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Historias tardías

STEPHEN DIXON

Cuando termino de leer sus libros me siento muy consciente de que la vida acabará, de que el proceso del final está ocurriendo en este mismo momento, lo que a un nivel más elevado me hace sentir más tranquilo, más emocional, menos desesperado y menos ansioso.

Tao Lin

Philip Seidel, un reconocido escritor, es el protagonista de estos treinta y un relatos tan intrínsecamente conectados que bien podrían leerse como una novela. Su mujer, con quien compartió treinta años de vida, ha fallecido.

La muerte, la vejez, el deseo de conservar la lucidez, la posibilidad de volver a enamorarse después de un duelo son solo algunos de los tópicos que Stephen Dixon, uno de los escritores más talentosos de la literatura estadounidense de los últimos años, profundiza en Historias tardías, y lo hace con una vitalidad sorprendente, lejos de cualquier tinte melancólico o nostálgico. En un ambiente donde por momentos la falta de memoria, la confusión y la soledad parecieran tomar el control, Dixon encuentra un terreno fértil para explorar los límites de la escritura y, al mismo tiempo, desarticular sus obsesiones más profundas.

Historias tardías

STEPHEN DIXON

Traducción de Ariel Dilon

Eterna Cadencia Editora

ESPOSA EN REVERSA

Su esposa muere, los labios ligeramente separados, un ojo abierto. Él golpea la puerta del dormitorio de su hija menor y le dice: “Sería mejor que vinieras. Parece que mamá está por fallecer”. Su esposa entra en coma tres días después de haber vuelto a casa y sigue así durante once días. Hacen una pequeña fiesta al segundo día de su regreso: salmón de Nueva Escocia, chocolates, un risotto que prepara él, queso brie, frutillas, champagne. Un vehículo de traslado médico trae a su esposa a casa. Ella le dice: “Llévame a dar una vuelta por el jardín antes de que me meta en la cama por última vez”. Su esposa no acepta la sonda de alimentación que los médicos quieren ponerle e insiste en que desea morir en casa. Dice: “Ya no quiero más asistencia vital, ni remedios, ni suero, ni comida”. Él llama al 911 por cuarta vez en dos años, le dice al operador: “Mi esposa; estoy seguro de que es otra vez neumonía”. A su esposa le colocan un tubo traqueal. “¿Cuándo me lo sacarán?”, dice ella, y el doctor responde: “¿Para ser honesto? Nunca”. “Su esposa tiene un caso muy grave de neumonía”, les dice a él y a sus hijas, la primera vez, el médico de cuidados intensivos, “y entre uno y dos por ciento de probabilidades de sobrevivir”. Ahora su esposa usa una silla de ruedas. Ahora su esposa usa un carrito a motor. Ahora su esposa usa un andador con rueditas. Ahora su esposa usa un andador. Su esposa tiene que usar bastón. A su esposa le diagnostican esclerosis múltiple. Su esposa tiene problemas para caminar. Su esposa da a luz a su segunda hija. “Esta vez no lloraste”, le dice, y él contesta: “Estoy igual de feliz”. Su esposa le dice: “Me parece que algo no anda bien con mis ojos”. Su esposa da a luz a su hija. El obstetra dice: “Nunca vi a un padre llorar en la sala de partos”. El rabino los declara marido y mujer, y justo antes de besarla, él se pone a llorar. “Casémonos”, le dice, y ella dice: “Por mí está bien”, y él dice: “¿De veras?”, y se pone a llorar. “Qué reacción”, dice ella, y él: “Estoy tan feliz, tan feliz”, y ella lo abraza y le dice: “Yo también”. Ella lo llama: “¿Cómo estás? ¿Quieres que nos encontremos y hablemos un poco?”. Lo alcanza hasta la entrada de su edificio y le dice: “Esto sencillamente no está funcionando”. En su primera cita verdadera van a un restaurante y él le dice: “Si me pongo tan quisquilloso sobre qué comer es porque soy vegetariano, cosa que estaba un poco reacio a decirte, tan pronto”, y ella dice: “¿Por qué? No es nada tan peculiar. Solo significa que no vamos a compartir la entrada, excepto las verduras”. En una fiesta, conoce a una mujer. Conversan durante largo rato. Ella tiene que dejar la fiesta para asistir a un concierto. Él le pide su número de teléfono. Le dice: “Te llamaré”, y ella: “Eso me agradaría”. Se despiden en la puerta y él le estrecha la mano. Después de que ella se ha ido, piensa: “Esa mujer va a ser mi esposa”.

 

 

 

 

STEPHEN DIXON

Nació en 1936 en Nueva York. Es autor de más de una veintena de libros de ficción, entre ellos, las novelas Frog (1991) e Interestatal (1995, traducida por primera vez al español por Eterna Cadencia en 2016), ambas finalistas del National Book Award, y el libro de relatos Historias tardías (2018, Eterna Cadencia). Trabajó como periodista en Washington D.C. pero a los veintiséis años dejó el periodismo para dedicarse a trabajos que le permitieran concentrarse en la escritura de ficción. Desde entonces, sus relatos han ganado la mayoría de los premios literarios más importantes, incluyendo el O. Henry Award y el Pushcart Prize. Asimismo, ha sido acreedor de los honores de la Fundación Guggenheim, la Fundación Nacional para las Artes y la Academia Americana de las Artes y las Letras. Hasta el 2007 dictó clases de escritura en la Johns Hopkins University. Parte de sus cuentos fueron publicados por primera vez al español por Eterna Cadencia en los volúmenes Calles y otros relatos (2014) y Ventanas y otros relatos (2015).

Dixon, Stephen

Historias tardías / Stephen Dixon. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Eterna Cadencia Editora, 2019.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga

Traducción de: Ariel Dilon.

ISBN 978-987-712-182-7

1. Novela. 2. Literatura Estadounidense. 3. Narrativa Estadounidense. I. Dilon, Ariel, trad. II. Título.

CDD 813

Título original: Late Stories

© 2018, ETERNA CADENCIA S.R.L.

© 2018, Ariel Dilon, de la traducción

Primera edición: octubre de 2018

Primera edición digital: noviembre de 2019

Publicado por ETERNA CADENCIA EDITORA

Honduras 5582 (C1414BND) Buenos Aires

editorial@eternacadencia.com

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ISBN 978-987-712-182-7

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Eterna Cadencia Editora

ETERNA CADENCIA EDITORA

Dirección editorial    Leonora Djament

Edición y coordinación    Virginia Ruano

Prensa y comunicación    Tamara Grosso

Corrección    Silvina Varela

Asistente de edición    Eleonora Centelles

Diseño de colección y de cubierta    Cali Hernández y Vero Lara

Administración    Marina Schiaffino

Comercialización    Mariano Ullua

Conversión a formato digital    Libresque

OTRA HISTORIA TRISTE

Recibe una llamada. Es un sheriff de condado, en California. Tiene una muy mala noticia que darle. Su hija ha tenido un grave accidente de auto. Fue en una estrecha ruta de dos carriles, bordeando el océano. Aparentemente hizo una maniobra exagerada para evitar chocar contra otro auto que venía en sentido contrario, y desbarrancó. “Sí, sí, ¿está viva?”. “No sé cómo decirlo. Nunca he tenido que decirle esto a un padre. Murió en la ambulancia que la llevaba al hospital”. Cuelga el teléfono. ¿Qué hacer? Tiene que llamar a su otra hija. Debería decírselo a su esposa antes. Pero su esposa está muerta, ¿en qué está pensando? Sus hermanas. Una de ellas, que luego podría decírselo a la otra. No hará nada. Va a acostarse en su cama y dormir. Primero debería cubrir con su funda la máquina de escribir. No, no hace ni siquiera eso. Quita el cubrecama, se acuesta y cierra los ojos. Suena el teléfono, se levanta a contestar. Probablemente sea su hija mayor, diciendo que volvió sin problemas de Los Ángeles y algo sobre la entrevista que tenía en Berkeley. Es el sheriff. “Ha colgado antes de que pudiera terminar. Quería decirle cómo dar conmigo, dónde estamos, en qué hospital se encuentra su hija y algunos detalles que usted o la persona que usted designe para que lo represente debe saber, y hacer”. “Tomaré un avión. No he subido a un avión en casi quince años. Entiendo que hoy volar es muy diferente. Los preparativos en el aeropuerto, las largas esperas y todo eso. Voy a buscar un lápiz. Una lapicera, quiero decir. Siempre llevo una encima. Soy escritor. ¿Qué es un escritor sin lapicera? Pero por alguna razón no tengo ninguna en los bolsillos de mi pantalón, y no hay ninguna encima de mi cómoda. Es ahí donde estoy. En mi dormitorio. Estaba trabajando aquí, cuando usted llamó, porque también lo uso como estudio. Suelo dejar una lapicera sobre la cómoda para los mensajes, y para garabatear mientras hablo por teléfono. ¿Dónde está? ¿A qué aeropuerto debo volar? Lo recordaré”. “Señor, mejor escríbalo”. Encuentra una lapicera en su mesa de trabajo y escribe en un papel, apoyado sobre la cómoda, el nombre y el número de teléfono del sheriff y los nombres del hospital, el aeropuerto y la ciudad. El papel es un señalador que vino con el último libro que compró en la única librería en la que compra sus libros. Siempre ponen uno dentro del libro que uno ha comprado. “Creo que ahora tengo todo lo que necesito”, y cuelga el teléfono. Se acuesta en su cama. Debería llamar a su hija menor, en Chicago. ¿Qué hizo con el señalador? En fin, si se perdió, se perdió. Pero no puede haberse ido muy lejos. Debería llamar a una de sus hermanas. Pero qué harán esas dos, sino gritar y llorar y decir que esto es lo peor que podría haber sucedido. Ojalá pudiese hablar con su esposa. No sabe cómo manejar esto solo, al menos por ahora. Tal vez si cerrara los ojos y durmiera un poco. Cierra los ojos. Tiene que llamar a su hija menor. Ellas eran muy unidas. Pero entonces tendrá que lidiar con su histeria. Tal vez podría mandar a una de sus hermanas a decírselo, pero su hija tan solo querría escucharlo de boca de él. Se levanta y va hasta la habitación de su hija mayor. ¿Cuándo fue la última vez que ella durmió aquí? Un par de semanas atrás. Vino brevemente de visita. Tenía un pasaje gratis de ida y vuelta gracias a todos los vuelos que había hecho en los últimos años. Cuando la dejó en el aeropuerto, ella dijo que la había pasado fantástico. Cuando la llamó a Los Ángeles, al día siguiente, volvió a decirle que la había pasado fantástico. Él le tenía la cena preparada, el día que llegó. Ella dijo que no había probado una comida mejor desde la última vez que estuvo aquí. Él dijo que había empezado a prepararla una semana antes y que la había descongelado el día anterior. La ensalada, dijo, la había hecho hoy. El tercer y último día salieron a cenar a un restaurante japonés. ¿Qué habían preparado de cenar la segunda noche? Ella le regaló un dibujo que hizo en California. Había trabajado en él durante varias semanas. “Deberíamos mandarlo a enmarcar”, dijo él. Al día siguiente de su llegada fueron a una casa de marcos de cuadros. “Elige el que te guste”, dijo ella. “No, tú sabes más de estas cosas. Pide lo que quieras, no me importa el precio”. Dejó una seña por el marco. Aún no lo llamaron para decirle que el marco está listo. ¿Qué va a hacer cuando lo llamen? Dirá: “No puedo hablar ahora. Lo llamaré dentro de un par de semanas”. Después de salir de la casa de marcos fueron a almorzar. Ese día, más tarde, él iba a ir a la YMCA a hacer ejercicio y a nadar, y le dijo si quería ir con él. Ella le preguntó si la dejaría de camino, en caso de que encontrara una clase de yoga en la ciudad. En la computadora del estudio de su esposa encontró una clase de yoga. Él la dejó de camino y después la pasó a buscar, al volver de la YMCA. Esa noche pidieron comida persa, una de las favoritas de su esposa y de sus hijas. Se sienta allí, en la cama. Ella entra en la habitación. “¿En qué estás pensando, papi?”. “Nada”, dice él, “solo pensaba”. “Tiene que ser en algo”. “En tu mamá. Ha estado todo tan solitario sin ella. Pero no quiero ponerte triste contándote lo triste que estoy yo. Ya van dos años y apenas si logro adaptarme. Todas las decisiones que tengo que tomar solo, ahora. Ella era tan buena dándome consejos, ayudándome a decidir y a planear lo que debíamos hacer. También estoy triste porque te vas”. “Me gustaría quedarme más tiempo, pero tengo que volver a dar clases”. “Deberíamos haberlo previsto mejor. Planear que vinieras durante tus vacaciones de primavera. Eso es lo que mami habría sugerido, porque ¿cuál era el apuro? Pero estoy contento, aun del poquito tiempo que estuviste. Fue divertido. Un lindo cambio, para mí”. Ella se sienta sobre la cama y le sostiene la mano. “Voy a tratar de venir también para las vacaciones de primavera”. “Sí, hazlo. Yo pagaré el viaje, y no me importa lo que cueste. Debería llamar a tu hermana, ahora. No quiero, pero es algo que debo hacer. Y tengo que llamar a una compañía aérea. ¿Qué compañía tiene vuelos a Santa Bárbara, o a la ciudad más cercana? No sé cómo averiguarlo”. “Llama a cualquier compañía aérea en la guía telefónica. Ellos te dirán”. “Bien pensado. ¿Podrías hacerlo tú por mí? Luego llamaré a tu hermana. Y a tus tías, o a una de ellas, que puede llamar a la otra”. “Ahora soy yo la que no está pensando”, dice ella: “Puedo encontrar toda la información que necesitas en la computadora”. Ella sale de la habitación. Él va a su dormitorio y se acuesta en la cama. Pliega las manos sobre su pecho y cierra los ojos. Debo parecer un cadáver, piensa. Solo me falta tener puesto un traje con todos los botones abrochados, una camisa de vestir y una corbata. Suena el teléfono. Lo va a dejar que suene. Pero tal vez sea su hija mayor. Se levanta, agarra de encima de la cómoda el auricular del teléfono y dice hola. “Encontré la compañía aérea que deberías tomar”, dice ella en el auricular. “Dime cuál es”, dice él, “lo escribiré, pero ¿qué voy a hacer con el gato? Tendré que conseguir a alguien para que se ocupe de él”. “Llama a alguno de tus amigos, o a los amigos de mami. Cualquiera de ellos lo haría por ti”. “Eso significaría tener que hablar con alguien, aparte de tu hermana y de alguna de mis hermanas, y de ti. No podría. Ahora mismo soy incapaz de hacerlo. Realmente no veo cómo puedo ir a California”. “Tienes que hacerlo. Yo voy a estar ahí. Nos divertiremos tanto. Te mostraré mis lugares favoritos. Iremos a museos. Y aquí hay tantas buenas galerías y restaurantes”. “De acuerdo, voy a ir”. Se recuesta en la cama y vuelve a abrazarse el pecho con las manos. Ve que tiene puesto un traje, una camisa de vestir y una corbata. El traje es el mismo con el que se casó, en el departamento de ella, veintinueve años atrás. Su esposa insistió en que lo comprara para la boda. Él iba a ponerse una vieja chaqueta deportiva y un pantalón recién planchado. El traje tiene algunos agujeros de polilla, pero todavía le queda bien. “Soy un cadáver”, dice. “No puedo moverme”.

LOS MUERTOS

Murió Bartók. Murió Britten. Murió Webern. Murió Berg. Murió Górecki. Murió Copland. Murió Messiaen. Murió Bernhard. Murió Beckett. Murió Joyce. Murió Nabokov. Murió Mann. Murió De Ghelderode. Murió Berryman. Murió Lowell. Murió Williams. Murió Roethke. ¿Quién del resto de los grandes no ha muerto? En el siglo pasado. A comienzos de este siglo. Murió Bacon. Murió De Kooning. Murió Rothko. Murió Ensor. Murió Picasso. Murió Braque. Murió Apollinaire. Acaso todos los grandes se hayan muerto. Mi hermano menor se va a morir. Mis otros dos hermanos han muerto. Robert. Merrill. Mis dos hermanas menores se van a morir. Murió Madeline. Mis padres murieron. Murió mi esposa. Murieron sus padres. Sus parientes en Europa llevan muertos largo tiempo. Mis dos mejores amigos murieron. Estoy acostado en una cama de hospital. No puedo levantarme. No puedo darme vuelta. Estoy clavado a esta cama por cables y tubos. No puedo hacer nada por estar menos incómodo, me siento tan desamparado y tan dolorido que casi quiero estar muerto. Llamo a la enfermera. Normalmente responde alguien. Esta vez no responde nadie. Espero. No quiero contrariar a nadie. Vuelvo a llamar. ¿Qué voy a decir: “Háganme morir”? “¿Sí?”. “Analgésico, por favor”. “Le diré a su enfermera”. “Lo necesito mucho”. “Le diré a su enfermera”. Viene la enfermera. “¿Nivel de dolor, en una escala de uno a diez?”. “Nueve”. Quiero decir “Diez”, pero tiene que existir un dolor peor que el mío. Me da la medicación a través de la vía intravenosa. Me quedo dormido. Cuando me despierto empiezo a alucinar. Demasiada medicación para el dolor, dijeron. ¿Qué puedo hacer? Es la única manera de parar el dolor y dormir. La habitación se ha transformado en un calabozo. Barrotes en mis ventanas y mi puerta. Luego es una celda de manicomio. No hay barrotes; solo vidrios extra-gruesos. Hay gente que pasa. Oigo unas voces muy bajas. “Esto”, dicen, y “Aquello”. Tengo que salir de aquí. Grito pidiendo ayuda. La gente no deja de pasar en ambas direcciones delante de mi habitación pero nadie parece oírme ni se da vuelta hacia mi puerta de vidrio. Todos llevan puesta ropa blanca de doctor. Ambos de hospital. Guardapolvos. O como se llamen, pero muy blancos y limpios. Batas de laboratorio, tal vez. Abrazan pizarras contra sus pechos. “Esto”, dicen. “Aquello.” Luego algún que otro murmullo y se han ido. “Ayuda”, grito. “Necesito ayuda. Voy a defecar en mi cama”. Siguen pasando. “De acuerdo”, digo, “voy a cagar en mi cama”. Idiota, pienso; la enfermera. Llamo para que venga. A duras penas puedo manejar la cajita. El aparato solicitador. Comoquiera que lo llamen. La cosa que enciende y apaga el televisor y sube y baja los dos extremos de la cama. Ya no sé cómo se llama ninguna cosa. Ni siquiera aquello que me trajo aquí. Interrupción intestinal. Obstrucción. Aun si encontrara el término correcto, dos operaciones después de haber llegado aquí, ni siquiera sé lo que es. “¿Sí?”. “Gracias a Dios. Analgésicos, por favor”. “Le diré a su enfermera”. Viene mi enfermera. “No debería ser más seguido que cada cuatro horas. Pero estamos a diez minutos, así que lo bastante cerca”. “Gracias. Y eso debe significar que dormí la mayor parte de las últimas cuatro horas. Eso es bueno. Cuanto más duerma, mejor. Y creo que necesito que me cambien”. Se fija. “Lo está imaginando. ¿Necesita ir ahora?”. “No. No quiero estar sentado ahí la próxima hora. Y no he comido nada en días, así que probablemente no haya nada ahí”. Me quedo dormido. Sueño que soy devorado por leones. Lucho por salir del sueño y me despierto. ¿Qué fue todo eso? ¿Leones literarios? Oh, a quién le importan las interpretaciones. Cierro los ojos y oigo voces. Abro los ojos y veo gente que pasa en esmoquin blanco, todos sosteniendo pizarras. “Construya”, dicen. “No construya”. “Entonces corte”. “De acuerdo”. Tengo que salir de aquí. Sueños, despierto, siempre hay algo a lo que tenerle miedo. El médico del otro día, que era solo un residente haciendo su ronda y ni siquiera era mi médico de guardia, dijo que leyó mis rayos X y podría ser que tengan que ponerme una bolsa por fuera de mi barriga para juntar mi mierda. Si voy a morir, y querría morirme si tuvieran que ponerme una de esas bolsas, déjenme morirme en mi propia cama con una gran sobredosis de lo que sea que tengamos en casa o con lo que me manden para allá. Y si voy a vivir, necesito una habitación menos aterradora. Quiero llamar a mis hijas pero no encuentro mi celular. Hoy lo recargaron y dijeron que lo pondrían en un lugar donde yo pudiera alcanzarlo fácilmente, pero no lo veo. Tanteo a mi alrededor. Está el aparato solicitador. Un pañuelo. Una lapicera. Diré que sé que es tarde pero que me estoy volviendo loco y tienen que conseguirme otra habitación. “Son las drogas. Pero sin ellas estoy peor aun. Probablemente no esté hablando con mucho sentido”, diré, “pero oigo voces. Voces de otras personas. Y veo pasar gente por delante de mi habitación, que o bien están muertos o me ignoran intencionadamente, pero nunca responden a mis pedidos de auxilio. Si no consigo otra habitación, me arrancaré todos los cables y los tubos, incluso la sonda, no importa cuánto pueda doler, y me escaparé”. Pero no las asustes ni las despiertes. Han sido tan buenas contigo, volando desde diferentes ciudades distantes y quedándose en tu habitación de ocho a diez horas por día. Leyéndote, aunque no quisiste decirles que no deseabas que te leyeran. Sosteniéndote la mano y haciendo cosas como poner paños húmedos sobre tu frente, aunque tampoco querías eso. Ángeles, las llamaste; así que deja a tus ángeles dormir. Y ahora no estás tan dolorido. Viene más seguido y después se va. Y las voces que murmuran se han ido y nadie pasa por delante de tu habitación salvo las enfermeras regulares y las auxiliares, que vendrían si las llamaras. Trata de dormir. El tiempo pasará más rápido. Tiro de las mantas hasta el mentón. Siento tibieza, no demasiado calor. Estoy cómodo. Mi cuerpo se siente normal. Me quedo dormido. Sueño que estoy en Tokio, adonde siempre he querido ir, pero llego sin tener que tomar un avión. Me despierto y es el comienzo del día. El crepúsculo. El alba. ¿Cómo era que se llamaba? Debería saberlo. Esa es tan fácil. Las palabras son a lo que me dedico. Pero estoy dolorido otra vez, lo que siempre me deja confuso. Presiono el botón llamador. Eso es lo que es. Botón llamador, botón llamador; lo recuerdo. “¿Sí?”. “Analgésicos, por favor”. “Le diré a su enfermera”. Viene otra diferente. “Hola. Soy Martha. Y tu enfermera auxiliar es Cindy. Nuevo turno”. Borra de una pizarra en la pared los nombres de la enfermera y la auxiliar anteriores y escribe los de ellas con un marcador. “Has dormido poco, dijo la enfermera anterior. Mucho agitarte y hablar. Parece que querías un baño termal caliente. Lo siento, compañero. Aquí no tenemos eso. Y que los dragones andaban tratando de atraparte y algo sobre tus brazos que alguien cortaba con una espada a la altura de los codos. Y transpiraste horriblemente. Ella tuvo que secarte”. “No recuerdo nada de eso. En fin, sueños”. “Por causa de todo eso, quiero evitar, en lo posible, darte la medicación para el dolor. ¿Sigue doliendo?”. “Nivel nueve, u ocho”. “¿Crees que puedes tolerarlo media hora más? Y podríamos ponerte una bata limpia”. Me quita la que está húmeda y me pone una nueva. “¿Algo más que necesites?”. “Mi celular”. “Estuviste durmiendo encima de él”, y lo saca de debajo de mi brazo. Se va. Murió Poulenc. Murió Prokofiev. Murió Mahler. Murió Granados. ¿Ya he dicho que Bartók murió? Pärt no murió. ¿Quién más no murió? Tanizaki murió. Murió Solzhenitssyn. Murió Hamsun. Murió Borges. Murió Conrad. Murió Konrad. ¿No se murió Lessing, hace poco? El escritor italiano cuyo nombre de pila empieza con D, y que en uno de sus libros escribió demasiado parecido a Kafka, se murió. Kafka, por supuesto, murió. Murió Cummings. Murió Stevens. Murió Auden. Murió Yeats. Murió Pollack. Murió Leger. Murió Kandinsky. Murió Malevich. Moore, Maillol y Matisse murieron. Mi dolor no ha muerto. Me cago en mi cabeza. Quiero decir en mi cama. De repente vino. Meo a través de un catéter, así que por ese lado estoy bien. Quiero limpiarme en el baño. Quiero tomarme un vaso entero de agua helada. Quiero pararme y salir de aquí caminando. Presiono el botón del llamador. “¿Sí?”. “Lo lamento, pero necesito una limpieza importante. Y supongo que nueva ropa de cama, y una nueva bata, y que me hagan otra vez la cama. Estoy en el fango. Estoy transpirando como un cerdo. Necesito que bajen el termostato. Por favor haga que venga alguien”. “Le diré a su auxiliar”. Aparece una mujer joven. Casi una niña. Trae una bata nueva para mí, y sábanas y paños de limpieza y una palangana con agua. “Oh, veo que ya tiene mi nombre en su pizarra”. “¿Eres la auxiliar? Lamento el desastre que he hecho”. “En realidad soy una enfermera en entrenamiento, pero hoy soy auxiliar. Así que demos un vistazo. Gire sobre su costado”. Aferro la baranda lateral y me impulso para girar. “No sé de dónde vino. No he comido en una semana. Ni bebido nada. Todo el alimento y el líquido que recibo viene de unos cubitos y de lo que hay en esas bolsas. ¿Esta vez no es mi imaginación y defequé de verdad?”. “En abundancia. Solo tomará un minuto”. Me quita la bata, me limpia y me lava y me seca y agita una lata de polvo para bebés sobre mi trasero. “Huele bien, ¿verdad? Es uno de mis favoritos”. “Esto debe ser horrible para ti. Estar limpiando a un viejo. Hasta hizo que dudara de siquiera llamarte, pero tuve que hacerlo. Estoy prisionero aquí”. “No se preocupe. Estoy acostumbrada a hacerlo. Y cuando sea una enfermera hecha y derecha, de aquí a un año, por lo general tendré a un auxiliar que lo haga por mí. Tiene un absceso en el ano. ¿Le habló de eso su doctor o alguna de las enfermeras?”. “Nada”. “Debe dolerle, y no querrá que esa infección empeore. Dígaselo”. Me pone una bata nueva y luego cambia las sábanas conmigo en la cama. “Es una profesión maravillosa, la enfermería, mira qué buen trabajo haces. Yo fui a meterme en una que no ayuda a nadie”. “¿Que viene a ser cuál?”. “La escritura”. “Yo no leo demasiado. Estoy más interesada en las ciencias”. “Bien por ti. Sigue con eso. Todo hombre debería tener por esposa a una mujer que sea o alguna vez haya sido enfermera. Eso no fue una propuesta. Solo estaba pensando. Cuando uno cae enfermo como caí yo, sería tan reconfortante saber que podría ser cuidado como me cuidas tú, pero por mi esposa y en mi casa. Mi esposa murió”. “Lo siento”. “Dos años y un mes. La mayor pérdida de toda mi vida”. “Me lo puedo imaginar. Ya está, tan limpio como nuevo. Y además huele bien”. “Gracias otra vez. Como ya dije, haces un trabajo maravilloso. ¿Ya puedes darme algo para el dolor?”. “Es la enfermera quien tendrá que hacerlo. A mí no me está permitido. Llámela”. “Si llego a tener otro accidente, y nunca se sabe, espero que sea otra auxiliar quien se ocupe de eso, odiaría que tuvieras que hacerlo de nuevo. Una vez, al menos en un período corto de tiempo, debería ser suficiente”. “En serio, no tengo problema con eso. Hago un turno de doce horas y es una de las cosas para las que estoy aquí”. Se va. Llamo. “¿Sí?”. “Analgésicos, por favor”. “Su enfermera está muy ocupada con otro paciente, pero le diré”. “¿No hay alguna otra enfermera que pueda dármelos?”. “Hay mucho trabajo por aquí. A veces ocurre, pacientes que necesitan atención inmediata, todos al mismo tiempo. Le conseguiré una enfermera tan pronto como pueda”. Murió Hemingway. Murió Faulkner. Murió Paley. Murió Sebald. Murió Lowry. Murió Camus. Murió Eliot. Maldelstam murió. Akhmatova murió. O’Neill murió. Murió Williams. Murió Miller. Murió Hopper. Murió Giacometti. Murió Klee. Miró se murió. Sheeler murió. Soutine murió. Murió Arp. Murió Sibelius. Murió Strauss. Hovhannes murió. Vaughan Williams murió. Tengo que cagar de nuevo. Necesito una palangana. O lo que sea esa cosa para poner en la cama, debajo de mí. Es comparable a un orinal, pero para el trasero. No a una escupidera. Llamo. Nadie responde. Llamo y llamo. “Ya le dije, señor. Todas las enfermeras de piso están ocupadas con otros pacientes. Alguna de ellas irá a atenderlo tan pronto como pueda”. “Pero es para mover los intestinos. No quiero volver a hacerlo en mi cama. Lo único que pido es esa cosa que ponen debajo de mí mientras estoy acostado aquí”. “¿Una bacinilla?”. “Una bacinilla, eso es. Puede pedirle a una auxiliar que lo haga. Pero no la misma, Cindy. Ella ya lo hizo una vez, con mano experta, pero provoqué un chiquero y no quiero que ella tenga que pasar otra vez por eso”. “No tiene elección, señor. Si está disponible, se la enviaré. Y si no, a alguna otra”. Si no fuera por mis hijas, me gustaría estar muerto. Pero no puedo hacerlas pasar por la muerte del otro de sus padres tan pronto, después de la primera. Viene una auxiliar diferente, saca la bacinilla del último cajón de mi mesa de luz. “Arriba”, y la pone justo a tiempo debajo de mí. “Al menos esta vez no voy a hacer un gran desastre en la cama y que usted tenga que limpiarlo como pasó con mi auxiliar de guardia”. “Siempre hay algo que hace ver la vida un poco más brillante. ¿Cree usted que ha terminado?”. “No”. “Llámeme cuando haya terminado. Hoy es una casa de locos ahí afuera, peor para las enfermeras que para las auxiliares, así que alguna de nosotras deberá venir”. “Gracias”. Bergman, Fellini, Antonioni, Kurosawa, Kieslowski... todos murieron. Y Bábel. ¿Cómo pude haber dejado afuera a Bábel? Bábel murió.

DOS MUJERES

Desde su dormitorio lo llama una mujer. Él está leyendo en un sillón, en el living, y tomando un poco de vino. “Ven”, dice ella, “¿qué estás esperando? Trae tu pene aquí”. La voz suena como la de su esposa. También suena como la de la mujer a la que conoció hace tres meses, en una fiesta de Navidad, y que lo atrae mucho y con quien le gustaría iniciar una relación seria e incluso piensa que le gustaría casarse. Su esposa murió hace un poco más de un año. Hoy es el trigésimo primer aniversario del día que se conocieron. Fue en la presentación de un libro de una mujer a quien los dos conocían. Ella había ido desde el departamento de sus padres en el centro. Había hecho una parada allí para pasar un breve momento con ellos y darles un regalo por su aniversario de casados, que era ese día. Él nunca durmió con esta otra mujer. Ni siquiera se han dado un beso en los labios. O una vez, pero accidentalmente, debido a una torpeza de ella, según dijo. Se estaban despidiendo, al lado de su auto, después de uno de sus almuerzos semanales, y ella adelantó los labios cuando su intención era ofrecerle la mejilla para que la besara. “Fue sin querer”, dijo. “Pero fue lindo”, dijo él. “Pero fue un accidente, debido a una distracción momentánea, a las que reconozco que soy propensa, así que no ha significado nada, no significa nada, y deberíamos continuar con nuestra amistad como si no hubiese pasado. En otras palabras, no hagas de esto algo más que lo que fue”. Han estado encontrándose a almorzar casi todos los miércoles desde que se conocieron. Todas las veces menos una en el mismo restaurante. “¿Por qué ir a otro?”, dijo ella. “Estamos más interesados en la conversación que en la comida, aunque la comida que sirven ahí es más que aceptable, y una vez que te la han traído te dejan en paz. Y si quieres más café, cosa que nosotros siempre queremos, solo hay que ir hasta la barra y servirse uno mismo de alguno de los termos. Me gusta seguir una cosa a rajatabla, si es buena, ¿y tú?”, y él dijo: “Yo igual”. Hace dos semanas, ella fue a su casa cuando él no la esperaba. Tocó el timbre. Él prendió las luces de afuera y miró por la puerta de la cocina, vio que era ella y la hizo pasar. “Andaba por el vecindario”, dijo. “Me moría por ver cómo era el lugar donde escribes, y pensé que era una oportunidad como cualquier otra para hacerlo”. “¿Es la única razón por la que viniste?”, y ella dijo: “Es la única razón, y tal vez para tomar una copa de vino contigo, después. Me fascinan los lugares de trabajo de los escritores, y el aspecto de toda la habitación. Estoy planeando reunir fotos para un libro sobre el tema, pese a que ya se han hecho un par que son excelentes. Pero en el mío, los escritores no aparecerían en las fotos. Solo el lugar donde escriben y lo que escriben, y si hay un gato sentado sobre el teclado, no hay problema”. “Mi lugar de escritura no tiene nada de extraordinario”, dijo él. “Salvo porque escribo en mi dormitorio, y porque todavía lo hago a máquina, una máquina de escribir manual, convencional. Así que es lo que hay, y cuando no estoy escribiendo la máquina de escribir queda siempre cubierta, para que no le entren el polvo ni los pelos del gato. Y alrededor montones de papeles, por supuesto, y escribo sobre una larga mesa de trabajo, de fórmica. Te mostraré”. La llevó hasta su dormitorio. “Esto es perfecto”, dijo ella. Sacó una cámara de su cartera, ajustó la lente y tomó montones de fotos, tanto de su mesa de trabajo como de los manuscritos que había sobre ella y la máquina de escribir sin la cubierta, y después con dos hojas de papel en el rodillo. Luego tomaron una copa de vino, ella dijo que tenía que irse, él la acompañó hasta el auto y ella le ofreció la mejilla para que la besara. “Te veo el miércoles”, dijo, “misma hora y lugar”. “¿Dónde era?”, dijo él. “Eres tan gracioso”, dijo ella, “eso me gusta”. Ahora, ya sea ella o su esposa está en su dormitorio. Si es su esposa, entonces en el dormitorio “de ambos”. “Ey”, dice una de las dos, “¿qué diablos es lo que te retiene? Ven aquí, ¿vas a venir o no? O al menos trae tu pene hasta aquí, déjamelo y el resto de ti puede volver al living, a leer y a beber”. Él se levanta del sillón y va al dormitorio. Las cortinas están cerradas y la habitación a oscuras. “¿Dónde estás?”, dice. “Bajo las mantas”, dice ella. “¿Lado derecho o izquierdo?”, y ella: “Ven y averígualo”. Hay un ruido de mantas que se mueven. “Ahora ya no estoy debajo de las mantas, pero sigo en el mismo lado de la cama”. “¿Estás desnuda?”, y ella: “Completamente”. “Sabes, no sé cuál de las dos eres. Suenas como mi difunta esposa, pero también suenas como la mujer que conocí en una fiesta de Navidad, hace tres meses”. “Bueno, si te metes en la cama sabrás cuál de las dos soy. En un caso u otro, yo diría que no puedes salir perdiendo”. “Tienes razón”, dice él. “Si eres mi esposa, es un sueño hecho realidad. No hay nada que desee más que volver a abrazarla, dentro o fuera de la cama. Y si eres esa otra mujer, de la que creo que he empezado a enamorarme y con quien pienso que incluso me gustaría casarme, cosa que no debería estar diciendo porque me ha dicho que no quiere que me enamore de ella, y estoy seguro de que casarse conmigo es lo último que tiene en mente y que solo quiere que sigamos siendo buenos amigos, entonces también es un sueño hecho realidad”. “‘Sueño hecho realidad’”, repite ella: “Perdona que lo diga, pero qué frase más floja para ser dicha por un escritor profesional con cincuenta años de carrera. Pero como ya he dicho, y no quiero tener que repetirlo, ven a la cama y averígualo”. “Tu actitud y la manera en que te expresas también se parecen a las de mi esposa: franca, sucinta y con talento para las palabras. Y tu voz: dulce y suave. Realmente no podría distinguirlas”. “¿Y eso qué importa?”, dice ella. “Por última vez… ¿vas a venir a la cama o no? Estoy tomando frío sin las mantas encima y sin nada de ropa. Pero antes quítate tú también toda la ropa”. Se desviste, se mete en la cama y estira las mantas encima de los dos. La toca y ella lo toca. “Tus manos son tibias como las de mi esposa, salvo después de haber lavado los platos, y me tocas de la manera en que ella lo hacía. Delicadamente y en los lugares adecuados, como si supieras por experiencia dónde me gusta ser tocado”. “Te toco como una mujer toca a un hombre en la cama; nada más”. “Tus pechos también, me dan la misma sensación que los de mi esposa; bien llenos. Y tus pezones: grandes y duros. Pero eso no significa que seas mi esposa. Lo mismo con la forma de tus nalgas: tan redondas. Y tus piernas: largas, un poquito grandes en los muslos, pero fuertes como las de ella. También tu nariz y tu pelo. Hasta tu vello púbico. Supongo que al tacto la mayoría de los vellos púbicos deben parecerse, pero es la cantidad a lo que me refiero. Muchísimo, cosa que quizá no quieras oír, pero que a mí me gusta”. “Ahí tienes: dos por el precio de una”, dice ella. “Mi mujer solía decir eso mismo, pero hablando de otras cosas”. “¿Lo decía?”, dice ella. “¿Por qué tengo la sensación de que ya lo sabía? En cualquier caso, cuando estemos listos… y tómate tu tiempo. Ya sea que pienses que esto es un reencuentro o nuestra primera vez, no lo apresures. Tenemos toda la noche”. “Eso es lo que mi esposa solía decir también, y de la misma manera. Pero ¿podemos parar por unos minutos y solo besarnos? Quiero ver si tus labios y la manera en que besas apasionadamente –esa única vez, tan rápida, fue como que te robé un beso y no me bastó para saberlo– son también como los de ella, y por supuesto debido al placer que eso implica”. “Creo que con eso me basta”, dice ella. “Digamos que acepto un vale para otra ocasión, pero ahora me voy a dormir”. “No me atrevo a decirlo, porque podrías saltarme a la yugular, aparte de añadir que eso último que dije es también una frase de mal escritor, pero esa parte, lo del vale para otra ocasión, es algo que ella decía muchas veces cuando no podía hacer el amor o no tenía interés en hacerlo, por una u otra razón”. “Bien”, dice ella, “pero ahora tendrás que esperar a que amanezca para averiguar cuál de las dos soy”. “Siempre tengo la opción de encender la luz”. Y ella dice: “No lo arruines”.

EN O POR EL CAMINO

En la radio de música clásica la locutora dice que la próxima pieza va a ser un poema sinfónico, “o lo que también se denomina un poema tonal”, compuesto por Rajmáninov. El título es “La roca”, y la obra se basa en un cuento de Chéjov llamado “Por el camino”. El cuento, dice, trata sobre un indigente entrado en años y una joven rica que, en el transcurso de una ventisca, se encuentran en una posada. “Como que ambos vienen a ser arrojados juntos en una habitación, que el dueño de la posada llama ‘La viajera’, dado que la reserva para viajeros de paso o que han quedado varados”. El hombre y la mujer conversan durante horas y gradualmente se toman afecto. “Hay una posibilidad –podríamos decir incluso una esperanza– de que se conviertan en buenos amigos o, cuando menos, compañeros de viaje por el resto del trayecto. Pero a la mañana siguiente la mujer se va en un trineo que el hombre, parado en medio del camino, sigue con la vista hasta que desaparece. Al cabo de un rato, empieza a tener el aspecto de una roca cubierta por la nieve”, dice la locutora, “de allí el título”. Él no conoce el cuento, pero el final es muy típico de Chéjov. Dos personas de medioambientes o condiciones económicas muy diferentes, o ambas cosas, se encuentran por primera vez y conversan de manera íntima, a menudo después de haber vivido toda su vida en la misma región y haber tenido alguna vaga idea el uno del otro durante años, y cuyas existencias… En fin, hay una posibilidad de que después de su primer encuentro puedan unirse… sus vidas puedan... incluso casarse, o ayudarse el uno al otro de alguna manera… pero… Como sea, lo que parecía prometedor se termina de repente, normalmente porque uno de ellos no dice algo que podría evitar que el otro se vaya, o porque el tiempo se ha despejado, o porque la rueda o el eje de una de las carretas han sido reparados o el obstáculo en el camino removido, y siguen cada uno su rumbo, con escasas probabilidades de que vuelvan a encontrarse o a dirigirse la palabra alguna vez. Él nunca ha sido bueno para resumir historias, ni siquiera las suyas. Pero el final de este cuento, por lo que dijo la locutora, es uno que Chéjov utilizó varias veces de manera similar, y tal vez mucho más que eso, ya que él solo ha leído unos cincuenta de los 568 cuentos y esbozos que Chéjov escribió. Ahora viene la obra de Rajmáninov. Durante el último minuto o algo así, pasaron un anuncio de un concierto gratuito de lieder en la academia de música del centro y una propaganda grabada de la señal de radio, que dice que el sesenta por ciento de su presupuesto viene de las contribuciones de oyentes asociados, “así que ¿no invertiría usted unos pocos minutos de su tiempo para convertirse en socio, marcando el siguiente número de teléfono o registrándose online?”. Durante un minuto escucha la música, no le gusta particularmente, luego no le gusta para nada y apaga la radio. A veces, lo que él considera música horrorosa puede llegar a resultar deprimente. En esta señal de radio pasan un montón de esa música, sobre todo alrededor de las diez de la mañana –marchas briosas, valses sensibleros–, aunque también pasan muchísima buena música. En cuanto a hacerse socio, él y su esposa lo han sido por unos veinticinco años, aunque él ahora aprovecha la membresía para adultos mayores. Pero el cuento. Si estuviera su esposa, él le preguntaría por la pieza de Rajmáninov. Ella es la especialista en Chéjov. Sobre sus cuentos, precisamente, hizo su maestría y su doctorado: una tesis sobre los comienzos de sus cuentos –unos veinte de ellos– y una disertación sobre los finales: diez. Él le diría: “¿Conoces un cuento de Chéjov llamado ‘Por el camino’? Yo no. ¿Y cómo puede ser que un poema sinfónico, que es como yo siempre los he llamado, se base en un cuento corto? Especialmente uno con una trama como la que resumió la locutora –ya que no estamos hablando de ópera–, que parece ser más bien una larga conversación en una posada, entre un hombre y una mujer, y que termina con el hombre de pie, metido en lo que asumo que debe ser nieve bastante alta, con la apariencia, el hombre, de una roca”. Ella podría decir que ha leído más de 300 de sus cuentos y esbozos en ruso –una vez se lo dijo– y más o menos la mitad de los algo así como 400 traducidos al inglés, y que ese que él menciona no le resulta familiar, aunque el final es similar a varios de los suyos. “¿‘Por el camino’? ¿Estás seguro de que la locutora no dijo otro título? Aunque muchos de sus cuentos tienen títulos diferentes en cada nueva traducción. ‘Luto’, por ejemplo, que también he visto como ‘Aflicción’ o ‘Pena’, y en una traducción como ‘Tristeza’, aunque puede ser que me equivoque sobre este último… Sé que hay por lo menos cuatro títulos diferentes, para ese cuento, en las versiones inglesas. Si quieres, puedo buscar en mis notas sobre su narrativa, y si no encuentro nada me fijaré en los volúmenes de cuentos suyos que tengo, tanto en ruso como en inglés. Si encuentro el cuento en inglés, ¿quieres leerlo?”. Él diría: “Me gustaría, y después quizá tú podrías leerlo por primera o por segunda vez, y hablaremos de él. Eso siempre es divertido. Y no será una pérdida de tiempo. Jamás he leído uno de sus cuentos, salvo alguno que otro de los esbozos menores –y esos no son cuentos, ¿verdad?–, que no fuera claro y legible y bueno, y veinte o treinta de los que leí eran francamente geniales. No creo poder decir eso de ningún otro cuentista. Acaso Hemingway o Bábel se le acerquen”. Así que se iba a fijar, podría decir ella, tal vez no ahora mismo, pero hacia el final del día. Ella tiene la colección completa de 16 o 17 o el número que sea de volúmenes de cuentos y esbozos completos de Chéjov en ruso. Él se va a fijar en las antologías de cuentos de Chéjov en inglés. Va al living, saca las tres antologías de un estante y en el índice de una de ellas encuentra el título “En el camino”. Tiene que ser ese. Va a las últimas páginas del cuento. Un hombre, parado en medio de una nevada “como si hubiese echado raíces en ese lugar”, y contemplando las huellas dejadas por los patines del trineo de la mujer, empieza muy pronto a parecerse a un peñasco blanco. Luego lee las primeras páginas del cuento, hojea el resto y entra con el libro en el estudio de su esposa. “Hurra, hurra”, dice, “lo encontré. En una vieja edición de los cuentos de Chéjov de la Modern Library que creo haber comprado cuando estaba en la universidad, traducida por esa vieja tan confiable, Constance Garnett. O me parece que era por ella. No dice quiénes son los traductores, salvo por unos cinco de los cuentos, en la página de agradecimientos, y le atribuyen a ella todos menos uno. Tal vez esté al final del libro”. Se fija: no está. “Pero casi como que tiene que ser de ella. El copyright es de 1932”. “Nada de qué sorprenderse”, podría decir su esposa, aunque ya ha pasado por eso antes. “Y salvo por los traductores top de hoy, que son casi tan conocidos como los autores, las cosas no han cambiado mucho desde esa época. Los traductores siempre han sido mal pagados y solían no figurar en los créditos del libro. Pero pobre de ellos si la traducción no suena tan bien, o si el cuento original no es tan bueno. Entonces toda la culpa es de ellos. ‘Descuidadamente traducido’, esa clase de críticas… El escritor, por supuesto, queda libre de sospecha. Déjame verlo”. Él sostiene el cuento abierto en la primera página. “Ah, sí”, podría decir ella, tal vez después de haber leído un párrafo o dos, “ahora lo recuerdo. No es uno de mis favoritos, razón por la que nunca lo he enseñado en clase, pero aun así, como decías, es un buen cuento. Dos personas en una posada durante una tremenda tormenta de nieve. El viento que aúlla. Él se apoyaba mucho en esas cosas. Incluso la tormenta, que sacude las ventanas y el techo. Si tenía alguna debilidad, era esa. Se supone que la mujer es bastante más joven que el hombre, que es descrito como entrado en años, aunque anda por los cuarenta, así que tal vez solo fuese viejo para esa época y ese lugar. Ella es una terrateniente, o tal vez el terrateniente sea su hermano, a cuyo encuentro se dirige, viajando en trineo. El hombre fue alguna vez bastante próspero –me parece que en una época poseía una finca, o la administraba–, pero durante largo tiempo le ha ido muy mal. Al principio no parecen ser una pareja muy compatible. Pero hacia el final, dado que son tan cálidos y francos y serviciales y hasta solícitos el uno con el otro, uno pensaría, si no conociera mejor a Chéjov, que podrían hacer buena yunta. No creo que eso pase nunca en Chéjov, ni en sus ficciones ni en sus obras de teatro, o bien sucede muy rara vez. El hombre viaja con su hija. Una niña encantadora pero triste, como tantos niños en sus cuentos… muy maltratada y regañada por su padre”. “La sinopsis del cuento que dio la locutora”, dice él, “nunca mencionó a la hija. Tal vez no tuviera tiempo, o las notas del programa de la obra de Rajmáninov no la incluyeran”. “Si no recuerdo mal”, podría decir ella, “la mujer tiene algún dinero propio y siente mucha simpatía por la niña, y habría sido una maravillosa madre sustituta para ella y una buena esposa para el hombre. Olvidé lo que le sucedió a su esposa. Creo que había muerto o lo había abandonado por otro hombre, y él se quedó con la hija. Eso explicaría la cuesta abajo en la que está”. “Lo que me gustaría saber es cómo se puede hacer un poema sinfónico a partir de un cuento como ese”, dice él. “Una ópera, como te dije –de un solo acto–, eso sí puedo verlo, aunque la nieve podría ser un problema”. “Oh”, podría decir ella, “saben cómo hacer la nieve en un escenario de ópera. La Bohème, por ejemplo. Pero tengo que confesar que no sé lo que es realmente un poema sinfónico”. “Supongo que es lo que hizo Richard Strauss en Don Juan y Till Eulenspiegel etcétera etcétera, y lo que hicieron Sibelius y Smetana en algunas obras suyas. Una narración en música, aunque yo tendería a creer que es difícil ilustrarla de esa forma. Pero ¿y si nos olvidamos de la música y leemos el cuento –yo ya lo empecé y sé cómo termina–, y charlamos sobre eso en algún momento del día?”. “Termínalo, yo te alcanzaré”, podría decir ella. “Lo leeré también en ruso, si tengo tiempo, por si acaso en la traducción se pierda algo”. “Hasta luego, entonces”, dice él. Va al dormitorio, ahueca y acomoda las cuatro almohadas, la dos de ella y las dos suyas, unas encima de las otras contra la pared, y se recuesta sobre ellas y lee el cuento. Después de terminarlo vuelve al estudio de su esposa. Ella no está allí.

CAPE MAY