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© Título: Todo aquello que nunca te dije

© Miguel Aguerralde

ISBN: 978-84-120029-3-5

Depósito Legal: GC 139-2019

Primera edición: Marzo 2019

Edición: Editorial siete islas www.editorialsieteislas.com

Correcciones y estilo: Laura Ruiz Medina

Ilustración portada: Nareme Melián

Maquetación: David Márquez

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Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin la autorización previa por escrito del editor. Todos los derechos están reservados.






Para almas que huyen del frío.

Y para ti, por qué no.



PRIMERA

PARTE

CAPÍTULO 1

INFORME POLICIAL Nº: 1231

AGENTE: Sargento Aimar Brito.

FECHA Y LUGAR: Domingo 21 de octubre. El Golfo. Yaiza.

A las 06:34h del día indicado se ha recibido la llamada de aviso de un pescador local que afirma haber detectado un brillo inusual en el agua, frente a la pared rocosa conocida como Los Hervideros. Según su declaración se trata de algún tipo de objeto voluminoso arrojado al mar.

Acudimos a comprobarlo.

CAPÍTULO 2

Cinco semanas antes.

Buenos días, amigos y compañeros del IES Rafael Arozarena. Os habla vuestro DJ Ray Bandira para daros la bienvenida a este nuevo curso con la música de mayor calidad y la mejor de las sonrisas. Arranquemos la mañana como es debido: con el maestro del soul, Louis Armstrong, y su «What a wonderful world». ¡Good morning, Yaiza!

CAPÍTULO 3

BLOG PERSONAL DE SERGIO ROMERO. Viernes 14 de septiembre. Mañana.

Nunca he tenido problemas para levantarme temprano, es más, suelo desvelarme con facilidad y el alba a menudo me encuentra leyendo, escribiendo o terminando alguna película que comenzase la noche anterior para coger el sueño. Sin embargo, el primer día de clase después del verano siempre parece que las sábanas pesasen más y se hace más difícil desprenderse de ellas.

No puedo decir que aquella primera mañana del nuevo curso hubiera saltado de la cama, no.

Nuestro último año de Bachillerato, ¡caramba, cómo camina el tiempo! Un curso final abocado a una amarga despedida.

Salvo algunas salvedades, la mayoría de los que al amanecer del viernes de la presentación nos reunimos, un septiembre más, —el último—, en el patio interior del Instituto Rafael Arozarena de Yaiza, habíamos cursado juntos toda la secundaria. Caras y voces a los que te has acostumbrado y que forman parte de tu familia, nos mirábamos con el sentimiento agridulce derivado de la alegría por volvernos a encontrar y la tristeza de saber que cada momento sería irrepetible. La última presentación, nuestra última aula, nuestros últimos profesores, las últimas experiencias juntos. Fue una mañana solemne dentro de la relajación habitual de estos días de mero reencuentro, pero sin la presión de tener que dar clase.

Nuestro último primer día, el principio del final.

Resulta increíble cómo podemos cambiar en el transcurso de simplemente un verano, es algo que no deja de asombrarme. Casi es preciso un detector facial para reconocer a algunos y algunas de los que nos despedimos en junio con un pie en las vacaciones, y que regresan a finales de septiembre convertidos en otra persona. Nadia es una de mis mejores amigas, probablemente la persona con la que más confianza pueda tener. Había pasado el verano con su familia en Barcelona, de modo que no la había visto en algo más de dos meses. Y sin embargo, tuve que mirarla varias veces para creer que fuera ella.

Siempre había sido una chica menuda, pero además estaba bastante más delgada, tanto, que de lejos podía parecer una alumna de Primero o de Segundo de ESO. Además, se había cortado el pelo, rubio pálido teñido de mechas por el sol de la Costa Dorada. Fue la inconfundible luz en su mirada la que me hizo reconocerla. Estaba sentada en uno de los muros de piedra que rodean las jardineras de la entrada, escuchaba música con unos auriculares más grandes que su cabeza y repasaba con el bolígrafo algún tipo de apunte en una libreta de tapas rosas. Me acerqué a ella con rapidez y ella se levantó al distinguirme.

—¡Hola! Parece que alguien ha pasado el verano en la playa —le dije a modo de saludo. Su sonrisa me recibió con dos besos y yo acepté el olor de su abrazo como el mejor momento la mañana.

—No vas desencaminado —me contestó—. Me he tirado estas semanas leyendo y holgazaneando en la piscina.

—¿Has vuelto a escribir? —le pregunté. Ella asintió con timidez.

—Algo, notas. No sé, quizá intente tomármelo más en serio.

—Eso estaría muy bien—añadí.

—¿Tú crees?

—Sin duda.

Mi amiga sonrió y paseamos hacia los escalones de la entrada principal. Todavía faltaban muchos alumnos y alumnas por llegar, pero el patio ya comenzaba a llenarse de caras conocidas. Lo más divertido eran las expresiones asustadas de los llegaban por primera vez al instituto directamente desde el colegio. Todos fuimos así alguna vez, supongo.

—¿Y tú? ¿Has seguido escribiendo? —me preguntó Nadia. Yo ladeé la cabeza.

—A veces lo intento —respondí—. También he leído mucho este verano. Poe, especialmente. Pero no encuentro una idea que me apetezca desarrollar.

—Quizá no sea Poe lo que quieres escribir.

Encogí los hombros ante la claridad de su argumento.

—Pues será eso —le contesté—. Pero es que tampoco sé lo que quiero.

Quedaban pocos minutos para el primer toque de sirena del curso, el timbrazo inicial que disparase nuestro último año juntos y la explanada del patio se mostraba ya abarrotada de estudiantes. En ese momento, se reunió con nosotros el DJ Bandira, Raimundo, o Ray, para los colegas. Era el encargado desde hacía dos años de la emisora escolar del instituto y cada mañana animaba nuestra llegada y las horas del recreo con éxitos de su elección que sonaban a todo trapo por la megafonía de los pasillos, la cafetería y el patio. Ray y yo habíamos llegado a ser buenos amigos. Era un tipo grande y moreno, de cabello largo ensortijado y recogido permanentemente en una grasienta coleta. Vestía por costumbre pantalones holgados de estampado militar y camisetas negras de talla XL, y dibujos alusivos a grandes bandas de rock. Esa mañana, para inaugurar el curso como es debido, según dijo, había elegido una con el logotipo de la mítica Queen.

—¿Escribir? —nos saludó—. Así que todavía sigues con esa idea de hacerte famoso cabalgando en las letras. Mira que eres idiota.

—Muchas gracias, Ray, amigo —le contesté—. ¿La frase es tuya?

Nadie sabía más que Bandira en cuanto a música popular del siglo XX, y a menudo colaba citas de grandes canciones entre sus frases. Ya no nos extrañaba escucharle decir alguna sentencia pedante y rebuscada.

—¿Hacerte famoso cabalgando a lomos de las letras? —repitió—. Quizá lo sea.

—Deberías apuntarla —añadió Nadia partida de risa.

—Eso vosotros, que sois los aspirantes a juntaletras.

—Algún día lo conseguiremos —le contesté. Nuestro amigo dejó escapar una carcajada exagerada que hizo subir y bajar por encima de su papada su barba de varios días.

—El día que tú lo consigas, yo me haré famoso con mi banda de rock.

—¿Todavía tocáis? —le preguntó Nadia—. Creía que Carlos y Rubén lo habían dejado.

El locutor nos señaló entonces hacia donde sus antiguos compañeros de ensayos tonteaban con dos chiquillas un par de cursos más jóvenes que ellos.

—Tienes razón, lo decía en broma. Lo cierto es que los Ángeles del Sur han terminado su historia antes de comenzarla.

—Igual el nombre tuvo algo que ver con eso —le pinché. Él me miró con el gesto torcido.

—Oh, cállate, Quevedo.

La risa de Nadia se vio interrumpida por la sirena de entrada al instituto.

Dejamos así la conversación y nos dirigimos al salón de actos del primer piso. El espacio en cuestión no era pequeño, al menos no en su concepción, pero con el paso de los años y el crecimiento del alumnado se había quedado muy justo para recibirnos a todos. De manera que, solamente los primeros en llegar, habían pillado sitio para sentarse, y el resto completábamos el aforo de pie apoyados en las paredes alrededor de las butacas. Frente a todos nosotros, sobre la tarima del escenario, un atril forrado de terciopelo se aburría aguardando la llegada de los profesores.

—Han cambiado las cortinas —comentó Nadia. Yo la miré extrañado. ¿Quién se fija en esas cosas?

Hacía calor en el salón de actos a mediados de septiembre, el aire parecía estancado entre sus cuatro paredes, adquiriendo temperatura de forma gradual, y no tardaron en aflorar las cartulinas y los cuadernos que hacían las funciones de abanicos improvisados. Afortunadamente, los profesores y el equipo directivo del instituto no nos hicieron esperar demasiado.

Fue la propia Directora, Verónica, la primera que se dirigió al atril. Sus tacones resonaban sobre la madera de la tarima como agujas afiladas, pero sólo cuando golpeó dos veces con el dedo sobre la cabeza del micrófono el silencio alcanzó las butacas de la sala.

—¿Se escucha? —preguntó. A continuación, se apartó el largo flequillo castaño de la cara, sonrió con mal fingida timidez y comenzó a hablar.

—Alumnos, alumnas de Segundo de Bachillerato. Les damos la bienvenida a este nuevo curso que comienza, el último para ustedes, en el que deseamos que vivan experiencias que les acompañen el resto de sus vidas. Para nosotros será difícil decirles adiós después de tantos años, pero intentaremos, entre todos, que el viaje merezca la pena.

La Directora hizo una pausa para ajustar un poco mejor el pie del micro y así no tener que hablar inclinada hacia delante.

—No he entendido una palabra de lo que ha dicho —me comentó en voz baja Bandira, arrancándome una sonrisa.

Verónica continuaba.

—Este curso que comienza, ha de ser una puerta doble. En primer lugar, porque cerrará una etapa que termina, la de su escolaridad, y también porque abrirá un capítulo nuevo para ustedes, el del futuro, el de su realización como personas jóvenes, pero adultas.

—¡Caray, qué bonito! —murmuró Nadia—. Casi podías haberlo escrito tú.

Contuve una risa para escuchar el final de la presentación.

—El vínculo que se ha formado dentro y fuera de estas paredes durante estos años ya no puede ser meramente académico. Como profesores, estaremos felices y orgullosos de acompañarles en ese tránsito. Bienvenidos a Segundo de Bachillerato, el final del camino.

La Directora se apartó del micrófono y se escuchó el estallido de un largo aplauso. Una vez apagado, dio comienzo el habitual desfile de profesores que irían subiendo al escenario para tomar su lugar ante el micrófono y proceder a saludar y presentarse, para explicar la asignatura que nos iban a impartir y comentar sus ilusiones y deseos para el nuevo curso. Nada excepcional.

En esta parte de la presentación, la única curiosidad, como cada año, era comprobar si faltaba algún profesor respecto al curso anterior o si había caras nuevas en el claustro. Vimos desfilar al gaditano Luján, profesor de Matemáticas de mordaz retranca y poblado bigote que disimulaba su sonrisa, también a la joven Sandra Di Biasi, profesora de Inglés pero de origen italiano por la que en alguna ocasión había suspirado medio instituto, por supuesto, a Gala Lucrecia, profesora de Lengua con tantos años ya en el instituto que cuando se jubile deberían ponerle su nombre, y muchos otros viejos conocidos que volvían para ponerse al frente del nuevo curso. No parecía que fuera a ser un año de grandes sorpresas, pero nos faltaba por descubrir la guinda del pastel.

El último de los profesores se acercó con verdadera timidez al micrófono y lo sujetó con dos dedos antes de hablar, como si imaginara que pudiera salir corriendo. Era delgado y desgarbado, de nariz afilada y media melena tan lacia que el flequillo caía sobre sus gafas redondas claramente fuera de moda.

—¿Qué ha fichado Verónica, al puñetero John Lennon? —comentó Ray a mi lado.

No pude contener una risa. Caramba, Bandira tenía razón. El profesor carraspeó como si buscara su propia voz entre un manojo de nervios y acarició el micro con dos dedos para comprobar sin necesidad que seguía en funcionamiento. Quizá deseaba que se hubieran fundido sus baterías justo en el instante en que había llegado su turno. Sin embargo, nada le salvó de tener que presentarse. Resultaba además bastante alto, por lo que tuvo que inclinarse un punto para poder hablar.

—Hola. Yo me llamo Bruno Santana. Seré vuestro profesor de Literatura.

Un murmullo recorrió la platea. El maestro, si pensaba añadir algo más, pareció pensárselo y se alejó del atril deprisa hasta situarse junto al resto de profesores en un lado de la tarima. Cruzó los brazos a su espalda y sonrió como si intentara fingir que no estábamos allí, sin embargo su nombre había quedado en boca de muchos.

—¿A qué viene tanto cuchicheo? —me preguntó Ray.

—¿No sabes quién es? —le contesté. Busqué la mirada de Nadia, pero mi amiga había quedado completamente obnubilada.

—¡No! —replicó el DJ.

—Es Brumo Santana, el conocido escritor —le dije. Saqué mi teléfono móvil del bolsillo y busqué con rapidez en Internet el nombre de nuestro nuevo profesor—. Es oriundo de Playa Blanca y estudió en este mismo instituto. Se ha hecho famoso llevando sus libros por medio mundo. Incluso han hecho película del último de ellos. No puedo creer que no sepas quién es.

Bandira abrió las manos y me dedicó una mueca burlona.

—«Volver a empezar. Starting over» es una pasada —resucitó entonces Nadia—. Lo tengo en casa. El cine no le ha hecho justicia.

—Puedes asegurar que Ray no lo ha leído —añadí.

—¿Leer? ¿Yo? —contestó él—. Y también puedes apostar a que si es un rollo romántico tampoco veré la película.

Nadia negó con la cabeza. No conseguía perder la sonrisa.

—Romance, misterio, crimen... La vida —concluyó.

Yo asentí. Me encantaba estar de acuerdo con ella.

—Es muy bueno. Me sorprende mucho verlo aquí.

—Necesitará documentarse para una de terror —sentenció Bandira.

La directora había regresado al micrófono para cerrar el acto. Poco después comenzamos a abandonar el salón de actos.

—Oye, quizá podrías darle a leer algunos de tus poemas —comenté a mi amiga de camino al patio. Nadia se puso colorada.

—Qué horror. Me moriría de vergüenza.

—Tonterías —repliqué—. Tus textos son verdaderamente buenos.

—Con vergüenza no irás a ninguna parte —añadió Ray.

—Aunque me sorprenda debo estar de acuerdo con el DJ —añadí—. Quizá hasta yo me atreva a darle a leer mi manuscrito.

—Pues eso estaría muy bien —concluyó Nadia.

Estrechamos las manos en señal de reto aceptado y nos echamos a reír. Ray nos dejó enseguida para volver a su emisora, no le gustaba dejar programado un hilo de canciones sino que adoraba locutar y comentar cada tema que radiaba, y ya era momento de volver a ponerse al frente del directo para despedir la presentación del nuevo curso. Nadia y yo también nos despedimos, de repente el curso se mostraba interesante, qué digo, mucho más que interesante. Y yo tenía más ganas de escribir que nunca.

CAPÍTULO 4

Bienvenidos, amigos y amigas, a este lunes de septiembre, primer día del nuevo curso en el IES Rafael Arozarena. Aquí DJ Bandira para ayudarles a comenzar la mañana como es debido. Arranquemos el curso comience con energía. Todo el mundo a mover las caderas con los míticos Van Halen y este irresistible «Jump!»

CAPÍTULO 5

BLOG PERSONAL DE SERGIO ROMERO. Lunes 17 de septiembre. Mañana.

No recuerdo haber visto una clase de literatura tan a rebosar ni tan expectante como la que encontré esa mañana al llegar a mi aula. Con los ecos todavía del grito de Sammy Hagar, tuve que deslizarme entre un pasillo de estudiantes apretados hasta acomodarme en una de las pocas sillas que quedaban libres en la clase, al fondo y pegada a una ventana. Desde allí podía distinguir a Nadia sentada en una de las primeras filas, tamborileaba nerviosa con sus dedos sobre la cubierta de una novela en tapa dura que reposaba encima de su mesa. Se trataba de su ejemplar de «Empezar de nuevo», la última novela de Bruno Santana, publicada dos años atrás y recientemente llevada al cine. Pero mi compañera no era la única, muchos más habían traído a clase sus libros de Santana confiando en nuestro nuevo profesor se los firmara. No sé, me pareció una manera un tanto extraña de comenzar el curso.

Con todo, el protagonista de tanta expectación se estaba haciendo de rogar. Habían pasado varios minutos desde el toque de sirena y la mesa del profesor seguía vacía. En la pizarra, solamente el rótulo:

«Bienvenidos al nuevo curso»

Escrito con tiza blanca, rompía el negro del encerado. Las miradas de todos buscaban la puerta y hasta el último de nosotros comenzaba a impacientarse. Nadia cruzó su mirada con la mía y puedo decir que nunca la había visto tan impaciente. Y en ese momento la puerta del aula se abrió para cambiar nuestra vida para siempre.

—Lamento llegar tarde —se disculpó el profesor Santana, nervioso y apocado como le conocimos el viernes anterior en la presentación—. No encontraba la clase.

Para inaugurar el curso había elegido un vaquero gris y una camisa celeste que empezaba a lucir surcos oscuros bajo las axilas. El cabello despeinado, de un castaño desvaído que no ocultaba la proliferación de canas, caía sobre la montura de sus gafas escondiendo esa mirada que rara vez levantaba de sus papeles. Le costaba mirarnos directamente, y si lo hacía no era capaz de evitar una inquietud angustiosa, como si compartir su mirada con las nuestras le supusiera un ejercicio de intimidad que no pudiera soportar. Supuse que se le iría pasando con el transcurrir de los días, pero me pareció llamativo en alguien que debería estar acostumbrado a hablar en público.

—Tendréis que disculpar mi timidez —se excusó—. Hace años que no doy clase y cuesta a veces enfrentarse a… Vaya, ¡habéis traído mi novela!

Se escuchó un rumor de risas calladas recorriendo el aula. Nadia se atrevió a intervenir en primer lugar, para mi sorpresa.

—Nos preguntábamos si podría firmarlas.

—¿Firmarlas? Oh, claro, pero háblame de tú, no me hagas sentir más mayor de lo que soy.

El murmullo complacido se repitió. El profesor tenía esa habilidad, entre natural y deliberada, de resultar tierno y cercano aún en su intento por mantener la distancia. Chicos y chicas nos sorprendimos sonriendo ante su torpe manera de ordenar sus papeles, casi hasta la burda exactitud geométrica, mientras se colocaba una y otra vez las gafas redondas sobre el estrecho puente de su nariz. Llegado un punto, se quitó el reloj de pulsera de la muñeca izquierda y lo colocó estirado encima de la mesa junto a sus cuadernos. Solamente entonces levantó la mirada.

—Firmaré vuestras al final de la clase, ¿de acuerdo? Ya me he demorado bastante más de lo debido. Venga, comencemos.

Bruno Santana sonrió con una timidez casi infantil, se dio la vuelta y comenzó a escribir en el encerado con una letra rápida y ligeramente inclinada a la derecha.

PRESENTACIÓN: TEMA 0

¿QUÉ ES LA LITERATURA?

CAPÍTULO 6

BLOG PERSONAL DE SERGIO ROMERO. Lunes 17 de septiembre. Mediodía.

En el recreo busqué deliberadamente a Nadia. No había conseguido hablar con ella en toda la mañana y quería preguntarle qué le había parecido la primera clase de Santana. Desde mi lugar en el fondo del aula había podido verla tomar apuntes de todo lo que decía el profesor, atender a cada explicación con enorme interés y me apetecía saber si había satisfecho sus expectativas. A juzgar por su sonrisa cuando me reuní con ella en la cafetería, así lo parecía.

Estaba sentada sola en una de las mesas junto al ventanal que daba al patio, bebiendo despacio una lata de refresco de té y releyendo por enésima vez la dedicatoria que el escritor y profesor le había firmado en su novela.

—¿Merece la pena? —le pregunté, sentándome frente a ella.

—¿El qué? ¿El libro? ¿No lo has leído?

Negué con la cabeza con cierta indiferencia.

—He leído otros de él, pero ese no.

—Con toda la caña que le diste el viernes a Ray por no haberlo leído.

—Ya —contesté, encogiendo los hombros—. Mi madre lo tiene en casa pero no sé si es mi tipo.

—Quizá te gustaría.

Tomé la novela de sus manos y le di la vuelta para leer la contraportada. Nadia me observaba nerviosa. Se colocaba el cabello, rubio y corto, una y otra vez detrás de las orejas.

—Mm… ¿no es demasiado pasteleo? —le pregunté.

—No —me contestó recuperando su libro—. Tiene cierto romance, claro, pero por encima de eso es un thriller bastante tenso.

Encogí los hombros mientras la observaba guardar el libro en su bolso.

—Bueno, quizá se lo pida a mi madre.

Dejé pasear la mirada por el patio a través de la ventana empañada de la cafetería. A esa hora de la mañana las zonas comunes del instituto estaban ya repletas de estudiantes que paseaban de aquí para allá o que se reunían en corrillos para coordinar sus actividades o charlar sobre lo sucedido durante el fin de semana. Me llamó la atención que algunos llevaban en las manos un ejemplar de los libros de Bruno y compartían con los demás sus dedicatorias. Resultaba curiosa y refrescante esta súbita pasión por la literatura en el IES Rafael Arozarena.

Nadia sacó de su bolso un pequeño cuaderno de tapas violetas y hojas amarillas y lo puso sobre la mesa. Me giré distraído hacia ella.

—¿Son tus poemas? —le pregunté. Ella asintió.

—Creo que ha llegado el momento de enseñarlos.

—¿A mí? —sonreí. Mi amiga volvió a colocarse el pelo detrás de la oreja derecha.

—A ti ni de coña. En realidad pensaba en Bruno.

—Oh, Bruno, qué confianza —le contesté con sorna. Nadia me miró incómoda—. En realidad ya lo suponía. De hecho, yo también había pensado en mostrarle lo que llevo escrito.

Mi me amiga sonrió por primera vez.

—Me parece muy buena idea.

En ese momento entró en la cafetería un trío de chicas de esas que allá donde van se aseguran de que todos puedan notar su presencia y escuchar sus risas. Solamente una de ellas tenía el libro de Bruno Santana, lo llevaba abrazado con ambas manos contra el pecho y reía intentando evitar que sus amigas se lo quitaran.

—¡Déjanos ver qué te ha puesto! —le pedía una de ellas.

—¡Que no! —respondía ella. Tenía el cabello recogido muy alto sobre la cabeza y una sonrisa radiante difícil de explicar—. ¡Te he dicho que es personal!

Mi mirada se cruzó durante un instante con la suya cuando pasaron junto a nuestra mesa para dirigirse a la barra.

—Sophie… —murmuró Nadia—. Qué sabrá ella de Bruno Santana.

—Vaya —intervine—. Percibo cierto resquemor, quizá algo de…

—¿Insinúas que tengo celos?

Alcé las cejas mientras jugueteaba con un sobre de azúcar entre los dedos.

—Vi cómo miraba al profesor en clase.

—Claro, tú siempre ves todo lo que Sophie hace.

Reconozco que tragué un nudo de saliva.

—También vi cómo él la miraba a ella.

Nadia alzó las cejas y negó con la cabeza.

—Piensa lo que quieras. A mí Bruno me interesa sólo como profesor de literatura y como alguien que puede ayudarme a escribir mejor.

—Claro —sonreí con malicia. En ese momento sonó la sirena y Nadia se levantó de su silla.

—Que tengas suerte al mostrarle tu libro —me dijo.

—Bueno, apenas es un borrador. El principio de algo —le contesté, pero ya se había marchado de la cafetería y no llegó a escucharme. Así que me levanté y me dirigí a nuestra aula detrás de Sophie y sus amigas.

CAPÍTULO 7

BLOG PERSONAL DE SERGIO ROMERO. Lunes 17 de septiembre. Tarde.

Las tutorías de los distintos departamentos se encuentran en el tercer piso del edificio principal, una estructura en forma de U en la que los despachos se van disponiendo de modo correlativo en torno a una sala de profesores escueta, pero en la que reina de forma perpetua el olor a café.

Alrededor de las cuatro de la tarde de ese lunes, el pasillo de tutorías mostraba una cola de alumnos y alumnas inesperada. Seguramente, esas paredes no recordaban tanta asistencia fuera de época de exámenes, cuando es más habitual acudir a revisar las pruebas. No me sorprendió, al llegar, que la fila de compañeros y compañeras desembocara en el despacho de Bruno Santana, pero sí que la primera ante su puerta fuera mi compañera Nadia. Me coloqué al final de la cola para esperar mi turno. Si mi amiga me vio, no se molestó en hacérmelo notar. A juzgar por la expresión inquieta en su cara, llevaba rato esperando.

—¿El profesor Santana ha llegado? —le pregunté al chico que tenía delante.

—Sí, tiene alguien dentro. Al menos eso creo.

—¿No estás seguro?

—No he visto entrar ni salir a nadie desde que estoy aquí, pero se oyen voces y risas de cuando en cuando.

—Vaya —respondí.

Tuve suerte. La puerta del despacho no tardó en abrirse y los presentes escuchamos un claro «adiós, profesor» antes de que una sonriente Sophie saliera de la tutoría y pasara radiante por nuestro lado. ¿Qué quieres que te diga?, yo siempre la encuentro radiante. Me fijé, sin embargo, en que el rostro de Nadia se había convertido en una mueca pálida de espanto. Intuí que ella también acababa de descubrir quién llevaba tanto tiempo con el profesor.

—¿Siguiente? —oí llamar a Bruno.

Nadia entró en el despacho intentando recomponerse. Cerró la puerta a su espalda y cuando minutos después volvió a salir se alejó por el pasillo sin dirigirme la mirada ni despedirse. Había poco que yo pudiera hacer o decirle. Esperé en silencio mi turno y cerca de media hora después entré por fin en el despacho.

Encontré a Bruno Santana sentado al otro lado de un escritorio despejado e impoluto en el que sólo había dispuesto un cuaderno grande de cuadros y dos sencillos bolígrafos azules. Tenía el ordenador de sobremesa apagado y me sorprendió por alguna razón no verle manipulando un portátil o una tableta avanzada. No sé, era lo mínimo que esperaba en un exitoso escritor. Y un cuaderno de cuadros no era lo que había anticipado. Levantó la cabeza de su última anotación y me indicó que me sentara ante él con mirada cansada.

—Veo que estás muy solicitado —le comenté, y él sonrió levemente para mostrar que mi comentario le había hecho gracia.

—Sí —me contestó—. Pero es bueno que los alumnos y alumnas jóvenes se interesen por la literatura.

—Nadia, la chica que ha venido hace un rato, escribe muy bien.

—¿Nadia? Ah, sí, me ha dejado unos textos para que los leyera. Perdona, pero todavía no me sé los nombres. A ver... Sophie.., sí, Sophie también me ha dejado algo que ha escrito.

Ese nombre sí lo recuerdas, pensé. Ni siquiera sabía que Sophie escribiera. Carraspeé y me froté la frente con timidez.

—Bueno, ahora me da corte, sabiendo eso, pero yo también quería dejarte algo para leer.

—¿Tú también escribes? —me preguntó, mirándome por encima de esas gafas redondas que parecían tener la propiedad de resbalar constantemente por nariz. Se las colocó con dos dedos y me volvió a sonreír—. Parece que el instituto ha cambiado mucho desde mis tiempos de estudiante.

—Bueno, lo intento —le contesté sacando de mi mochila un manojo de folios impresos y sujetos con un clip. Recordé el cuaderno morado de las poesías de Nadia y aposté a que el trabajo de Sophie también tenía mucho mejor aspecto que el mío. Sentí pudor y vergüenza—. Te traigo esto. Es, bueno, es más o menos el comienzo de un libro.

—¿Más o menos un comienzo? —me preguntó. Por su expresión entendí que era la primera vez que oía algo así.

—Sí, es que tengo un problema.

—Los problemas forman parte del camino del escritor —me contestó, hojeando mis folios—. Sin problemas no surge el cuento, o surge uno muy aburrido. Pero si dices que apenas es un principio intuyo que tu problema es más bien que no sabes cómo seguir.

—Tal cual.

—Es lo más normal del mundo.

Echó un vistazo a mis páginas y casi al momento me las devolvió. Me sentí decepcionado.

—¿Has planificado algo de esto? —me preguntó. Yo le miré sin ocultar mi desconcierto—. Me refiero a si antes de lanzarte sobre el teclado te has sentado a diseñar a los personajes, a hilar el argumento, a perfilar una estructura…

—Me temo que no.

—Es decir, que no tienes ni idea de hacia dónde va este texto, de cómo sigue.

—Bueno, una idea puedo tener pero…

—Vaga. Una idea vaga y a la que no sabes cómo acercarte.

Era como si estuviera leyendo mi mente. Le vi levantarse y dirigirse a la pared del despacho junto a la puerta, donde conectó un equipo de música que empezó a reproducir algún tipo de música clásica. Un lánguido chelo que poco a poco cobraba velocidad.

—Es Bach —me explicó—. Me ayuda a pensar.

—Lo cierto es que no, no me senté a planificar nada. No sabía que tenía que hacerlo.

—Bueno, yo no soy el mejor para dar consejos, pero cuando yo escribía dedicaba mucho tiempo a la planificación, casi de una manera obsesiva. Podría enseñarte montañas de folios como estos que han terminado en la basura por no haber prestado atención al diseño previo.

—¿En serio? —miré de reojo mis inútiles páginas—. Me cuesta creerlo.

—Puedes creerlo. Cuando aprendí que empleando cierto tiempo, antes de empezar a redactar, a plantearme qué quería escribir y cómo, no sólo logre evitar los bloqueos si no que llegué a divertirme mucho más escribiendo.

Dediqué unos segundos a reflexionar sobre sus palabras.

—Es ese el rollo de si escritor de brújula o escritor de mapa, ¿no?

Bruno se echó a reír.

—Más o menos. A veces un mapa ayuda. Aunque después decidas alterar el camino que trazaste en un principio, es más difícil perderse.

Asentí con la cabeza, pensativo. Los folios en mis manos parecían de pronto el trabajo de un niño pequeño.

—¿Por qué has dicho «cuando yo escribía»? ¿Es que acaso lo has dejado?

El profesor tomó un largo aliento y se quitó las gafas para limpiarlas. Su gesto era una mezcla de resignación y tristeza.

—Lo cierto es que hace más de un año que soy incapaz de escribir una sola palabra.

No pude evitar abrir mucho los ojos.

—¿Pero qué dices? ¿Y todo este rollo de la planificación y el diseño? ¿Echarle horas a preparar un texto?

—Solamente funciona si tienes una idea sobre la que trabajar. Algo que te apetezca escribir. Y yo hace muchos meses que no logro parir ninguna.

—¿Cómo puede ser eso?

Bruno Santana volvió a colocarse las gafas. Miró de un modo inconsciente hacia la estantería de textos académicos y documentos entre los que había colocado sus novelas publicadas. Me parecía imposible que un autor de su nivel hubiera colgado los guantes.

—La escritura, como cualquier actividad creativa, es una cuestión de estados de ánimo. Y yo hace tiempo que no estoy para crear nada.

Bajé la mirada y me mordí el labio. Me abrumó en cierto modo su franqueza y sentí que había metido la pata por preguntar.

—En algún sitio leí que el bloqueo creativo es sobre todo un asunto emocional —le dije.

—Sin duda, estoy de acuerdo. Después del éxito de mi último libro parecía que el camino se aclaraba en parte. Sin embargo me separé de mi mujer y todo se volvió oscuro. Las ideas que tenía apuntadas dejaron de parecerme interesantes, las nuevas se aturullaban en un barullo de ruido. Si pensé en superarlo escribiendo, tuve que reconocer que en mi estado de ánimo era imposible. Por eso decidí regresar a la docencia.

El profesor estaba apoyado de espaldas a mí sobre la estantería en la que ordenaba su colección de vinilos y los había ido repasando uno a uno de manera distraída. Se detuvo ante uno que parecía especial, tenía portada oscura y la imagen de Lennon en blanco y negro. Tras unos segundos de silencio meneó la cabeza y volvió a dirigirse a su escritorio.

—En fin —concluyó con una sonrisa—. Ni siquiera sé por qué te cuento esto. Debes estar aburriéndote.

En absoluto, pensé. Lo cierto era que mientras le escuchaba una idea se había ido formando en mi mente, quizá heredera de los muchos manuales y páginas web sobre escritura creativa que había devorado en los últimos meses. Casi sin pensarlo le robé un bolígrafo y un pedazo de papel. Empecé a garabatear una especie de esquema.

—Se me ha ocurrido una cosa. Es algo que…

—Que leíste en algún sitio.

—Sí —sonreí con timidez—, pero creo que podría funcionar. Se trata de la escritura de un diario.

—Vaya, no es demasiado original —me dijo.

—No, no, sí que lo es. Se trata de escribir un diario en Internet, un blog privado al que nadie pueda acceder. Su finalidad no es publicarlo, sino recuperar sensaciones, rutinas...

El profesor guardó silencio. Jugueteaba con el otro bolígrafo entre sus dedos.

—El diario es un ejercicio habitual en escritura creativa —me dijo—. Solía utilizarlo en mis talleres para animar a otros a comenzar a escribir, pero no había pensado en utilizarlo para mí mismo.

—Ahí lo tienes.

De pronto Bruno levantó la mirada y clavó sus ojos en los míos. Eran de un marrón oscuro y profundo.

—Mira, haremos una cosa. Escribiré un blog solamente si tú escribes otro. Y lo haremos con la intención de que de aquí a final de curso nos inspire para escribir una novela.

—Un diario que nos lleve hasta una novela —confirmé.

—Ese es el desafío —me contestó.

—Un reto.

Estrechamos la mano, yo creo que no demasiado conscientes del compromiso en el que nos estábamos metiendo.

CAPÍTULO 8

¡Buenos días a todos y todas, compañeros y compañeras del IES Rafael Arozarena de Yaiza! Aquí DJ Bandira animando esta calurosa mañana. Cuentan que en Lanzarote cuando termina agosto comienza el verdadero verano. ¿Calor en septiembre? Escucha a Glenn Frey, vocalista de Eagles, y su principal éxito en solitario. ¡The Heat is On!

CAPÍTULO 9

BLOG PERSONAL DE BRUNO SANTANA. Comienzo.

Una noche de septiembre.

Se hace extraño regresar a donde una vez fuiste feliz. Volver a pisar las calles que solían oírte reír antes de que todo se nublara, antes de que el futuro nos alcanzara y se convirtiera en presente. Antes de que tiñéramos de pasado recuerdos encerrados para siempre en lienzos de juventud. Qué sencillo e inocuo parecía todo entonces. Antes del ansia, antes del dolor, antes del miedo.

Cuesta volver al pueblo que fue mi hogar, sin sentirme un forastero. Casi tanto como intentar retomar el hábito de teclear, sin errar una y otra vez las letras. Y, con todo, lo más difícil es volver a sentarme al ordenador y tratar de escribir sin oír tu respiración, Desireé, dormida a mi lado. Esforzarme por evocar a las musas sin tenerte cerca para inspirar mis manuscritos. Dudo que nada medio decente pueda salir de estos dedos anquilosados que ya no volverán a acariciarte, y ni siquiera sé por qué me empeño en intentarlo.

Esta noche de septiembre sin luna me instalo de nuevo, incómodo y asustado como un cachorro, frente a esta pantalla que abandoné hace tantos meses. El cursor paciente me dedica su guiño, parpadea esperando mis letras, escribo y borro una y otra vez, inicio y deshago mi envite incapaz de encontrar el camino. Mi voz literaria suena distorsionada después de tanto sin escucharla.

Y es que por más que me empeñe en escribir, lo único que se me ocurre es pensar en ti, recordar lo sencillo que parecía esto cuando al alzar la mirada del ordenador encontraba tus pies descalzos, tu melena rebelde, tu mirada plena de luz releyendo alguna novela de amor en un sillón barato.

Creí que regresar al inicio me ayudaría, que volver a antes de ti, empezar de cero en el único lugar de mi vida en el que el recuerdo no puede situarte me empujaría hacia delante. Pero no, es extraño, no te consigo olvidar.

Quizás es demasiado pronto. Aterricé en Lanzarote hace sólo dos semanas, más de doce años después de la última vez que vine de visita, muchos más desde que abandoné la isla definitivamente para perseguir el sueño de convertirme en escritor. Una ilusión que ahora, sin ti, no me llena lo más mínimo.

Volver a Playa Blanca y a la docencia como parte de un regreso a mí mismo, a encontrarme, a construir mi nuevo yo, sin ti. Esa fue la idea desde el principio. Y sin embargo no consigo quitarte de mi mente.

No sé. Quizás este chico, Sergio, tenga razón. Tal vez escribir sobre el hoy me ayude a dejar atrás el ayer. Quién sabe, quizás de este modo consiga recuperar las rutinas del escritor que casi conseguí ser.

Está bien. Empecemos.

Supongo que para llegar a este punto en la historia en el que me siento a escribir este diario virtual y privado, debería en primer lugar remontarme al inicio de esta nueva etapa, a mi regreso al pueblo de Playa Blanca, que me vio nacer, crecer y marcharme. De manera que las primeras páginas de este diario estarán escritas con la perspectiva de dos semanas en el recuerdo. Intentaré ser tan fiel a lo sucedido como pueda.

Ese regreso a casa sucedió no mucho antes de comenzar el curso. Un final de agosto caótico en el que tuve que buscar apartamento, sin duda pagando más de lo debido, a tiempo para organizarlo todo antes de incorporarme al instituto. Después de tantos años de ausencia, encontré mis antiguas playas repletas, mis calles mutadas y los edificios multiplicados en una mitosis irregular que ha replicado hasta el infinito el pueblo costero en el que eché mis primeras carreras, cometí mis primeros errores y di mis primeros besos.

Playa Blanca no es hoy como era, del mismo modo que yo no soy el mismo profesor de literatura que fui antes de irme. Los dos tenemos la piel llena de cicatrices ahora. Algunas sanan a mayor velocidad que otras, y las más difíciles de curar llevan habitualmente nombre de mujer.

Encontré un lugar junto al mar, una bonita casa de dos pisos, en la que instalé mis estantes de libros, mi viejo tocadiscos, el portátil con el que escribo y la fiel guitarra Stratocaster negra que me acompaña desde hace años y que algún día aprenderé a tocar. Es todo lo que tengo, todo lo que soy desde que te fuiste, Desireé. Libros y melodías. Escribir y olvidar.

A veces, sólo a veces, cuando la música no hace efecto, un tercio de vino se encarga de hacer su parte. Pocas veces, sí. En los últimos meses, demasiadas.

Esa primera noche, una de las últimas del estío, con el eco de Glenn Gould en el aire y un sueño tinto en la mano, me prometí rendir el pasado a esa luna creciente que me sonreía coronando la bahía de Playa Blanca. Y una vez terminado el embrujo del vino, entrada la madrugada, me calcé mis zapatillas deportivas y salí a trotar por una avenida marítima que sólo de lejos me recordaba a aquella por la que solía correr tantos años atrás, más ligero de mente y desde luego de cuerpo, cuando aún era un niño.

En algún momento del camino el efecto secundario de tanto licor detuvo mis pasos, y el amanecer me encontró rendido, entre la arena cálida y la roca fría, en un rincón de Playa Dorada.

Sí, eso también había sucedido antes.

CAPÍTULO 10

BLOG PERSONAL DE BRUNO SANTANA. Viernes 7 de septiembre. Mañana.

Más grande, más viejo, remendado con parches de plástico y vidrio, el instituto Rafael Arozarena había madurado, se había adaptado a los nuevos tiempos de urgencia y despreocupación educativa. Un Frankenstein de cemento que se esforzara por resistir al paso del tiempo.

Me detuve al pie de la escalinata principal, aquella que de chaval subiera y bajara mil veces persiguiendo sueños, apuntes y faldas. El emblema del instituto parecía mirarme desde lo alto como un viejo mentor que observa en lo que se ha convertido su antiguo alumno. Rezongué antes de subir y atravesar la misma puerta doble, media vida después.

Atravesé el recibidor con pudor y esquivé la mirada de un grupo de profesores. No me atreví a presentarme y saludar, y tampoco quise llamar su atención, no me sentía todavía preparado. Me dirigí pues al despacho de dirección, que afortunadamente seguía en el mismo lugar que entonces, al otro lado de un pasillo verde todavía decorado con los restos de actividades del curso anterior. Murales sobre Saramago, recreaciones de la obra de Manrique, trabajos fotográficos que captaban la belleza de Timanfaya e instantáneas enmarcadas que recogían la evolución histórica de Yaiza, se entremezclaban con rótulos de colores de citas célebres que ensalzaban los valores que el instituto quería transmitir.

Al final del pasillo encontré una puerta cerrada y otra abierta, me asomé a esta última y descubrí a una joven maestra que ordenaba un estante de espaldas a mí. Tenía el pelo oscuro y recogido tras la nuca, una fina blusa blanca con motivos celestes y una falda ajustada azul marina por encima de la rodilla. Se giró hacia la puerta al percibir mi presencia y me sonrió con un sobresalto. Los cristales de sus gafas hacían brillar unos de un precioso color verde.

—¿Puedo ayudarte? —me preguntó.

—Estoy buscando a la directora. ¿Eres tú?

La profesora se echó a reír, y el sonido de su risa me encantó.

—No, solamente soy Sandra, maestra de Inglés —me contestó, ofreciéndome su mano para que la estrechara. Así lo hice.

—Mi nombre es Bruno, Literatura. ¿Dónde puedo encontrar a...?

—¿Verónica? ¿La Directora? Es en el despacho de al lado.

Di un paso atrás para volver al pasillo, la puerta seguía cerrada.

—Debe estar ocupada. Esperaré. Gracias.

De nuevo me sonrió y regresó a su labor colocando los materiales del nuevo curso. No pude evitar fijarme en la dedicación con la que lo hacía. Instantes después salió del despacho de Dirección un profesor de buen tamaño y barba descuidada que escondía unos ojos pequeños pero vivaces detrás de unas gruesas gafas de muchos aumentos. Me dedicó una sonrisa lobuna y me estrechó una mano fuerte y sudorosa.

—Luján, Matemáticas —me dijo de sopetón—. ¿Quién eres tú?

Reconozco que tardé en reaccionar.

—Bruno, Literatura —le contesté.

—¡Vaya, el enemigo! —se echó a reír—. Es broma, nos llevaremos bien. Pasa, pero ten cuidado, le gustan especialmente los literatos jovencitos.

El tal Luján se alejó por el pasillo, dejando su risotada flotando entre las paredes verdes. Me deshice como pude de la conmoción, me coloqué las gafas sobre el puente de la nariz y me ordené mal que bien el flequillo. Entré en el despacho de la Directora dándoles vueltas todavía a las últimas palabras de Luján.

Me recibió una mujer atractiva, de edad indeterminada pero sin duda mayor que yo y elegantemente vestida. Ordenaba unas carpetas sobre su escritorio mientras rebuscaba mi expediente.

—No le hagas ningún caso —me saludó, cortante—. Lo dice sólo para incomodarte.

—No me incomoda —contesté.

—A mí sí. Los literatos no me atraen especialmente.

—Tampoco soy tan joven.

Mi respuesta le hizo elevar una ceja y mirarme a los ojos por primera vez. Los dos sonreímos y nos estrechamos las manos.

—Verónica Pulido —me dijo.

—Bruno Santana.

Una mano de largas uñas rojas me invitó a sentarme en la butaca frente a ella. Así lo hice.

—Bruno Santana. Escritor. He oído hablar mucho de ti en las últimas semanas.

En esta ocasión yo arqueé las cejas.

—Entendí que no te interesaban los literatos.

—No especialmente —me contestó—, sólo si van a ser profesores de mi instituto durante todo un curso.

—Tiene sentido.

—Así es —me dedicó una sonrisa seca, casi empresarial, y se ajustó la chaquetilla en torno a su generoso escote. Me esforcé por no mirar—. Como te digo no me interesa la literatura especialmente sin embargo a mi compañera Sandra Di Biasi sí.

—¿La profesora de Inglés?

—¿Ya la has conocido?

—Hace apenas unos minutos.

—Le habrá hecho ilusión. Ella es quien más me ha hablado de ti en estos días, desde que se anunciaron los nombramientos. Es una lectora fiel de tus novelas.

—No me ha comentado nada.

—También es una chica muy tímida. Me recomendó leer algo tuyo, pero por desgracia para ti no soy muy fan del terror.

—No todo lo que escribo es terror —le contesté, ladeando la cabeza como si intentara deshacerme de esa etiqueta—. Esa época ya pasó.

Verónica seguía releyendo entre sus papeles pero me miró desde debajo de sus cejas perfectamente delineadas.

—¿Y qué escribes ahora?

—En realidad nada.

La Directora asintió con un gesto.

—Vaya.

—No tienes que darme el pésame.

Verónica sonrió. Y como si de repente terminara por decidirse, dejó los papeles como estaban.

—En fin. ¿Qué te ha traído por nuestro instituto? He visto que fue una decisión expresa tuya al solicitar el fin de la excedencia.

—Pues resulta que estudié aquí, me crié aquí, y tras muchos años fuera necesitaba…

—Volver a las raíces —me interrumpió Verónica con una sonrisa. Asentí.

—Supongo.

—En ese caso bienvenido, le pediré a Luján que te enseñe las instalaciones, que sin duda habrán cambiado mucho desde que estudiabas aquí, y que te presente a los compañeros. Te deseo que tengas un buen curso.

—Será divertido —contesté, antes de estrecharle de nuevo la mano y levantarme. Ella me miró con media sonrisa y me aguantó la mano unos segundos, como si me estudiara.

—Te garantizo que haremos lo posible para que así sea.

CAPÍTULO 11

BLOG PERSONAL DE BRUNO SANTANA. Lunes 10 de septiembre. Mañana.

Empieza a parecerme buena idea dejar volar los dedos sobre un diario improvisado. Jamás había escrito de esta manera, sin guiones, sin pensar, sin una meta, y siento que las palabras fluyen como hacía mucho tiempo que no sucedía. Debo acordarme de comentárselo a Sergio cuando le vea. Gracias a él he vuelto a llenar páginas con palabras, y ya es mucho más de lo que muchos y muchas han hecho por mí.

La segunda mañana en el instituto, todavía a una semana de que los alumnos se incorporaran a las clases, la dediqué a conocer el centro, sus espacios, sus instalaciones, desde las aulas y despachos hasta la cafetería y el pabellón deportivo. A más de uno de mis nuevos compañeros debí parecerle un loco, deambulando como perdido por todas partes. Tanto fue así que a media mañana se acercó a mí, como quien auxilia a un turista despistado, la profesora de Inglés. Con una deliciosa sonrisa y las manos enlazadas a la espalda, Sandra se reunió conmigo junto a la grada que delimita la cancha deportiva del instituto.

—¿Se ha perdido usted, caballero? —me preguntó.

Me giré hacia ella y le devolví la sonrisa.

—En cierto modo, sí —le contesté, aunque estoy seguro de que entonces ella todavía no era capaz de comprender el alcance de mi respuesta—. No es cierto, pasé muchas horas en este lugar de crío.

Me encontraba especialmente relajado mientras paseaba por los rincones de mi antiguo instituto, recordando caras y voces que años atrás me acompañaron. La profesora volvió a sonreír. Encogía los ojos de un modo pícaro al hacerlo.

—Si me acompañas, hay algo que me gustaría darte.

—Suena muy tentador.