofía

MADRID

© 2020 by LUIS ROMERA

© 2020 by EDICIONES RIALP S. A.,

Colombia 63, 8.º A, 28016 MADRID

(www.rialp.com

Realización ePub: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-5224-5

ISBN (edición digital): 978-84-321-5225-2

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A la Institució Familiar d’Educació

en su 50.º aniversario

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

DEDICATORIA

INTRODUCCIÓN

I. IDENTIDAD E INSPIRACIÓN CRISTIANA DE LOS CENTROS EDUCATIVOS

1. Libertad y autenticidad

2. Desafíos de la posmodernidad

3. Educar en humanidad

4. El humanismo de la fe

5. La inspiración cristiana en la educación

6. El proyecto educativo

II. RAZÓN Y FE

1. Introducción

2. La dialéctica moderno-posmoderno

3. Elementos de la cultura contemporánea

4. Riesgos de la cultura posmoderna

5. Nuevas perspectivas: la superación del reduccionismo

III. “HEMOS CREÍDO EN EL AMOR DE DIOS”EL SENTIDO DE LA FE CRISTIANA

1. La raíz de la actitud cristiana

2. La esencia del cristianismo

3. La existencia como tarea

4. La experiencia de la finitud

5. La fe como encuentro

6. La fe como apertura

7. La fe como respuesta

8. El encuentro con el Salvador

9. El encuentro con el amor del Padre

AUTOR

INTRODUCCIÓN

¿TIENE LA FILOSOFÍA VOZ en el debate educativo?

Las instituciones, como las personas, necesitan detenerse para reflexionar sobre su propia identidad y la misión que esta conlleva. La evolución de la sociedad, con la sensibilidad y pautas de comportamiento que adquiere, así como las transformaciones de la cultural subyacente, exigen de una institución que se enfrente consigo misma. De esta manera podrá dilucidar cómo llevar a cabo la misión que le compete en las nuevas circunstancias históricas.

Cuando se trata de una institución educativa, esa reflexión concierne también a los principios desde los que ejerce su misión. Porque no existe educación que no sea de principios y desde principios. No existe una educación axiológicamente aséptica, en la medida en que todo ser humano vive, piensa, comprende, evalúa y decide desde unos valores presupuestos.

Esos valores expresan lo que cada persona considera bueno en sí, es decir, los bienes que hay que preservar y promover en la existencia personal y, a través del diálogo y la acción cívica, en la sociedad. Los valores o bienes de la existencia que la persona posee apelan, a su vez, a concepciones que cada mujer y cada hombre ha asumido gracias a la educación recibida, al legado que la tradición cultural le transmite, a la propia experiencia aquilatada con el pasar del tiempo, a la reflexión personal, al diálogo con otros, etc. Estas concepciones no se refieren directamente a aspectos de la vida como la profesión, las relaciones sociales, lo económico, etc.; no conciernen tampoco a los contenidos, las lógicas de pensamiento y las habilidades prácticas de los diferentes ámbitos en los que se desarrolla la existencia: eso que podríamos denominar competencias y destrezas profesionales, comunicativas, políticas, lúdicas, etc. Por el contrario, las concepciones a las que me refiero atañen a la visión integral de lo que es la identidad radical y el sentido definitivo de la persona, de la familia y de la sociedad.

Se dirá que se trata de cuestiones de orden filosófico e incluso religioso; y es verdad. En estos temas entramos en la esfera de lo “sapiencial”, es decir, de aquello que no se clarifica con la epistemología de ciencias sectoriales como la física, la psicología o la sociología, por poner un ejemplo. Son cuestiones de mayor alcance y perspectiva, que conciernen a lo que la herencia clásica ha denominado sabiduría; temáticas con las que nos enfrentamos a la existencia en cuanto tal, y no simplemente con algún aspecto de ella. Podrán parecer, a primera vista, cuestiones abstractas, alejadas quizá de los afanes cotidianos. Sin embargo, nadie prescinde de estas cuestiones y de las concepciones sobre el sentido de la existencia que ellas suscitan; concepciones que acaban constituyendo las convicciones desde las que se vive y con las que se abordan los asuntos de cada día. Es más, también el que pretendiese mantenerse al margen de temáticas metafísicas, atendiendo únicamente a lo científico, ya habría optado metafísicamente. Sostener que lo único que existe es lo físico es una afirmación que no es capaz de establecer la física; de modo análogo a lo que sucede con la vista y el sonido: con el recurso exclusivo de los ojos no puede hablarse de música, no cabe concluir que no existen los sonidos ni mantener opiniones sobre la obra de Bach. Ante los avatares de la vida, es menester remitirse a una instancia superior, desde la que considerar su sentido en cuanto tal.

Cuando una persona se detiene a analizar sus actitudes existenciales y las decisiones que toma, advierte que aquello que le orienta no se limita a las competencias técnicas adquiridas, sino también a sus concepciones sapienciales y axiológicas. Es más, estas concepciones son las realmente decisivas para su existencia.

Hoy en día no cabe duda de que la educación no se limita a la mera instrucción; en otros términos, a transmitir solamente una serie de conocimientos y habilidades de pensamiento que le permitan abrirse camino en la vida, tanto desde el punto de vista profesional, como desde la perspectiva de las relaciones y la vida social. La educación incluye lo anterior, pero no se agota en ello. La educación abarca también la formación del carácter, de la sensibilidad cívica, de las aptitudes artísticas, del modo de vivir el propio mundo interior con sus emociones y sentimientos, con sus proyectos, éxitos y fracasos. En una palabra, la educación concierne no solo a lo científico y técnico, sino también a todo lo que es característicamente humano, porque desde ahí se enfoca la vida y se decide el modo en el que cada uno se enfrenta con los desafíos, estados y circunstancias por los que transita. De ahí que la educación llame en causa a tres instancias: los padres, principales responsables; los centros educativos, en los que la familia confía una parte importante de la educación de sus hijos; y los mismos estudiantes, últimos responsables, a medida que pasan los años, del sesgo que dan a la formación de su personalidad.

A este respecto, el educador sabe que tiene que ver con personas y, por eso, no olvida que lo primero que caracteriza su actitud ante su quehacer profesional es el profundo sentido de la dignidad de sus alumnas y alumnos, la conciencia de su responsabilidad, el respeto de su libertad… en definitiva, el aprecio real por cada estudiante.

Desde lo alcanzado, se pone de manifiesto que la reflexión de las instituciones educativas requiere analizar también cuestiones de principio o sobre los principios. Nos va en ello nuestra propia humanidad, el crecimiento armónico y feliz de cada uno de nuestros alumnos.

Los temas a los que nos estamos refiriendo implican a la totalidad de la persona. Por eso, cada vez se aprecia más la educación del carácter, de la sensibilidad social, de las capacidades de relación, de los ámbitos artísticos y deportivos, etc. Sin embargo, las cuestiones de principio requieren la intervención decisiva de la inteligencia. No solamente de la razón empírica y lógica, sino también de esos otros modos de ejercer el pensamiento —de enorme trascendencia existencial y alcance humano y ontológico— como son la razón hermenéutica o la consideración filosófica. No obstante, todavía faltaría una instancia común, decisiva y no ajena a la inteligencia, en la elaboración de lo “sapiencial” de cada persona. Me refiero a la religión.

En algunos ambientes culturales puede haberse asumido el presupuesto, con semblanzas de prejuicio, de que lo religioso se sitúa al margen de la inteligencia. Se parte de una acepción peyorativa del término “creencia”, que se considera ligado a estados no completamente maduros de una personalidad que debería ser racional y emancipada. Sin embargo, la tradición plurisecular de Occidente ha situado la fe en la esfera de una inteligencia que se abre a una palabra que, trascendiendo sus límites —proviniendo más allá de sus capacidades autónomas—, es relevante de cara a la comprensión de quién soy y en dónde radica el sentido de mi existencia. Entre fe y razón no se ha visto en el cristianismo una mera yuxtaposición —según la cual, la una sería extraña a la otra y por eso, a la postre, habría que optar entre ellas—, sino una “circularidad” en donde una remite a la otra, y ambas dialogan. Una de las expresiones para indicarlo es el par “entiendo para creer”, “creo para entender” (intelligo ut credam, credo ut intelligam). La inteligencia se plantea cuestiones que reciben respuesta solo desde la escucha de una Palabra —que no puede deducir desde sí misma— que se muestra como luz para comprenderse y orientarse en la existencia. Por este motivo, creo que desde el pensamiento filosófico abierto a preguntas religiosas se puede ofrecer una contribución de interés en la reflexión de una institución educativa.

De todos modos, el libro que el lector tiene entre las manos podría despertar una primera reacción de desconcierto. Por una parte, el título anuncia que se pretende abordar una temática que concierne a la educación. Por otra, el autor es presentado como profesor de metafísica, la disciplina más teórica de la filosofía, mirada hoy en día con sospecha —e incluso con cierta hostilidad— en círculos intelectuales con influencia cultural.

La sorpresa puede aumentar si, buscando el significado de “metafísica”, se llega a la conclusión de que esa disciplina filosófica versa sobre “el ente en cuanto ente”. ¿Qué relación puede existir entre un saber que se interpreta como algo sumamente abstracto —“el ente en cuanto ente”— y el quehacer educativo, que lo que pretende es ayudar a encarar la existencia, en sus concreciones cívicas y laborales, profesionales y relacionales, gracias a habilidades cognitivas y de comportamiento?

En estas páginas se parte de una asunción clara: denotaría una notable ingenuidad todo intento de adentrarse en cuestiones para las que se carece de competencia. La educación, tanto en su vertiente pedagógica como formativa, exige una preparación y experiencia que empieza a adquirirse desde la universidad y se aquilata con la madurez profesional. De todos modos, con la modestia debida, también desde la metafísica se puede pedir la palabra en este foro, para contribuir con alguna sugerencia al debate acerca de la identidad de la comunidad educativa —profesores, padres, alumnos y alumnas, sociedad—, más aún si esta presenta algunas características:

La primera concierne a la índole de eso que se denomina “metafísica”. Al contrario de lo que podría parecer, la metafísica no versa sobre temas abstrusos, lejanos a la existencia. Todo lo contrario. Efectivamente la metafísica no estudia los colores de las flores ni los fenómenos económicos. Y, sin embargo, su relevancia existencial es decisiva.

Para ilustrarlo de un modo sucinto, permítanme recurrir a una imagen ingenua, pero —en mi opinión— acertada: la del día de los Reyes Magos, en la que se reciben los regalos de Navidad. En esa fecha —o la que tradicionalmente haga sus veces en los diferentes países— en la ciudad reina el silencio. Es una jornada festiva; el día anterior ha tenido lugar la cabalgata y los niños se han acostado quizá más tarde y, sin duda, con el nerviosismo propio de la expectación. Y, de repente, como al unísono, los niños se despiertan y corren a la sala de estar para ver qué regalos les han dejado. Allí encuentran los paquetes que son desenvueltos con la comprensible algarabía, y entonces aparece una bicicleta, una muñeca, una pelota. Que los regalos puedan ser hoy en día más sofisticados no hace al caso.

Entonces los niños se concentran, como es lógico, en la bicicleta en cuanto bicicleta, en la muñeca en cuanto muñeca y en la pelota en cuanto pelota. La bicicleta, ¿es de carretera o de montaña?, ¿dónde tiene los cambios?, ¿cómo se sube o baja el sillín? La muñeca, ¿es de las que hablan o de aquellas a las que se les cambian los vestidos? Y la pelota, ¿es de fútbol, de baloncesto o de béisbol?

El metafísico es el que sugiere a los niños que, por un momento, den un paso atrás y, en lugar de concentrar su atención en la bicicleta, en la muñeca y en la pelota en cuanto bicicleta, muñeca o pelota, las consideren en “cuanto ente”. Y eso conducirá a tres conclusiones que no resuelven ninguna pregunta práctica acerca del uso de los regalos, pero permiten relacionarse con ellos según modalidades de clara trascendencia existencial.

a) En primer lugar, que los regalos son lo que son. Una obviedad cargada de consecuencias. ¿Se puede llevar la bicicleta de carretera por caminos escarpados de montaña? Por poder, se puede, pero con mucha probabilidad al cabo de pocos minutos se habrá estropeado. ¿Se puede jugar al béisbol con una pelota de futbol? Cabe intentarlo, pero será el partido más aburrido del mundo.

b) La segunda observación posee mayor relevancia todavía. La bicicleta, la muñeca y la pelota son, ante todo, regalos. Con independencia de su coste y calidad, son regalos. Y eso implica que hay alguien que los ha regalado, alguien que piensa en ti y te quiere. Alguien que te está diciendo que siempre estará ahí, que, pase lo que pase, no te abandonará, que no estás solo ante la vida, con sus avatares, con sus momentos buenos y sus horas malas. Ver los regalos como regalos es mucho más importante que el regalo en cuanto tal objeto. Nos sitúa en un nivel más radical.

Lo dicho, llevado al campo de la filosofía, significa percatarse de que la realidad, propia y ajena, es ante todo un don. Nosotros somos capaces de muchas cosas. La naturaleza origina un sinfín de seres y eventos. Sin embargo, ni nosotros ni la naturaleza podemos dar el “ser” en cuanto tal, desde la nada; siempre lo damos por supuesto. Porque, curiosamente, el “ser” es algo que nos excede, tanto a los seres humanos como a los dinamismos de la naturaleza. El “ser” lo presuponemos, ni lo causamos ni lo aniquilamos. Las virtualidades técnicas de la humanidad y los procesos causales de la naturaleza consisten en un transformar algo que preexiste: la fabricación de un producto, la obtención de energía atómica, la evolución del universo, etc., consisten siempre en un devenir de algo que ya existe. Dar el ser desde la nada absoluta, por el contrario, supone una novedad absoluta, que no se encuentra al alcance de nuestras posibilidades ni de las posibilidades de la naturaleza. De ahí que su semántica corresponda más a la del don que a la del producir o evolucionar. Y si es un don, descubrimos que hay alguien que lo dona.

Evidentemente, también cabe la opción —positivista, emancipadora o resignada— de afirmar que los regalos simplemente están ahí; que no son regalos, sino simplemente eventos de los que solo podemos decir que acontecen. Ahora bien, al margen de la inconsistencia intelectual que esta actitud pueda denotar, es claro que desemboca en la senda del nihilismo: no hay nada más que lo inmediato; más allá, nada.

c) La tercera indicación del metafísico se dirige al enfoque de la existencia. Si la verdad última del ser —por encima de todos los interesantísimos e imprescindibles conocimientos que las ciencias nos pueden otorgar— estriba en que es un don, dádiva de alguien que nos tiene en suma estima, entonces es posible percatarse de que la verdad última de la propia existencia, de cara a la tarea de llevarse a cabo a uno mismo, consiste en darse. El ser humano se realiza en su humanidad no cuando encara la vida con una actitud egocéntrica, sino con la actitud de quien procura dar y darse. De nuevo se presentan dos opciones: la de constituir una sociedad que apela a unas determinadas conductas cívicas que acaban asentándose en principios individualistas, o la de intentar edificar esas conductas sobre la actitud que se inspira en la página evangélica del “buen samaritano”.

De lo visto hasta ahora, cabe concluir que —desde la perspectiva a la que conduce la metafísica— se puede obtener alguna indicación de interés de cara a la comprensión de lo que significa educar. Sobre todo, si esa metafísica no se recluye en un racionalismo, sino que se abre a una palabra que procede de una instancia que la trasciende: la fe.

Las páginas que siguen son el resultado de unas jornadas de reflexión sobre la tarea educativa, llevadas a cabo por una prestigiosa institución catalana de centros docentes. Para facilitar el diálogo entre directivos, profesores y padres, se solicitó la intervención de algunas personas que, desde fuera, pudieran sugerir algunas ideas. A mí se me asignó la cuestión de la inspiración cristiana de un centro educativo, cosa que intenté llevar a cabo desde mi competencia académica y, por supuesto, sin ningún propósito de ser exhaustivo. El resultado de la conferencia, con el interesante debate que hubo a continuación, constituye el primer capítulo de este opúsculo. Se ha preferido mantener el tono del discurso y del diálogo para facilitar la evocación de esas jornadas en todos aquellos que participaron. Pido al lector que accede por primera vez al texto la indulgencia de aceptar el estilo ligero de la primera parte.

Como en las cuestiones planteadas durante el debate y en las conversaciones en pequeños grupos que entablamos al acabar la sesión, surgieron aspectos que deberían ser explicitados, me ha parecido oportuno adjuntar a la conferencia un par de textos, anteriores, que provienen de una revista de pensamiento de Barcelona (Temes d’avui) y de una publicación editada en Roma (Perspectivas de cultura cristiana). Sus contenidos podrán facilitar la comprensión de alguno de los aspectos aludidos en la conferencia. Como es obvio, nos limitaremos a considerar alguno de los muchos aspectos que se pueden tratar cuando se habla de lo que es la inspiración cristiana de la tarea educativa; pero se trata de aspectos que, en mi opinión, no se pueden desdeñar.

Hace años, la misma institución educativa pidió al pensador Carlos Cardona, ya fallecido, una serie de sesiones para el profesorado sobre la ética en la tarea educativa, y lo hizo brillantemente partiendo de algunas ideas centrales de nuestro contexto contemporáneo. Resultado de esas jornadas fue un libro titulado Ética del quehacer educativo[1]. Con el objeto de retomar aquellas sugerencias, se ha querido titular el presente volumen, quizás con excesiva audacia si se compara con el anterior, Inspiración cristiana del quehacer educativo. Si la lectura de estas páginas despertara la conciencia de la grandeza de la tarea educativa y el interés por no perder altura en el ejercicio de esa vocación de enseñar, me daría por más que satisfecho.

A todos los educadores, con la trascendencia que supone su profesión, se dedican estas líneas. Y, si se me permite, en especial, a las profesoras y profesores de religión, por su inapreciable quehacer educativo.

L. R.

[1] CARDONA, C., Ética del quehacer educativo, Rialp, Madrid 2011.