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Índice

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Unidos por el escándalo

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Dieciocho

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El placer del escándalo

Nota de los editores

Uno

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Doce

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Catorce

Quince

Dieciséis

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Tormeta de escándalo

Los editores

Dedicatoria

Uno

Dos

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Seis

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Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Dieciocho

Diecinueve

Veinte

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

 

 

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

E-pack Escándalos, n.º 192 - abril 2020

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-427-3

Uno

 

Mayfair, mayo de 1816

 

El marqués de Brentmore estaba en su casa de Londres, salió de la biblioteca y entró en el salón. Había accedido a considerar el plan de su primo... ¿En qué demonios estaba pensando?

Se acercó a la ventana y de un tirón apartó los pesados cortinajes de brocado. ¿Por qué usarían tejidos tan gruesos cuando Londres disfrutaba bien poco de la luz del sol? Otra de las locuras de los ingleses. Lo que daría él por disfrutar de uno de los días soleados de Irlanda.

En momentos como aquel en los que se sentía inquieto, sus pensamientos volaban siempre a Irlanda. Nunca podría deshacerse de los recuerdos de sus años más jóvenes por mucho que su abuelo inglés, el viejo marqués, se hubiera empeñado en arrancárselos.

Miró por la ventana. Mejor seguir centrado en el tiempo. El cielo estaba más gris de lo normal. Seguiría lloviendo, sin duda.

Una mujer joven atravesó Cavendish Square caminando y algo en ella llamó su atención, hasta tal punto que no pudo apartar los ojos de su figura.

Parecía embargarle alguna emoción que a duras penas era capaz de contener, y tuvo la sensación de que esas emociones reverberaban también en su interior como si de nuevo estuviese lidiando una batalla con un temperamento feroz. El irlandés que llevaba dentro, como siempre le decía el viejo marqués.

¿Es que si dejaba libres sus pensamientos siempre tenían que volar a aquella época?

¿Qué estaría haciendo allí aquella preciosa señorita que parecía tan alterada como él? Su persona le afectaba de un modo en que ninguna de las innumerables hijas de la alta sociedad que atendían a bailes y musicales había sido capaz. Muchachas estúpidas que lo miraban llenas de emoción hasta que su mamá se acercaba presurosa para apartarlas de él murmurando entre dientes sobre su mala reputación.

¿Sería su desastroso primer matrimonio lo que aquellas matronas tenían contra él, o sería quizás la mancha de su sangre irlandesa? Fuera lo que fuese, el título de marqués no parecía tener el peso suficiente para sepultar ambas cosas.

De todos modos no quería saber nada de aquellas jovencitas. Ni de sus bailes. Ni de su mercado de casorios, por mucho que dijera su primo. Ya se había dejado llevar por todo ello en otra ocasión y el desastre había sido mayúsculo. No, no albergaba la menor intención de dejarse engatusar por otra mujer, y menos aún por la imagen de una cruzando la plaza. Tenía trabajo que hacer.

Iba a apartarse de la ventana cuando la joven se volvió, y la ansiedad de su expresión le llegó directa al corazón.

Incluso desde la distancia podía ver que sus ojos eran grandes y brillantes, y que sus labios parecían haber recibido el beso de una rosa. Un cabello castaño oscuro asomaba bajo su sombrero y la muselina azul del ruedo de su falda se alzaba a impulsos del viento, dejando al descubierto un fino tobillo.

Respiró hondo.

Brillaba de expectación. De pasión. De esperanza y miedo. Aquella mujer había despertado su corazón y su sangre, algo que no era fácil desde que Eunice lo inhabilitara para cualquier otra mujer.

¿Estaría esperando a alguien? ¿A un hombre? ¿Se trataría quizá de una cita prohibida?

Sintió una punzada de envidia. Hubo un tiempo en que habría anhelado tener a una joven respetable como aquella esperando reunirse con él.

Se apartó de la ventana y dejó que el cortinaje ocultara los cristales. Qué tontería. Después de haber pasado por un verdadero infierno en su matrimonio, sabía bien con qué facilidad la pasión puede traer de la mano la desgracia.

Volvió a la biblioteca y a la montaña de papeles que le aguardaba en el escritorio. Repasó sin detenerse mucho la correspondencia. Con una mano levantó una carta y releyó las noticias de Brentmore. Parker, su administrador, se ocupaba bien de sus asuntos.

La institutriz de los niños había muerto de repente, pero Parker se había ocupado rápidamente de todo: de su funeral y posterior entierro. Diablos, ¿cuánto iban a tener que soportar en la vida aquellos dos niños?

Primero la muerte de su madre… y ahora la de la institutriz.

Brent se pasó la mano por la cara.

Sus hijos habían sufrido demasiado en su corta vida. Quizá su primo tuviera razón y había llegado ya el momento de considerar volver a casarse. Eunice llevaba un año muerta y los niños necesitaban una madre que cuidara de ellos, que se ocupase de contratar a una institutriz y esa clase de cosas, que se asegurara de ahorrarles preocupaciones.

Él no sabía nada de niños. Eunice era quien se ocupaba de ellos y no le gustaba que él interfiriera. De hecho, era prácticamente un extraño para sus hijos. Las breves visitas que les había ido haciendo desde la muerte de su esposa eran casi una formalidad, ya que la institutriz le aseguraba que tenía a los niños bajo su control, y al fin y al cabo ¿quién era él para cuestionar sus años de experiencia? Siendo un niño, el viejo marqués lo dejó al cuidado de unos severos tutores y luego lo mandó a un internado. En realidad podía decirse que no se conocieron hasta que volvió de su viaje por Europa, lo mismo que pasaba con la mayoría de los hijos de los nobles.

Con las yemas de los dedos rozó la madera oscura del escritorio. Pensar en sus hijos, en cómo iban a sufrir por los pecados de sus padres, le encogía el corazón. Mejor volver a la ventana del salón y dedicarse a contemplar a aquella apasionada joven que esperaba a su amado que seguir agonizando por cosas que ya no podía cambiar.

Llamaron a la puerta. Era Davies, su mayordomo.

—Perdón, milord. La señorita Hill desea verle. Dice que tiene una cita.

La mente se le quedó en blanco. ¿Una cita?

Ah, sí. A veces la suerte se dignaba a sonreírle. La noche pasada en White’s había oído decir a alguien que tenía una institutriz de la que quería deshacerse. Ya no la necesitaba y quería quitársela de en medio lo antes posible. Él le dijo a… ¿quién era?... le dijo que se la enviase a casa a la mañana siguiente. Quería solventar cuanto antes el problema de sus hijos, aunque no tuviera ni idea de qué rasgos debía buscar en una institutriz.

—Hazla pasar.

Dejó la carta y se sentó tras su mesa.

—La señorita Hill, milord —anunció Davies.

Una dulce voz de mujer musitó:

—Milord…

Brent alzó la mirada y las sensaciones de su cuerpo se dispararon.

De pie ante él estaba la apasionada joven que había estado observando por la ventana. Dio dos pasos hacia él y quedó lo bastante cerca como para poder percibir su aroma a lavanda y ver que sus enormes ojos eran de un intenso color azul y más vibrantes que el azul de su vestido, bastante poco propio de una institutriz, dicho sea de paso. Tras el marco de unas oscuras y rizadas pestañas, aquellos ojos lo miraban con la misma esperanza y el mismo temor que había visto en ellos a través del cristal.

De cerca no le defraudó. Tenía una piel tan blanca y tan sin mácula como una estatua de Canova y respiraba juventud. Tenía los labios sonrosados y tentadoramente húmedos, y lo peor de todo era que su evidente nerviosismo lo empujaba a la ternura, un peligro mucho mayor que la respuesta básica de su cuerpo.

—Anna Hill, señor —se presentó, haciendo una pequeña reverencia.

Le resultaba imposible apartar la mirada de la gracia con que se movía, del brillo expectante de su mirada, del suave movimiento de su pecho.

Desde luego, aquella joven no era institutriz, eso quedaba patente con tan solo verla. Era una joven de clase, hija de algún miembro de la buena sociedad vestida para impresionar.

La muchacha alzó la barbilla desafiante y él bajó la mirada a sus papeles.

—Esto es imposible, señorita —fuera cual fuera su juego… si pretendía comprometerlo para lograr casarse con él o cualquier otra idea igualmente absurda, no pensaba entrar en él—. Puede marcharse.

Pero ella no se movió.

Volvió a mirarla e hizo un gesto con la mano.

—He dicho que puede marcharse.

Dos círculos rojos le aparecieron en las mejillas e irguiéndose, dio la vuelta y caminó con suma dignidad hasta la puerta. Sí, sin duda era una joven con clase.

Cuando había abierto ya, el marqués volvió a hablar:

—Que esto le sirva de lección, señorita Hill.

Ella se volvió enarcando las cejas.

—¿De lección, señor?

Brent se levantó sin pensar y se acercó a ella en dos grandes zancadas mientras la joven le mantenía la mirada. Puso la mano en la puerta, pero sin saber en realidad si era para abrirla del todo o para cerrarla.

—No se le habría abierto la puerta de mi casa de no ser por el hecho de que estoy aguardando la llegada de una mujer que viene a solicitar el puesto de institutriz —explicó, y bajó deliberadamente la mirada a su pecho para hacerle comprender lo peligroso que podía ser encontrase a solas con un hombre—. Y usted no lo es.

Pero ella no se dejó intimidar.

—¿Cómo puede saber lo que soy, señor, si no se ha dignado tan siquiera a escuchar mis calificaciones para el puesto?

¿Calificaciones? ¡Ja!

Con una mano le tocó suavemente el hombro.

—No viste usted como una institutriz.

Ella le apartó la mano.

—No sé quién piensa usted que soy, señor, pero he venido para interesarme por el puesto de institutriz. He de admitir que carezco aún del guardarropa propio de ese trabajo —sus ojos azules brillaron de dolor—, ya que mis ropas me las proporcionó lady Charlotte, para quien trabajaba como dama de compañía.

—¿Lady Charlotte?

Bajó la mirada.

—La hija del conde de Lawton.

¡Aquel era el nombre! Sintió deseos de golpearse en la frente. Lord Lawton era quien había organizado aquel encuentro. Dios bendito… aquella mujer era la institutriz.

Entonces fue ella quien se mostró confusa.

—¿Acaso lord Lawton no le explicó mis circunstancias?

Aquella noche había bebido una buena cantidad de coñac, y no recordaba bien lo que Lawton le había podido explicar, aparte del hecho de que conocía a una institutriz y eso era lo que él necesitaba.

—Explíquemelas usted, señorita Hill.

Cerró la puerta e interpuso una distancia más respetable.

Ella bajó la mirada.

—He sido la dama de compañía de lady Charlotte, y dado que ahora ha sido presentada ya en sociedad, no necesita más de mis servicios.

—¿Dama de compañía? —preguntó con escepticismo—. Pero si parece que acabara de salir de la escuela y fuese usted quien necesitara carabina.

—He dicho que era la dama de compañía de lady Charlotte, no su carabina. Yo… he sido su acompañante desde que éramos niñas. La situación era un tanto… —buscó la palabra correcta—… inusual.

Brent se cruzó de brazos.

—Explíquemela.

Parecía molesta y en guardia al mismo tiempo.

—Me he criado con lady Charlotte. Ella es hija única y extremadamente tímida, y necesitaba una acompañante; una hermana mayor, digamos —lo miró a los ojos antes de continuar—. También he de decirle que era… que soy hija del servicio de lord Lawton. Mi madre es lavandera y mi padre lacayo.

Brent se encogió de hombros. Su propio linaje era tan inapropiado como el de ella. Su madre era tan pobre como solo podía serlo una mujer irlandesa, y él se había pasado los primeros años de su vida en la granja que su abuelo tenía arrendada en Culleen.

Hasta que su abuelo inglés se lo llevó de allí. Un tío de cuya existencia no sabía una palabra había muerto inesperadamente y de pronto él se vio convertido en heredero de un título del que no sabía una palabra y enviado a una tierra hasta entonces enemiga para él.

—He sido educada como una dama —continuó la señorita Hill—. He estudiado las mismas lecciones que lady Charlotte y aprendido lo mismo que ella —del bolsillo de la capa sacó un documento y se lo entregó—. Aquí lo tiene todo por escrito.

Al tomar el papel sus manos se rozaron y Brent cayó en la cuenta de que su guante había sido cuidadosamente remendado.

Fingió leer y luego la miró. En los dedos aún conservaba la sensación del roce.

—Le ruego me disculpe, señorita Hill.

Ella se irguió de nuevo para mirarle con un porte tan regio como el de cualquiera de las matronas que acudían a Almack’s. Su cuello, tan recto y delgado, invitaba a ser acariciado. E invitaba a continuar hacia abajo, hasta la curva de sus pechos…

—¿Por qué me mira así? —le preguntó con un ligero temblor en la voz.

Dios bendito, se había dejado llevar por la imaginación y se había atrevido a seducirla…

¿Por qué aquella belleza estaría dispuesta a enterrarse en el repudiado trabajo de institutriz? Seguro que no ignoraba los peligros que acechaban a una mujer al servicio de los ricos y privilegiados. Una institutriz no contaba con la protección del resto del servicio, ni tampoco de la sociedad. Sería presa fácil de cualquier hombre que deseara seducirla.

Cerró los ojos y se volvió hacia las estanterías. Dejó que los dedos acariciaran el lomo de los libros.

—Le ruego me disculpe una vez más, señorita Hill. No consigo comprender cómo una joven de su… —se volvió sin querer una vez más para admirarla de arriba abajo—… disposición puede pretender el puesto de institutriz.

Ella lo miró con aire de superioridad.

—¿Me cree usted incapaz de desarrollar semejante tarea?

Su valor le producía más asombro del debido.

—Es usted muy joven —replicó, yendo a sentarse en una silla junto a la ventana. Luego cruzó las piernas.

Ella volvió a levantar la barbilla.

—Mi edad es un valor añadido, lord Brentmore.

Él frunció el ceño.

—¿Y qué edad tiene usted?

—Veinte años, milord.

—Muy mayor, sí —se burló.

Ella dio un paso hacia él.

—Mi juventud me proporcionará la energía necesaria para la enseñanza de mis educandos.

Lord Brentmore tamborileó con los dedos en el brazo de la silla. La institutriz anterior era una mujer de cierta edad, y seguir dándole precisamente ese empleo había sido un error. ¿Lo sería también contratar a alguien tan joven?

—Así los comprenderé mejor —continuó—. Aún no he olvidado las travesuras que pueden inventarse los chiquillos.

—Yo no quiero una institutriz que se una a ellos en sus diabluras.

—¡Y no pienso hacerlo! —replicó, irritada—. Soy una persona juiciosa, milord.

Se levantó y volvió a acercarse a ella, lo suficiente para sentir en la piel su calor.

—Cuénteme más de usted, señorita Hill.

Su voz se había vuelto grave.

Ella dio un paso atrás y la mano voló a un mechón de pelo que le rozaba la mejilla.

—Sé que no soy una dama, pero he sido educada como si lo fuera. He recibido todas las ventajas de…

Tenía que mantener las distancias.

—Hay otra razón por la que debería contratarme, señor —añadió ella tras respirar hondo.

—Usted dirá.

—El conocimiento es para mí el don más preciado, milord. Mi peculiar situación de persona que de otro modo nunca habría tenido acceso a él me hace apreciarlo en todo su valor. Me ha abierto los ojos al mundo —hizo un gesto con los brazos que abarcaba los libros encuadernados en piel—. Y ese mundo es lo que les enseñaría a sus hijos.

Por primera vez su rostro se iluminó de placer verdadero, y ese entusiasmo le llegó dentro a él, despertando algo que mejor estaba enterrado.

—Hará de mi hija una marisabidilla.

—¡Por supuesto que no! Haría de ella una dama —respondió y señaló el documento que le había entregado—. Domino todas las artes femeninas: sé bordar, pintar con acuarelas, tocar el pianoforte. Conozco todas las normas de urbanidad y buenos modales, y sé bailar. Por otro lado sé latín y matemáticas, de modo que estoy en condiciones de preparar a cualquier muchacho para Eton…

La voz le falló como si temiera haber hablado demasiado, pero en su mirada había un ruego.

—Le complacería mi trabajo, milord. Lo sé.

Se obligó a bajar la mirada para que ella no pudiera ver lo hambriento que estaba de semejante pasión juvenil. A pesar de que solo tenía treinta y tres años, en aquel momento se sentía más viejo que Matusalén.

Los niños se merecían una buena educación. Una buena crianza. Aún más: se merecían ser felices. Eran criaturas inocentes, aunque sus cuerpecitos fueran la encarnación de sus fracasos y de sus errores. Que aquella institutriz, aquella bocanada de aire fresco, fuese un regalo para ellos.

Es más: estaría en una casa en la que ningún hombre se aprovecharía de ella. Y no es que él fuera inmune a la tentación, pero detestaba Brentmore y pasaba tan poco tiempo allí como le era posible.

Dejó vagar la mirada por las estanterías abarrotadas de libros, una imagen mucho menos peligrosa que la de aquellos ojos azules llenos de esperanza.

—No es necesario que se vista de gris —dijo por fin. Sería una pena ocultar tanta belleza bajo cuellos altos y mangas largas—. Su vestuario actual puede servir.

—No entiendo… —le temblaba la voz—. ¿Quiere decir que… me da el puesto?

Él tragó saliva.

—Sí, señorita Hill. El puesto es suyo.

—¡Milord! ¡No lo lamentará, se lo aseguro!

Su alivio era tan evidente como la sonrisa que le iluminó el rostro y que a él le encogió las tripas.

—Tiene que estar lista para asumir sus obligaciones esta misma semana.

Los ojos se le llenaron de lágrimas y él sintió el impulso de abrazarla y asegurarle que no tenía de qué preocuparse.

—Lo estaré, señor.

Incluso la voz se le había empeñado de emoción.

—Haré saber a lord Lawton que la he contratado.

 

 

Anna parpadeó rápidamente, molesta consigo misma por permitirse semejante muestra de emoción en un momento tan importante como aquel. Quería… no, necesitaba ser fuerte so pena de que aquel marqués fuera a cambiar de opinión.

No se había imaginado con antelación que fuera a ser tan imponente, y tampoco tan alto. Ni tan joven. Más se había imaginado que se parecería a los caballeros que visitaban la casa de lord y lady Lawton, más bajitos que ella, con orondas barrigas y al menos diez años mayores que el marqués. Sus ojos, tan oscuros como el cabello que se le rizaba en la base del cuello y que le enmarcaba el rostro, la ponían nerviosa. Las piernas le temblaban cada vez que la miraba con aquellos inquietantes ojos. Sobre todo cuando la había despachado sin tan siquiera dejarla hablar. En aquel momento era absoluto su convencimiento de que estaba todo perdido.

¿Qué habría hecho entonces? Lord Lawton le había dejado claro que su ayuda se circunscribía a ayudarla a encontrar empleo. Y no tenía nadie más a quien acudir en Londres. Sus padres y todas las demás personas a las que conocía se quedaban en Lawton.

¡Pero el marqués la había contratado! Incluso después de haber perdido la paciencia con él. Incluso después de su discursito acerca de su amor por el conocimiento.

Afortunadamente era un rasgo que le serviría para trabajar como institutriz porque era su única cualificación para el puesto.

—Bien —dijo, sin saber qué otra cosa decir—. Excelente.

Él volvió a enarcar las cejas.

Ay, Dios, ¿y si cambiaba de opinión?

Se aclaró la garganta mientras lograba encontrar una frase digna de una buena institutriz.

—¿Puedo preguntarle por los niños? ¿Cuántos estarían a mi cargo, y a quién debo responder acerca de sus cuidados?

Aquello había sonado muy profesional.

Él frunció el ceño como si la pregunta le molestara.

—Son solo dos.

Ella intentó sonreír.

—¿De qué edad?

—El niño, siete. La niña, cinco.

—Una edad deliciosa —respondió. Tan pequeños no podían ser difíciles de tratar—. ¿Y están en Brentmore Hall?

Charlotte y ella habían buscado en una Topografía de Gran Bretaña y en un viejo volumen de Debrett’s en la biblioteca de Lawton para intentar averiguar algo sobre el marqués. Al parecer su esposa había fallecido hacía poco más de un año, pero aparte de eso solo habían podido saber que la casa del marqués, Brentmore Hall, estaba en Essex.

—Por supuesto que están en Brentmore —espetó—. ¿Dónde iban a estar si no?

¿Le habría ofendido su pregunta? Conversar con él era como caminar sobre cáscaras de huevos.

Iba y venía por la estancia como una pantera, un enorme gato salvaje al que Charlotte y ella habían visto en una ocasión en la Torre de Londres. Aquel felino negro iba y venía en su jaula de un lado para el otro, de un rincón al otro, letalmente peligroso y deseando escapar.

El cabello del marqués era tan oscuro como el pelo de la pantera. Lo mismo que sus ojos. Y cuando se movía era como si él también desease liberarse.

En cualquier caso, no tenía por qué rugirle a ella.

—No podía saber dónde viven —respondió, altanera—. Por eso se lo pregunto. También porque deseo saber dónde voy a vivir yo.

—Perdóneme una vez más, señorita Hill. Es que no estoy acostumbrado a entrevistar institutrices.

Ella enarcó las cejas y él añadió:

—La anterior falleció inesperadamente.

—¿Falleció? ¡Pobrecitos niños! Primero su madre y luego su institutriz.

Sintió una oleada de compasión por las criaturas. Era demasiado para unos niños tan pequeños.

Él siguió mirándola y Anna se dio cuenta de que alguna emoción había palpitado tras sus ojos negros, aunque no podría decir exactamente cuál.

—¿Cómo lo sobrellevan?

—¿Sobrellevarlo? —parecía sorprendido—. Razonablemente bien, según Parker.

—¿Parker?

—Mi administrador —explicó—. Afortunadamente se hallaba en Brentmore y se ha ocupado de todo.

—¿Usted no ha visto a sus hijos?

Él la miró fijamente.

—No desde que ocurrió esto último, de lo cual hace ya algunos meses.

Anna apretó los labios. Fue el único modo de mantenerse callada. La institutriz de Charlotte siempre le decía que tenía que controlar su lengua y que nunca debía perder la compostura, lo que no dejaba de resultarle confuso ya que también debía enseñarle a Charlotte a ser sincera y a decir lo que pensaba.

Mejor cambiar de asunto.

—Entonces, ¿será a él a quien deba informar?

Dios mío… ¿habría percibido su desaprobación en el tono?

—Me informará a mí —replicó, clavándole su mirada de pantera—. En cuestiones de orden menor, los niños dependerán totalmente de usted. Será usted quien decida sobre sus necesidades y cuidados, y el resto del servicio no interferirá en sus decisiones.

Anna lo miró con los ojos abiertos de par en par, y la expresión de él se volvió severa.

—Si no se siente capacitada para llevar a cabo la tarea dígamelo ahora, señorita Hill.

Aún podía perder el puesto, y respiró hondo.

—Estoy perfectamente capacitada para la tarea, milord, pero me gustaría saber hasta dónde alcanza mi responsabilidad.

Su mirada parecía retenerla cautiva, una mirada que de pronto se llenó de tristeza.

—Proporciónele a mis hijos lo que necesiten para ser felices.

Por un momento tuvo la impresión de que aquel hombre había perdido la máscara que llevaba y su agonía había quedado al descubierto, y aquella imagen la impresionó todavía más que la de la pantera al acecho.

—Haré cuanto esté en mi mano.

—Entonces hemos terminado, señorita Hill. Le haré saber cuándo saldremos hacia Brentmore.

Y salió de la estancia.

Ella le dedicó una breve reverencia, pero él no la vio. Un instante después entró el mayordomo para acompañarla a la puerta.

Estaba a punto de cruzar el umbral cuando la voz del marqués la detuvo.

—No se vaya.

Estaba en la escalera y desde allí la miraba.

La ansiedad volvió a hacer presa en ella. ¿Y si había cambiado de opinión?

—Está lloviendo —se explicó.

No solo llovía, sino que el agua caía a raudales.

—No me preocupa mojarme —le aseguró.

—Estará empapada en cuestión de segundos.

Bajó la escalera y se dirigió a ella.

—No importa.

—Haré que la lleven en coche a casa —declaró, haciendo un gesto hacia la puerta.

Ella se llevó una mano al cuello.

—No quiero causarle tantas molestias. Con que me presten un paraguas bastará.

—Con este aguacero un paraguas resulta totalmente inútil —dejó transcurrir unos segundos antes de volver a hablar—. Además yo también he de salir.

El mayordomo no pudo disimular su sorpresa, lo que le valió una severa mirada del marqués.

—Espere un momento —le dijo a Anna—. La dejaré en su casa.

¿Subir con él en su coche? ¿Entrar en la jaula de la pantera? Pero no podía negarse. Es más: prácticamente se lo había impuesto él.

Volvió a hacer una reverencia.

—Gracias, señor. Es usted muy amable.

—¿Hago pasar a la señorita al salón, milord? —preguntó el mayordomo, cerrando la puerta.

—Sí, Davies.

Lord Brentmore volvió a subir las escaleras.

—Bien, señor.

El mayordomo la condujo a un salón amueblado con gusto. Los sofás tapizados en tejido de brocado, el cristal y la porcelana daban cuenta de la opulencia de la casa. En una pared había un enorme retrato de familia de la generación anterior. ¿Un Gainsborough, quizá? Lo parecía. Charlotte y ella habían visto grabados de algunos retratos pintados por él.

El fuego estaba encendido en la chimenea, con lo que el fresco de aquella mañana de principios de primavera quedaba amortiguado.

—Siéntese, por favor, señorita Hill —le ofreció el mayordomo.

Se acomodó en una silla junto al fuego y el tic tac del reloj de la chimenea entretuvo la espera.

 

 

Veinte minutos después, Brent fue informado de que el carruaje esperaba fuera, y tras ponerse el abrigo y el sombrero le pidió a Davies que avisara a la señorita Hill.

Estaba poniéndose los guantes cuando Davies salió con ella al vestíbulo. En la puerta los esperaban dos lacayos con sendos paraguas, y uno de ellos la ayudó a subir.

Cuando Brent montó, se encontró con que la señorita Hill había ocupado el asiento contrario a la marcha así que no le quedó más remedio que sentarse frente a ella.

Su postura con la espalda erguida y las manos en el regazo estaba llena de gracia.

El coche echó a andar.

Sabía que esperaría de él que entretuviera la marcha con una conversación educada y banal, pero en un espacio tan íntimo no podía estar seguro de qué se escaparía de sus labios.

Al final fue ella quien habló.

—Es usted muy amable, señor. Estoy segura de que se ha desviado de su camino por mi culpa.

La casa de lord Lawton estaba en Mount Street, apenas kilómetro y medio de Cavendish Square.

Mientras el coche cubría esa distancia ella se entretuvo en mirar por la ventana, aunque de vez en cuando lo mirase también a él. Por su parte, él no fue capaz de apartar la mirada de ella por mucho que lo intentara, y cada vez que sus ojos se encontraban Anna sonreía educadamente. Sentía vivos deseos de volver a ver su auténtica sonrisa, la que se le había escapado al saber que iba a contratarla.

El coche llegó a Mount Street y se detuvo ante la puerta de los Lawton. Uno de los lacayos del marqués bajó las escaleras y abrió la puerta con el paraguas preparado para guarecerla.

Ya en la acera, Anna se volvió para dirigirse a Brent.

—Gracias una vez más, milord. Esperaré a recibir noticias suyas en cuanto a la partida para Essex.

Él asintió.

—Me ocuparé de que le lleguen lo antes posible.

—Estaré preparada —volvió a sonreír, y un atisbo de sol brilló en su gesto—. Que tenga un buen día, señor.

Se quedó viendo cómo el lacayo la acompañaba hasta la puerta. Aun presurosa como iba bajo el aguacero, resultaba una imagen fascinante de la que no pudo apartar la mirada hasta que la vio desaparecer tras las puertas.

Menos mal que en cuestión de días aquella mujer estaría camino de Brentmore.

El cochero llamó con los nudillos a la portezuela que comunicaba con la cabina, y Brent se inclinó hacia delante para abrirla.

—¿Adónde vamos, señor?

—A casa.

—¿A casa?

El cochero debía estar pensando que había perdido la sesera. Y no le faltaba razón.

Había sacado el coche, movilizado cochero, lacayos y caballos bajo aquel aguacero impenitente para llevar a una institutriz a su casa de la que distaban poco más de mil metros.

—A casa —repitió, y se recostó contra el respaldo del asiento.

 

 

Anna vio alejarse el coche de lord Brentmore por la puerta entreabierta.

Rogers, el lacayo de los Lawton que atendía la puerta, se asomó también.

—Bonito coche —comentó.

—Y que lo digas —las emociones de Anna no podían estar más alborotadas—. Pues imagínate lo que es viajar en él con un marqués.

—¿Qué ha pasado en la entrevista?

Intentó sonreír.

—Me ha contratado. Voy a ser la institutriz de sus hijos.

Rogers cerró la puerta.

—¿Te doy la enhorabuena o no?

El puesto de institutriz no era precisamente codiciado. Una institutriz quedaba siempre a medio camino entre el servicio y la familia, pero no formaba parte de ninguno de los dos mundos, algo a lo que ella estaba ya muy acostumbrada. Su situación única de acompañante de Charlotte había hecho de ella una mujer demasiado educada y refinada para encajar con el servicio, pero jamás sería considerada de la familia. Su lugar estaba… en ninguna parte en concreto.

Respiró hondo.

—Sí, felicítame.

Por lo menos de ese modo no se encontraría vagando por las calles de Londres sin un penique en el bolsillo.

Sintió de pronto la amenaza de las lágrimas y salió corriendo escaleras arriba a su habitación, contigua a la de Charlotte como la de una doncella. Charlotte y su madre habían salido de visita, así que tendría tiempo de recomponerse.

Se quitó los guantes, el sombrero y la capa y lo dejó todo sobre la silla. Luego se dejó caer en su pequeño camastro y se cubrió la cara con las manos.

Habían pasado solo dos días desde que lord Lawton la informara de que su trabajo como acompañante de Charlotte ya no era necesario. No sabía con certeza el motivo de ese cambio.

¿Quizá porque había bailado con algunos caballeros en una fiesta reciente? Le había parecido que sería una grosería rechazar sus invitaciones, pero desde luego había sido el último evento social al que había asistido. A partir de ahí, Charlotte había salido siempre acompañada de sus padres.

Su ausencia no había provocado la mudez de Charlotte como todo el mundo se temía sino que su amiga había acabado venciendo su timidez.

Sus días como acompañante habían estado contados desde un principio, ya que se esperaba de Charlotte que encontrara un marido conveniente y que se casara bien, y cuando ese momento llegara ya no tendría sentido seguir presente en la vida de su amiga. Aun así siempre había pensado que permanecería en el seno de la casa de los Lawton cuando eso ocurriera, y que le buscarían alguna utilidad en ella. Pero lord Lawton le había dejado bien claro que ni lady Lawton ni él necesitarían más de sus servicios.

¿Qué habría hecho para enojarlos tanto?

Nunca había esperado ni pretendido su afecto, pero sí se esperaba ser tratada como una servidora leal. Al menos lord Lawton se había preocupado de conseguirle la entrevista con lord Brentmore. Por eso sí que podía estarle agradecida. Pero sus emociones estaban paralizadas ante la idea de perder el único hogar que había conocido y verse separada de todo cuanto le importaba. Su madre. Su padre…

Charlotte.

Especialmente Charlotte. Se sentía más unida a ella que incluso a su madre.

Se llevó un puño a la boca e intentó controlarse para no llorar.

Aquello no era un destierro por mucho que pudiera parecerlo, sino el devenir normal de las cosas. Nada más. Había sido una tonta al no prever que llegaría el momento, pero debía mostrarse fuerte y valiente. Habían sido precisamente esas dos cualidades las que le habían ofrecido la posibilidad de trabajar como acompañante de Charlotte, una circunstancia que nunca olvidaría.

Era cierto lo que le había dicho a lord Brentmore sobre la educación: le había abierto las puertas del mundo. No podía imaginarse a sí misma sin su formación en geografía, filosofía, matemáticas… había estudiado latín y francés. Pintura. Baile. Sabía bordar. La multitud de cosas maravillosas que había aprendido junto a Charlotte no tenía fin. Pasara lo que pasase, nadie podría arrebatarle lo que había aprendido.

Se incorporó decidida a dejar a un lado la infelicidad. ¿Qué podía tener de malo ser institutriz de dos niños pequeños en una casa de campo que seguramente se parecería a Lawton House? Además, en ese puesto tendría la excusa perfecta para seguir estudiando y leyendo.

La puerta de la cámara de Charlotte se abrió.

—¿Anna?

Se levantó de la cama y se acercó.

—Estoy aquí —contestó sonriendo a la mujer a la que se sentía tan unida como a una hermana—. ¿Qué tal las visitas?

Charlotte sonrió y un encantador hoyuelo se le dibujó en la mejilla.

—Bastante tolerables. Me he obligado desde el principio a participar en la conversación y enseguida he dejado de pensar en ello.

Anna se acercó y le dio un abrazo.

—Eso es estupendo. ¿Y has disfrutado?

—¡Mucho! —respondió asintiendo, y sus bucles rubios se movieron al compás. Tiró de la mano de su amiga para llevarla a las sillas que había junto a la ventana—. ¡Quiero que me lo cuentes todo sobre tu entrevista!

Su semblante se volvió serio.

—Me han contratado. Empiezo dentro de una semana.

Charlotte la miró boquiabierta.

—¡No!

—Sí. Pero es algo bueno.

—Quizá no deberías aceptar el primer puesto que te han ofrecido —meditó su amiga frunciendo el ceño—. He oído habladurías… la gente dice que hay algo raro en lord Brentmore. En su pasado.

—No me importa —respondió desenfadadamente, tomando sus manos—. Y no puedo permitirme rechazarlo, porque ya sabes que no tengo nada que me recomiende. En realidad ha sido una suerte que el marqués haya accedido a contratarme.

—¿Y por qué crees que lo ha hecho entonces, si no tienes nada que te respalde?

—Creo que necesitaba institutriz urgentemente.

—Lo dices como si lo hubieras conocido en persona —respondió haciendo un mohín con los labios.

—Es que el marqués en persona me ha entrevistado.

Charlotte abrió los ojos de par en par.

—¿Y cómo es? ¿Tan impresionante como debe ser un marqués?

La imagen de la pantera, inquieta y peligrosa, le volvió a la cabeza.

—Es un hombre formidable, pero dudo que vaya a tratarlo mucho. Yo me iré a Brentmore Hall con sus hijos.

—¿Tan lejos? —preguntó con desmayo.

Tan lejos de todo cuanto conocía.

—Voy a decirle a mi madre que no pienso aceptar una sola invitación en toda la semana —declaró, temblándole la barbilla—. Pienso pasarme todos los minutos del día contigo. ¡Solo nos queda esta semana!

La idea de verse apartada de Charlotte le partía el corazón. El lazo que las unía desde la infancia iba a quedar roto. Nunca podrían volver a estar juntas como hasta aquel momento.

Ni siquiera aquellos últimos siete días.

Dos

 

Tres días después, Anna iba de nuevo en el carruaje de lord Brentmore, pero aquella vez de camino a Essex, a una jornada de viaje desde Londres.

El paisaje y las aldeas iban pasando ante sus ojos hasta llegar a ser indistinguibles los unos de los otros al final del día.

En un abrir y cerrar de ojos su vida había cambiado por completo y a cada kilómetro que avanzaba iba acercándose cada vez más a un destino nuevo y desconocido. A cada bache del camino sentía renovarse el aleteo de las mariposas en el estómago.

—Esto es una aventura —dijo en voz alta—. Una aventura.

Semejante empresa pondría a prueba su fortaleza. Muchas veces había actuado con más valor del que sentía porque era lo que se esperaba de ella como acompañante de Charlotte, y eso iba a tener que hacer de nuevo allí.

Junto a Charlotte había acometido cada nueva lección, había dominado cada nueva habilidad, y ahora iba a ser lo mismo. Pero aquella vez no iba a contar con un instructor que la guiase, ni con un hombro amigo en el que apoyarse. Aquella vez estaría sola.

 

 

El sol se hundía ya en el horizonte cuando el coche se acercó a una arcada de ladrillo rojo. En el frontal había una leyenda que decía Audaces Fortuna Juvat.

—La fortuna favorece a los audaces —musitó, y la traducción le hizo sonreír. Qué duda cabía que a ella la fortuna la había puesto en una posición en la que le era necesario ser audaz.

Mentalmente se encogió al enfrentarse a la fachada de una enorme mansión estilo tudor. Al igual que la entrada, había sido construida en ladrillo rojo en sus tres pisos, lo mismo que la multitud de chimeneas, y en los cristales de las ventanas se reflejaban los últimos rayos del sol. Dos amplios brazos flanqueaban el jardín central, a cuyo lado se circulaba hasta llegar a una entrada semicircular que conducía a una enorme puerta de madera ante la cual se detuvo el carruaje.

El cochero abrió la portezuela que tenía bajo su asiento.

—Brentmore Hall, señorita.

Los nervios volvieron a desatársele.

—Gracias, señor.

Recogió su limosnera y la cesta que había llevado consigo, y un lacayo apareció ante la puerta para ayudarla a descender. Apenas había puesto un pie en la gravilla cuando la puerta se abrió y salieron un hombre y una mujer. Él, vestido como un caballero principal y con una edad que debía rondar los cuarenta, se le acercó.

—¿Señorita Hill? —preguntó, ofreciéndole cortésmente la mano—. Bienvenida a Brentmore Hall. Soy el señor Parker, administrador de lord Brentmore.

Ella estrechó su mano e hizo gala de las normas de comportamiento que había aprendido junto a Charlotte:

—Es un placer conocerle, señor.

Un golpe de viento tiró de sus faldas y se echó mano al sombrero.

El señor Parker se volvió hacia la mujer de la puerta, que iba vestida de un modo más sencillo.

—Permítame presentarle a la señora Tippen, el ama de llaves.

La mujer era el estereotipo del ama de llaves de una casa como aquella: cabello gris que apenas asomaba bajo un casquete blanco inmaculado y unos ojos de mirada inteligente.

Anna le ofreció la mano.

—Es un placer, señora Tippen. Son ustedes muy amables por salir a recibirme.

El rostro de la mujer no mostraba emoción alguna, e incluso se tomó unos segundos antes de estrechar la mano de Anna.

—Es usted muy joven.

Era obvio que el ama de llaves no aprobaba la elección de su señor pero Anna consiguió sonreír.

—Le aseguro a usted, señora Tippen, que tengo la edad suficiente.

El ama de llaves frunció el ceño y el señor Parker debió ver la necesidad de intervenir porque dijo:

—La institutriz anterior era bastante mayor —y con un gesto señaló la puerta—. ¿Entramos? El personal de la casa se ocupará de sus baúles.

En los baúles y las cajas que habían sido enviados desde Lawton a Londres viajaban todas sus posesiones terrenales.

El vestíbulo de la mansión tenía el suelo de mármol y las paredes paneladas en madera. Una línea de banderas colgaba en lo más alto. En una de las paredes había un retrato enorme de un hombre con bucles largos y dorados vestido en brocado también dorado, y en la de enfrente colgaba el de una mujer con un voluminoso vestido de seda. La estancia olía a la cera de abejas de las velas que ardían para iluminarla y a la que se empleaba para pulir la madera.

La intención de quienes construyeron aquella casa debió ser que su vestíbulo resultase majestuoso, pero el resultado real era opresivo. Demasiado oscuro. Demasiado antiguo.

Qué distinto de Lawton House, toda llena de luz y color.

Otro hombre se acercó a ellos y el señor Parker se lo presentó.

—Ah, aquí llega el señor Tippen, el mayordomo de lord Brentmore.

Resultó ser un hombre de expresión tan severa como la del ama de llaves. ¿Sería su esposo?

—Señor Tippen, le presento a la señorita Hill, la nueva institutriz.

El mayordomo inclinó levemente la cabeza.

—La estábamos esperando.

—Estará usted cansada —intervino de nuevo la señora Tippen, con la misma expresión pétrea en la cara—. La acompañaré a su habitación y después cenará.

—¿Y los niños?

Ellos eran la razón de que estuviese allí.

—Dormidos. O a punto de dormirse.

—¿No han querido verme?

No querría desilusionarlos nada más llegar.

—No se lo hemos dicho —respondió el señor Parker.

—¿No les han dicho que iba a llegar hoy?

¿No deberían saber que iban a tener una nueva institutriz?

—Nos ha parecido más conveniente no decirles nada —aclaró el señor Parker en un tono de voz algo irritante—. Suba y refrésquese. La esperaré a cenar.

No tuvo más remedio que seguir a la señora Tippen por la hermosa escalera de caoba semicircular.

De modo que su llegada iba a ser otra sorpresa para los niños. ¿Es que no se habían llevado ya suficientes sorpresas, con la muerte de su madre un año antes y la de su institutriz hacía poco?

Subieron dos tramos de escaleras.

—Su habitación está por aquí —dijo tras haber recorrido un pasillo y detenerse ante una puerta.

La habitación estaba panelada en la misma madera oscura que el vestíbulo y la escalera. Estaba amueblada con una cama con cuatro columnas, una cómoda, sillas, una pequeña mesa junto la ventana y un tocador. Comparada con la alcoba de Charlotte era modesta, pero resultaría acogedora si no fuera tan oscura. Ni la lámpara de aceite que ardía sobre la chimenea era capaz de romper aquella oscuridad.

¿Habría sido aquella la habitación de la anterior institutriz? ¿Acaso habría muerto allí?

Mejor no saberlo.

—Es… agradable.

A la señora Tippen no le afectó el cumplido.

—Hay agua en la jarra y tollas limpias. Le subirán el baúl de inmediato.

—¿Dónde están las habitaciones de los niños?

—Al otro lado de la escalera —contestó una mujer joven al tiempo que entraba en la alcoba—. Toda el ala es para ellos.

El ama de llaves se marchó sin molestarse en presentarle a la recién llegada. Era evidente que se trataba de una criada por su delantal blanco y la cofia blanca que le cubría el cabello rojo. Parecía ser unos cuantos años más joven que ella, y tenía el físico fuerte y saludable que poseían muchas de las campesinas de Lawton.

Anna sintió una punzada tremenda de nostalgia.

La criada se acercó a ella con una sonrisa.

—Soy Eppy, la niñera. Bueno, en realidad soy una criada, pero puesto que me ocupo de los niños he decidido llamarme niñera.

—Encantada de conocerla —le dijo tendiéndole la mano—. Soy Anna Hill.

—Seguro que estoy yo más encantada que usted —contestó, riendo—. También he de ser su criada, de modo que ¿necesita algo? —se oyó un ruido fuerte en el pasillo—. Ah, ese debe ser su baúl. Estará deseando quitarse la ropa del viaje.

Dos lacayos entraron con su equipaje, lo dejaron junto a la pared y se marcharon.

Anna sacó la llave de su limosnera.

—He de cambiarme. Me esperan para cenar.

La doncella tomó la llave y abrió el baúl. Mientras ella se desvestía y se lavaba el polvo acumulado del camino, la doncella charlaba sobre los preciosos vestidos que estaba sacando, la mayoría heredados de Charlotte. Por fin encontró uno que no estaba demasiado arrugado para ponérselo para cenar.

Anna siempre había encontrado cierta ironía en disponer de una doncella para que la ayudase, ella, hija de sirvientes. Como acompañante de Charlotte había sido objeto casi de las mismas atenciones que ella con el fin de que la tímida niña se convenciera de que no tenía nada que temer. Esa había sido su principal encomienda: mostrarle a Charlotte que no tenía nada que temer.

Eppy la ayudó a vestirse.

—¿De verdad están dormidos los niños? —insistió, viendo que apenas eran las ocho en el reloj de la chimenea.

—Lo estaban la última vez que he pasado por su habitación —respondió con naturalidad. Menos mal. Alguien un poco más alegre que el señor y la señora Tippen.

—¿Es cierto que no se les ha hablado de mi llegada? —le preguntó mientras se estiraba la falda.

La doncella le estaba haciendo las lazadas cuando contestó:

—Fue idea del señor Parker. Dios sabe en qué estaría pensando.

Desde luego. Los niños deberían haber sido informados. Charlotte siempre se adaptaba mejor a las novedades si se la avisaba por adelantado.

Ella misma habría preferido que la avisaran sobre el futuro que la aguardaba lejos de su hogar. Se había imaginado que cuando Charlotte se casara ella también encontraría a alguien que la quisiera. Un maestro quizás, alguien que pudiera valorar tener una esposa con cierta educación, y tendrían hijos, alguien a quien pasar cuanto había aprendido.

Pero ahora no se atrevía a contemplar su futuro. No podía atreverse a soñar. Ahora sabía que no podía dar nada por sentado.

Se acomodó ante el tocador y se quitó las horquillas del pelo.

—¿Puede hablarme de los niños? —le pidió a la doncella—. No sé nada de ellos. Ni siquiera sus nombres.

Lord Brentmore ni siquiera le había dado ese detalle.