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¿Quién se hará cargo del hospital de ranas?

LORRIE MOORE

Mi infancia no tuvo narrativa; todo era apenas una combinación de aire y falta de aire: esperar que la vida empezara, que el cuerpo creciera, que la mente se volviera temeraria. No había historias ni ideas, no todavía, no realmente.

Berie y Daniel están de viaje en París. Son un matrimonio anquilosado, comparten una serie de instrucciones implícitas que intentan evitar peleas, o al menos mitigarlas. En una cena, entre bocados de seso y copas de vino, mucho vino, Berie intenta recordar, como si existiera una suerte de reflejo proustiano, su adolescencia en Horsehearts, la casa invadida por exóticas visitas, la estricta convivencia con sus padres y su querido hermano Claude, su trabajo como cajera en el parque de diversiones Storyland y, sobre todo, su amistad con la encantadora Silsby Chaussée. 

Con un sagaz sentido del humor, Lorrie Moore construye una historia conmovedora que se detiene en el momento exacto en que una niña se convierte en mujer, ese tiempo en el que todo es una posibilidad y la amistad dura para siempre.

El clima de melancolía que evoca Moore con tanta naturalidad sería insoportable si la escritura no fuera tan inspiradora. En mi opinión, hoy es la mejor escritora estadounidense de su generación.

NICK HORNBY, The Sunday Times

¿Quién se hará cargo del hospital de ranas?

LORRIE MOORE

Traducción de Inés Garland

Eterna Cadencia Editora

Para MFB

Lorrie Moore

LORRIE MOORE

Nació Glens Falls (Nueva York), Estados Unidos, en 1957. Ha publicado las colecciones de relatos Autoayuda (1985), Como la vida (1990), Pájaros de América (1998) y Gracias por la compañía (2015); y las novelas Anagramas (1986, que será reeditada por Eterna Cadencia en 2020 con traducción de Cecilia Pavón) y Al pie de la escalera (2009). Sus artículos han aparecido en The New Yorker, The Best American Short Stories y Prize Stories: The O. Henry Awards.
En 2018 publicó el libro See What Can Be Done, editado por Eterna Cadencia en 2019 con traducción de Cecilia Pavón.
Entre otros premios, Lorrie Moore ha sido galardonada con el Irish Times International Prize for Literature, el Pen/Malamud Award y el Rea Award for the Short Story.
Es miembro de la American Academy of Arts and Letters.

© Basso Cannarsa / Agence Opale / Alamy

Moore, Lorrie

¿Quién se hará cargo del hospital de ranas? - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Eterna Cadencia Editora, 2019.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga
Traducción de: Inés Garland.

ISBN 978-987-712-180-3

1. Narrativa Estadounidense. I. Garland, Inés, trad. II. Título.

CDD 813

Título original: Who Will Run the Frog Hospital?

© 1994, Lorrie Moore

© 2019, ETERNA CADENCIA S.R.L.

© 2019, Inés Garland, de la traducción

Primera edición: junio de 2019

Primera edición digital: noviembre de 2019

Publicado por ETERNA CADENCIA EDITORA

Honduras 5582 (C1414BND) Buenos Aires

editorial@eternacadencia.com

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ISBN 978-987-712-180-3

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Eterna Cadencia Editora

ETERNA CADENCIA EDITORA

Dirección editorial    Leonora Djament

Edición y coordinación    Virginia Ruano

Prensa y comunicación    Claudia Ramón

Corrección    Silvina Varela

Asistente de edición    Eleonora Centelles

Diseño de colección y de cubierta    Cali Hernández y Vero Lara

Administración    Marina Schiaffino

Comercialización    Mariano Ullua

Conversión a formato digital    Libresque

Los primeros días de julio, Isabelle empezó a aparecer en horarios distintos y se paraba al lado de la caja registradora, a mirar. Lo hacía durante cinco minutos, después se iba, volvía a su oficina.

Me estaba poniendo nerviosa. El parque estaba repleto. Las filas eran largas. Yo había dejado de sacar dinero, salvo, bueno, una vez cada tanto, cuando Sils y yo decidíamos salir a comer a algún lugar fino –el café Lafayette, al General Montcalm Inn–, donde pedíamos la pesca del día y papas con crema ácida.

Después, el segundo fin de semana del mes, algo pasó en el parque, e Isabelle pareció desaparecer brevemente a causa de sus nuevas preocupaciones: la Mina Perdida colapsó.

La Mina Perdida era una especie de montaña rusa que pasaba a través de un túnel oscuro en la parte del parque llamada Pueblo de la Frontera: maniquíes iluminados vestidos de viejos mineros gruñían sonidos robóticos mientras un pequeño tren de cinco vagones en el que viajabas pasaba a toda velocidad. Yo me había subido al juego dos veces ese verano: una vez al principio con Sils, y otra vez apenas la semana anterior, sola, en un recreo, qué tanto. Se suponía que como empleado no tenías que hacerlo, pero generalmente no había nadie mirando, y a los que manejaban el juego no les importaba. No sé realmente cuál era la gracia de la temática del juego excepto que te sumergías en la oscuridad con una narrativa que involucraba a personas que se habían perdido en esa misma oscuridad, detenidos ahí en el tiempo: si entrabas en la Mina Perdida, tú también podías convertirte en un fantasma atrapado, la peor clase de fantasma, aunque por supuesto la más común. En cierta forma me gustaba. Me hacía sentir que estaba aprovechando la poca excitación que había en el mundo.

Al atardecer del 7 de julio, uno de los vagones descarriló dentro de la mina. Desde la entrada principal, primero oí un golpe fuerte y sordo, y cinco minutos después una de las otras cajeras volvió corriendo de su recreo a contarme. “¡La Mina Perdida!”, gritó sin aliento. Me tomé el recreo ahí mismo, vacié el cajón en la pequeña caja fuerte y cerré la caja registradora, cargué la caja fuerte por el sendero Jack y Jill y llegué justo a tiempo para ver el flash de la ambulancia frente a la entrada del juego, el personal del parque limpiaba con una manguera unas manchas alargadas de sangre en el costado del tren arruinado, y el dueño –el legendario Frank Morenton mismo– estaba parado allí con su pelo blanco y sus zapatos blancos, su presencia imponente en la creciente oscuridad. Estaba tranquilamente escribiendo un cheque para alguien.

La pequeña multitud que se había juntado estaba siendo dispersada amablemente por algunos de los cowboys (los que actuaban el robo al banco cada tarde, el romance del robo y el sol, ¡cómo lo conocía!). Estaba todo bien, aseguraban, con sus piernas combadas en chaparreras, los sombreros en la nuca. Todo estaba bajo control. Uno de los cowboys era Markie Russo, el que había estado enamorado de Sils el año anterior.

Como me quedaban cinco minutos hasta el recreo, fui a la colina cubierta de pasto cerca del Corral de Tiroteo, donde había vueltas en pony para los niños. Los cajeros no debían estar tirados por cualquier parte ni deambular por sectores en los que estaban fuera de contexto, fuera de su rol, pero de vez en cuando podías salirte con la tuya. Podías dar un paseo sin rumbo por la historia equivocada; una situación que, en la vida real, pensaba yo, pasaba a cada rato. Estaba Randi, como la pequeña Bo Peep, que iba de visita constantemente al Safari por la Selva a hablar con un chico que le gustaba. Estaba Sils, que un día tuvo que escaparse del área del palacio para pedirle un cigarrillo a Alicia en el País de las Maravillas. Y estaba yo: yo conseguía llevarme la caja de dinero adonde fuera que se me diera la gana; yo conseguía pasar el rato con Sils y cambiarme en el vestuario de mujeres; pude sentir fugazmente que todo lo que importaba estaba allí, en Horsehearts, a pesar de ser alguien que se preocupaba siempre, comía demasiados caramelos y tenía boqueras.

Me puse a leer las falsas lápidas del Oeste que habían puesto inclinadas, de ese lado de la colina, para darles un aspecto decrépito. Pude dilucidar solo una de las inscripciones: Piesdeplomo Alberto. Era lento para bailar y ahora está muerto. Sobre el lago, pasados los días, empezaron a tirar fuegos artificiales; sin duda como distracción. (¡No le presten atención a la catástrofe en Pueblo de la Frontera!). Los miré explotar contra el cielo azul oscuro: una estrella, un corazón, criaturas de mar eléctricas, parpadeantes faldas campana, tarántulas granate; la explosión atrasada de cada uno como una astucia, y los fuegos sibilantes, zigzagueantes tan parecidos a la superficie de la guerra que me asustaron. Tal vez alguien había muerto realmente. Agarré la caja de dinero y caminé hacia mi caja registradora.

Al día siguiente no había ni una palabra en el periódico local de Horsehearts sobre el choque sangriento en la Mina Perdida; tampoco al otro día, aunque el rumor entre los operadores de la atracción era que un niño había perdido las piernas. “Morenton les hizo a los padres un cheque por un millón de dólares”, me susurró Randi durante el almuerzo, y yo empecé a entender –otra vez, como si fuera la primera– el poder limpiador del dinero. Casi una semana más tarde, la Mina Perdida estaba funcionando otra vez, y el accidente era solo un rumor persistente, hacia fin de mes ya no era tan persistente, después se convirtió en una historia, como si hubiera pasado hacía mucho tiempo.

En mi día libre, a la tarde, fui a la casa de Sils, el lugar latía con los sonidos de la banda de los hermanos en el sótano, los tambores y las guitarras eléctricas hacían vibrar las ventanas y las puertas mosquitero. Recién llegado de Canadá, su hermano Kevin, alto y con pelo hirsuto color ocre, subió del sótano para mirar el reloj de la cocina y tomar una pastilla. (“Cronometra sus drogas –había dicho Sils–. A lo mejor está bien eso”). Me vio detrás de la puerta mosquitero y se acercó. Tenía puestos unos anteojos de alambre redondos, espejados, y un chaleco estampado sin camisa. Tenía barriga, y la piel blanca, anfibia, extraña, con remolinos de pelo.

–¿Está Sils? –pregunté a través del mosquitero.

–¿La pequeña Sils? –repitió, burlón, livianamente, como si tanto ella como yo fuéramos pequeños mamíferos graciosos–. Claro –dijo y, sin abrir la puerta, simplemente se dio vuelta y gritó–: ¡Sils! ¡Tu amiga te busca en la puerta! –y bajó otra vez al sótano, de donde subió el gemido regular de un solo de guitarra eléctrica, después el ritmo grave del bajo eléctrico, haciendo vibrar las ventanas, el marco y la guillotina, tensionando el vidrio. Era bueno que los Chaussée fueran vecinos de un cementerio.

Sils bajó por las amplias escaleras grises de su casa.

–¡Hola! –dijo, y de repente me dio un abrazo–. ¿Estás con hambre? Yo estoy famélica –dijo.

–Sí –dije, decidida siempre a colaborar. Fuimos a la cocina y la revisamos. Su madre no había ido de compras en semanas y no había nada con que hacerse una ensalada o un sándwich, así que hicimos lo que hacíamos casi siempre: nos conformamos con papas crudas, aceite, y sal: las papas cortadas en cuartos y peladas, una comida de ingeniosa sororidad. Les echamos sal y les untamos difíciles pedazos de margarina por los bordes. Era, en realidad, un tentempié que yo amaba: la grasa fría y brillante de la Parkay, el frío manzanoso de la papa; los dientes hincándose con suavidad y después el mordisco ruidoso. El crujido húmedo me reconfortaba, los granos de sal frotándose contra mis encías. Comíamos muchas veces papas crudas en casa de Sils, tanto arriba, en su cuarto, como en la barra de aluminio baqueteada de la cocina.

Esta vez las llevamos arriba. Nos sentamos en la alfombra, alrededor de un plato repleto de papas, y nos sentimos sarcásticamente aburridas de nuestra autosuficiencia. Era una tarde de sol y la luz ya estaba inclinada, se derramaba a través de la celosía formando diamantes en la pared.

–Diamantes –dije–. No es mi mejor palo.

–Corazones. Me gustan los corazones. –Parecía un poco cansada.

–¿Cómo te sientes? –pregunté.

Sils encendió un cigarrillo.

–No tan mal. Tuve calambres, pero ya pasaron.

–Qué bueno. ¿Te puedo robar un cigarrillo?

Sils me alcanzó un cigarrillo. Una mirada de angustia le pasó por la cara.

–Nunca vas a adivinar lo que encontré.

–¿Qué? –Me llené los pulmones de humo, pero lo sentía mejor, más tranquilizador alrededor de la lengua y los dientes.

Sils tragó un poco y gimió.

–Un pedazo de piel rojiza en mi ropa interior –dijo.

La cara de chica confundida y golpeada que acompañó la frase, su mirada de pánico que buscaba resolver algo con mi mirada, me hicieron gemir a mí también y mirar para otro lado.

–Ay, dios –dije. Y después, sin saber qué más decir, dije–: ¿Cuándo?

–Esta mañana –dijo. Soltó el humo por la nariz, después apagó el cigarrillo en el cenicero, agarró un pedazo de papa cruda y lo mordió.

–Bueno, por lo menos ya pasó –dije. Joni Mitchell plañía “Little Green” en el tocadiscos. Sils escuchaba esa canción todo el tiempo en esos días, como una banda de sonido de la tristeza. Las subidas y bajadas de soprano y las ooos de la canción siempre nos hacían cantar, cuando yo estaba allí. “Pequeño verde, sé un bailarín gitano”. Veinte años más tarde en un cóctel, miraría una habitación llena de mujeres, en donde una por una y en grupos empezaron a cantar esa canción cuando apareció por los parlantes. Dejaron sus conversaciones, le tocaban el brazo a alguien, se dieron vuelta para mirar los parlantes en el rincón y cantaron en un despliegue de recuerdos y sorpresa. Todas las mujeres sabían la letra, cada una de ellas; esto sorprendió mucho a los hombres.

–¿En qué estábamos? –dijeron todos cuando se terminó la canción.

–Realmente no te gusta Mike, ¿no? –preguntó Sils ahora.

Me sentí atrapada.

–No sé –dije.

–Vamos –dijo–. Puedes decirme.

–Es que… no sé. No tiene… textura.

–Tiene textura –dijo Sils–. Solo que tienes que sacársela a los golpes. –Encendió otro cigarrillo–. Cosa que, me doy cuenta, no tendrías que hacer con la textura.

–No –dije–. No realmente.

El hermano mayor de Sils, Skip, el baterista de la banda, frenó en la entrada, ruidoso y elegante a su manera. Recién llegado de Canadá, también, entraba y salía de la banda; tomaba pastillas en la cocina, mirando el reloj, tragando pastillas blancas y rojas con cerveza. Estaba con su novia Diana. Cuando las novias estaban allí, ellas y los hermanos de Sils se adueñaban de la casa, se acostaban juntos en los sillones del living, se besaban, se restregaban unos con otros y dormían siestas.

–Salgamos de aquí –dijo Sils, cuando escuchó a Skip en el piso de abajo. Estaba trabajando en el turno de noche y le quedaba una hora antes de irse. Mike la iba a pasar a buscar–. Vayamos a caminar.

Así que nos fuimos a caminar. Salimos de la casa y caminamos alrededor del parque, buscando puntas de flecha y hongos hasta que llegó la hora.

 

 

El día siguiente en Storyland fue lento –una llovizna tibia mantuvo alejado al público– y a eso de las cinco Mike Suprenante llegó en su Harley. Se sacó el casco y deslizó su motocicleta hasta mi caja registradora.

–¿Quiere usted un ticket, monsieur? –traté de ser graciosa, amigable, pero soné llena de odio, hasta a mí me sonó mal.

–Quiero verte a solas para hablar de Sils.

Lo miré, tratando de no demostrar nada. Me sentí secretamente halagada. Él había reconocido con su pedido que yo era la guardiana, la confidente, más cercana a ella que él.

–¿Cuándo podemos hablar? –preguntó con severidad.

Me sentí poderosa.

–No sé. Esta noche, tal vez.

Herb, el gerente, se acercó y se paró detrás de la puerta de los que cortaban la entrada.

–Saca esa cosa de aquí –dijo enojado, en dirección a la motocicleta.

Mike retrocedió, despacio.

–Va a ser mejor que te muevas más rápido –dijo Herb–. No puede haber vehículos en la entrada al parque.

Mike me miró.

–A las diez. Aquí al frente –dijo en voz bien alta–. Ça va?

–Seh –dije, con una voz dura y vulgar.

Mike se deslizó hacia atrás, después dio la vuelta, arrancó la moto y se fue. Herb se acercó y se quedó ahí parado, con el ceño fruncido. Yo no me moví, no dije nada, me pasaba de una pierna a la otra.

–¿Qué? –dije finalmente, con descaro.

–No más amiguitos –es lo único que dijo–. No más. –Y después sonrió con falsedad, una mueca llena de dientes, y se alejó pomposamente.

 

 

–¿Quieres tomar un trago? –me preguntó Mike a la hora de cierre frente a la entrada principal de Storyland. Había dejado de llover y el cielo nocturno estaba despejado. Había un bar que se llamaba Fort Ress sobre la calle un poco más lejos, el dueño se llamaba Dickie Ress, y a Mike le gustaba ir allí. O estaba el Sans Souci.

–Bueno –dije.

–¿Quieres ir a Ress?

–OK.

–¿Te subes?

–No. Voy caminando. –Era una caminata de cinco minutos más allá de la playa pública hasta el Ress.

–Como quieras –dijo Mike. Sonrió–. Voy a conseguirnos una buena mesa afuera en el patio. La que menos caca de pájaro tenga. –Sonrió otra vez.

Entorné los ojos.

–Promesas, promesas –dije. No importaba cuál fuera la situación, el tono sarcástico era la mejor respuesta de una chica de Horsehearts.

Mike guiñó un ojo y se alejó estruendosamente. “El gen vroom-vroom –dijo Sils el día que el caño de escape de la Harley de Mike le hizo una cicatriz en la pierna–. Todos los varones nacen con él. Vroom-vroom”.

Caminé con desgano por la calle. Eran más de las diez de la noche, y el cielo todavía estaba azulado y las ranas cantaban en el parque. Coro de ranas. Las ranas cantan sin motivo y nosotros también, decía un verso de un poema que había aprendido en el colegio, y yo me imaginaba estas ranas ahora dispersas por el bosque, sus ojitos como esquirlas de esmeralda, mientras su cántico-silbido –parte llamado, parte canción de cuna llena de anhelo– sonaba en la noche. Whoops, wope, who-wopes. Me sentí acompañada, protegida, por el latido palpitante mientras subía por la playa hacia las luces del Minigolf Marvy, donde, una vez que llegué, ya no podía oír el canto, solo el ruido del bar y los golfistas con sus sombreros de ala ancha.

Las ranas. Años más tarde, leería en los periódicos que las ranas estaban desapareciendo del planeta, que hasta en el más prístino de los lugares, los científicos las buscaban y no las encontraban. Era una advertencia, decía el artículo. Una plaga de ausencia de ranas. Y pensé en esas caminatas por la calle junto a la playa que había hecho tantas veces en el zumbido sexual de las noches de verano, en cómo me sentía requerida y preciosa y deseada, tan posible, aunque no fuera cierto. Era mérito de las ranas. Después parecía verdad, que ya casi no escuchaba ranas. Muy de vez en cuando un grillo quedaba atrapado en el porche, pero eso era todo. Era diferente. Podíamos encontrarlo y barrerlo con la escoba.

En el Ress, me senté afuera en el patio con Mike. Él ya había comprado cervezas y las había traído a la mesa en unos vasos encerados. Más dos shots de whisky para él.

–Ya lo sé –dijo. Se tomó de un trago uno de los whiskies.

–¿Ya sabes qué?

–Sils me contó. Lo del bebé. –Con la palabra “bebé” se echó hacia atrás y tomó el segundo shot. Era muy dramático.

–¿Qué bebé?

–El bebé con el que fueron a Vermont. Sils me contó. Me contó que estuvo embarazada. Me contó todo.

–No hubo ningún bebé –dije finalmente.

El whisky estaba haciendo efecto. Mike se inclinó hacia adelante, encorvado sobre los vasos vacíos, llorón y borracho, desenrollando el borde ceroso de su vaso de cerveza con sus dedos gordos.

–Yo lo habría cuidado. Yo lo habría criado. –Empezó a lloriquear. Yo tenía solo quince años, y él diecinueve. Pero me parecía empalagoso y ridículo. ¿Para qué se lo había contado Sils? Yo había imaginado que el asunto era justamente no contarle.

–Supéralo –dije–. Sigue adelante con tus cosas. –Consíguete una vida, podría haberle dicho, pero todavía no existía la expresión. En lugar de eso repetí las palabras de mi maestra de sexto grado cuando descubrió mi lápiz de labios–: Eres demasiado joven –dije, en un tono bajo, lento, como un cántico.

–¡Ja! –gritó. Pero su llanto amainó un poco, y empezó a sonreír de una manera torpe y trató de seducirme. Me revolvió el pelo con una de sus manotas como una pata–. Tienes mucho talento –dijo–. Además, ¿sabes qué? Le gustas a mi amigo Arnie. ¿Qué te parece?

Yo ni me acordaba de quién era Arnie.

–Me tengo que ir yendo –dije, terminándome la cerveza. No me quería acordar de quién era Arnie. No quería encontrarme con Arnie, ni hablar con él, ni pasar por la situación en la que él trataría de tocarme. No quería que nadie me tocara. No había nada que tocar.

–Eres una buena amiga –dijo él–. La mejor amiga de Sils. Así que, de alguna manera, te considero mi amiga también.

Me dio rechazo.

–¿Puedo llevarte a tu casa? –Se le pegoteaban las palabras y su sonrisa ahora le vivoreaba por la cara de una manera enloquecida que probablemente alguien en algún lugar le había dicho que era seductora.

Había dieciséis kilómetros hasta Horsehearts.

–Voy a llamar un taxi –dije.

–Ah, el hombre del taxi –canturreó Mike alegremente, para hacerme saber que sabía–. ¿Con tus billetes? –Sostuvo su mano en el aire y frotó su pulgar contra el índice. Dios mío, ¿Sils le había contado todo?

–Claro, claro.

Entré al Ress y usé el teléfono.

–Oh, tú otra vez –dijo Humphrey–. ¿Cómo estás?

–Estoy en el lago, en la esquina de Beach y Quaker, así estoy.

–¿Necesitas un viaje?

–Sip.

–Ya voy.

–Gracias –dije.

Revisé mi billetera. Estaba baja de fondos. Tal vez tuviera que hacer un poco de dinero en el trabajo al día siguiente. Solo una vez más y nunca más. Después dejaría de hacerlo para siempre.

Volví a la mesa y me senté frente a Mike, a esperar. El Ress había colgado luces como guindillas a través del patio, pero no había nadie más sentado afuera en la noche oscura, y la exuberancia forzada de las luces parecía burlona y deprimente. Steppenwolf sonaba a todo volumen desde la rocola de adentro.

–¿Vas a quedarte aquí o a entrar otra vez o qué?

–Oh. ¿Te preocupa o qué? –preguntó.

No dije nada.

–Arnie probablemente va a venir más tarde –dijo provocativo.

–¿Dónde está Sils esta noche? –pregunté.

–¡Ja! Te tomó solo una hora preguntar. Debo de estar teniendo éxito. ¿Te das cuenta de que nunca pude intercambiar dos palabras seguidas contigo sin que miraras alrededor y dijeras “¿Dónde está Sils?”.

Miré a través de Mike ahora, hacia Beach Road. Me quedé mirando fijo la noche, en silencio, hasta que vi a Humphrey pasar lentamente en su taxi, buscándome.

–Tengo que irme –dije. Saludé. Le palmeé la mano, le apreté el hombro. Nadie se besaba en las mejillas en esa época; hubiera sido una broma.

–Sí, vete –dijo Mike, alguna acusación nueva en la voz–. Sí, vete en tu pequeño Taxi Asesino.

–Oh, dios –dije, me di media vuelta y me fui, troté hasta la intersección, agitando una mano para que me viera Humphrey que ahora estaba dando la vuelta para ir hasta el estacionamiento del Ress.

–¿Dónde está tu amiga? –preguntó cuando me subí.

–Esta noche soy solo yo –dije. Por fin tenía a un hombre llevándome a , aunque claro que tenía que pagarle.

 

 

A la mañana siguiente hacía treinta grados a las siete de la mañana. Estábamos en una ola de calor; todos los ventiladores que tenían mis padres estaban encendidos y moviendo el aire caliente por la casa. A las siete y media sonó el teléfono y fui a los tropezones a atenderlo.

–¿Qué le dijiste a Mike anoche? –Era Sils. Su voz era fría, pero con un borde de histeria.

–No sé. No creo haberle dicho nada. ¿Qué te dijo él? ¿Qué le dijiste a él?

–Arnie acaba de llamar. Dice que anoche tú y Mike se juntaron para tomar unos tragos y que después él siguió tomando y a los gritos. Se fue borracho y tuvo un accidente en la moto. –Sils se puso a llorar sutilmente, en estado de shock–. Está en terapia intensiva con tubos y todo. Puede morirse.

Mike: qué imbécil. “Dios mío”, dije en vez. Los accidentes de auto y de moto de los chicos locales eran la esencia de las noticias y los dramas de la comunidad. Sin embargo yo no había conocido a nadie que se hubiera muerto, no realmente, no de cerca. Mi abuelo se había muerto cuando yo tenía tres años, pero no lo recordaba.

–¿Está consciente? –es lo único que se me ocurrió decir.

–No. –Sils se dio cuenta de algo y empezó a llorar y a gemir con insistencia–. Tengo que verlo.

Era una caminata de seis kilómetros hasta el hospital del condado.

–Voy a llamar a Humphrey –dije–. Le voy a pedir que nos busque al costado del lago del parque en ¿cuánto?, ¿a las nueve? Así no tienes que caminar con este calor. No vas a estar toda transpirada y asquerosa cuando veas a Mike. –No sé por qué dije esa última parte, simplemente la dije.

–Berie, él está inconsciente –dijo ella, con severidad.

–Ya eso –dije. Nada de lo que decían los demás esa mañana tenía sentido para mí.

Así empezó un período de dos semanas en el que, día por medio, ya fuera antes o después de Storyland, y en todos nuestros días libres, bajo un sol abrasador, tomábamos el taxi de Humphrey hasta el hospital del condado, nos quedábamos por una hora, después llamábamos a Humphrey otra vez y hacíamos que nos buscara. Esto liberó en parte a mi madre (“Me llevan Sils y su hermano”, gritaba yo desde la puerta delantera), pero se necesitó dinero. Así que me las arreglé para sacarle un poco extra a mi caja registradora.

Después de dos días, Mike había recuperado la conciencia, “o su versión de recuperar la conciencia”, le dije a Sils, y del alivio ella se rió; para la segunda semana él le estaba echando miraditas, diciéndole cosas como “Ven a la camita”, para que se abrazara a él entre los tubos.

Yo me monté a una silla de ruedas y para divertirme rodé de aquí para allá por los pasillos. Mike y Sils se pusieron de acuerdo, un acuerdo nuevo elaborado en una cama de hospital, entre las sábanas y la televisión y la mala luz fluorescente, que el accidente había sido a causa de una combinación entre el aborto de ella y un camión.

Yo no dije ni una palabra. Pasaba zumbando de un lado a otro por los pasillos, saludando a todo el mundo. Sonreía de manera alegre pero autorizada. Una vez retrocedí accidentalmente dentro de un ascensor y bajé al lobby. Una vez allí, decidí ver cuán lejos podía llegar. Me empujé a través de las puertas giratorias. Salí a la calle.

Nadie me detuvo. Me hice rodar hasta mitad de camino al centro, pasando los jardines, pasando las casas de huéspedes y el Grand Union y el colegio secundario. Hasta intenté hacer una pirueta en una vereda, que me desparramó en el suelo y me raspó la rodilla, pero aun así nadie me estaba mirando. Finalmente, di la vuelta y empujé la cosa de regreso. Paré en el Grand Union y me tomé una coca.

 

 

–Tu padre está preocupado por ti –me dijo mi madre una noche, en camisón, supervisándome de una manera amenazadora.

–¿Papá? –yo estaba cortándome las uñas, disparando medialunas amarillentas y duras a través del cuarto con cada corte.

–¿Podrías dejar de hacer eso mientras te hablo? ¿No tienes respeto por nada? –Dio un paso dentro de la habitación desde el vano de la puerta y me dio un cachetazo en el muslo.

–¿Qué? –levanté la vista. Su pelo antes teñido de rubio ahora era una mezcla atigrada de blanco y negro; le estaba creciendo un bigote. Sus ojos color avellana flamearon de odio.